Trabajo

El continente latinoamericano nació bajo la égida del trabajo. Antes de la presencia europea, las poblaciones nativas poseían una economía básicamente de subsistencia, que producía alimentos agrícolas, valiéndose de la caza, de la pesca, del extractivismo agrícola y de la minería, entre otras actividades. En esa etapa, el trabajo colectivo era el pilar de la producción, y la apropiación de sus frutos era beneficio de la comunidad en general.

Ese cuadro se transformó desde fines del siglo XV, con el proceso de colonización impulsado por la expansión comercial que caracterizaba a la acumulación primitiva en curso en Europa. El territorio americano pasó a ser codiciado por la naciente burguesía mercantil y los Estados nacionales recién constituidos en el viejo continente. Españoles, portugueses, franceses y otros pueblos crearon, desde el comienzo, colonias de explotación dedicadas a incrementar el proceso de acumulación primitiva de capital que se llevaba a cabo en los países centrales. Solamente los ingleses, en algunas regiones de América del Norte, crearon colonias de poblamiento, es decir, receptoras de la población europea excedente, envuelta en cuestiones éticas y religiosas.

En un primer momento, la sociedad colonial explotó la fuerza de trabajo indíge­na, esclavizada u obligada a prestar obligatoriamente servicios en las plantaciones y en las minas. Por ejemplo, en la América española existía el sistema conocido como encomienda, por el cual el colono se comprometía a asegurar la subsistencia de los nativos, apropiándose del trabajo de éstos. Después se difundió el trabajo esclavo africano, resultado de un intenso tráfico humano de África hacia América, controlado por las nacientes burguesías comerciales europeas. Fue a partir de dicho intercambio comercial que surgió el esclavismo colonial, una modalidad de trabajo llevada a cabo en los territorios dedicados prioritariamente a la producción agrícola (la plantation) y al ingenio que producía el azúcar comercializado en Europa.

La diversificación de las actividades productivas y la constitución del mercado interno crearon las condiciones para la implantación del trabajo asalariado en América Latina. Sin embargo, esa modalidad recién sería adoptada a lo largo del siglo XIX, cuando la expansión del capitalismo industrial (especialmente el inglés) exigió la ampliación del mercado consumidor, a través del pago de salarios a los trabajadores.

Durante casi toda su historia, el mundo colonial latinoamericano fue también escenario de la rebeldía de los esclavos negros que luchaban por su emancipación. Basta recordar la majestuosa Revolución de los Negros de Haití, en 1791 –pionera en la abolición del trabajo esclavo– o el Quilombo dos Palmares –rebelión de esclavos en Brasil, que llevó a la formación de una comunidad negra libre, durante los años 1630-1685–. Además, el predominio agrario en los siglos de la colonización permitió el desarrollo, en varias regiones, de un numeroso campesinado, que más tarde encabezaría las luchas sociales como la Revolución Mexicana.

En el siglo XIX comenzó a desarrollarse el tránsito de las sociedades rurales a las urbano-industriales, y con éste varios países latinoamericanos comenzaron a generar los primeros contingentes de trabajadores asalariados, vinculados tanto a las actividades agrario-exportadoras, como el caso de la producción de café en Brasil, como a las actividades manufactureras e industriales. En la Argentina y Uruguay –exportadores de carne y derivados–, los trabajadores encontraban ocupación en los frigoríficos, la principal fuente de actividad productiva.

Cuanto más las economías agroexportadoras –propias del mundo mercantil– se vinculaban al universo capitalista, más evidente se hacía la necesidad de incrementar las actividades industriales. Así pues, inicialmente, la diversificación de dichas actividades surgió de las demandas de la propia economía agroexportadora, que carecía de industrias textiles, alimenticias, metalúrgicas, etc. Poco a poco éstas se volvieron más autónomas, suplantando a las actividades rurales que les habían dado origen. O sea, la industria fue impulsada por la demanda interna y por las necesidades de acumulación de las burguesías nacientes.

Trabajo asalariado y sindicalismo

En ese marco histórico y estructural, plasmado particularmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, empezó a formarse la clase trabajadora latinoamericana, que se centraba principalmente en las regiones mineras de extracción de salitre, cobre, carbón, gas, petróleo, en la industria textil, en los servicios portuarios y ferroviarios, en la construcción civil y en pequeños establecimientos fabriles. Muchos de sus integrantes eran europeos que habían venido al continente americano (principalmente a Brasil, la Argentina y Uruguay) en busca de trabajo.

Sometidos a una intensa explotación, esos trabajadores se reunían en torno a las primeras asociaciones obreras, como las sociedades de socorros mutuos, las uniones obreras y, posteriormente, los sindicatos, organizados por rama profesional (los sastres, los panaderos, los gráficos, los metalúrgicos, los ferroviarios, los portuarios, etc.)

Es importante destacar que en América Latina las experiencias de trabajo artesanal, e incluso manufacturero, fueron muy distintas de las vividas en Europa. Allí se dio una transición secular que tuvo comienzo en el artesanado, avanzó hacia la manufactura y, posteriormente, hacia la gran industria. En América del Norte, que no conoció la vigencia del sistema feudal, dicho proceso fue mucho más rápido, ya que en muchos países se saltó casi directamente de la esclavitud a las formas de trabajo asalariado industrial.

Fue en ese escenario donde germinaron las influencias anarquistas (o anarcosindicalistas) y socialistas, y se asistió también a las primeras manifestaciones obreras con el estallido de las primeras huelgas que paralizaron las diferentes ramas laborales. Las organizaciones sindicales de la Argentina, por ejemplo, nacieron de las sociedades de resistencia, que agrupaban a trabajadores por oficio. En ese país, las disputas entre socialistas y anarquistas ya estaban presentes desde la conmemoración del 1° de Mayo, en 1890, cuando los socialistas buscaban la reglamentación de las condiciones de trabajo por la acción del Estado, y los anarquistas, contrarios a las reformas estatales, proponían la ruptura con el sistema.

En realidad, el socialismo reformista, bajo la influencia de la II Internacional, no tuvo en América Latina, salvo escasas excepciones, una presencia comparable a la de los anarquistas o libertarios. Éstos privilegiaban la acción directa, sin la mediación político-partidaria: los sindicatos eran prácticamente la única forma de organización que aceptaban. El anarcosindicalismo fue fuerte en Argentina, Brasil y Uruguay –países en los cuales la clase trabajadora industrial estaba en gran medida compuesta por inmigrantes llegados de Italia y España, países donde predominaba la tradición libertaria–, y marcó su presencia, con mayor o menor intensidad, en Chile, Perú y Bolivia.

El proyecto comunista

La hegemonía del anarcosindicalismo se extendió hasta las dos primeras décadas del siglo XX. Luego del triunfo de la Revolución Rusa (1917), sin embargo, el continente vio florecer una nueva forma de organización política de los trabajadores, representada por los partidos comunistas.

En Chile, en 1920, el Partido Obrero Socialista (POS) inició su conversión en Partido Comunista, y se incorporó a la III Internacional Comunista en 1928. En 1921 se fundó el Partido Comunista Argentino. En el caso del Partido Comunista de Brasil (PCB), creado en 1922, la casi totalidad de los dirigentes se habían forjado en las batallas anarcosindicalistas. En Perú, bajo el liderazgo de José Carlos Mariátegui, el más significativo y original marxista latinoamericano de su generación, en 1928 se dio la creación del Partido Socialista, que en 1930 pasó a llamarse Partido Comunista Peruano (PCP). El mundo del trabajo comenzaba a estructurarse como fuerza política de perfil partidario.

La ilegalidad marcó la vida de la mayoría de los Partidos Comunistas, que no eran aceptados en la arena política, todavía predominantemente oligárquica, excluyente, autocrática, en muchos casos dictatorial. Desde el cubano José Martí hasta el peruano Mariátegui, pasando por el brasileño Astrojildo Pereira, el pensamiento revolucionario latinoamericano, con todas las limitaciones de la época, buscaba, en su práctica y reflexión, comprender la especificidad del continente y transformar, por la vía revolucionaria, su formación social.

El empeño mayor de los comunistas estaba dirigido a fundir la lucha social y la lucha política. O sea, además de actuar en los sindicatos, le dieron prioridad a la creación de partidos obreros que pudieran representar una alternativa de poder y participar activamente en la lucha política, incluso a nivel electoral. Sea surgiendo a partir del propio anarcosindicalismo, como fue el caso de Brasil, o bien diferenciándose del socialismo reformista, como en la Argentina y en la mayoría de los países latinoamericanos, los partidos comunistas poco a poco extendieron su influencia.

El surgimiento de los partidos comunistas se dio en un momento en que el movimiento obrero latinoamericano luchaba por conquistar una legislación social que garantizara sus derechos. Es lo que se puede constatar en las innumerables huelgas que se desataron: como la Huelga General de 1917, en Brasil, y la de 1918, en Uruguay, o incluso las huelgas contra la Tropical Oil (1924 y 1927) y contra la United Fruit Company (1928), ambas en Colombia. Esta última terminó en huelga general, con la adhesión de cerca de 30.000 trabajadores.

El continente presenció también el florecimiento de luchas sociales de mayor magnitud, uno de cuyos principales ejemplos fue la Revolución Mexicana de 1910, cuya Constitución de 1917 incorporó la conquista de la reglamentación de los derechos laborales, estableciendo desde jornadas y salarios hasta la prestación de servicios sociales, además de la libertad de organización, movilización sindical y derecho de huelga, así como la formulación de una significativa reforma agraria. Contraria a las oligarquías y al liberalismo excluyente que marcaba el dominio burgués en la región, la revolución anticipaba derechos que sólo mucho más tarde se generalizarían en América Latina.

