México
México

México

Nombre oficial

Estados Unidos Mexicanos

Localización

América del Norte. Bañado por el mar
Caribe y por el Golfo de México al este, y por el océano Pacífico al oeste, limita al norte con los Estados Unidos y al sur con Guatemala y Belice

EstadoY gobierno¹

República presidencialista

Idiomas¹

Español (oficial) y más de 50 lenguas indígenas

Moneda¹

Nuevo peso mexicano

Capital¹

Ciudad de México (20,843 millones de hab. en 2014)

Superficie¹

1.972.550 km2

Población²

117.886.404 hab. (2010)

Densidad demográfica²

60 hab./km² (2010)

Distribución de la población³

Urbana (77,83%) y 
rural (22,17%) (2010)

Analfabetismo

7,5% (2012)

Composición étnica¹

Mestizos de amerindios y españoles (62%), predominio de amerindios (7%), 
otros (10%, principalmente europeos)

Religiones¹

Católica romana (82,7%), pentecostales (1,6%), testigo de Jeová (1,4%), otras iglesias evangélicas (5%), otras (1,9%), ninguna (4,7%), sin especificar (2,7%) (2010)

PBI (a precios constantes de 2010)

US$ 1.151 billones (2013)

PBI per cápita
(constantes de 2010)

US$ 9.649,4 (2013)

Deuda
externa

US$ 261.000 millones (2013)

IDH

0,756 (2013)

IDH en el mundo 71° e 12°

Elecciones¹

Presidente electo cada 6 años. Parlamento bicameral compuesto de la Cámara de Diputados con 500 miembros (300 electos por sufragio universal y 200 ubicados según el voto en los partidos), con mandato de 3 años, y del Senado de 128 miembros, electos por sufragio universal cada 6 años.

Fuentes:
¹ CIA. World Factbook
² ONU. World Population Prospects: The 2012 Revision Database
³ ONU. World Urbanization Prospects, the 2014 Revision
⁴  CEPALSTAT
⁵  ONU/PNUD. Human Development Report, 2014

Carlos Eduardo Martins (texto de actualización de la entrada, 2006-2015)

Tomando como punto de inflexión la mitad del siglo XX, en ese momento habían pasado cuarenta años desde el comienzo de la Revolución Mexicana y sólo diez desde que Lázaro Cárdenas había concluido su mandato presidencial (1934-1940). De acuerdo con algunos historiadores, la finalización del gobierno de Cárdenas marcó también el final de un movimiento. Después de más de dos décadas de movilización popular, de enfrentamientos armados y de disputas sangrientas entre miembros de la clase política, la Revolución se había institucionalizado y sus contenidos, adaptados a los códigos permisibles del nuevo poder, habían sido completados. La reforma agraria desmanteló el latifundio de cuatro siglos y sus tierras se repartieron entre los campesinos; la soberanía nacional se afirmó mediante la expropiación petrolera de 1938; se diluyó la larga disputa entre la Iglesia y el Estado, que se arrastraba desde la época de las reformas borbónicas del siglo XVIII y que atravesó una coyuntura de auge en la década de 1920; el conflicto entre las elites políticas quedó encauzado a través del partido casi único, mediante la institución presidencial, árbitro supremo de las contiendas, y la regla de oro de la no-reelección. Las clases dominadas se encuadraron dentro del régimen corporativo, que reconocía sus demandas, siempre y cuando aceptaran y se sometieran al orden político-económico. En esa medida, sus organizaciones no sólo serían admitidas, sino que también serían patrocinadas. Poco a poco, el Estado, nacido de las cenizas de la larga dictadura porfiriana, estaba logrando cierta estabilidad política e incluso un crecimiento económico, algo tan admirado últimamente en un continente que había atravesado innumerables golpes de Estado y frecuentes insurrecciones. A pesar del discurso estatal acerca del cumplimiento de los objetivos revolucionarios y del desmantelamiento de las estructuras oligárquicas, tanto los obreros como los campesinos continuaron realizando manifestaciones y confrontaciones, algunas veces con perfil bajo y otras haciéndose notar.

A algunas luchas, que venían de larga data, se les dio un nuevo enfoque; otras, nacieron al calor de los nuevos tiempos y empuñaron antiguas armas.

México porfiriano

El siglo XX comenzó con la tenue oposición liberal a una dictadura que, para entronizarse, había abandonado los principios proclamados veinticinco años atrás. La libertad de expresión había sido enterrada, los sistemas de justicia estaban viciados y las elecciones se resolvían con sucesivas reelecciones de presidente, gobernadores, diputados y senadores. De cierta forma, la dictadura de Porfirio Díaz había acarreado los ideales del liberalismo del siglo XIX y su voluntad de romper súbitamente con la herencia colonial.

Con el despertar del nuevo siglo, el país se perfilaba con la fórmula dictadura y modernización. En el México porfiriano se había logrado cristalizar el antiguo sueño de regar el país de vías férreas; la minería renacía con vigor y estrechaba vínculos con la economía de los Estados Unidos; las primeras gotas de petróleo brotaron, precisamente, con el nuevo siglo y se convertirían en una verdadera fuente de abundancia para los británicos y los norteamericanos; se restableció el crédito internacional mediante el pago de la deuda externa que hacía más de medio siglo que venía acumulando intereses moratorios; en síntesis, México dejaba atrás la opinión desfavorable de un país imposible de domesticar y de hacer fructificar las riquezas extraordinarias que había elogiado el naturalista Alexander von Humboldt en 1803.

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Vista aérea del Zócalo, en Ciudad de México (Álvaro Sánchez/Creative Commons)

La figura más emblemática de esa percepción la montó el mismo gobierno en 1910, cuando organizó las fiestas del Centenario de la Independencia, a las que asistieron reyes y diplomáticos. Se cuenta que, durante los días de estadía de los dignatarios, se les prohibió a los indios que aparecieran con sus ropas típicas en las avenidas de la capital. La prueba de que México acompañaba el ritmo de Europa y de los Estados Unidos era su “blanqueamiento”, si no en el color de la piel, por lo menos en sus hábitos.

No todos los observadores vieron en esos años sólo lo que el gobierno quería que vieran. John K. Turner, un periodista norteamericano, visitó las haciendas de sisal de Yucatán y redactó artículos que ponían de manifiesto cómo se desenvolvía el trabajo de los mayas en esa floreciente actividad exportadora: castigos corporales administrados por los estancieros, jornadas extenuantes y condiciones carcelarias.

Las haciendas, al calor de la integración del mercado interno y del crecimiento de la población urbana, engulleron tierras campesinas con tanta voracidad que, al cabo de algunos años, la estructura de la propiedad agraria quedó seriamente concentrada. Era como si se estuviese consumando el ciclo iniciado cuatro siglos atrás, cuando los españoles despojaron a los indios. Un ciclo expansivo, pero zigzagueante: por un lado, éstos resistían con las armas que tenían disponibles, por el otro, la misma Corona tuvo que contener la voracidad de los particulares porque corría el riesgo de perder sus colonias, lo que le permitió construir un halo de paternalismo ante los ojos de la población indígena. En esas circunstancias, a lo largo de todo ese tiempo, la hacienda se adaptó al contexto: ya no se trataba de usurpar todas las tierras como en el impulso inicial de la conquista, sino sólo las suficientes para obligar a los campesinos indígenas a trabajar estacionalmente para la elite rural. De esta manera, la Corona podía seguir recaudando impuestos entre los pueblos nativos. Fue así como la comunidad indígena se preservó, readaptada a los intereses de los hacendados, del poder real y de los funcionarios coloniales. El pueblo, con sus glebas, su fuerte religiosidad y su institucionalización política (los cabildos) forjó un sólido vínculo comunitario que le permitía enfrentar los embates expansionistas de los hacendados o las excesivas exigencias tributarias de padres, corregidores y alcaldes. La comunidad constituyó el espacio primordial de la reproducción material y de toda su producción cultural. La tierra se transformó en territorio, espacio-identidad, cuya pérdida implicaba el extravío de los sujetos en su desmembramiento.

Mercantilizar la tierra pasó, entonces, a ser incompatible con el concepto de territorio: propiedad privada y comunidad aparecieron como términos contradictorios. La inconciliabilidad se expresó, con el correr de los siglos, en el lema “la tierra no se vende”, que volvió a ser escuchado en 2003, cuando los campesinos de un municipio a pocos pasos de la capital salieron a las calles para protestar contra la expropiación de sus lotes para transformarlos en pistas de aterrizaje del aeropuerto internacional a cambio de una indemnización. Pero también se evidenció en el pensamiento y en la práctica liberales, para los cuales la comunidad era un lastre del orden colonial que entorpecía el progreso y el crecimiento económico. Solamente la propiedad privada permitiría trascender el atraso y colocarse a la par de los países civilizados. La misma tesis se formuló con respecto a la Iglesia, la institución más acaudalada del siglo XIX. La instrumentación de la tesis liberal debería conducir a la formación de un país de pequeños propietarios rurales, algo que muchos le admiraban a los Estados Unidos.

Porfirio Díaz profundizó el trabajo de los liberales reformadores en un momento en que la vorágine ferroviaria fijó precios especulativos de la tierra frente a la expectativa de alcanzar mercados lejanos o incluso extranjeros. El despojo de las tierras de manos campesinas fue, entonces, de proporciones comparables a las de la conquista o aún mayor. Los levantamientos fueron numerosos, pero no lograron articularse más allá del ámbito regional o microrregional y sufrieron una fuerte represión.

Los campesinos perdieron sus lotes. Sin embargo, no se constituyó una sociedad de pequeños propietarios, como los liberales esperaban, sino una sociedad en la cual los antiguos latifundistas o los nuevos empresarios agrícolas monopolizaron la tierra. Los pueblos, esos sujetos colectivos de los tiempos coloniales, quedaron atrapados contra las colinas o bajo el agua, como sucedió en el Estado de Morelos, donde un hacendado colocó un lago en un lugar ocupado por un valle.

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Plaza de la Constitución en el centro histórico de la Ciudad de México (Victormoz/Wikimedia Commons)

Los comienzos de la Revolución Mexicana

A pesar del acorralamiento de los campesinos, en septiembre de 1910, no había ningún indicio de un cuestionamiento peligroso para la continuidad del porfirismo. Los trabajadores industriales habían protestado fuertemente durante la primera década del siglo (textiles, ferroviarios y mineros), y sus movimientos habían terminado con una sangrienta represión o con una negociación. Aunque se tratara de contingentes atravesados por el anarquismo, el contenido de sus demandas no era el de la abolición del capitalismo, sino el de la eliminación de los aspectos más injustos del orden industrial: los maltratos que los capataces extranjeros les infligían a los obreros, la diferencia salarial entre mexicanos y extranjeros que ocupaban la misma categoría laboral, la prolongada jornada de trabajo, etcétera.

La clase media urbana creció al calor de la modernización oligárquica del último cuarto del siglo XIX. El empleo burocrático y la expansión del sector de servicios desahogaron un poco la estructura social fuertemente polarizada. No obstante, el régimen se mostró poco tolerante ante las voces disidentes y fue bloqueando los escalones de la movilidad social de ese grupo. Principio doctrinario del liberalismo, la libertad de expresión fue cancelada; los puestos políticos se convirtieron virtualmente en cargos vitalicios de los hombres más cercanos al entramado del poder, y la reforma monetaria de 1905, con la adopción del patrón oro, retrajo sus ingresos reales.

Por último, las elites provincianas fueron acumulando desacuerdos con el gobierno central. Éste concedía a los capitalistas extranjeros los negocios más rentables, y colocaba así a los provincianos bajo la amenaza de verse alejados del núcleo de la dinámica económica. Para éstos, no se trataba de cuestionar el modelo de acumulación dentro del cual habían prosperado, sino de establecer un “porfirismo sin Don Porfirio”. Ello requería la remoción del presidente y de su círculo más próximo: la bandera de la no-reelección y de un proceso electoral limpio fue enarbolada por un miembro de una dinastía poderosa de Coahuila, Francisco Madero.

Madero fue apresado en 1910 y, ante la inflexibilidad del gobierno, hizo un llamado a la insurrección nacional. Al principio, el llamamiento movilizó a muy pocos, a tal punto que su plan parecía destinado al fracaso. No obstante, a comienzos de 1911, se abrieron dos frentes. Uno en el norte donde, con pocos hombres, Francisco Villa obtuvo éxitos notables contra las tropas federales; el otro, casi a las puertas de la Ciudad de México, desde donde Emiliano Zapata saboteaba, con sus guerrilleros, las vías de acceso a la capital. La renuncia de Díaz se consiguió en un corto tiempo, desproporcional en comparación con su largo reinado de más de treinta años.