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Una fábrica de habanos en Cuba, en 2008 (Berg_chabot/Creative Commons)

Taylorismo y fordismo en América Latina

Con el desarrollo del capitalismo industrial que experimentó en especial la industria automovilística norteamericana de comienzos del siglo XX, florecieron los procesos de organización del trabajo conocidos como taylorismo y fordismo, que terminaron por conformar el diseño de la industria a escala planetaria. Sus elementos centrales pueden resumirse de esta manera:

• vigencia de la producción masiva, realizada mediante una línea de montaje y una producción más homogénea;

• control de los tiempos y movimientos, mediante el cronómetro taylorista y la producción en serie fordista;

• existencia del trabajo parcelario y de la fragmentación de funciones;

• separación entre la elaboración, cuya responsabilidad se atribuía a la gerencia científica, y la ejecución del proceso de trabajo, efectivizada por el obrero en la planta;

• existencia de unidades fabriles concentradas y verticalizadas.

Ese modelo productivo, en mayor o menor escala, se expandió por las más va­riadas ramas de la industria y los servicios de los países latinoamericanos que en ese momento probaban desarrollar un ciclo industrial. Fue uno de los factores responsables de la constitución, expansión y consolidación de la clase obrera, desempeñando un papel de enorme importancia en los conflictos sociales. El Cordobazo de 1969, en la Argentina, y las huelgas obreras del ABC paulista de 1978-1980 fueron las expresiones avanzadas de las luchas sociales del proletariado que se había formado bajo la égida del taylorismo y el fordismo.

Fue mediante esa forma de producción como la gran industria capitalista se pudo desarrollar. Sin embargo, hay que destacar que, dada la particularidad de la su­bordinación y dependencia estructural del capitalismo latinoamericano en relación con los países centrales y hegemónicos, aquí el camino hacia el mundo industrial se realizó de manera tardía, o incluso hipertardía, si se lo compara con los procesos vividos en los Estados Unidos y Europa occidental. Y lo hizo sustentado en un enorme proceso de superexplotación del trabajo, que combinaba, en forma intensificada, la extracción absoluta y relativa del trabajo excedente, ofreciéndole al capital altos niveles de plusvalía.

Paralelamente al nacimiento y a la expansión de la industria de base taylorista y fordista, se estructuró en buena parte del continente un complejo proceso sociopolítico. Además de la confrontación directa y antagónica entre capital y trabajo, afloró también otra contradicción, dada por la existencia de dos proyectos claramente distintos y alternativos. Uno de esos procesos era nacionalista y seguía bajo el mando de sectores de las burguesías nativas en alianza con segmentos de las clases populares y/o sus representantes políticos. El otro era favorable a la internacionalización de la economía y estaba liderado por los diversos sectores burgueses vinculados al imperialismo.

El naciente Estado burgués latinoamericano osciló entre los dos proyectos y trató de incorporar, en sus políticas, elementos de ambos, en diversa graduación según cada país. Al mismo tiempo, procuró abrir canales de control de los trabajadores, pretendiendo “integrarlos” al orden burgués. Se trataba de crear organizaciones sindicales oficialistas a fin de frenar las luchas sociales autónomas desencadenadas por las corrientes revolucionarias del movimiento obrero.

El peronismo en la Argentina, el getulismo en Brasil y el cardenismo en México, entre otros ejemplos importantes, fueron fenómenos políticos insertos en la expansión industrial latinoamericana. Guardando las diferencias relativas a las singularidades de cada país, se puede decir que los tres pretendieron atraer a las clases trabajadoras hacia el ámbito estatal, politizando la cuestión social, aunque para ello se valieran de la represión y de la práctica de la división en el interior del movimiento obrero. Juan Domingo Perón y Getúlio Vargas, en especial, para viabilizar sus respectivos proyectos industriales nacionalistas, consolidaron su liderazgo entre la clase obrera urbana-industrial, presentándose como conductores de un gobierno capaz de ofrecer concesiones a la clase trabajadora: un verdadero Estado benefactor. Vamos, entonces, a rescatar algunos de sus rasgos más importantes.

Longevidad y contradicciones del peronismo

En la Argentina, el peronismo fue el responsable del nacimiento de una concepción laborista que tuvo una enorme influencia sobre el sindicalismo y el movimiento obrero en ese país. Dicho proceso comenzó en 1943, con un golpe de Estado que designó al coronel Juan Domingo Perón en la Secretaría de Trabajo. La fecha marcó una línea divisoria en la relación entre el Estado y el movimiento obrero, mediante un complejo proceso de apoyo y cooptación que tenía como contrapartida la institucionalización de los derechos sociales de la clase trabajadora, así como la mejora de sus condiciones de vida.

En 1945, poco después de que Perón fuese separado del gobierno y llevado a prisión por los militares contrarios a su política, la Confederación General del Trabajo (CGT) organizó grandes manifestaciones para su liberación. Dada la fuerte presión popular, fue liberado y, en 1946, electo presidente de la Argentina. Éste consolidó una alianza entre los intereses burgueses nacionalistas y laboristas, mediante un proyecto ideológico y político que contaba con el apoyo de la CGT. Esa central se transformó en el principal canal de sustentación sindical del peronismo, que se estructuraba políticamente a través del Partido Justicialista. Sobre la base de esa estructura dual, el peronismo creó sólidos vínculos con los movimientos sindical y obrero.

A lo largo de su trayectoria, el peronismo se caracterizó por la conciliación de clases, cimentada en el nacionalismo y en la férrea vinculación de los sindicatos con el Estado, además de reprimir las acciones sindicales que trataban de mantenerse al margen del oficialismo justicialista.

Dicha estrategia colocó al movimiento sindical bajo tutela, tanto en el campo político e ideológico como en el espacio de las acciones de corte laboral, promoviendo un sindicalismo jerárquicamente sometido a las determinaciones oficiales y a una práctica negadora de la democracia obrera y de las acciones autónomas de clase. De ese modo, se manifestó una fuerte concepción estatista, según la cual las relaciones entre el movimiento obrero y el Estado debían ser mediadas por la figura del líder. Fue tan intensa esa vinculación que aún hoy el peronismo encuentra respaldo en el movimiento sindical argentino, que se reivindica heredero de aquél.

En 1955, un golpe militar, apoyado por la Iglesia Católica y los sectores oligárquicos y burgueses más conservadores y tradicionales, derrocó al gobierno peronista. En los años siguientes, mientras la CGT trataba de organizar la resistencia, preparando el retorno del líder exiliado, se produjeron cambios en la estructura de la clase trabajadora argentina, marcada sobre todo por una mayor heterogeneidad interna, consecuencia de la expansión y diversificación de la industria de bienes de consumo durables (Cavarozzi, 1984).

En el transcurso de los años 60, dichos cambios contribuyeron, por un lado, a que el peronismo perdiera parte de su capacidad movilizadora, aunque preservase su fuerza en el aparato sindical, cada vez más burocratizado y verticalizado, y que frecuentemente recurría a las prácticas de una auténtica mafia sindical. Por otro lado, prepararon el terreno para un nuevo ciclo de enfrentamientos, organizados por los obreros y los sectores sindicales más combativos, con una importante participación del movimiento estudiantil. En mayo de 1969, el llamado Cordobazo marcó un fuerte momento de las luchas obreras, con la eclosión de una huelga general de nítido carácter clasista en Córdoba, segunda mayor ciudad industrial del país. Además de enfrentar directamente a las fuerzas patronales, ese movimiento desgastó al régimen militar que en esa época gobernaba la Argentina.

El Cordobazo abrió camino para el retorno de Perón al país y al poder, con su victoria electoral de 1973. Pero el contexto político y social era muy diferente del de 1945. La CGT estaba dividida en varias tendencias. En el movimiento peronista también actuaban diferentes corrientes políticas, entre las cuales se destacaban los montoneros, de perfil antiimperialista y nítidas posiciones de izquierda. Además, la muerte del líder en 1974 entronizó en el gobierno a la vicepresidenta Isabel Perón, su segunda esposa (personaje completamente diferente de Evita, su primera mujer, ésta sin duda dotada de enorme carisma). El fracaso político y económico de esa nueva etapa del peronismo llevó a un nuevo golpe militar, en marzo de 1976, transformado en una dictadura que torturó y asesinó a millares de jóvenes militantes, obreros, sindicalistas y estudiantes. Se intervinieron los sindicatos, y la CGT fue declarada ilegal. Ello generó una fractura en el interior de la central, creándose dos vertientes: una corriente sindical más crítica (CGT-Brasil) y la otra más conciliadora (CGT-Azopardo). El peronismo, sin embargo, siguió estando presente en el movimiento sindical y junto a los trabajadores durante un largo período y fue responsable de muchas huelgas generales contra la dictadura militar, a comienzos de los años 80.

La seducción getulista

El largo período del gobierno de Getúlio Vargas (conocido por getulismo o varguismo) tuvo momentos muy diferentes. La Revolución de 1930 posibilitó la formación de un movimiento político-militar que fue más que un golpe y menos que una revolución, y que generó el desarrollo de un proyecto industrial anclado en un Estado fuerte y en el nacionalismo. En la esfera política, particularmente luego del golpe del Estado Nuevo en 1937, el getulismo asumió un carácter claramente dictatorial, tendencia presente en forma embrionaria desde 1930.

Un aspecto central del getulismo fue la adopción de una legislación laborista, considerada esencial para viabilizar el proyecto de industrialización. Hacía décadas que los trabajadores brasileños luchaban por el derecho a las vacaciones, por la reducción de la jornada laboral, por el descanso semanal remunerado, entre otras reivindicaciones. Vargas, al atender dichas demandas, procuró presentarlas como una dádiva.

Con ello, el sindicato de la era Vargas se transformó en un organismo esencialmente asistencialista, con centros de salud, servicios, esparcimiento, etc. El impuesto sindical, creado durante ese período, garantizaba los recursos para el mantenimiento de los sindicatos y la ley de encuadramiento sindical permitía que el Estado controlara la creación de nuevas asociaciones. De este modo, se consolidó una forma de estatismo sobre los sindicatos obreros, vigilados de cerca por el Ministerio de Trabajo, que trataba de impedir su accionar autónomo. Fue así como se desarrolló el laborismo getulista, combinando dádiva, manipulación y represión.

El primer ciclo del getulismo estuvo en vigencia hasta 1945, cuando Vargas fue depuesto por un golpe de Estado. El ex presidente retornó en 1950, esta vez por el voto popular, y su nuevo gobierno fue más reformista y menos autoritario. En 1953 tuvo que hacer frente a una fuerte ola de huelgas. Al año siguiente, con el fortalecimiento de la tendencia favorable a la internacionalización de la economía brasileña, el getulismo enfrentaría su crisis más profunda. En agosto de 1954, en medio de una fuerte puja entre los sectores nacionalistas, que lo apoyaban, y los intereses imperialistas, que se le oponían, Vargas prefirió suicidarse antes que ceder a la presión militar y de los sectores dominantes que querían su renuncia. Paradójicamente, su muerte aumentó la fuerza del getulismo. La resolución de esa crisis quedó, pues, postergada hasta la década siguiente, cuando tuvo lugar el golpe militar de 1964.

Cárdenas y el desguace de la revolución

México es un país emblemático. Vivió y sigue viviendo a fuerza de las diferentes culturas precolombinas, que la dominación española no logró eliminar. Vivió también, a partir de 1910, una profunda revolución popular, y vio cómo la autenticidad del proceso revolucionario poco a poco era eliminada por la “institucionalización”.

La Constitución revolucionaria de 1917 garantizó derechos laborales tales como la reglamentación de la jornada de trabajo, niveles salariales más favorables a los trabajadores, libertad de organización sindical y derecho de huelga, abriendo camino al surgimiento de los sindicatos. La revolución impulsó también la formación de grandes entidades sindicales, como la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), de la cual surgió, en 1919, el Partido Laboral Mexicano (PLM). Oponiéndose a dichas corrientes, disidentes formaron la Confederación General de Trabajadores (CGT), que más tarde se insertó en la política estatal, por medio del Partido Comunista Mexicano (PCM).

Poco a poco, el sindicalismo autónomo fue aceptando la institucionalización de la Revolución, subordinándose al cupulismo y al estatismo. Como parte de dicho movimiento, entró en vigor, en 1931, la Ley Federal del Trabajo, incorporando a los lineamientos constitucionales de 1917 aspectos importantes, como los contratos colectivos. Dos años más tarde, se formó la Confederación General de Obreros y Campesinos de México (CGOCM), que congregaba, además de la CROM y la CGT, a diversas otras entidades. La confederación agrupó sectores combativos, que exigían del Estado la reglamentación del salario mínimo y el pago de los días de descanso (Delarbre, 1984).

En 1934, Lázaro Cárdenas asumió la presidencia de la República por el Partido Nacional Revolucionario (PNR). Declarándose un continuador de la Revolución Mexicana, formuló un proyecto para institucionalizar las conquistas revolucionarias y evitar enfrentamientos definitivos con la burguesía. Se iba delineando, pues, un proyecto nacionalista que llamaba a los trabajadores a unirse en torno al gobierno de Cárdenas.

La creación de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), en 1936, en cierta medida atendió a dicho llamado. Tratando de integrar un frente capaz de unir a los trabajadores en la defensa de las reformas cardenistas, la CTM se consolidó como la más importante central del país, congregaba a trabajadores de la industria (en especial metalúrgicos, petroleros y mineros), de los transportes (ferroviarios) y de otros sectores.

En 1938, el PNR se disolvió para formar el Partido de la Revolución Mexicana (PRM). Siguiendo esa trayectoria, en 1946 el PRM cedió lugar al Partido Revolucionario Institucional (PRI), que, eliminando de su ideario las referencias socialistas y sometiéndose definitivamente a los intereses gubernamentales, garantizó la existencia de un mecanismo casi “natural” de pasaje de los dirigentes sindicales al mundo de los cargos públicos. Su conversión en un partido tradicional, corrupto y centralizador fue cuestión de tiempo.

Se consolidó, así, un compromiso entre las centrales sindicales y el aparato estatal, ampliamente utilizado por los intereses del capital nacional y extranjero en la industrialización del país. Esta unión llevó a la disidencia de los sectores más combativos de la CTM, como los ferroviarios, los mineros, los metalúrgicos y los petroleros, que en 1948 formaron la Confederación Unitaria del Trabajo (CUT).

Pocos meses después, el sindicato de los ferroviarios sufrió un golpe de parte de su secretario general, Jesús Díaz de León, que contó con el apoyo de la policía. Surgía el “charrismo”, un modelo de control estatal que, por la vía de la burocracia sindical, se impone por la fuerza contra la voluntad de los afiliados, aunque les otorgue beneficios sociales, en un “doble juego” por el cual mantiene, hasta hoy, la representación de la mayor parte de los trabajadores de México (Delarbre, 1984).

En 1968, en un cuadro de descontento general, trabajadores de la electricidad, ferroviarios, bancarios, maestros e incluso profesionales liberales, como los médicos, se unieron para protestar contra la política salarial y otros proyectos del gobierno. Ello no impidió, sin embargo, que el Estado continuara con el proceso de control efectivo. Cuando José López Portillo fue elegido presidente en 1976, el camino hacia la “modernización capitalista” ya estaba consolidado. Se completaba, así, la ruptura del país con su pasado revolucionario.

El movimiento minero

Como país pobre, Bolivia tiene una economía completamente dependiente de la producción minera y de la explotación del gas y el petróleo. Aun así, el número de trabajadores ocupados directamente en esos sectores no llegaba, hasta los años 50, al 10% de la población, dado que la mayoría de los bolivianos estaban vinculados a las actividades rurales.

A diferencia del proletariado de otros países latinoamericanos, el boliviano no se formó a partir de la inmigración de trabajadores europeos. Bolivia fue, en verdad, un país de emigrantes que, desde principios del siglo XX, se dirigieron sobre todo a Chile y la Argentina y, más recientemente, a Brasil. El único momento en que el flujo migratorio se invirtió fue durante la Guerra del Chaco (1932-1935), cuando se contrataron chilenos para trabajar en las minas bolivianas.

La disputa entre Bolivia y Paraguay por la región del Chaco representó un momento de ruptura en el movimiento obrero y en la vida política del país. Durante el conflicto, algunos líderes sindicales y de partidos socialistas fueron perseguidos, presos y exiliados, por haber organizado manifestaciones contra la guerra y contra la Ley de Defensa Social, la cual preveía suspender las libertades y derechos elementales. En el exterior, entraron en contacto con nuevas propuestas políticas y sindicales. Con el fin de la contienda bélica y el retorno de esos activistas, el movimiento social entró en una nueva etapa, debido a la formación de organizaciones sindicales y a la creación de partidos marxistas y nacionalistas con influencia popular. El avance de la lucha popular y de izquierda fue fundamental para el estallido de la Revolución de 1952.

En ese momento, varios partidos de izquierda hicieron acto de presencia, como el Partido Obrero Revolucionario (POR), de inspiración trotskista, fundado en 1934, y el Partido de Izquierda Revolucionaria (PIR), fundado en 1940, que dio origen, en 1950, al Partido Comunista Boliviano (PCB). De dicho proceso también surgió el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), un partido popular más cercano a la pequeña burguesía, fundado en 1941, que tuvo un papel importante en el estallido de la Revolución de 1952.

Otro soporte fundamental de la revolución fue la Central Obrera Boliviana (COB, la más importante organización sindical del país, creada en 1952, como resultado del gran ascenso del movimiento obrero y sindical, principalmente minero. La COB tuvo una actuación decisiva en la insurrección, pues se estructuró en torno a reivindicaciones como la nacionalización de las minas y la reforma agraria sin indemnización y bajo control obrero.

La primera revolución obrera de América Latina –ya que la Revolución Mexicana de 1910 tenía una fuerte predominancia campesina– puso fin al largo dominio de la aristocracia del estaño en la sociedad boliviana. Milicias armadas, vinculadas al MNR, partían de las ciudades mineras rumbo a la capital, ocupaban puestos policiales y exigían el fin de la Junta Militar. En poco tiempo el país estuvo tomado por las milicias obreras.

Los sindicatos tuvieron un importante papel en el levantamiento, ya que fueron ellos los que, en general, organizaron las milicias. En las ciudades mineras llegaron a asumir la responsabilidad de abastecer, administrar y ejercer de policía, instaurando una dualidad de poderes en la sociedad, bajo la conducción de la COB. El proyecto revolucionario nacionalizó las minas de estaño y efectuó una reforma agraria radical. Sin embargo, en términos generales, los avances logrados no fueron tan lejos como la fuerza organizativa y la capacidad de movilización demostradas por la COB.

Con la consolidación del gobierno del MNR, al término de la etapa revolucionaria, se intensificó la represión sobre el movimiento sindical y obrero. A fines de 1964, el gobierno enfrentó una gran huelga general de los mineros. Le siguió un golpe militar, que abrió camino a otro período de fuerte represión sobre las organizaciones sindicales. Fue en esa etapa dictatorial, en 1967, cuando apresaron y asesinaron a Ernesto Che Guevara, líder revolucionario que se encontraba en Bolivia desde el año anterior. De esa forma, hundida en un ciclo casi interminable de golpes, Bolivia dejaba atrás su importante experiencia revolucionaria.