Las ofensas contenidas y reprimidas vieron la luz. El plan de Madero, a pesar de su elitismo político indisimulado, tuvo la visión de contemplar el amplio abanico de personas descontentas que, no bien él asumió la presidencia, no sólo se distanciaron, sino que hasta lucharon entre sí. Efectivamente, Madero fue cuestionado porque, en el acuerdo que firmó con los porfiristas, se comprometió a exigir la entrega de las armas de los sublevados, lo que significaba el mantenimiento del Ejército federal y la posibilidad de una reconstrucción política y represiva del porfirismo. Los campesinos zapatistas rechazaron el acuerdo mientras no se concretara la restitución de las tierras expropiadas por los hacendados. Fue así como comenzó una campaña militar de tierras arrasadas contra los campesinos rebeldes. En noviembre de 1911, los zapatistas morelenses firmaron el Plan de Ayala, un documento que se constituiría como bandera del movimiento campesino hasta el siglo XXI. Proclamaron el principio revolucionario de adueñarse, inmediatamente, de los “terrenos, montes y aguas” usurpados, “manteniendo esa propiedad con las armas en las manos, costara lo que costase”. Los propietarios que se consideraran perjudicados deberían recurrir a la justicia. Es decir que se enunciaba la regla jurídica de la inversión de la prueba: era el hacendado quien tenía que demostrar que su propiedad era legítima.

Por su parte, los grupos más conservadores de la sociedad desaprobaban que los sectores subalternos asumieran actitudes cada vez más amenazantes. Los capitalistas extranjeros y sus respectivas representaciones diplomáticas acreditadas en México no se mantuvieron ajenos a dichos cuestionamientos. En los últimos años de su mandato, Díaz intentó diversificar las relaciones económicas internacionales para no sucumbir totalmente a la órbita de su vecino del norte. Así, les otorgó suculentas concesiones petroleras a los británicos, estrechó lazos financieros con Francia y con Alemania, y dio asilo al presidente nicaragüense depuesto por los Estados Unidos. De esa manera, cuando Madero adquirió armas en el sur de los Estados Unidos para combatir a las fuerzas de Díaz, Washington no vio con malos ojos la revuelta maderista. Pero a partir de 1912 comenzó a inquietarse ante la escalada de la protesta popular. El embajador de los Estados Unidos tramó un complot con un general del Ejército federal. El resultado fue el asesinato de Madero y la entronización del general Victoriano Huerta, lo que sucedió en el año 1913.

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La Catedral de Guadalajara, en Jalisco, México (Ponchomx/Wikimedia Commons)

La destrucción del Estado oligárquico

Desde el comienzo de su efímera presidencia, Huerta fue combatido por un conjunto heterogéneo de fuerzas con diversos registros clasistas, pero que no estaban coordinados entre sí. Su caída en julio de 1914 no implicó solamente la derrota de la dictadura, sino el fin del Estado oligárquico: el Ejército federal y la estructura administrativa fueron disueltos. El “error” de no desmantelarlos cometido por Madero tres años antes no se repitió.

Sin embargo, el fin del Estado oligárquico no significó la inspiración de un nuevo orden político-económico. En poco tiempo, la conjunción de fuerzas victoriosas demostró su disparatada composición. El país quedó dividido entre los ejércitos campesinos al mando de Villa y Zapata, por un lado, y del ex gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, por el otro. La guerra civil trajo aparejada la destrucción de diversas partes del país, hambrunas terribles para los zapatistas y el asesinato de Zapata en 1919 y el de Villa en 1923. Carranza, que había asumido la presidencia en 1915, fue asesinado en 1920.

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El Ángel de la Independencia en la Avenida de la Reforma, en el centro de la Ciudad de México (Rafael Aparicio/Wikimedia Commons)

El conflicto generó dos proyectos antagónicos, por lo menos en lo referente a la estructura agraria, entretejido básico de una sociedad en la que tres cuartos de la población vivía en y del campo. Para el carrancismo, el latifundio era ciertamente anacrónico en el ámbito del capitalismo del siglo XX. Vastas áreas de las haciendas quedaban vacías con el objetivo de reducir los salarios agrícolas a niveles de subsistencia. La agricultura debía pasar a ser más intensiva y, al mismo tiempo, las tierras inutilizadas de las haciendas debían dividirse y distribuirse entre los sin tierra, que formarían campos colectivos. Éstos constituirían la reserva de mano de obra agrícola de las empresas privadas. En síntesis, no se trataba de abolir la propiedad privada de la tierra, sino de racionalizarla, así como tampoco se trataba de restablecer una economía campesina autónoma.

La derrota de Zapata y Villa no significó, para los vencedores, el desconocimiento de lo que había sido la movilización popular y su capacidad política. El Estado oligárquico no podría ser restaurado. Aunque los campesinos habían sido derrotados, los años revolucionarios habían modificado la correlación de fuerzas. La repartición de tierras legalizada por el poder político marchaba a paso lento, pero en muchos lugares las haciendas habían sido afectadas de hecho y, en algunos casos, incendiadas. Generales más radicales de la facción carrancista entregaron armas a los campesinos para que éstos defendieran las tierras ya tomadas y ocupadas. Los trabajadores urbanos también dieron pruebas de fuerza: en 1916 declararon la primera y única huelga nacional registrada en la historia mexicana.

De la Constitución de 1917 al cardenismo

Cuando Carranza convocó a un congreso para la elaboración de una nueva constitución, sólo llamó a sus partidarios. Ni los zapatistas ni los villistas, como tampoco la Iglesia, se vieron representados, pero aún así, la ley promulgada en 1917 consagró los derechos sociales de los trabajadores. Se reconoció, por ejemplo, el derecho a la participación en las ganancias, a la indemnización en caso de accidente de trabajo y a la huelga, aunque el carácter legal de cada uno quedara librado al arbitrio de las autoridades gubernamentales. La carta constitucional reconoció igualmente la propiedad comunitaria de la tierra y proclamó que la tierra, las aguas y la riqueza del suelo serían propiedad de la nación. La repartición agraria fue sancionada bajo la figura de la dotación y la restitución de tierras siguiendo un complejo procedimiento administrativo gestionado por el Estado. Este último punto fue esencial para acortar la brecha que separaba el texto constitucional de la propuesta zapatista.

La Constitución de 1917 fue el tamiz por el cual pasaron los contenidos populares del levantamiento revolucionario. En las condiciones políticas en que se encontraban en aquel momento las clases subalternas, era impensable recomenzar la lucha por la realización plena de sus exigencias. Pero por lo menos se dio comienzo a la lucha por validar los principios constitucionales. Ésta no sería reprimida, siempre y cuando, como insistió el científico político Arnaldo Córdova, transitase por los caminos institucionales. A veces se desbordó y, consiguientemente, fue reprimida.

Entre los años 1935 y 1939, la repartición agraria alcanzó tal magnitud que, en 1940, al final del período cardenista, casi la mitad de la superficie cultivable del país había sido repartida. La expropiación de las explotaciones agrícolas no afectó solamente a las partes marginales de las haciendas, sino también a grandes compañías capitalistas del campo. Con el tiempo, los rendimientos de las tierras colectivas se igualaron a los de la propiedad privada.

Fue entonces cuando el nuevo régimen alcanzó su más alto nivel de reformas y de realización de los contenidos nacionalistas incluidos en la Constitución de 1917. El petróleo había sido motivo de frecuentes conflictos entre el Estado mexicano y las empresas extranjeras que lo explotaban desde el comienzo de la Revolución. El rechazo de esas compañías a pagar impuestos más elevados se manifestó en varias oportunidades tras la caída del dictador Díaz. En 1938, cuando las multinacionales no cumplieron una sentencia judicial a favor de un pedido de los obreros, Cárdenas procedió a la expropiación petrolera, decisión ésta que, indudablemente, él ya había contemplado meses antes. Se fundó la empresa paraestatal Petróleos Mexicanos (PEMEX), cuya contribución fiscal mantuvo el presupuesto federal prácticamente durante las seis décadas siguientes. En la actualidad, la empresa PEMEX aporta un tercio de los ingresos públicos.

El apoyo popular a la medida fue enorme y se transformó en un símbolo del cardenismo. Las imágenes de la época exhiben cómo diferentes sectores ofrecían sus bienes para ayudar a pagar las indemnizaciones. Como muestran diversas películas filmadas en ese momento, los campesinos llevaban pollos y las señoras de clase alta, joyas. Fue el momento culminante del proyecto de los revolucionarios victoriosos.

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Cuetzalan, ciudad al norte de Puebla, México (Russ Bowling/Creative Commons)

Cambio de dirección

Simultáneamente, se abrió una nueva coyuntura en el contexto mundial y nacional. La escalada del nazi-fascismo encontró adeptos en la intelectualidad mexicana y en vastos grupos de la sociedad. Frente a la Guerra Civil Española (1936-1939), Cárdenas tomó partido por los republicanos, proveyéndoles armas o dando asilo a los refugiados en México. En ese marco, el movimiento sinarquista (de fuerte influencia católica e ideológicamente cercano al fascismo en sus versiones italiana y española) adoptó una postura de confrontación con el cardenismo desde la extrema derecha. Al mismo tiempo, en el seno de los parámetros republicanos, se configuraba el Partido Acción Nacional (PAN), crítico del corporativismo político en nombre de la libertad individual.

Ante ese panorama, las elecciones de 1940 se anunciaban tensas. El “sucesor” natural de Cárdenas era Francisco Múgica, quien debía profundizar el proceso de reformas. La derecha se aglutinaba alrededor de Juan A. Almazán. Entonces, Cárdenas optó por un tercer candidato, el general Manuel Ávila Camacho, quien salió victorioso en la disputa.

El año 1940 constituyó el comienzo de un viraje de la economía y de la política mexicanas. El estrechamiento de lazos con los Estados Unidos, la prioridad de los programas industrializadores, la subordinación de la agricultura, el corporativismo de la sociedad y la desaceleración de la reforma agraria caracterizaron el ingreso a la nueva década.

A la agricultura se le confirió una triple función: la de proporcionar divisas para la compra de bienes intermedios y de capital para la industria, la de vender materias primas a bajos precios y, por último, la de abaratar los alimentos destinados a la fuerza de trabajo urbana. El crédito agrícola favoreció a la propiedad privada, que obtuvo rendimientos elevados, a la vez que les proporcionaba argumentos a los detractores de las tierras colectivas. Sin embargo, no se tuvo en cuenta que, mientras la propiedad privada de la tierra se dedicaba a los cultivos de alta rentabilidad, preferentemente para exportación, la propiedad campesina colectiva se ocupaba del mercado interno y lo hacía a precios controlados por el gobierno. Entre 1940 y 1952, el crédito para la propiedad colectiva aumentó el 24,52%, al mismo tiempo que las dos fuentes de financiación de la propiedad privada, un banco estatal y la banca privada, crecieron el 800% y el 100% respectivamente. En nombre del esfuerzo para derrotar a los países del Eje, las centrales sindicales se comprometieron a no decretar huelgas y a no exigir aumentos de salarios. Dentro de un marco inflacionario, la conjugación de todos esos elementos permitió una rápida acumulación de capital.

La contención de la disconformidad de los trabajadores fue posible gracias a la imposición de líderes sindicales cercanos a la cúpula gubernamental. El fenómeno quedó en la historia con el nombre de “charrismo”, un engranaje esencial del sistema político, pues incorporaba las organizaciones de trabajadores en la estructura del Partido Revolucionario Institucional (PRI), creado en 1946, vencedor de todas las contiendas electorales hasta el año 2000. Su instauración no se produjo sin impugnaciones, persecuciones y exclusiones.

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El vuelo de los voladores de Papantla, en la Parroquia de São Francisco de Assis en Cuetzalan, Puebla, México (Sergio Alberto Becerril Robledo/Creatie Commons)

Un vecino poderoso

Cuando finalizó la guerra en el frente europeo y en el Pacífico, los Estados Unidos consolidaron su posición hegemónica que ya se venía perfilando desde mediados del siglo XIX, cuando habían comenzado con su expansión hacia el sur y hacia el oeste.

A México, la proximidad geográfica con el nuevo gigante le otorgó una densidad en sus relaciones económicas, sociales y políticas sin igual en el resto de América Latina. No obstante, desde el comienzo de la participación de los Estados Unidos en la guerra, los vínculos se estrecharon aún más. Preocupados con la postura del vecino frente al conflicto, los Estados Unidos decidieron poner un fin a las heridas provocadas por la cuestión petrolera y por la expropiación decretada en 1938. Así, se comprometieron a proporcionar ayuda técnica y financiera para las actividades que pudieran ser de utilidad a su economía de guerra.