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Ato de la CUT, en Chile, el 1° de mayo de 2014 (Ministerio del Trabajo Chile)

La isla rebelde

Tres años después de que las milicias obreras ocuparan la capital boliviana, las banderas revolucionarias se desplazaron de los Andes hacia una pequeña isla del Caribe. En 1955, un puñado de insurgentes del Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26 de Julio), refugiados en la Sierra Maestra, dieron comienzo a la guerra de guerrillas contra la dictadura de Fulgencio Batista, que había convertido a Cuba en un apéndice de los Estados Unidos. El 1.º de enero de 1959, los rebeldes entraron victoriosos en La Habana, mientras que Batista huía con su familia hacia la República Dominicana.

De inmediato, Cuba experimentó una osada y victoriosa revolución social liderada por Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos, que llevaba, por primera vez en la historia del país, los intereses populares hacia el centro de las atenciones del poder. Desde el principio, el gobierno revolucionario inició un proceso de desmantelamiento del sistema político y social neocolonial, eliminando el latifundio, nacionalizando las grandes propiedades y entregando tierras a los campesinos. Al año siguiente se nacionalizaron las propiedades norteamericanas en el país, los servicios de telecomunicaciones, de agua, de energía, de transportes, etcétera.

Contando con el sustento de la Confederación de Trabajadores de Cuba –creada en 1939 y que en 1961 pasó a llamarse Central de Trabajadores Cubanos (CTC)– y con la conducción política del Partido Comunista Cubano (renovado con el ingreso de los jóvenes que lideraron la Revolución), la experiencia cubana pasó a inspirar a la mayoría de los movimientos revolucionarios latinoamericanos. Su encanto provenía del hecho de tratarse de una revolución diferente: nació al margen del Partido Comunista, que seguía una política más moderada, en tanto que los jóvenes dirigentes revolucionarios –con Fidel, el Che y Camilo al frente– traían consigo la percepción profunda del descontento y la repulsa contra el dominio imperialista, traduciéndola en una gran voluntad de transformación. La combinación de esos ingredientes fue explosiva, llevó a la victoria a la revolución de un pequeño país, situado a pocas millas del gigante imperialista del Norte.

La larga noche del sindicalismo

Luego de la Revolución Cubana, temiendo la expansión de los movimientos armados, la derecha respondió con golpes militares que avanzaron por América Latina. Es así como se desencadenó el ciclo de las contrarrevoluciones –como lo caracterizó el sociólogo marxista brasileño Florestan Fernandes–, que iniciaría una era de derrotas para las luchas sociales de los trabajadores.

Esto significa que el ciclo de golpes mi­litares fue la solución que encontraron las fuerzas del capital para desestructurar los avances sociales y políticos de la clase trabajadora. El aniquilamiento del movimiento obrero, de sus sindicatos y de las izquierdas facilitaba la inserción de América Latina en el proceso de internacionalización del capital, con la apertura del parque productivo a los capitales externos, en especial a los norteamericanos.

En Brasil, el golpe militar de 1964 im­plementó un proyecto capitalista dependiente y subordinado, controlado por un estado autocrático-burgués dictatorial que reprimió duramente al movimiento obrero. La disminución de los salarios posibilitó niveles de acumulación que atrajeron al capital monopólico. De ese modo, la expansión capitalista industrial en Brasil intensificó su tendencia –presente en toda América Latina– a estructurarse sobre un proceso de superexplotación del trabajo, combinando sueldos degradados, jornadas de trabajo extenuantes y una gran intensidad en los ritmos y tiempos productivos. Asociadas a la intervención en los sindicatos, a la purga de parlamentarios, a la censura de la prensa y a la cárcel, la tortura y el asesinato de opositores, dichas medidas configuraron un período difícil para el movimiento obrero y popular que se prolongó durante más de dos décadas.

En Chile, la tragedia sucedió en 1973, con el derrocamiento del gobierno del socialista Salvador Allende Gossens. Había sido electo en 1970 por la Unidad Popular, que aglutinaba desde socialistas y comunistas hasta los sectores más progresistas de la Democracia Cristiana.

El gobierno de Allende inició un amplio proceso de transformación de las estructuras económicas chilenas. Nacionalizó industrias, bancos y reservas naturales, como el cobre y el salitre, promovió una mayor distribución de la riqueza, estrechó lazos con Cuba y creó comités de participación de trabajadores en la gestión de la economía y la producción. También invirtió en salud y educación y lanzó un acelerado proceso de reforma agraria. La CUT (Central Única de Trabajadores, creada en 1953) dio su total apoyo al gobierno, realizando convenios que posibilitaban que los trabajadores participaran de la gestión económica de empresas del sector social o mixta (o sea, empresas total o parcialmente controladas por el Estado).

Pero la oposición seguía estando bien articulada. La Democracia Cristiana (de centro) se alió al Partido Nacional (de derecha) y, juntos, cooptaron organizaciones sociales, federaciones y sindicatos de derecha, promoviendo boicots al gobierno. Ejemplo de ello fueron las paralizaciones de los camioneros, en 1972 y 1973, que debilitaron la infraestructura del país, y ampliaron el descontento de parte de las capas medias de la sociedad contra el gobierno popular.

El 11 de septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas golpistas, con el apoyo de la CIA norteamericana, depusieron al gobierno de la Unidad Popular y provocaron la muerte de Allende. El general Augusto Pinochet, promotor del golpe, encabezó una de las más sangrientas dictaduras de América Latina, que encarceló, torturó y causó la muerte (o la desaparición) de miles de personas y provocó el exilio de cerca de una décima parte de la población del país (Witker, 1984).

La persecución del movimiento sindical también fue gigantesca. Desde septiembre de 1973, la CUT fue ilegalizada y, en diciembre, disuelta jurídica y físicamente (en 1988 se creó una nueva CUT –esta vez, Central Unitaria de Trabajadores– en medio de la caída del régimen). En 1976, las huelgas fueron prohibidas por “incitar la lucha de clases”. Se crearon instrumentos legales que pasaron a moldear los “estatutos societarios” de las empresas, o sea, los mecanismos de “integración” del trabajador a la empresa (Witker, 1984). Fuerzas sindicales prohibidas, líderes exterminados, represión brutal a los trabajadores, a los militantes de izquierda y al movimiento obrero: el escenario estaba listo para la primera experiencia más profunda de implementación de las políticas neoliberales en el mundo, o sea, en base a trabajos producidos por economistas de la llamada Escuela de Chicago, Chile adoptó las premisas del neoliberalismo y desencadenó un amplio proceso de privatización de los bienes estatales, apertura comercial, flexibilización de las leyes laborales y de la legislación social.

Dictaduras en el Río de la Plata

Luego de la derrota de las democracias en Brasil y en Chile, el ciclo de las contrarrevoluciones se desplazó hacia la región rioplatense, con el golpe militar de Uruguay, en 1973, y de la Argentina, en 1976.

Desde 1971, Uruguay presentaba un panorama político protagonizado por el recién creado Frente Amplio (FA), que congregaba a comunistas, socialistas y nacionalistas. El objetivo era representar a los sectores populares y a las capas medias, para de ese modo contraponerse a los partidos Nacional y Colorado, voceros de los sectores más conservadores.

La victoria del Partido Colorado, en 1973, facilitó el estallido del golpe en el país, realizado con la connivencia del entonces presidente Bordaberry, que entregó su puesto a los militares. En medio de ese cuartelazo, los trabajadores ocuparon más de quinientas fábricas. En ese clima, la Convención Nacional de Trabajadores (CNT), creada en 1966, lanzó una huelga que, sin embargo, fracasó.

A pesar de la fuerte represión, la resistencia se mantuvo, y a comienzos de los años 80 se crearon varias organizaciones para mantenerla viva. Junto a diferentes movimientos populares, el Plenario Intersindical de Trabajadores (PIT), creado en 1983, presionó para que en 1984 se realizaran elecciones generales que implicaron el retorno a la democracia en el país. A partir del año siguiente, el Plenario adoptó la sigla PIT-CNT, reivindicando la herencia de la antigua central.

A su vez, el golpe militar en la Argentina asumió un estilo similar al chileno, tanto en su brutal represión como en su servilismo a los capitales externos. Por esa razón, se nota que, tanto como la dictadura chilena, la infeliz experiencia argentina representó una anticipación de las políticas neoliberales en América Latina. Entre sus consecuencias más nefastas se puede destacar el proceso de desindustrialización que afectó, cuantitativa y cualitativamente, a la clase obrera y a su sindicalismo. Con el aniquilamiento de las izquierdas revolucionarias, que experimentaron un fuerte crecimiento en el período inmediatamente anterior al golpe, el objetivo era derrotar también la herencia peronista en el sindicalismo, vista como un obstáculo para la internacionalización de la economía.

La excepción peruana

El golpe militar en Perú, en 1968, tuvo como telón de fondo una sociedad en transformación. Desde fines de la década de 1950, el país andino venía experimentando una relativa diversificación de su clase trabajadora, a la vez que se consolidaban importantes núcleos obreros, principalmente en la minería y en la metalurgia. Empresas multinacionales crearon las industrias metal-mecánica y química, e instalaron líneas de montaje en los sectores automotriz, de productos eléctricos y farmacéuticos. La industria pesquera prosperaba. Con todo, el país seguía siendo dependiente del sector agroexportador y, en el campo, aún prevalecía el latifundio.

La izquierda peruana también experimentaba una relativa diversificación, con el surgimiento de organizaciones maoístas y trotskistas. El PC-Unidad, pro-soviético, trató de retomar el poder en la Confederación de Trabajadores de Perú (CTP), dominada por la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), pero renunció a esa táctica, y en 1968 fundó la Confederación General de Trabajadores de Perú (CGTP). Ese mismo año, el general Juan Velasco Alvarado dio un golpe militar. Originado en las corrientes militares reformistas, el movimiento tenía características diferentes en relación con los golpes militares proimperialistas del continente. Velasco partía de una ideología nacionalista –“ni capitalista, ni comunista”– y buscaba romper la estructura del poder oligárquico tradicional. Para ello promovió una amplia reforma agraria, aumentó el poder estatal, disminuyó la fuerza de los latifundios, nacionalizó industrias así como la explotación de los recursos naturales (Sulmont, 1984).