En 1945, una vez terminado el conflicto, los Estados Unidos no abandonaron el terreno sembrado. Si hasta el siglo XIX habían defendido la posición de que desde el río Bravo hasta Panamá no admitirían la presencia de otra potencia (ciertamente se referían a Gran Bretaña), ahora se trataba de llegar hasta Tierra del Fuego. Ese año, en Tlatelolco, diversos representantes de todos los países latinoamericanos y de los Estados Unidos discutieron la continuidad de las relaciones tejidas durante los cinco años anteriores. Los Estados Unidos propusieron la liberalización de la circulación de capitales y mercaderías. El delegado mexicano se opuso, porque ello implicaría la ruina de las industrias fundadas al calor de la crisis de 1929 y de la Segunda Guerra Mundial. La propuesta estadounidense fue rechazada y debió pasar más de medio siglo antes de que pudiera volver a ser presentada. En la reunión siguiente, que se realizó en La Habana, México tuvo que retroceder en relación con sus posiciones originales. Poco después, el país rechazó la adhesión al Acuerdo General sobre Tarifas y Comercio (GATT).

A pesar de esa postura, México logró acuerdos con su vecino. Incluso sin comprometerse con el macartismo, el gobierno de Miguel Alemán (1946-1952) cedió con relación al apartamiento de los comunistas de los cargos públicos y aun con respecto a la eliminación de su presencia en los sindicatos. Sin embargo, el Partido Comunista (PC) no fue empujado a la ilegalidad, aunque sus militantes fueron seriamente perseguidos. El PC mexicano no obtuvo licencia para participar en las elecciones sino hasta 1978, año de la reforma que abrió el abanico de fuerzas políticas y electorales.

El gobierno aceptó de buen grado la llegada de capitales estadounidenses y su aporte a la industria. En 1950, el capital norteamericano representaba alrededor del 70% del total de la inversión extranjera en México. Veinte años más tarde, esa cifra se elevó al 80%. Aún así, si en 1950 el 45% del capital estadounidense invertido en México estaba en la industria, veinte años más tarde su proporción llegaba al 75%. No obstante, se trató de limitar la presencia del capital extranjero, fijando su participación accionaria máxima en un 49%, medida frecuentemente transgredida con el recurso de nombrar propietarios mexicanos ficticios para actuar como testaferros. La burguesía mexicana prosperó gracias al proteccionismo aduanero, a la limitación de las importaciones y, en general, a la política de sustitución de importaciones y de represión de los conflictos sociales, pero su grado de dependencia con relación al exterior se tornó evidente en los momentos de crisis económica. Así sucedió en 1977-1978 y en 1982, cuando la escasez de divisas impidió la adquisición, en el exterior, de insumos de bienes tan elementales como la pasta de dientes, cuya producción se detuvo inmediatamente.

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Trabajadores cargan las hornallas con corazones de agave en la destilería de José Cuervo en la ciudad de de Tequila, México (Wikimedia Commons)

El papel del Estado

El Estado desempeñó un papel determinante en la acumulación de capital. Acusado frecuentemente, sobre todo desde los años 70, de ser socializante por la magnitud de su sector público y paraestatal (con más de mil empresas al final de la década) y del empleo burocrático, lo cierto es que, durante treinta años, más que un competidor fue un complemento de la inversión privada y un socializador de sus pérdidas. Las bases más sólidas de esa relación quedaron sedimentadas durante el gobierno de Miguel Alemán.

El espejismo que consiste en imaginar a un Estado que amenaza al capital privado radica en la retórica estatal posrevolucionaria, que lo definió como una expresión de la Revolución de 1910 y de sus contenidos sociales. En los momentos de mayor euforia declamatoria, se lo llegó a comparar incluso con la Rusia soviética. La revolución se consumaba a través de la acción estatal. Por lo tanto, la dimensión del Estado era directamente proporcional a la realización del impulso revolucionario. No se trataba de un fenómeno meramente superficial, sino de una base de legitimación eficaz que amparó la acción estatal a lo largo de medio siglo.

La concentración de capital necesaria para emprender las obras de electrificación, las hidráulicas, las de comunicaciones y transportes y, posteriormente, la siderúrgica, llevó a realizar inversiones públicas en dichos sectores, que constituían una infraestructura indispensable para el capital privado. Esas inversiones estatales se financiaron con deuda externa, a causa de la débil plataforma fiscal que el Estado nunca se atrevió a modificar y que casi no gravaba las actividades empresariales, mientras que subvencionaba el capital mediante tarifas sobre los bienes y servicios públicos por debajo de su costo de producción. Esa política, aliada al proteccionismo, a las generosas exenciones fiscales para los capitalistas que fundaran nuevas industrias o ampliaran las ya existentes y al férreo control de la protesta social, fortaleció al capital privado. En la década del 70, este sector pudo impugnar la llamada excesiva e ineficiente injerencia estatal en la economía, cuyo equilibrio financiero se hallaba, sin lugar a dudas, seriamente erosionado. El sector industrial avanzó a pasos agigantados del 7% anual entre la segunda mitad de los años 40 y principios de los 50.

El Estado creó la banca de desarrollo Nacional Financiera (Nafinsa), que servía tanto para proporcionarle créditos al capital privado como para financiar obras y empresas públicas. Éstas, como lo afirmó un ministro, no se mantendrían en manos del Estado, sino que después de ser puestas en marcha serían cedidas a particulares. Cuando éstos enfrentaran dificultades, solicitarían el rescate público y la compra de la empresa.

Si bien el Estado mexicano estuvo de acuerdo con los Estados Unidos en su postura frente a los comunistas y no se opuso a la presencia cada vez más avasalladora del capital estadounidense, no abandonó las líneas rectoras que Porfirio Díaz había marcado en materia de política exterior. A comienzos de los años 60, el gobierno mantuvo relaciones diplomáticas con Cuba, a pesar de la ruptura de los Estados Unidos con la isla, que fue expulsada de la Organización de los Estados Americanos (OEA). Años más tarde, el gobierno de Luis Echeverría (1970-1976) volvería a vanagloriarse de su autonomía en el diseño de su política con el vecino del norte cuando rompió relaciones con la dictadura pinochetista, asilando a los chilenos refugiados en la embajada, a pesar de la clara injerencia de Washington en el golpe militar. A fines de la década del 70, en medio del auge de los conflictos centroamericanos, México aceptó la presencia, en su territorio, de los miembros de las fuerzas beligerantes y se propuso como mediador en la búsqueda de una solución a las disputas.

¿Se habrá tratado de una paradoja? ¿De un doble discurso, tal vez? Internamente, la política exterior permitía hacer coincidir la retórica revolucionaria con la práctica gubernamental, era su último eslabón. Con relación al exterior, básicamente en lo que se refiere a los Estados Unidos, se trataba de exhibir una postura independiente que, a su vez, le otorgaba a México una posición preeminente en el ámbito latinoamericano. En algunas oportunidades, los dos propósitos se conjugaban, como sucedió en 1968, cuando los portavoces y publicitarios del gobierno justificaron la represión de los estudiantes con el argumento de que el movimiento obedecía a la línea desestabilizadora de la CIA. Algunos incluso agregaron a la lista a la KGB.

Sin embargo, el régimen contaba con otros pretextos montados sobre una estructura corporativa. En efecto, la no muy amplia oferta del Estado social mexicano, instrumentado desde los años 40 con la fundación del Instituto Mexicano de Seguro Social a cambio de la abdicación obrera a la reivindicación de aumentos de salarios, permitió vincular estrechamente los beneficios sociales a la condescendencia política de los subordinados. Aunque aquéllos hayan sido anunciados como derechos de la ciudadanía, en la vida cotidiana su ejercicio dependió de un entramado muy cerrado de tipo clientelar. La obtención de una vivienda de interés social, de una autorización para ausentarse, de un préstamo a corto plazo o incluso la conservación de un puesto de trabajo dependían de las relaciones con los ocupantes de los escalones de la estructura corporativa que, a cambio, exigían obediencia y disciplina a la verticalidad en la toma de decisiones.

La disminución de la combatividad obrera se vio asegurada a través de la incorporación de sus organizaciones al aparato del Estado, que las convirtió en correas de transmisión de las decisiones asumidas en la cúpula. La figura de Fidel Velásquez, dirigente durante más de medio siglo de la mayor central sindical, la Confederación de Trabajadores de México (CTM),  fue esencial para la consumación de la subordinación obrera. Vicente Lombardo Toledano, fundador de la CTM, que posteriormente fue expulsado del oficialismo, proporcionó la argumentación teórico-política para lograr dicha subordinación: ante la vorágine avasalladora del imperialismo estadounidense, era imperativo forjar una estrecha alianza entre el proletariado y la burguesía industrial nativa. La crítica más sistemática a las tesis de Lombardo vino de la mano del escritor José Revueltas en sus Ensayos sobre un proletariado sin cabeza, que denunció que las proposiciones lombardistas cercenaban la posibilidad de construir un proyecto autónomo de clase.

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Vista de la Plaza de la Luna y de la Avenida de los Muertos, en Teotihuacán, sitio arqueológico de México (Omar Bárcena/Creative Commons)

El milagro mexicano

Los años 60 presenciaron la expansión del empleo y de los aumentos salariales. Una vez acabada la década del 50, el salario creció sin inflexiones hasta el año 1976, así como también lo hizo la productividad. Progresivamente, los bienes de consumo durables se incorporaron a las clases media y popular. La televisión figuró en un lugar de primer orden en el inventario de adquisiciones de la segunda mitad del siglo, teniendo una importancia económica al mismo tiempo que cultural, debido a la difusión de los valores transmitidos a través de la tecnología mediática. La disminución de los precios relativos de tales bienes, aliada al aumento de los salarios y a la incorporación, ciertamente lenta, de las mujeres al mercado de trabajo –lo que significó un aumento del ingreso familiar–, convirtió a amplias franjas urbanas en el mercado de la industria de bienes de consumo durables, casi en su totalidad ocupado o controlado por el capital extranjero.

La mayor presencia femenina no se limitó a la esfera productiva. En 1953, después de una lucha de más de medio siglo, las mujeres adquirieron el derecho al sufragio en las elecciones federales. Muy tímidamente, las puertas de ese derecho se fueron abriendo en algunos estados y en elecciones locales. Aún deberían pasar 26 años para que una mujer asumiese un gobierno estatal: se trató de Griselda Álvarez, en el Estado de Colima.

La década de 1960 fue denominada la del “desarrollo estabilizador” por sus ejecutores, la del “milagro mexicano”, marcado por la estabilidad de los precios, por las altas tasas de crecimiento y por la paridad fija del peso con el dólar. La ausencia de conflictos que amenazaran la continuidad del modelo, o al menos la capacidad del régimen para suprimirlos antes de que se tornaran peligrosos, o incluso para negociarlos, completaba la imagen de un país latinoamericano armónicamente coherente, que se deleitaba en la nostalgia de las canciones rancheras de Jorge Negrete, las lecciones morales de las películas de Pedro Infante y la cursilería de Angélica María.

La población aumentó incesantemente, invirtiendo los bajos ritmos de crecimiento demográfico de los siglos XVII al XIX. Entre los años 1950 y 1970, la misma se duplicó y se concentró en localidades de más de 2.500 habitantes, en las que, a mediados de los años 90, residían tres cuartos de los habitantes del país. La Ciudad de México y su área metropolitana retienen la quinta parte de toda la población nacional, es decir, alrededor de veinte millones de personas.

Si bien es cierto que a la sombra del milagro se formó un cuantioso sector, la clase media, que podía aspirar a un departamento propio, a un automóvil y a una amplia variedad de electrodomésticos, símbolos de estatus y de los nuevos tiempos, la mayoría de la población los vio como se miran los escaparates, o sea, desde afuera. La misma clase media se topó, al terminar la década de 1970, con el fin de sus aspiraciones de movilidad ascendente.

La conjugación de un discurso centrado en los principios revolucionarios y la resplandecencia de los íconos de la modernidad ofrecían al mundo la imagen de un país que no conocería más sobresaltos. Los Juegos Olímpicos de 1968 representaban su coronación. Sin embargo, en 1968 estalló una protesta sin parangón en la historia posrevolucionaria.

Fisuras del régimen

El 68, como sería llamado durante los años siguientes, no fue la única expresión de rebeldía, sino la más visible, y para ello contribuyó la brutal represión.

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Protesta de estudiantes en la Ciudad de México, en agosto de 1968 (Marcelino Perelló/Wikimedia Commons)

La reversión de la reforma agraria no había dejado a los campesinos inmóviles. El líder campesino Rubén Jaramillo, que a los catorce años había combatido en las filas revolucionarias, retomó las banderas zapatistas. Cuando su lucha no encontró canales institucionales, devino el movimiento armado en el Estado de Morelos, que acabó con su asesinato en el año 1962.

El desigual intercambio campo-ciudad obligó al campesinado a aumentar la producción para no perder la carrera contra los precios de los bienes industriales. No obstante, a mediados de los años 60, la economía campesina estaba exhausta, de modo que su crecimiento fue ínfimo y, desde la década siguiente, nulo. México tuvo que importar granos básicos ante el retroceso de la superficie cultivada para el mercado interno.

El asesinato de Jaramillo no silenció a los productores rurales. A comienzos de la década de 1970, las ocupaciones de tierras se multiplicaron, mientras el gobierno de Echeverría llevaba a cabo una guerra sin cuartel contra los líderes, a través de secuestros y asesinatos. Contra viento y marea, el movimiento campesino logró articularse y, en 1984, organizó una gigantesca marcha que desembocó en el centro de la capital, una genuina prueba de fuerza contra el régimen que entonces perdía toda su credibilidad frente al actor social de cuyas movilizaciones de principios de siglo se proclamaba heredero. Pero también contra viento y marea, la economía campesina continuó existiendo: concentrados básicamente en el centro y en el sur del país, 3,5 millones de campesinos con propiedad colectiva ocupaban alrededor de 100 millones de hectáreas.

En el ámbito urbano, los profesores, los ferroviarios y los médicos enturbiaron la imagen de un México rudo y finalmente domesticado. Sus movilizaciones, iniciadas con demandas salariales o por la obtención de beneficios sociales, chocaron rápidamente con las estructuras sindicales y terminaron convirtiéndose en impugnaciones al charrismo, irguiendo la bandera de la democratización de la vida de los gremios.

El movimiento ferroviario, por su parte, doblegó fuertemente al aparato corporativo porque, además de desplazar por algún tiempo la dirección charra del sindicato, desencadenó reivindicaciones similares en otros sindicatos. La extensión de la impugnación obrera excedió los límites de la tolerancia estatal. Se lanzó, entonces, una feroz represión, con el despido de centenas de trabajadores a comien­zos del año 1959.

Sin embargo, fue el 68 el año que retumbó con más estridencia en la sociedad mexicana. Circunscripto en un comienzo a problemas estudiantiles, rápidamente llevó la crítica al sistema político en su conjunto, con la exigencia de la renuncia de los funcionarios públicos. A diferencia de su homólogo francés, no logró sumar importantes contingentes obreros, aún fuertemente ligados a la estructura corporativa armada de un arsenal de contención del proletariado urbano. Terminó con la llamada Masacre de Tlatelolco, el 2 de octubre, en la Plaza de las Tres Culturas, en la Ciudad de México, y con el encarcelamiento de sus dirigentes. El diario francés Le Monde comentó, dos días después, que “hay que remontarse a 1914, año del golpe de Estado del general Huerta contra el presidente Madero, para encontrar una carnicería semejante en la capital mexicana”. El número oficial de muertos no llegaba a los treinta, pero la prensa extranjera hizo un cálculo de varios centenares. La responsabilidad del presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) y de su secretario de Gobierno, Luis Echeverría, futuro ejecutivo de la nación, fue cuidadosamente ocultada, pero con poco éxito. Aún hoy los dirigentes del 68 continúan aportando pruebas de la responsabilidad de Echeverría y solicitando su detención y enjuiciamiento.

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El ejército en las calles del Zócalo, en la Ciudad de México, el 28 de agosto de 1968 (Cel-li/Wikimedia Commons)

La clase política había pensado que el uso de la fuerza contra el movimiento estudiantil aplacaría los ánimos, así como había ocurrido en años anteriores con los ferroviarios y otras protestas. Sin embargo, las secuelas de la represión mostraron señales muy diferentes. Los estudiantes continuaron manifestando su descontento, aunque los niveles de movilización de 1968 no volvieron a alcanzarse jamás.

Ése fue también un período de guerrilla rural y urbana. Para muchos, después del 68 había quedado claro que los márgenes de la lucha legal estaban casi acabados. Algunas acciones fueron espectaculares, pero la represión también tuvo gran envergadura. México experimentó, al igual que otros países del subcontinente, una guerra sucia, cuyas aristas apenas comienzan a ser conocidas a comienzos de este nuevo siglo.

La respuesta también surgió del movimiento obrero. A comienzos de los años 70, los electricistas encabezaron una batalla por la democratización sindical que logró conseguir la adhesión de muchos gremios y asociaciones, la universitaria entre otras. Si bien fueron reprimidos, continuó una agitación de los trabajadores que puso de manifiesto no sólo los recursos del corporativismo, sino también la faz oculta de la condición obrera mexicana.

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Manifestaciones estudiantiles en la Ciudad de México, en septiembre de 1968 (Reproducción /Wikimedia Commons)

La petrolización

El régimen quedó desacreditado de una forma de la cual era difícil recuperarse si no se introducían reformas en su funcionamiento. El primer intento consistió en lograr una aproximación con los intelectuales, con quienes la relación había quedado severamente comprometida después de 1968. Más tarde, la reforma electoral entreabrió las monolíticas puertas del sistema representativo para permitir la entrada, en condiciones minoritarias y nada amenazadoras, de la izquierda agrupada en partidos. Por aquella época, las jornadas de las huelgas obreras, universitarias y estudiantiles habían terminado. Sin embargo, el flanco económico presentaba una vulnerabilidad de ardua corrección. Los espectaculares resultados de los años 60 se fueron desvaneciendo. La tasa de crecimiento de la economía, que en esa década había registrado un promedio del 7%, disminuyó durante la década siguiente al 5,8%. La inflación anual, inferior al 3%, se multiplicó por cinco en los años 70. La productividad decreció a causa de la escasa inversión de capital en la renovación de la tecnología, las exportaciones también cayeron como consecuencia de la baja competitividad en el mercado internacional y de un tipo de cambio sobrevaluado y fijo desde 1954, mientras las finanzas públicas se deterioraban con rapidez debido al endeudamiento creciente con el exterior. La reestructuración de las bases económicas de México había llevado a una ruptura de la cohesión del régimen político y había perjudicado las relaciones de los empresarios con el gobierno. De hecho, en 1976, a pocos meses de dejar el sillón presidencial, Luis Echeverría decretó la libre fluctuación del peso, lo que ocasionó que la tasa de cambio casi se duplicase con respecto a la que había prevalecido durante los veintidós años precedentes.

El petróleo salvó la situación por un tiempo. El aumento incontrolable de los precios del crudo durante los años 70 convirtió su explotación en rentable, a ritmos nunca vistos en México. Yacimientos conocidos, pero aún no explotados, y nuevas explotaciones llevaron a la convicción de que México se asentaba sobre un océano de riquezas que sólo tenían que ser traídas a la superficie. Las empresas petroleras texanas corrieron a explotar y vender la infraestructura tecnológica necesaria, mientras los bancos –se decía– hacían fila para otorgarle préstamos a México. La bonanza petrolera permitió postergar la revisión de la estructura económica. Los ingresos fiscales derivados de la exportación del crudo reforzaron el dispendio y la corrupción y provocaron una pasajera e indeleble reactivación económica. La llamada “petrolización” de la economía mexicana implicó que el 75% de las exportaciones reposaran sobre el sector energético, al igual que una parte sustancial de las finanzas públicas.

Desde 1981, los precios del crudo comenzaron a declinar tan severamente que al año siguiente México ya se encontraba en una situación más difícil que la de antes del boom. Los empresarios, advertidos de la vulnerabilidad económica, se llevaron sus capitales y no pocos partieron hacia el exterior con sus millonarias reservas. Así, en agosto de 1982, y durante un año, México declaró la moratoria del pago de su deuda. Un mes después, en una acción sorprendente, el gobierno de José López Portillo (1976-1982) nacionalizó los bancos y el cambio se devaluó junto con el petróleo.

La primera medida se tomó con el objetivo de reordenar el sistema bancario, cuyas ganancias reposaban sobre las comisiones cobradas por la compra y venta de divisas en una coyuntura de acelerada fuga de capitales y dolarización del ahorro. Progresivamente, en los años siguientes, los bancos nacionalizados fueron cediéndose a propietarios privados que, a su vez, tiempo después vendieron sus propiedades a los grandes grupos financieros españoles, franceses y estadounidenses. Con el objetivo de evitar que la crisis financiera se agravase, los Estados Unidos extendieron un préstamo multimillonario de alrededor de US$ 9.000 millones y México aceptó las recomendaciones del FMI para sanear sus finanzas. Se trataba, entre otras cosas, de contener los salarios y de suprimir el control de precios y de los subsidios a determinados bienes. Algunos analistas comentan que desde esa época, diversos funcionarios estadounidenses se instalaron en los ministerios mexicanos para evaluar de cerca el cumplimiento de los dictámenes del FMI.

Sociedad civil y producción cultural

El régimen continuaba en pie, pero la sociedad había experimentado una dinámica que la distanciaba de aquél. La producción cultural fue una expresión de ese distanciamiento. Desde el final de la Revolución, la cultura había sido oficializada. Los cuadros murales realizados por Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, Ramón Alva de la Canal y otros artistas no sólo fueron aceptados, sino también patrocinados por el gobierno. Eran obras monumentales a la medida del público al que estaban dirigidas, es decir, a las grandes masas, para las cuales los temas de la opresión y de la explotación coloniales sobre los indígenas, y después la redentora Revolución, desem­peñaban una función pedagógica.

En los años 60 surgió una nueva generación de pintores. Algunos de ellos, como José Luis Cuevas, rechazaron la herencia muralista por su carácter estatizante, si bien más tarde sucumbieron a los beneplácitos oficiales o a la comercialización de sus obras.

La novela también se rigió por el tema revolucionario. Los de abajo, de Mariano Azuela, publicada en fascículos en 1916 y relanzada con gran éxito en 1925, marcó el abandono de los temas del siglo XIX. La ruptura con las pautas consagradas prosiguió durante las décadas siguientes. Fue el “adiós a la imagen nacional del jinete y del indígena de la aldea”, dijo Carlos Monsiváis. En 1953, Juan Rulfo lanzó El llano en llamas que, sin ser propiamente campesino, tiene por escenario un pequeño pueblo del oeste mexicano. La primera novela urbana, La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, puso en el centro de la narrativa a la Ciudad de México, que se convirtió en símbolo del cosmopolitismo del país. En 1962, Fuentes escribió una novela sobre un cacique, La muerte de Artemio Cruz. Diez años más tarde, Vicente Leñero publicó Los albañiles, obra en la cual el mundo popular urbano es protagonista con todos sus artefactos culturales, lenguaje grosero y violencia física y verbal. Las mujeres de letras también contribuyeron con nuevas concepciones de México. Rosario Castellanos se consagró con su novela sobre los indígenas chiapanecos y Elena Poniatowska abordó temáticas sociales en La noche de Tlatelolco y Hasta no verte Jesús mío. En los años 80, Laura Esquivel combinó en Como agua para chocolate la pasión amorosa y gastronómica con el disconformismo frente a los roles sociales impuestos a las mujeres.

Al finalizar la década de 1940 terminó una de las épocas gloriosas del cine mexicano por su calidad estética. La fotografía en blanco y negro de Gabriel Figueroa, que popularizó los paisajes áridos del país y los cielos plomizos, fue una de sus mayores victorias, junto con las actuaciones de Dolores del Río, María Félix y Emilio Fernández. Su temática giró en torno de la epopeya revolucionaria y del México de los caciques y sus injusticias. Pero, desde mediados de los años 50, el cine se embarcó en el vaudeville burlesco a cambio de rápidos y cuantiosos beneficios gracias a los subsidios estatales.

En los años 80, sin embargo, resurgió una cinematografía con una nueva generación de directores que abordó temas urbanos y sociales desde una perspectiva crítica. Problemáticas que anteriormente eran censuradas, como la homosexualidad y el 68, pudieron ser abordadas en Amanecer Rojo, al igual que la venalidad del régimen político y sus dimensiones más violentas y absurdas en La ley de Herodes y Todo el poder.

La radio y la televisión se encargaron de difundir el rock de los Estados Unidos traducido al español, mientras que grupos musicales mexicanos excluidos de los circuitos comerciales cantaban y denunciaban la persecución policial que sufrían los jóvenes urbanos.

La caricatura política fue una de las válvulas de escape de la crítica desde el siglo XIX, tradición que prosiguió a lo largo del siglo XX. Aunque la prensa haya sido vigilada de cerca durante los años del reinado del PRI, la caricatura fue tolerada y socialmente celebrada. Expresado en un lenguaje gráfico muy sutil, el descontento, muchas veces, se manifestó a través de los diarios. Cuando surgió una prensa independiente, en términos políticos y financieros, la caricatura pudo exhibir más frontalmente su espíritu combativo. El semanario Proceso nació en 1976 y el diario La Jornada, en 1984.