Sin embargo, fracasó su llamado a la unión entre capital y trabajo bajo el ideario nacionalista. La clase capitalista se negó a hacer concesiones, y el movimiento obrero, ante un crecimiento económico concentrador y excluyente, intensificó las críticas al régimen promoviendo grandes huelgas. Federaciones importantes –como las de los mineros y metalúrgicos y de los trabajadores de la educación– se desvincularon de la CGTP, que apoyaba al gobierno. Aislado políticamente, Velasco dejó el poder en 1975.

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Trabajadores de la construcción, en Lima, Perú (Szymon Kochański/Creative Commons)

Divisiones y violencia en Colombia

Las décadas de 1930 y 1940 en Colombia estuvieron marcadas por la fragmentación del movimiento sindical. En 1936, el Partido Comunista fundó la Confederación Sindical de Trabajadores (CST) que, en 1938, pasó a llamarse Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC). En 1945 surgió la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT) y, al año siguiente, la Unión de Trabajadores de Colombia (UTC), con una orientación apolítica y negociadora, apoyada por la Iglesia Católica. Entre los sectores populares predominaba ampliamente el llamado “movimiento gaitanista”, inspirado en el ex ministro de Trabajo Jorge Gaitán, jefe del Partido Liberal.

En abril de 1948, Gaitán fue asesinado. Este hecho generó una gran rebelión popular, conocida como el Bogotazo, que fue brutalmente reprimida. Pero la violencia continuó. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) optaron por la guerrilla en 1952 y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), en 1965. Colombia ingresó en una etapa de guerra civil que se prolongó por muchos años, cuya complejidad se vió agravada por la enorme fuerza y presencia de una economía generada a partir del narcotráfico.

En los años 60 aumentó la fragmentación sindical, con la creación de la Confederación Sindical de Trabajadores de Colombia (CSTC), de inspiración comunista, y de la Confederación General del Trabajo (CGT), vinculada a la Democracia Cristiana. En la década siguiente, CTC, UTC, CSTC y CGT se unieron en torno a un programa conjunto de reivindicaciones, que preveía medidas como el aumento del 50% de los salarios. La convergencia dio como resultado la constitución del Consejo Nacional Sindical, que aglutinaba a las fuerzas sindicales.

Actualmente, las tres grandes centrales sindicales del país –la Central de Trabajadores de Colombia (CTC), la Confederación General del Trabajo (CGT) y la Central Unitaria de Trabajadores (CUT)– enfrentan enormes desafíos asociados a la escalada de la violencia. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) señaló a Colombia como el país más peligroso del mundo para la actividad sindical: los homicidios de sindicalistas llegaron a 184 en 2002, a 91 en 2003 y a 94 en 2004. El total de registros de violaciones fue de 688 en 2004 e incluye amenazas de muerte, detención arbitraria, desapariciones y secuestros.

Venezuela: petróleo y bolivarianismo

Riquísima en petróleo, Venezuela es codiciada por el imperialismo desde comienzos del siglo XX. Los beneficios provenientes del petróleo fueron los responsables principales del nacimiento de una burguesía dependiente del Estado y sumisa a las grandes empresas extranjeras de prospección y refinamiento de este producto. En algunos momentos, esta burguesía ensayó proyectos de desarrollo nacional, de los que fueron ejemplos la nacionalización del petróleo y la creación de Petróleos de Venezuela SA (PDVSA), nave insignia de la economía venezolana. En determinadas coyunturas se hicieron también concesiones a los trabajadores, elevando su condición de vida (en comparación con los demás países del continente). Eso benefició en especial a los sectores vinculados a la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), principal organización sindical del país, que efectuaba una política de conciliación de clases.

Esos beneficios coyunturales a sectores obreros generaron el mito (que se desmoronó en poco tiempo) de que Venezuela sería el país con mayores características socialdemócratas de América Latina. Eso ocurrió en la segunda mitad de los años 70, cuando la crisis del petróleo elevó a las alturas el precio del barril, sustentando la política desarrollista del presidente Carlos Andrés Pérez en su primer mandato (1974-1979). Durante su gobierno, en 1976, se nacionalizó el petróleo y se creó PDVSA. En su segundo mandato, sin embargo, el precio del petróleo cayó y Pérez adoptó medidas impopulares, basadas en los acuerdos con el FMI, como el aumento del precio de la gasolina, el recorte en los gastos públicos, el congelamiento de los salarios, la liberación de los precios y el aumento del precio de los artículos de primera necesidad. La respuesta popular fue la mayor insurrección jamás ocurrida en el país: el Caracazo (1989), una manifestación espontánea, generada en el rechazo al aumento del precio de los buses, con miles de personas tomando las calles de Caracas, construyendo barricadas y bloqueando las vías de acceso a la ciudad. En varios barrios hubo saqueos a los negocios y a camiones que transportaban alimentos. La represión fue violenta: se estima, extraoficialmente, que hubo cerca de mil personas muertas.

El gobierno de Pérez sobrevivió al Caracazo, pero salió completamente debilitado; el presidente fue destituido del cargo en 1993, acusado de corrupción. Esa importante manifestación popular desató un amplio proceso de reorganización de los movimientos sociales. Era grande el descrédito de los partidos tradicionales, principalmente la centrista Acción Democrática (AD) y el COPEI, de derecha. Se estaban gestando las condiciones para el surgimiento, poco tiempo después, del bolivarianismo liderado por el presidente Hugo Chávez, que comenzó a cambiar profundamente la historia de Venezuela.

Reestructuración productiva en el continente

Si las dictaduras militares y los gobiernos civiles y conservadores de los años 70 fueron fuertemente privatistas, algunos casos, como los de Chile y la Argentina, anticiparon las políticas económicas neoliberales. En otros países, como Brasil, el proceso tuvo un fuerte sentido industrializador, ampliando las filas de la clase trabajadora. Ello contribuyó al surgimiento del llamado nuevo sindicalismo, que tuvo como principal líder al entonces metalúrgico Luiz Inácio Lula da Silva.

En ese período, que precedió la vigencia del neoliberalismo en Brasil, hubo un acentuado ciclo de huelgas, decretadas por los obreros industriales (especialmente los metalúrgicos), empleados públicos y diversos otros sectores. Hubo huelgas generales por rama, huelgas con ocupación de fábricas, incontables huelgas por empresas y huelgas generales nacionales. Se asistió también a una significativa expansión del sindicalismo de asalariados medios y del sector de servicios, como bancarios, maestros, empleados públicos, etc. También se organizaron y se fortalecieron los sindicatos y las centrales sindicales. Fue el caso de la Central Única de los Trabajadores (CUT), fundada en 1983 e inspirada, en su origen, en un sindicalismo de clase, autónomo e independiente del Estado. Su surgimiento fue producto de la confluencia entre el nuevo sindicalismo, nacido en el interior de la estructura sindical, y el movimiento de las oposiciones sindicales, que actuaba fuera de la estructura oficial y que combatía su subordinación y verticalismo.

Algo similar pasó en México, donde hubo intensas movilizaciones de maestros, mineros, metalúrgicos, trabajadores de electricidad y varias otras ramas. Otros países como Uruguay, Argentina, Chile, Perú y Colombia también retomaban sus luchas sindicales y obreras.

Especialmente a partir de la década de 1980, el nuevo sindicalismo empezó a sentir los efectos negativos del neoliberalismo y las tendencias regresivas de la reestructuración productiva impuesta por el capital, con todas sus implicancias ideológicas y políticas. Este doble proceso forzó a una redefinición de América Latina ante la nueva división internacional del trabajo en una etapa en que el capital financiero comenzaba a ampliar su hegemonía.

Fue en ese contexto cuando se llevó a cabo la reestructuración productiva en América Latina, con profundas consecuencias para el mundo del trabajo. La aplicación del recetario neoliberal, simultáneamente con la reorganización de la producción, trajo una significativa reducción del parque productivo industrial, cuyo caso ejemplar fue el de la Argentina. El cuadro se definió con la agresiva política de privatización del sector productivo estatal –telecomunicaciones, siderurgia, energía eléctrica, sector bancario, entre otros–, que profundizó la subordinación del continente a los intereses financieros hegemónicos, especialmente los de los Estados Unidos.

Privatización, desregulación, flujo libre de capitales, financierización, tercerización y precarización del trabajo, desempleo estructural, trabajo temporario, parcial y atípico, aumento de la miseria: todas esas prerrogativas de la barbarie neoliberal y de su reestructuración productiva pasaron a caracterizar la vida cotidiana del mundo del trabajo. No fueron pocas las consecuencias nefastas de ese proceso sobre la clase trabajadora, que sufrió mutaciones.

Prácticamente todos los países latinoamericanos dotados de sectores industrializados implementaron en sus empresas los procesos de downsizing, que implicaron la disminución del número de trabajadores y el aumento de las formas de explotación de la fuerza de trabajo. Con ello, el proceso tecnológico e informacional también pasó por serias mutaciones. La flexibilización, la desregulación y las formas innovadoras de gestión productiva se mezclaron con los nuevos procesos productivos basados en la acumulación flexible, o incluso con el llamado toyotismo o “modelo japonés”, que se expandió al capitalismo occidental a partir de los años 70 y, a América Latina, en la década siguiente.