En otros ámbitos de la vida cultural, la autonomía se logró al precio de la marginalidad y de la precariedad de recursos. Aunque discontinuos en el tiempo, se forjaron muchos proyectos culturales que dieron luz a grupos musicales, realizaciones cinematográficas, publicaciones periódicas, etc. Pero en lo fundamental, el mundo de la producción de artículos culturales estuvo colonizado por los grandes consorcios mediáticos, como el duopolio Televisa y TV Azteca.

A pesar de la cancelación y de la vigilancia estatal estricta de los espacios civiles de la vida social, ésta logró ir conquistando, poco a poco, ciertos márgenes de acción independiente. El caso más ejemplar fue el de las universidades, donde las ideas, la discusión y la investigación nutrieron a generaciones enteras con formación crítica frente a los contenidos autoritarios de la sociedad y de la política mexicanas. La democracia en México, de Pablo González Casanova, fue una obra pionera en el análisis de la estructura mexicana que demostraba las reglas antidemocráticas del juego político y de sus artífices. No se trataba solamente del cuestionamiento a la falta de democracia que regía a las instituciones del Estado, sino también de las diversas formas de opresión y represión, como el patriarcalismo.

A pesar de los embates contra el movimiento de 1968, las universidades públicas conservaron la autonomía cultural y científica, aunque los gobiernos nunca dejaron de influir en las decisiones de mayor alcance por medio del control presupuestario.

El neoliberalismo en construcción

La crisis desencadenada por la brusca disminución de los precios del petróleo dejó claras las profundas contradicciones de la economía mexicana. El peso de la deuda externa, la petrolización de las finanzas públicas y la obsolescencia del parque industrial fueron características criticadas en todos los flancos del espectro político.

Los créditos extranjeros se acabaron porque el país ya no era solvente. Su rescate se hizo a través de la firma de cartas de intención con el FMI, que sometían al país a condiciones de ajuste más estrictas y a una vigilancia extrema.

Fue así como se dio comienzo al vaciamiento del Estado durante el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988), con ajustes presupuestarios severos, disciplina fiscal y el desmantelamiento de 118 empresas paraestatales, de poca importancia para la actividad industrial. El vaciamiento alcanzaría niveles mucho mayores y tendría impactos estructurales, es decir, la privatización de áreas enteras de la economía pública en favor de capitalistas privados y en operaciones de dudosa legalidad, durante el siguiente sexenio. La telefonía, los bancos, la petroquímica secundaria y los fondos de pensión pasaron a manos privadas. Los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y de Ernesto Zedillo (1994-2000) fueron los mayores artífices del cambio neoliberal de los años 90, que muchas veces implicó operaciones de venta en las cuales el patrimonio público se presentaba subvaluado.

México: organismos, empresas
y fideicomisos paraestatales
(1982-1994)

Tipo de entidad

1982

1994

Organismos
descentralizados

102

82

Empresas de
participación estatal

882

107

Mayoritarias

744

107

Minoritarias

78

0

Fideicomisos

231

30

Totales

1155

219

Fuente: ROGOZINSKI, Jacques: La privatización en México. Razones e impactos , México, D.F., Trillas, 1997.

Aplaudidos por los organismos financieros internacionales, ambos presidentes crearon un entramado compacto de intereses entre la clase político-tecnocrática y los empresarios mexicanos, algunos de los cuales pasaron a engrosar la lista de los hombres más ricos del mundo. El caso más famoso es el de Carlos Slim Helú, que comenzó a aparecer durante el gobierno de Salinas gracias a la compra de Teléfonos de México y, actualmente, encabeza el ranking de los multimillonarios latinoamericanos.

La socialización de las pérdidas y la privatización de las ganancias fueron los ejes de la conducción político-económica. En 1995, luego de un desastre financiero que llevó al país al borde de la ruina, el gobierno salió al rescate de los bancos, asumiendo las pérdidas ocasionadas por los negocios fraudulentos de los banqueros, los cuales, años después, venderían sus empresas a sus homólogos extranjeros. Se creó el Fondo de Rescate al Ahorro Bancario, transformado más tarde en el Instituto de Protección del Ahorro Bancario, que permitió salvar los intereses de la gran burguesía financiera y ocultar el origen del desastre. El rescate bancario representó un gasto de US$ 135.000 millones de recursos públicos, es decir, el 25% del PBI, según el Banco Mundial.

Al mismo tiempo, se liberaba el comercio mediante el ingreso de México al GATT. A fines del año 1992 se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte con los Estados Unidos y Canadá (NAFTA), que confirmó la dirección asumida de desregular la economía y subordinarla al gigante del norte. A fines del siglo XX, el 90% de las exportaciones mexicanas se dirigían a los Estados Unidos, cuando en 1982 sólo representaban el 50% de los intercambios comerciales.

Repentinamente, la industria mexicana, acostumbrada al proteccionismo aduanero, se enfrentó con la competitividad de mercaderías extranjeras de igual o menor precio y, en algunos casos, de mejor calidad y con el prestigio de una marca buscada por determinadas franjas del mercado. Los eslabones productivos se vieron interrumpidos y la industria de bienes de capital, ciertamente pequeña, prácticamente se evaporó. La industria de montaje o maquiladora, cuyas exportaciones representaban casi la mitad del total, adquiría apenas el 3% de sus insumos en el mercado nacional, mientras que el 42% de las exportaciones no maquiladoras abarcaban el 30% del contenido nacional, incluyendo el salario que se les pagaba a los trabajadores. En contraposición, en 1982, las exportaciones manufacturadas contenían el 91% de los insumos nacionales. Si bien, por un lado, las exportaciones registraban considerables aumentos desde la entrada en vigencia del NAFTA, por el otro, las importaciones de bienes de capital también aumentaron: durante los primeros años de existencia del tratado, las importaciones de bienes de capital crecieron casi el 100%.

El capital culpó de sus dificultades al trabajo. El desempleo ya no logró hallar refugio en un campo agotado, mientras los que aún estaban activos enfrentaban jornadas más largas e intensas. Simultáneamente, se insertó en el mercado de trabajo un número mayor de miembros de cada familia para intentar contener el deterioro del salario y de su poder adquisitivo. El sector informal, una categoría muy amplia para la diversidad de actividades que se realizan dentro del mismo, es el reemplazante del antiguo campo. En él trabaja un tercio de la población activa urbana.

Pobreza, maquiladoras, emigración y narcotráfico

Cuatro fenómenos adquirieron una dimensión notable, aunque no fueran nuevos. El primero fue el espectacular crecimiento de la pobreza, que alcanzó a la mitad de la población. Pero la pobreza es el resultado de un proceso socioeconómico, y no una suerte de efecto no deseado. En 1958, el 10% más pobre adquiría el 2,3% de los ingresos; en 2000, sólo el 1,5%. Por su parte, el 10% más rico detentaba el 35,7% en el primer año mencionado y el 40,3% al comienzo del nuevo siglo.

El segundo fenómeno se relaciona con la “maquilización” de la economía. Desde el punto de vista técnico, consiste en la simple unión de las piezas de una mercadería, fase de un proceso de producción fragmentado. En términos económicos significa el abaratamiento del costo de producción: el montaje de las piezas deja de realizarse en los países donde la mano de obra es más cara que en aquellos donde se instalan las empresas maquiladoras. La diferencia salarial entre los Estados Unidos y México es tan grande que para muchas empresas resulta atractivo desplazar los segmentos más intensivos del proceso de producción hacia el otro lado de la frontera, considerando que los gastos de transporte en ese caso son bajos debido a la cercanía geográfica.

Las maquiladoras se instalaron fundamentalmente en la frontera norte y, en la mayoría de los casos, con mano de obra femenina, la cual se ve beneficiada con un tratamiento fiscal especial y con la discreta aplicación de la legislación laboral y ambiental. Ciudades como Tijuana, Matamoros y Ciudad Juárez, aunque en forma progresiva también otras ubicadas más hacia el sur de la frontera, están sujetas al ciclo de maquilación, de tal manera que el anuncio de despidos masivos o del cierre de una empresa provoca la previsión de un cataclismo socioeconómico.

Dado que se trata de procesos de trabajos repetitivos, peligrosos (como en el caso del montaje de los aparatos electrónicos) o desgastantes, las obreras son reemplazadas cuando su rendimiento comienza a declinar. Aunque sea un paliativo para el desempleo (actualmente trabajan en las maquiladoras 1,2 millones de obreros, cifra que duplica la de 1995), se han convertido en un arma de las multinacionales para presionar a la baja a los salarios con la amenaza de llevar las maquilas a otros países de América Latina o para China.

El tercer fenómeno es la emigración . En la década de 1990, el número de emigrantes hacia los Estados Unidos creció un 97% y durante los tres primeros años del nuevo siglo, un 13%. En los primeros seis años del siglo, 3,5 millones de mexicanos han emigrado hacia el norte. Como una parte sustancial de la emigración es ilegal, su número es aproximado y sólo se lo puede calcular sobre la base del aumento de los envíos de dinero realizados por los
emigrantes a sus familias. En total, en los Estados Unidos viven actualmente alrededor de 26 millones de chicanos, o sea, la cuarta parte de la población de México, y 12 millones de nacidos en México. Las remesas superan ya los US$ 20.000 millones anuales. Esa cifra es superior al monto de la inversión directa anual extranjera y de las exportaciones petroleras. Aunque tradicionalmente fueran los estados centrales y del centro-norte los exportadores de mano de obra hacia los Estados Unidos, en la actualidad los migrantes provienen de todas las regiones, desde las contiguas a la frontera hasta las meridionales. Si al principio eran principalmente campesinos, hoy en día también parten profesionales y técnicos urbanos.

La emigración constituye una “solución” para el desempleo. Desde esa perspectiva, se trata de una estrategia de supervivencia, pero no puede ser analizada al margen de su impacto en la economía estadounidense, beneficiaria de la llegada de miles de trabajadores con salarios nítidamente inferiores a los del promedio del país. Tampoco puede separarse de la violencia inherente al éxodo. Los muertos durante los intentos por atravesar la frontera suman miles cada año. Además, el fenómeno migratorio debe ser observado desde las comunidades de origen, que se van despoblando y quedan habitadas por mujeres, niños y ancianos, mientras los adolescentes esperan impacientemente la mayoría de edad para cruzar el río Bravo o el desierto. A causa de las migraciones hacia el exterior o hacia otras regiones del territorio nacional, la cuarta parte de los municipios mexicanos atraviesa un crecimiento demográfico negativo.

Finalmente, como síntoma de la ruptura de los lazos sociales, se encuentra el auge de la economía del crimen, en la cual el narcotráfico, cuya magnitud real no puede ser conocida por obvias razones, desempeña un papel de primer orden. La economía del crimen está relacionada tanto con el comercio de drogas como con la prostitución infantil y con fenómenos de delincuencia, probablemente vinculados al tráfico de mujeres, como el llamado “las muertas de Ciudad Juárez”. Se trata de más de cuatrocientas mujeres asesinadas después de ser violadas en esa ciudad del norte, que vive de la economía maquiladora. La magnitud de la economía del crimen no puede ser comprendida al margen de sus estrechos lazos con el poder estatal, lo que significa que es parte de la conformación del Estado mafioso.

Agrupados en cárteles (del Golfo, de Ciudad Juárez, de Tijuana), los jefes del narcotráfico son los mayores distribuidores de drogas en los Estados Unidos y participan de los envíos de drogas que provienen de América del Sur con el mismo destino. El nivel de violencia que corre en paralelo con el narcotráfico registra sus principales víctimas en los estados donde opera.

Hay una dimensión cultural del narcotráfico que debe ser puesta de manifiesto. El corrido, género musical que tuvo su esplendor durante la Revolución de 1910, se convirtió en el narcocorrido, en el cual los protagonistas de ese negocio son enaltecidos a la categoría de héroes en el relato de las peripecias de un embarque y del modo por el cual fueron o no burladas las autoridades estadounidenses. Constituye una revancha simbólica de los mexicanos frente a los gringos que los segregan y discriminan. Su popularidad es tal que, a pesar de la prohibición de transmitirlos por la radio, alcanza a un público cada vez más amplio.

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Protesta de desempleados en la Ciudad de México, en junio de 2011 (Design for Health/Creative Commons)

Tiempos de protesta

En 1985, el descrédito del gobierno llegó a su punto máximo. El 19 de septiembre, un fuerte terremoto sacudió la Ciudad de México, derribando edificios y casas. La lenta reacción de los equipos de rescate del gobierno contrastó con la organización no planeada de los ciudadanos, que formaron brigadas de ayuda a las víctimas y suplantaron a los encargados de realizar esa tarea. Incluso se llegó a una confrontación entre los equipos de rescate, que insistían en proseguir con los trabajos, y el gobierno, que ordenó la finalización de las búsquedas con el fin de esconder la corrupción que había prevalecido en la concesión de licencias de construcción (origen de la proliferación de viviendas y edificios frágiles). Durante esas jornadas de luto se escuchó hablar del nacimiento de la sociedad civil mexicana. Parecía que las reservas de autonomía social no estaban agotadas o habían sido revitalizadas por fuerza de las contingencias.

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Imagen de la Ciudad de México luego del terremoto, en septiembre de 1985 (Roberto Esquivel Sánchez/Wikimedia Commons)

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Edificios destruidos en la Ciudad de México durante el terremoto, en septiembre de 1985 (Roberto Esquivel Sánchez/Wikimedia Commons)

Los sweat shops del centro de la capital, instalados en edificios que no estaban preparados para la pesada maquinaria, cayeron sobre las obreras textiles. Sus condiciones de trabajo saltaron a la luz, dando lugar a la articulación de un proyecto productivo y político independiente con la ayuda de mujeres intelectuales y organizaciones no gubernamentales.

Fue dentro de ese marco que Carlos Salinas de Gortari llegó a la presidencia en 1988, luego de un controvertido proceso electoral. Los primeros resultados apuntaban a la victoria de Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del ya mítico presidente de los años 30, aunque después se anunció la del candidato del PRI. Las boletas electorales fueron guardadas en la sede del Congreso de la Unión, que un tiempo después sufrió un inexplicable incendio.

Salinas de Gortari fortaleció la orientación neoliberal de la economía y de la sociedad. En las esferas gubernamentales, la vieja clase política fue sustituida por jóvenes egresados de las universidades norteamericanas, que ya no necesitaban un “currículo” que acreditara su conocimiento de las técnicas de control corporativo para ascender en la pirámide de la función pública.

Se dio comienzo a las largas conversaciones tendientes a la suscripción al NAFTA, que entró en vigencia en el año 1994. Antes de eso, en 1992, se modificó la situación jurídica de las propiedades de tierra colectivas. Su inalienabilidad había sido consagrada en el texto constitucional de 1917, argumentándose, en aquella oportunidad, que de otra manera los propietarios, individualmente, quedarían vulnerables ante los embates expropiatorios de los empresarios y especuladores agrarios. La propiedad colectiva sólo podría perdurar si no se fraccionara, aunque la posesión y la propiedad sí pudieran ser individuales. Los nuevos marcos legales proclamaban el fin de la propiedad colectiva y abrían la posibilidad de la venta parcial de las tierras. Caían, de un solo golpe, el nacionalismo y el agrarismo.

A esa altura, casi nadie se acordaba de los indígenas de México, cuya desaparición había sido pronosticada y promovida por los liberales triunfantes del siglo XIX y sus seguidores del siglo XX. Los gobiernos surgidos de la Revolución impulsaron el integracionismo como fórmula de inclusión de la población indígena a la nación. Aunque con métodos diametralmente opuestos a la política de exterminio del siglo XIX, el indigenismo estatal apostaba a la inclusión mediante la eliminación, ciertamente no física, de las culturas indígenas.

Revuelta en Chiapas

En medio de ese ambiente ideológico, el 1.º de enero de 1994, día de la entrada en vigencia del NAFTA, explotó la rebelión de los indígenas en Chiapas. No fue una coincidencia cronológica, sino la demostración del repudio al tratado que, junto con la reforma constitucional que abría las puertas a la muerte de la propiedad colectiva, introducía (según decían los zapatistas) el fin de los pueblos originarios de México.

¿Pero quién los dirigía? Ésa era la pregunta que muchos periodistas e intelectuales formularon. Siempre había prevalecido la idea de los indígenas como una masa sufrida y explotada, pero inerte, incapaz de demostrar iniciativa social propia. Sus movilizaciones habían sido promovidas por actores externos a esos pueblos y con fines demagógicos. Pues bien, el Subcomandante Marcos no era indígena y, en consecuencia, se podría mantener el estereotipo de la inercia nativa. Sin embargo, en esa ocasión, la sociedad decidió oír a los indios de Chiapas sin la mediación de sus intérpretes.

En el discurso de los rebeldes había una evocación a los símbolos más venerados. Zapata era el que ocupaba el lugar central en el que se inspiraban para tomar el nombre de Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). No obstante, además del zapatismo, también había una referencia a la histórica exclusión de la población aborigen por medio de saqueos, del racismo y la explotación. No se trataba de provocar compasión, sino de suscitar la comprensión acerca de un levantamiento en el que los protagonistas del cambio serían los mismos indígenas.

El EZLN es un movimiento armado que, a diferencia de muchos otros en América Latina, no exigió que la sociedad formase una organización similar o que se apertrechase con equipamientos de guerra. En lugar de eso, sostiene que el cambio se dará mediante la construcción de otro modo de producción de la vida, y no por la toma del poder del Estado.

El EZLN está compuesto por indígenas y, aunque éstos reivindican sus derechos culturales, no es un movimiento étnico. La denuncia de la condición indígena se da simultáneamente a la de la homofobia, el sexismo, el antisemitismo, etc. Esa postura permitió agrupar una corriente amplia de simpatizantes o, más aún, de organizaciones que tratan de retomar el método político de los zapatistas. Fue el caso de los estudiantes de la Universidad Nacional que, en una larga huelga en pro de la conservación del carácter público de la educación, que se extendió durante los años 1999 y 2000, adoptaron formas innovadoras en la elaboración de sus decisiones, en los modos de conducir las discusiones y de nombrar a sus representantes.

La lucha de los zapatistas se procesa en la construcción de la autonomía, que también fue seguida por los pueblos nativos de otras partes del país, de las comunidades de apoyo que van entretejiendo nuevas formas de sociabilidad entre mujeres y hombres, entre ancianos, adultos y niños, entre profesores y alumnos, al mismo tiempo en que se conjugan tradición y apropiación de nuevos conocimientos.

La trayectoria del EZLN en sus doce años de existencia pública no fue lineal. En 2001 realizaron una extensa travesía alrededor de México, la cual les aseguró diferentes apoyos a lo largo de todo el trayecto. Su manifestación más notable fue el mitin realizado en la plaza central de la Ciudad de México, que congregó centenas de miles de personas. Sin embargo, pocos días después, la ley indígena votada en la Cámara de Diputados no acogió las demandas de los zapatistas, quienes optaron por llamarse a un prolongado silencio, apenas roto por algunos comunicados. Se trata de una estrategia que permite evitar enfrentamientos cuyo desenlace puede ser trágico y, al mismo tiempo, conservar intacta su legitimidad.

Además de los caminos políticos del EZLN, los indígenas zapatistas lograron sacarse el estigma de su identidad e invertir el significado que durante más de cinco siglos le atribuyeron al indio los europeos y los criollos. La cuestión indígena ingresó en la agenda política nacional, aunque las condiciones generales de su vida continúen signadas por la pobreza extrema, la desnutrición y la alta mortalidad.

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Encuentro de mujeres zapatistas en La Garrucha, en Chiapas, diciembre de 2007 (Shannon/Creative Commons)

¿Cómo comienza el siglo XXI en México?

Aunque las reformas neoliberales hayan alcanzado a sectores estratégicos de la sociedad y de la economía, el proyecto no pudo ser completado a fines de los 90. Faltaban tres elementos centrales, y para lograrlos era necesario un cambio de gran envergadura en la correlación de fuerzas políticas y sociales. Se trataba de la reforma energética, laboral y fiscal. La primera consistía en privatizar el petróleo, es decir, desmantelar la empresa estatal PEMEX. La segunda se refería a la modificación de los marcos jurídicos de las relaciones laborales mediante la legalización de prácticas empresariales de flexibilización. La tercera gravaba el consumo básico, que hasta ese entonces estaba exento de impuestos.

El capital político del PRI estaba demasiado erosionado como para que el partido emprendiera con éxito una campaña a favor de las reformas cuya urgencia era requerida por los organismos financieros internacionales y por el capital multinacional. El presidente Zedillo cargaba con los efectos de la crisis de 1994, que arruinó a cientos de pequeños y medianos empresarios y dejó a miles de trabajadores desempleados, además de las investigaciones inconclusas sobre los asesinatos políticos del salinismo (un cardenal, un miembro destacado del PRI y el candidato del PRI a la presidencia de la República) y de una torpe estrategia frente al conflicto de Chiapas.

La institución presidencialista, columna vertebral de los acuerdos entre grupos políticos, no gozaba de la vitalidad habitual. Para el capital era necesaria una fórmula alternativa.

El Partido Acción Nacional, nacido en la oposición al cardenismo de los años 30, presentó un candidato, Vicente Fox, en las elecciones de 2000. La corriente dominante en el PAN era el denominado neopanismo, que firmó acuerdos con el salinismo y fue atacado por fuerzas de ultraderecha. La ultraderecha de trayectorias diversas, integrada por organizaciones como Provida, dedicada a combatir el aborto y su legalización, y otras animadas por grupos empresariales, se había mantenido en las penumbras del discurso estatal durante mucho tiempo, con el objetivo de presentar un país enteramente cohesionado por el PRI.

Las propuestas presentadas por Fox eran simples, estaban expresadas en un lenguaje popular y se formulaban como si la solución a los problemas nacionales fuera una cuestión de sentido común y buena voluntad. Dos ejemplos bastan. Al referirse al conflicto de Chiapas, Fox aseguró que en quince minutos se solucionaría y que remediar la pobreza era factible si cada mexicano contara con un changarro (pequeña tienda).

Un sector de izquierda adhirió al voto útil contra el PRI. En otras palabras, si el objetivo era la derrota del partido oficial más que la eventual e improbable victoria del Partido de la Revolución Democrática (PRD), había que votar a favor del PAN, el cual efectivamente venció en las urnas. Después de más de medio siglo, el PRI era derrotado en una elección.

El enorme capital político del nuevo presidente menguó con rapidez. Las promesas de campaña se realizaron en sentido exactamente opuesto: la expectativa de un crecimiento anual del PBI del 7% se tradujo en un crecimiento bajo o nulo, el conflicto de Chiapas no se resolvió y la pobreza llegó a niveles aún mayores. Tampoco las reformas pendientes pudieron ser aprobadas. Ningún partido, aparte del PAN, se comprometería en una aventura tan costosa en términos electorales.

Directamente proporcional al desprestigio del PAN fue el ascenso del jefe de gobierno de la capital, Andrés Manuel López Obrador. Desde 1997, cuando Cuauhtémoc Cárdenas ganó las elecciones locales, la ciudad quedó en manos del PRD. Andrés Manuel López Obrador, jefe de gobierno del Distrito Federal, se presentó a las elecciones de julio de 2006, pero el vencedor de la contienda fue el panista Felipe Calderón con una ínfima diferencia del 0,6%.

Memoria y rebeldía

Pero las líneas que sientan las bases del desarrollo posterior de México no son sólo, ni exclusivamente, las de los resultados electorales venideros. Ellas reposan en encrucijadas varias veces seculares, agravadas durante el último medio siglo, y en otras de más reciente factura.

La dimensión más depredadora del capitalismo siempre fue trasladada a los espacios coloniales y neocoloniales. La tala de árboles y de hombres es inmoderada en esas latitudes, donde la resistencia parece vestirse de anacronismos para ser eficaz, pero en realidad se nutre de memorias muy antiguas para actualizar permanentemente la acción a la altura de los desafíos del presente.

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Manifestación popular reprimida por la policía y por el ejército en San Lázaro, en diciembre de 2012 (Eneas De Troya/Creative Commons)

La estrecha relación de México con los Estados Unidos, fortalecida desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, y la intención de este último país de profundizar su área de influencia en América Latina a través del ALCA, convirtió a México en una de las piezas de su ajedrez. Éste, por su parte, ha dado un cambio en su tradicional política exterior autónoma. El rol de contención desempeñado por México en América Latina se corrió más en dirección hacia el sur del continente. A cambio, en México se abrieron las fronteras a la apropiación y a la expropiación de los recursos nacionales en una lógica de vertiginosa depredación económica y social. El Plan Puebla Panamá (PPP), proyecto que favorece los intereses estadounidenses y que pretende convertirse en un área de transporte multimodal, de explotación agrícola y de instalación de maquiladoras, es estimulado por el gobierno mexicano frente a los centroamericanos.

Cuando Humboldt visitó Nueva España a comienzos del siglo XIX, dijo haberse asombrado de ver un país en el que los ricos tenían todo y la mayoría no tenía nada. Gracias a otras personalidades y a varias revoluciones, la estructura polar sigue marcando el paisaje social y, en la alborada del nuevo siglo, recrudece. Se perfila, entonces, un escenario de tejido social desgarrado con sus estelas de atomización, degeneración mafiosa de los grupos de poder y exclusión.