El proceso de reestructuración en el continente presentó un rasgo particular, producto de la superexplotación de la fuerza de trabajo, de los bajos niveles salariales, unidos, en algunas ramas de la producción, a un razonable nivel tecnológico. Esto ocurrió porque los capitales productivos que actúan en América Latina trataron de mezclar la existencia de una fuerza de trabajo “calificada” para operar con los equipos microelectrónicos, manteniendo niveles de remuneración muy inferiores a los de los países centrales –donde las empresas tienen sus sedes–, a todo lo cual se le suman las formas de desregulación, flexibilización y precarización de la fuerza de trabajo. La fórmula favorece enormemente la superexplotación del trabajo, mediante la extracción de plusvalía relativa en combinación con la plusvalía absoluta. Tal combinación se intensificó en las últimas décadas, cuando se hicieron aún más intensos el ritmo y la duración de las jornadas de trabajo. Las maquiladoras (armadoras de artículos prefabricados en otros países) en México y América Central ejemplifican bien esta cuestión.

Marcas del genocidio y reanudación de las luchas

Si Inglaterra fue el laboratorio del neoliberalismo en Europa, la Argentina puede considerarse su equivalente latinoamericano. Con la victoria del peronista Menem y con el plan neoliberal adoptado por su gobierno, la CGT trató de adaptarse al nuevo régimen a través de un “sindicalismo empresarial” que, en gran medida, dio apoyo a la tentativa de destruir social y políticamente al pueblo argentino. La privatización del importante sector estatal, el proceso de desindustrialización, la desregulación de los derechos laborales, la sumisión a los dictámenes del Consenso de Washington y a los Estados Unidos, la dolarización de la economía, la avasalladora corrupción del gobierno, todo ello compuso la imagen de la barbarie neoliberal en la que supo ser la más importante nación latinoamericana.

El repudio a las políticas neoliberales y a la burocracia de la CGT llevó a la formación, en 1992, de la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA), básicamente vinculada a los trabajadores estatales y más autónoma en relación con el Estado (Armelino, 2004). La Corriente Clasista Combativa (CCC), minoritaria en el sindicalismo autónomo, que surgió en 1994, fue otra de las organizaciones presentes en esa etapa de reanudación de las luchas sociales.

La lucha contra el neoliberalismo ganó las calles, también en 1994, con marchas de millares de trabajadores, entre ellos los desocupados denominados piqueteros, que afluían desde diferentes puntos del país a Buenos Aires, a fin de expresar su repudio al modelo.

El Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) y tantos otros comenzaron a organizar piquetes sistemáticos que prácticamente paralizaban la capital. Al mismo tiempo, la CTA elaboró nuevas estrategias de acción, procurando ampliar sus bases mediante la creación de la Federación de Tierra, Vivienda y Hábitat (FTV), con el objetivo de organizar a los sectores populares de desempleados o subempleados.

El movimiento de “fábricas o empresas recuperadas”, que se generalizó en el país, reflejó también las nuevas formas de enfrentamiento entre capital y trabajo. La ocupación de fábricas –o empresas recuperadas– surgió de una situación en la cual los propietarios abandonaban las empresas, como forma de presión por el endeudamiento, etc., y los trabajadores pasaban a administrarlas por medio de dos modalidades principales de control social de la producción: las cooperativas o las empresas estatizadas. Centenares de ejemplos ilustran la situación, pero los casos de Bruckman (textil), de IMPA Fábrica Cultural (tubos) y del Hotel Bauen, los tres de Buenos Aires, y Zanon (cerámica), en Neuquén, y La Toma (supermercado), en Rosario, son particularmente interesantes. En dichas experiencias, los trabajadores llevaron a cabo formas de producción sin dominio, sin control y sin la explotación directa del capital.

La confluencia de dichos movimientos, junto al descontento de las capas medias por la política económica y financiera del gobierno que, en el auge de la crisis, les impidió retirar su dinero de los bancos (el llamado “corralito”), condujo al estallido social y político de diciembre de 2001. Una explosión social depuso al presidente Fernando de la Rúa y a toda una gama de sucesores incapaces de obtener respaldo para permanecer en el poder. La bandera central del movimiento estaba estampada en el lema “¡Que se vayan todos!”, difundido como reguero de pólvora por todo el país.

Del otro lado del Río de la Plata, Uruguay también vivió la desertificación neoliberal. Con la liberalización económica se registró una acentuada desindustrialización (entre 1988 y 1993, por el cual uno de cada cuatro obreros industriales perdió el empleo). Al mismo tiempo, proliferaron las formas de trabajo precario. En 1991, sólo la mitad de la población activa tenía empleos estables, mientras que uno de cada cinco trabajadores tenía un empleo precario o estaba subocupado. En vez de invertir en ciencia y tecnología, las empresas optaron por la informalización del trabajo, expulsando trabajadores formales y creando empresas especializadas en vender servicios, disminuyendo los costos con impuestos y cargas laborales. Ese cuadro dificultó la organización sindical y política de la clase trabajadora.

México: del neoliberalismo al zapatismo

En México, el neoliberalismo fue producto de la degeneración del Partido Revolucionario Institucional (PRI) que, tras varias décadas en el poder, se fue convirtiendo en un partido burgués burocratizado, vertical, institucionalizado e involucrado en la corrupción, hasta constituir un agrupamiento político neoliberal de la peor especie y de frontal oposición al sindicalismo autónomo y de clase.

Electo presidente en 1988, Carlos Salinas de Gortari intensificó la implantación del neoliberalismo en ese país, ya en curso desde comienzos de los años 80. Las medidas adoptadas, que provocaron un gran descontento popular, acarrearon el aumento de la internacionalización y de la subordinación económica y política al imperialismo norteamericano, del cual fue expresión el NAFTA, el acuerdo de “libre comercio” con los Estados Unidos y Canadá. No fue por otro motivo que, simbólicamente, el 1.º de enero de 1994, fecha en que el NAFTA entraba en vigencia, estalló la rebelión en Chiapas, al sur del país. Organizado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN, referencia al líder de la Revolución Mexicana Emiliano Zapata), el movimiento congregó a los campesinos, los indígenas y todos aquellos que rechazaban ese camino de “integración” destructiva para la sociedad mexicana. El zapatismo tendría un enorme significado para la resistencia y la lucha de los pueblos de América Latina contra la mundialización de los capitales y su lógica destructiva.

Bajo la presión de los Estados Unidos y los organismos multilaterales como el FMI y el Banco Mundial, los gobiernos siguientes profundizaron las ideologías monetaristas de estabilización financiera y control de las deudas del país, las cuales, mediante severos ajustes fiscales, atraían inversiones externas, de carácter crecientemente especulativo (Soederberg, 2001). El avance de esas políticas neoliberales también fomentó la desestatización y la desnacionalización del parque industrial, con la introducción de las maquiladoras, con el fin de producir y exportar mercancías a bajo precio, en comparación con las de los países de origen. Tales medidas hicieron aún más precaria la situación de la clase trabajadora.

Neoliberalismo: de Collor a Lula

A partir de 1990, con el ascenso de Fernando Collor de Mello, el proceso de reestructuración productiva y el recetario neoliberal empezaron a implantarse en Brasil. El gobierno de Collor tuvo una corta duración, dado que, debido al enorme grado de corrupción que lo caracterizó, terminó siendo depuesto por un vasto movimiento social y político que culminó en el impeachment del presidente en 1992. Luego de ese episodio, y del corto gobierno del vicepresidente Itamar Franco, los dos mandatos presidenciales de Fernando Henrique Cardoso reforzaron la presencia neoliberal. El parque productivo brasileño fue modificado y reducido a raíz de la política de privatización de las empresas estatales. Consecuentemente, se asistió a una modificación del trípode que sustentaba a la economía brasileña, formado por el capital nacional, el capital extranjero y el sector productivo estatal. Se desorganizaba, pues, el patrón productivo estructurado desde la época getulista.

La combinación de neoliberalismo y reestructuración productiva del capital tuvo repercusiones enormes para la clase trabajadora, para el movimiento sindical y para la izquierda brasileña. Las propuestas de desregulación, de flexibilización y de desindustrialización tuvieron un fuerte impulso en la política de corte neoliberal y privatizadora. Paralelamente a la retracción de la fuerza de trabajo industrial, entre las décadas del 80 y el 90 los servicios aumentaron, en promedio, un 50% su participación relativa en la estructura ocupacional, siendo en buena medida direccionados hacia el universo de la informalidad, en especial en el comercio, comunicaciones y transportes. Se amplió de este modo el contingente de subproletarizados, tercerizados y subempleados, o sea, las distintas modalidades de trabajo precarizado.

Aunque en 2002 la victoria electoral y política de Lula y del Partido de los Trabajadores (PT) tuviera un significado real y simbólico muy significativo –puesto que se trataba del triunfo, por primera vez en la historia de Brasil, de una candidatura de origen obrero–, su gobierno, desde los primeros actos, se orientó hacia una clara continuidad con el neoliberalismo. La política económica, por ejemplo, es de evidente beneficio a los capitales financieros. La brutal concentración de la tierra se mantuvo inalterable y, peor aún, aumentó el número de asesinatos en el campo. La más impopular y virulenta medida llevada a cabo por el gobierno del PT fue el desguace del sector previsional público y su privatización a través de la creación e incentivo de los fondos privados de pensión para los empleados públicos. La privatización del sector previsional público fue una imposición del FMI, aceptada sin oposición por el gobierno de Lula, lo que significó una ruptura con importantes franjas del sindicalismo de los empleados públicos.

Esta nueva realidad desalentó y volvió aún más defensivo al nuevo sindicalismo, que se encontraba, por un lado, ante la aparición de un sindicalismo neoliberal, expresión de la nueva derecha, en sintonía con la ola mundial conservadora, del cual Força Sindical (central creada en 1991) es el mejor ejemplo; y, por el otro, ante la inflexión que desde los años 90 se da dentro de la CUT, y que es el hecho de que la central se acerca cada vez más a los modelos del sindicalismo socialdemócrata europeo.

Pero es importante recordar que en ese mismo período se asistió al crecimiento del más importante movimiento social y político de Brasil. Creado en 1984, el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) hizo resurgir la lucha de los trabajadores del campo, ampliando su sentido y convirtiéndola en el centro de la lucha política de clases en Brasil.

El MST fue producto de la fusión de la experiencia de la izquierda católica, vinculada a la Teología de la Liberación y a las comunidades eclesiales de base, con militantes formados en el ideario y en una praxis de inspiración marxista, retomando las dos vertientes más importantes de las luchas sociales recientes de Brasil. Tiene como centro de actuación la organización de base de los trabajadores, por medio de ocupaciones, campamentos y asentamientos, sin subordinarse a la acción institucional o parlamentaria. En verdad, el MST se ha convertido en el principal catalizador e impulsor de las luchas sociales recientes y, por los fuertes lazos que mantiene con sectores sociales urbanos, ha posibilitado la reanudación de las acciones sociales masivas en Brasil. De esta forma, el movimiento incorpora cada vez más a los trabajadores de la ciudad, que buscan retornar al campo después de haber sido expulsados por la “modernización productiva” de las industrias. El proceso tiene como resultado una inversión del flujo migratorio en Brasil y una síntesis que aglutina y articula experiencias y formas de sociabilidad provenientes de los mundos del trabajo rural y urbano.

Perú y Colombia

Otro ejemplo emblemático de la política neoliberal de tierra arrasada puede encontrarse en el Perú de la década de 1990, durante el gobierno de Alberto Fujimori. Desde el primer momento, éste trató de atender a los intereses imperialistas y a la clase dominante nacional. Privatizó casi todas las empresas estatales y extinguió la estabilidad en el trabajo. Los altos índices de desempleo provocaron una enorme reducción del nivel de sindicalización, que llegó a menos del 10%, el más bajo de la historia peruana (Rojas, 1997). La flexibilización de las leyes laborales vino acompañada por modificaciones de la base tecnológica y descentralización productiva. Las pérdidas de empleo fueron masivas tanto en el sector privado como en el sector público, originando diferentes formas de trabajo precario mediante el crecimiento de las tercerizaciones y subcontrataciones (Jimenez y Gamarra, 1994).

Ante ese cuadro, la lucha sindical enfrenta grande desafíos, resultado de la fuerte corrosión social de sus bases, golpeadas por los puestos escasos, precarios, eventuales, etc. Además de la CGTP y de la CTP, actúan la Confederación Autónoma de Trabajadores del Perú (CATP), reconocida en 1991, y la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), fundada en 1993. Desde 2004, ambas intentan actuar en conjunto.

El caso de Colombia no difiere significativamente del de ningún otro país que haya adoptado políticas neoliberales a partir de la década de 1990. Aquí también hubo un proceso de desregulación financiera, la privatización de importantes empresas del sector público y la flexibilización de la legislación laboral (Buendía, s./d.). Todo ello en medio de un proceso de guerra civil abierta y con una fuerte presencia del narcotráfico en la economía y en la sociedad. No es de extrañar, pues, que la desocupación haya alcanzado a más del 20% de la población en el año 2000, mientras que en 1991 ese porcentaje era de menos del 10%. También se registra una fuerte diferencia en lo que respecta al número de hombres y mujeres desempleados: según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) del gobierno colombiano, el nivel de desempleo de las mujeres llega al 24,5% mientras que el de los hombres es del 17%. Además, entre la población ocupada, en 2005, había un 59% de trabajadores en el sector informal, mientras que en 1992, el porcentaje era del 54%. En comparación con los trabajadores formales, los informales tienen un promedio de horas trabajadas un poco menor; de esta forma, mientras los formales trabajan en promedio 46 horas por semana, los informales trabajan 44 horas.

En ese contexto de creciente precarización y flexibilización del mercado de trabajo, el movimiento sindical colombiano trata de construir alternativas a las embestidas gubernamentales con el fin de cercenar derechos laborales.

El caso venezolano

En el cuadro general del continente, sólo la Cuba socialista y Venezuela presentan una alternativa claramente antineoliberal, con nítidos contornos anticapitalistas.

La experiencia venezolana reciente es singular en América Latina. Hugo Chávez lideró un movimiento social y político (denominado Movimiento V República) fuera de los marcos de la izquierda tradicional, ganando las elecciones presidenciales en 1998, con el 56% de los votos. El mismo día que asumió, convocó a un plebiscito tendiente a la instauración de una Asamblea Constituyente. La nueva Constitución fue aprobada ese mismo año; se trata de un texto constitucional avanzado, que prevé la posibilidad de remover, mediante referendo, a las autoridades cuyo desempeño se considere insatisfactorio.

Desde el primer momento, la oposición burguesa y oligárquica –capitaneada por los dirigentes sindicales de la CTV, por los medios de comunicación privados y por la poderosa federación empresarial Fedecámaras–, ostensiblemente apoyada por los Estados Unidos, ha sido implacable con el gobierno de Chávez.

Hubo tres grandes acciones para tratar de derrocar al presidente. En abril de 2002, un golpe militar fue rápidamente frustrado por la monumental movilización popular que exigía el retorno de Chávez. En diciembre del mismo año, fuerzas de la reacción desencadenaron un lock-out en PDVSA, que duró cerca de dos meses, tratando de desestabilizar al gobierno. Este, sin embargo, derrotó a los golpistas por segunda vez. En su tercera tentativa, en noviembre de 2003, la oposición juntó firmas para convocar a un referendo revocatorio del mandato del presidente. El referendo se realizó, y le dio a Chávez el 59% de los votos.

El rasgo distintivo, que preservó al gobierno de las sucesivas amenazas contrarrevolucionarias, fue dado por el crecimiento de los círculos bolivarianos –organizaciones populares que apoyaban el liderazgo de Chávez y estaban diseminadas por todo el país–. El movimiento, inicialmente tratado en forma desdeñosa por los medios internacionales, se transformó en la única alternativa innovadora y progresista en el cuadro del poder político de América Latina. En medio de su confrontación con el imperialismo, Venezuela despuntó como el único país que logró frenar las reformas neoliberales mediante un proceso que garantizó y amplió los derechos de los trabajadores, realizando una significativa reforma agraria, avanzando en las formas de producción social –cooperativas y empresas colectivas– y, principalmente, buscando alternativas inspiradas en los valores del socialismo. Por todo ello, la patria de Bolívar asume actualmente un papel tan fundamental para los pueblos de América Latina.

Diseñando la nueva morfología del trabajo

¿Cuáles fueron las principales consecuencias del neoliberalismo y de la reestructuración productiva para la clase trabajadora latinoamericana? ¿Cuál es el diseño de la nueva morfología del trabajo?

A continuación se presentan, de manera resumida, algunas de las principales tendencias, recordando siempre que éstas tienen particularidades y singularidades a veces distintas.

1) Con la retracción del binomio tay­lorismo/fordismo, desde los inicios de la reestructuración productiva del capital a escala global, se viene dando una reducción del proletariado industrial, fabril, tradicional, manual, estable y especializado, heredero de la era de la industria verticalizada. El espacio abierto por la disminución de ese proletariado más estable viene siendo ocupado por formas desreguladas de trabajo.

2) Es posible verificar el crecimiento de un nuevo proletariado fabril y de servicios, presente en las diversas modalidades de trabajo precario. Son los tercerizados, subcontratados, part-time, entre tantas otras formas semejantes, que se expanden a nivel global, producto de la creciente desestructuración del Welfare State en los países del Norte y del aumento de la desregulación del trabajo en los países del Sur. En 2005, de un total de 80 millones de trabajadores, cerca del 60% se encontraban en situación de informalidad en Brasil. En otros países la situación es similar o aún más grave: México, la Argentina y Chile presenciaron significativos procesos de desindustrialización, teniendo como resultado la expansión del trabajo precarizado, parcial, temporario, tercerizado, informalizado, etc., además de enormes niveles de desempleo (Sotelo, 2003).

3) Crece el trabajo femenino, que ya alcanza más del 40% de la fuerza de trabajo en diversos países. Las mujeres, en promedio, cobran salarios inferiores a los de los hombres y gozan de menos derechos sociales y laborales. En Brasil, el salario medio de las mujeres gira en torno del 60% del salario de los trabajadores de sexo masculino (Nogueira, 2004).

4) Hay un acentuado crecimiento del “sector servicios”, que inicialmente incorporó a muchísimos trabajadores expulsados del mundo productivo industrial. Cabe recordar que los servicios están cada vez más sometidos a la lógica de los mercados. El resultado es el crecimiento del desempleo también en ese sector, tal como se puede ver en la drástica reducción del contingente de trabajadores bancarios en América Latina.

5) Hay una creciente exclusión de los jóvenes que alcanzaron la edad de ingreso al mercado de trabajo formal. Así, terminan engrosando las filas de los desocupados y de los trabajadores precarizados. Lo mismo ocurre con los trabajadores que el capital considera “viejos”. Excluidos a los cuarenta años de edad, difícilmente consiguen reingresar al mercado de trabajo y también terminan por sumarse a los contingentes de trabajadores informales.

6) Paradójicamente, el mundo del trabajo se ha valido de la inclusión precoz y criminal de niños en las más diversas actividades productivas, no solamente en América Latina.

7) Como una consecuencia de las tendencias señaladas en los puntos anteriores, crece el llamado tercer sector, que asume una forma alternativa de ocupación, a través de empresas con perfil comunitario. Entre las empresas que actúan en trabajo voluntario predominan las de tipo asistencial, sin fines comerciales o lucrativos directos y que se mueven relativamente al margen del mercado. La expansión de ese sector es una consecuencia de la retracción del mercado de trabajo industrial y de servicios, en un cuadro de desempleo estructural. Esa forma de actividad social, movida predominantemente por valores no mercantiles, experimenta cierto crecimiento, con los trabajos realizados dentro de las ONG y organismos similares. Sin embargo, no llega a constituir una alternativa efectiva y duradera al mercado de trabajo capitalista. En Brasil ésta abarcaba, en 2005, aproximadamente 20 millones de trabajadores.