México no experimentó cataclismos sociopolíticos como los países del Cono Sur en los años 70, y ello impidió el ejercicio sistemático de la desmemoria practicado en tantas otras naciones latinoamericanas. Las diásporas producidas por la migración desertificaron pueblos enteros, pero simultáneamente reconstruyen comunidades transnacionales que reproducen vínculos sociales entre miembros geográficamente distantes. Saberes productivos y rituales festivos se conservaron con transformaciones y, de ese modo, se preservó la autonomía material de determinadas franjas de la sociedad, así como también su cohesión. La renovada rebeldía del pueblo mexicano encuentra así una explicación.

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Marcha contra Enrique Peña Nieto y el fraude electoral, manifestantes portan una imagen de Emiliano Zapata, en Tijuana, en 2012 (Christian Javan/Creative Commons)

(actualización) 2005 -2015

por Carlos Eduardo Martins

Durante los gobiernos Calderón y Peña Nieto se agravó la tendencia al estancamiento de la economía mexicana, fenómeno que viene caracterizándola desde la década de 1980. Así, si entre 1950 y 1970 el crecimiento promedio del PBI fue del 6,8%, y de 6,1%, durante los gobiernos de Luis Echeverría y López Portillo, respectivamente, a partir del gobierno Miguel de La Madrid, cuando estalló la crisis de la deuda externa, las tasas de crecimiento del PBI se desplomaron.

Además, si bien durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari las tasas de crecimiento se elevaron desde casi cero, como se mantenían con el gobierno de Miguel de La Madrid, a 3,9%, estimuladas por el plan Brady, antes de estallar la crisis de 1995 volvieron a caer lenta y progresivamente, llegando a 3,5% durante el gobierno de Ernesto Zedillo, a 2,5% en el sexenio de Vicente Fox, a 1,9% en el de Felipe Calderón y a 1,8% en los primeros dos años de Enrique Peña Nieto.

La crisis del Estado mexicano, que explica el bajo crecimiento económico, es resultado de la adopción de un enfoque neoliberal de políticas públicas y de su subordinación a los intereses de la economía norteamericana, cuya caída y pérdida de dinamismo se hicieron evidentes a lo largo del siglo XXI. Uno de los principales pilares de la crisis del Estado mexicano es la crisis de la economía petrolera. Para costear las cuentas públicas esta economía recurría a las ganancias de PEMEX. La iniciativa surgió del gobierno de Miguel de La Madrid, con el objetivo de financiar la crisis de la deuda externa, pero se mantuvo a partir del gobierno Salinas, articulándose con la reducción de la carga tributaria y con el uso de excedentes de PEMEX para costear el gasto corriente. La reducción de la carga tributaria incidió principalmente sobre el comercio exterior, para favorecer a las maquiladoras. La recaudación tributaria del gobierno federal, que equivalía al 13,4% del PBI en 1980, se redujo al 10,8% en 2000 y a 8,6% en 2006, y llegó al 9,0% en 2010.

El resultado fue una fuerte disminución de las inversiones de PEMEX, su desindustrialización, así como la reorientación de la producción del mercado interno destinado ahora a exportar el petróleo crudo a los Estados Unidos. La crisis de la economía petrolera mexicana se acentuó a partir de 2009, con la caída de los precios internacionales del petróleo y la disminución de la demanda norteamericana. A esto se sumó que, en medio de una crisis económica, el vecino decidió sustituir las importaciones en favor de la producción local tradicional o alternativa, como el gas de esquisto. Entonces coincidieron un escenario dramático de caída de precios y de reducción de las exportaciones mexicanas con fuertes efectos sobre los gastos públicos, dado que el equilibrio fiscal siempre estuvo asociado al uso de excedentes de PEMEX.

La crisis estructural del Estado mexicano se agravó con la vulnerabilidad creciente de la balanza de pagos, en función del aumento de las remesas de ganancia y del estancamiento de las remesas de inmigrantes, que crecieron fuertemente en la década de 2000. De ese modo, entre 1990 y 2007, casi 5 millones de mexicanos se mudaron a los Estados Unidos, antes que la crisis económica y el endurecimiento de las leyes norteamericanas disminuyeran drásticamente ese flujo. Los gobiernos Calderón y Peña Nieto contribuyeron a ese contexto crítico, profundizando las debilidades de la economía mexicana, su subordinación al imperialismo norteamericano, las desigualdades internas, la pobreza y la violencia.

El informe de Oxfam, confederación internacional que reúne diecisiete organizaciones que luchan contra la pobreza, titulado “Desigualdad extrema en México” (2015), señaló que entre 1981 y 2012, la distribución funcional de la riqueza favoreció enormemente al capital antes que al trabajo. Así, mientras la parte del capital se elevó de 62% al 73% de la riqueza, la del trabajo disminuyó de 38% a 27% en ese período. Entre 2000 y 2013, la riqueza de los cuatro multimillonarios más importantes mexicanos se acrecentó, pasó de representar el 2% del PBI a representar el 9% del PBI, configurando un cuadro tétrico de la desigualdad: el 21% de la riqueza del país se concentraba en manos del 1% de la población –en China, esa proporción era del 7%–. Si bien es cierto que el informe registró una caída de la desigualdad entre 1990 y 2010, a partir de entonces se registró una considerable subida, vinculada a la contención de las remesas de inmigrantes mexicanos de los Estados Unidos hacia las zonas rurales mexicanas.

Durante la campaña electoral, Felipe Calderón prometió ser el presidente del empleo, sin embargo agudizó el desempleo y la pobreza. Durante su gestión, la tasa de desempleo abierto ascendió de 3% a 5% de la población, y de 6,7% a 9,7% entre los jóvenes. Así, la población desempleada se amplió a 2,176 millones de personas y la empleada informalmente a 3,411 millones. La tasa de pobreza por ingreso subió de 42,9% a 52,3% entre 2006 y 2012, y el salario mínimo registró una caída del 43,1% de su valor real.

Por otra parte, Felipe Calderón ganó las elecciones bajo una fuerte sospecha de fraude electoral. Con 95% de los votos se posicionaba un 1% por debajo de Manuel López Obrador, pero terminó triunfando con un margen inferior a 0,6% de los votos válidos. A fin de conseguir legitimidad, buscó aproximarse a los gobiernos latinoamericanos de izquierda y de centroizquierda, que se habían afirmado en la región a partir de 1999. Su gobierno no mostraba un alineamiento automático con los Estados Unidos, postura que sí había caracterizado al gobierno de Vicente Fox. Calderón incluso se pronunció contra la ejecución de Saddam Hussein, restableció relaciones diplomáticas con Venezuela, firmó un memorando con Cuba sobre la migración de cubanos que llegaban a los Estados Unidos por el territorio mexicano, recibió a la secretaria pro témpore del Grupo de Río para el bienio 2008-2010, y también retiró su embajador de Honduras cuando ocurrió el golpe de Estado contra Manuel Zelaya y no reconoció el gobierno de Roberto Micheletti, pero también se negó a recibir a Zelaya como exiliado, sólo lo aceptó en condición de huésped distinguido.

La aproximación con las izquierdas latinoamericanas en cuestiones muy específicas no impidió que México continuara desempeñando un papel fundamental en la imposición de la agenda norteamericana en América Latina y el Caribe. Ya en 2007, Calderón y el presidente norteamericano George W. Bush comenzaron a discutir el proyecto Mérida, anunciado en octubre de aquel año, y aprobado e implantado efectivamente en 2008. Por el acuerdo, las Fuerzas Armadas mexicanas comenzaron a recibir entrenamiento y equipamiento de militares norteamericanos para combatir el tráfico de drogas. Finalmente, durante el gobierno Calderón 6.302 militares mexicanos fueron entrenados por el Pentágono y otros 2.976 durante el gobierno Peña Nieto, hasta marzo de 2014. Sólo durante el gobierno de Calderón México recibió US$ 1.900 millones en entrenamiento y equipamiento norteamericanos.

La iniciativa Mérida trajo aparejado un aumento de la violencia en el país. Entre 2007 y 2011 la tasa de homicidios creció un 15% al año. Se estima en 60.000 el número de homicidios generados por la iniciativa entre 2006 y 2012, y durante el primer año de Peña Nieto habrían ocurrido otros 10.000. La tasa de homicidios para cada 100 mil personas fue de 9,78 en el gobierno Fox y de 14,5 en el gobierno Calderón; en 2012 ya había llegado a 22. El gobierno Calderón aumentó dramáticamente la cantidad de mexicanos extraditados para ser juzgados en cortes norteamericanas. Por ejemplo, entre enero de 2007 y enero de 2012 fueron extraditadas 505 personas; 80% eran mexicanas –3.150% más que en el gobierno de Salinas, 631% más que en el gobierno de Zedillo y 214% más que en el gobierno de Fox–.

Ya hacia el final de 2012, el gobierno Calderón reformó la legislación laboral, modificando una buena parte de sus artículos. Los cambios implicaron un amplio retroceso en los derechos de los trabajadores, haciéndolos muy vulnerables ante el poder patronal. Entre otras medidas, se anuló la estabilidad en el empleo y se legalizó la tercerización, también se fragmentó la jornada de trabajo y se permitió la contratación por horas discontinuas.

Además se estableció el incremento de actividades relacionadas con la jornada de trabajo, elevando su intensidad sin aumentar la remuneración, se le dio al patrón la posibilidad de rescindir unilateralmente los contratos temporales con plazo de tres meses hasta un año, se eliminó la necesidad de indemnizar al final de los contratos temporales, la obligación de notificar personalmente al trabajador por despido, también se eliminó la obligación de notificar al empleado doméstico por despido y quedó limitada a doce meses la obligación de pagar salarios por ruptura de contratos por tiempo indeterminado y, por último, se eliminó la lista de enfermedades y riesgos laborales de la Ley Federal de Trabajo.

La reforma agravó aún más la sobreexplotación del trabajo, que ya venía avanzando en la sociedad mexicana durante el período panista. Entre 2000 y 2010, 54% de los contratos de trabajo firmados eran temporales. En el mismo período, el número de trabajadores que cumplieron jornada entre 35 y 48 horas cayó de 58% a 49%, y el número de los que trabajaban más de 48 horas aumentó de 22% a 28%. En 2008, Calderón intentó, sin éxito, imponer una reforma privatista al sector energético, que sería retomada más adelante y de forma más agresiva por Peña Nieto. Todavía durante su gobierno se estableció la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria, que permitió contabilizar como deuda pública el financiamiento privado a entidades como PEMEX y la Comisión Federal de Electricidad.

Al terminar el mandato, la popularidad de Felipe Calderón había bajado del 62% con el que fue elegido al 48%. El agravamiento de las condiciones sociales en México impulsó un fuerte flujo migratorio hacia los Estados Unidos. Entre 2000 y 2010, 3,8 millones de mexicanos migraron hacia el país vecino, contra 3,7 millones que habían migrado en la década de 1990, y 2,2 millones, en la década de 1980. En función de este fenómeno, las remesas de divisas de mexicanos emigrados aumentaron drásticamente. A partir de la crisis de 2008, las remesas dejaron de crecer y se redujeron moderadamente, reflejando la crisis económica en los Estados Unidos y las políticas más duras contra la inmigración, lo que afectó de manera negativa a la economía mexicana, que encontró en las remesas provenientes del exterior una fuente de equilibrio para su balanza de pagos.

Enrique Peña Nieto fue elegido presidente de México en julio de 2012, con 38,12% de los votos; con él el PRI volvía al gobierno. Venció a Andrés López Obrador, del PRD, que obtuvo el 31,59% de los votos, y a Josefina Vásquez Mota, del PAN, que consiguió el 25,41%. Peña Nieto, sin embargo, sufrió una gran derrota en el Distrito Federal, donde venció Manuel López Obrador, impulsado por el movimiento Yo Soy 132, y el PRD eligió también al jefe de gobierno del Distrito Federal, Miguel Ángel Mancera, con el 63,58% de los votos, muy por encima del nivel alcanzado en 2006 y en 2000, por Marcelo Ebrard Casaubón y Manuel López Obrador, que obtuvieron el 46,7% y el 34,5% de los votos, respectivamente. El movimiento Yo Soy 132 surgió espontáneamente durante la campaña electoral de 2012, después de una desastrosa conferencia de Peña Nieto en la Universidad Iberoamericana del Distrito Federal. Fue cuestionado por la violencia ejercida contra ambulantes y campesinos en los municipios de San Salvador de Atenco y Texcoco, en el Estado de México, mientras él era gobernador. El conflicto se precipitó a partir del intento de desalojar a ocho floricultores de las calles principales del mercado Belisario Domínguez. Los floricultores pidieron ayuda al Frente de los Pueblos de Defensa de la Tierra, organización campesina vinculada al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que en 2001 había impedido la construcción de un nuevo aeropuerto en la Ciudad de México, pues la obra desalojaría a campesinos de sus ejidos. Entonces ocurrió una gran batalla campal entre las fuerzas policiales y la resistencia popular movilizada en torno de los floricultores, que ocasionó la detención de 207 personas, la expulsión de cinco de ellas del país y las denuncias de violaciones sexuales de 26 mujeres. La respuesta de Peña Nieto durante la conferencia provocó una reacción enorme. Tuvo que ser retirado del encuentro con un helicóptero. Ante la repercusión de lo ocurrido, los partidarios de su campaña intentaron minimizar el episodio, atribuyéndolo a grupos infiltrados y organizados que estaban en la platea, que ni siquiera serían estudiantes de la Universidad Iberoamericana. En respuesta, 131 estudiantes grabaron un video que mostraba su matrícula y pedían que se adhirieran otros estudiantes y la población, que serían el 132° elemento. El movimiento comenzó entonces a cobrar gran importancia entre la juventud del Distrito Federal, alcanzando otros centros, desarrollándose como una organización de la sociedad civil que reivindicaba el derecho a la información y a la democratización de los medios de comunicación, el derecho constitucional a internet y la superación del estado de violencia, miseria y desigualdad vigente en el país.