8) Crece el trabajo domiciliario, propiciado por la desconcentración del proceso productivo y por la expansión de las pequeñas y medianas unidades productivas. La telemática (o teleinformática), por ejemplo, es una modalidad de trabajo, generalmente realizada por mujeres, que nació de la convergencia entre los sistemas de telecomunicaciones por satélite y por cable, juntamente con nuevas tecnologías de información y la microelectrónica, posibilitando a las empresas trasnacionales un enorme crecimiento y agilización de sus actividades. De este modo, el trabajo productivo realizado en el domicilio se mezcla con el trabajo reproductivo doméstico, aumentando las formas de explotación del contingente femenino, cuya realidad está signada por la doble jornada laboral.

Ése es, por lo tanto, el diseño complejo, heterogéneo, polisémico y multifacético que caracteriza a la nueva morfología de la clase trabajadora. Además de las diferencias entre trabajadores estables y precarios, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, nacionales e inmigrantes, blancos y negros, calificados o no calificados, incluidos y excluidos, etc., hay también estratificaciones y fragmentaciones que se acentúan con la creciente internacionalización del capital.

Para entender mejor dicha imagen, es necesario tomar en cuenta la totalidad de la clase trabajadora, el enorme contingente de hombres y mujeres que viven de la venta de su fuerza de trabajo, sin restringirse a los trabajadores manuales directos. Esa concepción debe incorporar la totalidad del trabajo social –la totalidad del trabajo colectivo que vende su fuerza de trabajo como mercancía a cambio de salario– y también el contingente restante de fuerza de trabajo que no encuentra empleo, debido a la lógica destructiva que preside la sociedad capitalista.

800pxUnemployment_in_Mexico_2009.jpg
Dos trabajadores de la construcción desempleados piden trabajo, en la Ciudad de México, en 2009 (Wikimedia Commons)

Desafíos

Las mutaciones que se han dado dentro del mundo del trabajo en América Latina proponen algunos desafíos para los sindicatos, para los demás organismos de representación de clase y para los propios movimientos sociales.

1) El primero de ellos, fundamental para la supervivencia de lo sindicatos, será romper la enorme barrera social que separa a los trabajadores “estables” –en franco proceso de disminución– de los trabajadores de tiempo parcial, precarizados, subproletarizados –en significativo crecimiento–. Por lo tanto, los sindicatos deben empeñarse en organizar a los trabajadores desempleados, como lo viene intentando, por ejemplo, la CTA en la Argentina.

2) Los sindicatos deben lidiar con tres dimensiones estrechamente relacionadas entre sí: de género, generacional y étnica. Deben articular las cuestiones de clase con las referentes al género, a fin de garantizarles a las mujeres trabajadoras el derecho a la autoorganización. De ese modo se revertirá el cuadro prevaleciente en la fábrica fordista, en el cual históricamente las mujeres estuvieron excluidas del espacio sindical, dominado por los hombres.

Del mismo modo, los sindicatos deben abrirse a las aspiraciones de los jóvenes trabajadores. También deben sumar a los trabajadores de las distintas razas y etnias (indios, negros, inmigrantes), a quienes se destinan, en general, los trabajos más precarizados. Para que esto ocurra de verdad, es imprescindible e impostergable la eliminación de todo resquicio de tendencias xenófobas, ultranacionalistas, racistas y de connivencia con actos discriminatorios de cualquier orden.

3) Los sindicatos también deben incorporar los amplios contingentes del nuevo proletariado, que vende su fuerza de trabajo en las empresas de telemarketing, supermercados y otros tantos sectores por donde se amplía el universo de los asalariados, muchos de ellos sin ninguna experiencia de actuación en la organización sindical. Por lo tanto, las nuevas ramas de trabajadores y trabajadoras, sin tradición anterior de organización, deben estar representadas.

4) Los sindicatos deben romper radicalmente con todas las formas de neocorporativismo, que privilegian a sus respectivas ramas laborales, disminuyendo o abandonando sus contenidos más claramente clasistas. No sólo del corporativismo de tipo estatal, sino también de un neocorporativismo societario, crecientemente asimilado por el sindicalismo contemporáneo. Y esa forma de organización sindical es aún más excluyente, pues acentúa el carácter fragmentado de la clase trabajadora, en sintonía con los intereses del capital, que tratan de cultivar el individualismo y la alternativa personal, contra los intereses solidarios, colectivos y sociales.

5) Es decisivo para el sindicalismo de clase romper también con la creciente tendencia a la institucionalización y burocratización, que ensancha el foso entre las instituciones sindicales y los movimientos sociales autónomos. Las experiencias del sindicalismo de base y de clase –contra la moderación, burocratización e institucionalización de muchas centrales sindicales dominantes– son ejemplos de esa imperiosa necesidad de retomar la base social de los sindicatos.

6) También es fundamental revertir la tendencia, desarrollada a partir del toyotismo, que consiste en restringir el sindicato al ámbito exclusivamente fabril, al llamado “sindicalismo de empresa”, de perfil patronal, más vulnerable y vinculado al capital.

7) La empresa fordista, que se desarrolló a lo largo del siglo XX, era muy verticalizada y tuvo como resultado un sindicalismo igualmente verticalizado. La empresa toyotista es más horizontalizada, en tanto se estructura en redes, valiéndose excesivamente de los mecanismos de las tercerizaciones. Un sindicato verticalizado está imposibilitado para enfrentar los desafíos de clase en el capitalismo contemporáneo. Por eso, el sindicalismo debe estructurarse de manera más horizontal, lo que significa estar más organizado por la base, incorporando al amplio conjunto que comprende a los trabajadores de hoy en día –la clase-que-vive-del-trabajo–, desde los más “estables” hasta aquellos que están en el universo más precarizado y “tercerizado”, en la informalidad, o entre los desempleados (Antunes, 1999 y 2005).

8) Si la clase trabajadora actual es más compleja y heterogénea que la del período de expansión del fordismo, el rescate del sentido de pertenencia de clase, contra las innumerables fracturas, objetivas y subjetivas, impuestas por el capital, es hoy el más decisivo desafío.

9) A partir de la expansión del capital a escala global y la nueva forma que asumió la división internacional del trabajo, las respuestas del movimiento de los trabajadores latinoamericanos deben tener cada vez más un sentido universalizante, de acción, solidaridad y confrontación.

10) Hay, además, otro desafío fundamental: la clase trabajadora debe romper la barrera, impuesta por el capital, entre acción sindical y acción parlamentaria, entre lucha económica y lucha política, articulando y fusionando las luchas sociales, extraparlamentarias, autónomas, que dan vida a las acciones de clase. Como el capital ejerce un dominio extraparlamentario, es una grave equivocación querer derrotarlo con acciones que se restrinjan o privilegien el ámbito de la institucionalidad.

Para concluir, se pueden plantear dos preguntas. ¿Los trabajadores andinos, amazónicos, indígenas, negros, hombres y mujeres de campos y ciudades, no estarían demostrando que América Latina no está más dispuesta a soportar la barbarie, el servilismo, la inequidad, la miseria y la indignidad en el mundo del trabajo y en la vida?

¿En este umbral del siglo XXI, no estaríamos presenciando el agotamiento del neoliberalismo en el continente y la consecuente afloración de un nuevo ciclo de luchas y rebeliones populares, urdido por la acción de las fuerzas asociadas al trabajo, que comienza nuevamente a soñar con una sociedad libre, verdaderamente latinoamericana, emancipada y socialista?

Evolución de las remuneraciones medias reales de América Latina y del Caribe
Índices medios anuales de 1995 = 100

1980

1990

1991

1992

1993

1994

1995

1996

1997

1998

1999

2000*

Argentina

128,8

99,1

100,4

101,7

100,4

101,1

100

99,9

99,3

99,0

98,2

106,2

Bolivia

57,6

87,6

82,1

85,5

91,2

98,5

100

100,4

107,3

111,5

118,5

115,9

Brasil

94,6

103,5

86,5

85,1

93,1

95,5

100

110,5

114,3

115,7

110

104,8

Chile

77,2

80,9

84,9

88,7

91,8

96,1

100

104,1

106,6

109,5

112,1

113,7

Colombia

80,7

94,9

92,4

93,5

97,9

98,8

100

101,5

104,2

102,8

105,9

115,7

Costa Rica

104

89,8

85,6

89,2

98,3

102

100

97,9

98,7

105,5

111,6

110,1

Ecuador

88,3

65,4

68,4

74,2

83,5

90,9

100

105,4

103

98,9

Guatemala

88,7

77,1

72,1

82,9

88,8

89,3

100

109,6

112,7

116,7

123,5

México

113,1

88,1

93,8

100,7

109,7

114,9

100

90,1

89,1

91,5

92,4

99,1

Nicaragua

390,8

81,8

84,5

100,5

93,3

98,2

100

97,9

97,7

104,9

109,4

111,3

Paraguay

89,5

87,7

91,8

90,9

91,7

93,0

100

103,1

102,6

100,7

98,6

99,9

Perú

265,0

85,7

98,7

95,2

94,4

109,2

100

95,2

94,5

92,7

90,8

91,4

Uruguay

99,5

91,7

95,2

97,3

102

102,9

100

100,6

100,8

102,7

104,3

102,9

Venezuela

302,4

138,1

130,1

136,5

124,4

104,8

100

76,7

96,3

101,5

92,8

98,3

Fuente: CEPAL: Estudio Económico, 1999-2000 y 2003-2004*.

Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos o en los documentos indicados.

 

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por admin Conteúdo atualizado em 30/05/2017 11:07