De esta manera, Peña Nieto asumió la presidencia ya desgastado y teniendo por delante un mandato de seis años. Por eso se aprovechó de la mayoría conservadora parlamentaria (PRI y PAN) y articuló con habilidad el Pacto por México, que involucró hasta cierto punto al PRD. El pacto reunió un conjunto de reformas estructurales neoliberales (energética, educativa, política, financiera, hacendaria y de telecomunicaciones), condimentadas con reformas sociales, como la del régimen de seguridad social. Además, la participación del PRD en el proceso profundizó una grave crisis partidaria, que derivó en la salida de Manuel López Obrador para fundar un nuevo partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). La ruptura entre Manuel López Obrador y el PRD tuvo su origen en dos procesos: por un lado, la disputa por el liderazgo del partido avistando una futura candidatura presidencial en 2018, y por otro la aproximación creciente del PRD a la articulación del Pacto por México, a fin de establecer las reformas estructurales impulsadas por el gobierno priista de Peña Nieto. Obrador se había presentado dos veces como candidato a la Presidencia de la República, y fue derrotado dos veces, en 2006 y en 2012, y pretendía lanzarse otra vez en 2018, lo que limitaba el ascenso de nuevos liderazgos en el partido. Pero su pretensión tenía sentido. Siempre sacó una mayor cantidad de votos que el PRD. En 2006 obtuvo 14,7 millones de votos contra 12,3 millones del PRD, en 2012 conquistó 15,9 millones contra 13,5 millones, y en las elecciones al Parlamento, en 2009, el PRD obtuvo 12,2% contra los 35,3% y 31,6% de Obrador en 2006 y 2012, respectivamente. Además, el pequeño margen de diferencia en las elecciones en que fue derrotado, sumado al probable fraude en 2006, respaldaban su pretensión.

En septiembre de 2012, cuando Jesús Zambrano, presidente del PRD, y otros de sus dirigentes enviaban señales de reconocimiento de la legitimidad del mandato de Peña Nieto, Manuel López Obrador se retiró del PRD y, como se dijo, fundó el Morena, inicialmente un movimiento social articulado por él a fin de apoyar su candidatura fuera de los partidos políticos en 2018.

El conjunto de reformas del Pacto por México acarreó cambios legales, constitucionales y secundarios, alterando profundamente la configuración del Estado mexicano y su régimen institucional. Por ejemplo, la reforma energética, la más importante de todas, implicó la alteración de los artículos 25, 27 y 28 de la Constitución, para permitir la privatización de la explotación y extracción de petróleo y demás hidrocarbonatos, así como de la generación y transmisión de energía.

Si, por un lado, el nuevo texto afirma que el petróleo y los hidrocarbonatos sólidos, líquidos o gaseosos en el subsuelo son propiedad inalienable de la nación, y que la exploración y extracción de esos recursos y la generación y transmisión de energía son monopolios del Estado, por otro permitió la privatización de dichas actividades mediante contratos con particulares, con o sin participación de PEMEX y de la Comisión Federal de Electricidad. La privatización no se restringe a las nuevas áreas, sino que puede incluir actividades y activos actualmente reservados al Estado. La limitación del monopolio estatal a la extracción y exploración del petróleo e hidrocarbonatos quitó de su planeamiento estratégico la petroquímica, la refinación y el transporte. Asimismo, PEMEX fue rebajada en la jerarquía estatal. De organismo descentralizado, pasó a estar subordinado a la Secretaría de Energía, que determina las áreas en que PEMEX actúa y a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, que determina su límite de endeudamiento. Lo que casi no cambió fue la elevadísima carga impositiva paga por PEMEX, que pasó de 79% de su ganancia a 65% –para tener una idea, ese índice es de 4% para las treinta empresas mexicanas más importantes–.

Dicha rearticulación de la industria petrolera disminuyó enormemente la importancia del Estado en el sector, contribuyendo a reducir la renta obtenida por la actividad y su apropiación por las arcas públicas, con fuerte impacto sobre el equilibrio fiscal, en la medida en que 25% de los ingresos estatales provienen de recursos transferidos de PEMEX. La reforma energética fue aprobada con el voto de 95 senadores (son 125 en total) y en la Cámara de Diputados conquistó 354 votos de 500 posibles –votaron masivamente a favor el PRI, el PAN y el PVEM–. Tan sólo 1 de los 209 diputados del PRI votó en contra, y en el PAN, 3 diputados y 2 senadores se opusieron entre 151 representantes. Ningún diputado o senador del PRD o del PT votó a favor.

Por su parte, la reforma de las telecomunicaciones permitió el total control del sistema de comunicación audiovisual y radiodifusor mexicano por el capital extranjero. Además, no estableció ningún mecanismo para limitar la concentración que no sea el de la competencia y el de la apertura de competidores internacionales. Para ello fueron alterados los artículos 6, 7, 27, 28, 73, 78 94 y 105 de la Constitución. La reforma no contempla la gratuidad de los servicios de internet y no protege contenido nacional, comunitario o social. De esta forma, las radios comunitarias quedaron restringidas a espacios locales y bandas AM. Pero la reforma mantuvo el artículo 16 de la Constitución, que permite la intervención en la comunicación privada a pedido de autoridad federal, y agregó a la Ley Federal de Comunicaciones el artículo 190, que obliga a las empresas a guardar registros de las comunicaciones por dos años y a entregarlos en 48 horas si son exigidos por las autoridades competentes. La reforma de las telecomunicaciones fue aprobada en el Parlamento por la mayoría de los parlamentarios del PRD y sin votos contrarios en el PRI y en el PAN.

La reforma educacional modificó los artículos 3 y 75 de la Constitución, creando el Instituto Nacional para Evaluación de la Educación (INEE). El órgano instituyó concurso público y sistema de evaluación para ingreso, promoción y permanencia del docente en la enseñanza básica, media y superior. En caso de que no alcance el desempeño mínimo, docentes y directores pasan por un curso de capacitación de seis meses. Y si luego de las capacitaciones el docente no alcanzara el resultado mínimo, su nominación para el cargo es cancelada. Los indicadores de evaluación son establecidos por el INEE según parámetros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). La reforma incluso abrió el espacio para la transferencia de costos a las asociaciones de padres de alumnos bajo el concepto de autogestión. Aunque el Senado haya prohibido la cobranza de tasas escolares para el acceso de los alumnos a las escuelas, no impidió las donaciones y contribuciones por asociaciones de padres de alumnos, además de permitir la limitación de gastos de infraestructura y material escolar por parte del Estado. La reforma fue aprobada sin voto en contra en el PRI y en el PAN, pero con la mitad del PRD.

La reforma política alteró treinta artículos de la Constitución y contó con el apoyo de los principales partidos políticos. La reelección para diputados y senadores por doce años consecutivos fue aprobada –lo que había sido abolido por la revolución mexicana–, y se exigió que los congresos locales abordaran el tema de la reelección para prefectos y diputados de su jurisdicción específica. Permitió también la existencia de candidaturas sueltas, independiente de partidos políticos, pero le dio trato desigual en relación con los representantes de los partidos. El financiamiento oficial de campaña para candidatos sueltos es menor y ellos precisan cumplir más requisitos. La reforma aumentó también el porcentaje de votación exigido para la manutención de un partido político, de 2% a 3%, estableció la paridad entre hombres y mujeres en las candidaturas al Congreso y autorizó la formación de gobiernos de coalición, cuyos términos deberán ser aprobados en la Cámara y en el Senado. La reforma incluso permitió declarar la nulidad de las elecciones en caso de que se sobrepase el límite de gastos en una campaña vencedora por un margen inferior a 3% de los votos, siempre que los recursos excedentes hayan sido determinantes para el resultado.

El Pacto por México instituyó el seguro de desempleo y la pensión universal. Ambos presentan, sin embargo, importantes limitaciones: el seguro de desempleo es destinado solamente a los desempleados del sector formal y tiene una duración de seis meses. El primer mes, el beneficiado recibe el valor correspondiente a 60% de su último salario, en el segundo mes, la cifra cae a 50% y, en los cuatro meses restantes, al 40%. Las pensiones son pagas para todo ciudadano mayor de 65 años, pero su valor es extremamente bajo, pues sólo alcanza para una compra semanal de la canasta básica.

La reforma financiera, por su parte, no estableció ningún tipo de control sobre las tasas de interés bancarias, pero creó la radicación y la retención de bienes. Por medio de dichos dispositivos, permite la detención de personas, así como la apropiación y liquidación de bienes para saldar deudas con acreedores. La reforma hacendaria no alteró la estructura fiscal y bancaria mexicana. El nivel de tributación permanece extremamente bajo y desigual, pues penaliza a los trabajadores y favorece sobremanera al gran capital.

Más tarde, en las elecciones federales para la Cámara de Diputados, el PRI alcanzó el 29% de los votos, seguido por el PAN, con el 21%. El Morena se afirmó como la cuarta fuerza electoral del país al obtener el 8,4% de la votación y al quedar detrás del PRD con el 10,9% de los votos. El Partido Humanista y el Partido del Trabajo perdieron su registro electoral por no alcanzar el 3% de la votación. En cuanto a los comicios, registraron la comparecencia del 48% de los electores, 3% más que en el año 2009, a pesar de la campaña de sectores de izquierda que incitaban a abstenerse, y a pesar de la elección del primer candidato independiente, José Heliodoro Rodríguez, conocido como “El Bronco”, para el gobierno del estado de Nuevo León. Si bien se presentó como independiente, “El Bronco” estuvo afiliado al PRI durante 33 años, y recién se desligó del partido en 2014.

Datos Estadísticos

Indicadores demográficos de México

1950

1960

1970

1980

1990

2000

2010

2020*

Población 
(en mil habitantes)

28.296

38.677

52.988

70.353

86.077

103.874

117.886

131.955

 Sexo masculino (%)

49,73

49,83

49,90

49,85

49,63

48,36

48,39

48,54 

 Sexo femenino (%)

50,27

50,17

50,10

50,15

50,37

51,64

51,61

51,46 

Densidad demográfica 
(hab./km
²)

14

20

27

36

44

53

60

67 

Tasa bruta de natalidad 
(por mil habitantes)**

47,99

44,71

42,45

31,74

27,47

22,82

18,6*

15,6 

Tasa de crecimiento 
poblacional**

3,02

3,18

3,05

2,03

2,06

1,28

1,21*

0,92 

Expectativa de vida 
al nacer (años)**

50,69

58,47

62,57

67,73

71,81

74,96

77,4*

79,5 

 Expectativa 
de vida masculina**

48,92

56,42

60,09

64,44

69,03

72,43

74,9*

77,3 

 Expectativa 
de vida femenina*

52,54

60,58

65,15

71,16

74,62

77,36

79,7*

81,5

Población entre 
0 y 14 años (%)

42,50

45,90

46,60

44,70

38,50

34,10

30,00

25,1 

Población con 
más de 65 años (%)

3,50

3,40

3,70

3,80

4,30

4,90

6,0

8,1 

Población urbana (%)¹

42,66

50,75

59,02

66,34

71,42

74,72

77,83

80,56 

Población rural (%)¹

57,35

49,25

40,98

33,66

28,58

25,28

22,18

19,44 

Población del país 
en América del Norte (%)

14,15

15,91

18,63

21,64

23,37

24,77

25,39

25,99

Participación en la población
latinoamericana (%)***

16,86

17,55

18,43

19,32

19,33

19,74

19,77

19,94

Participación en la población mundial (%)

1,120

1,278

1,436

1,581

1,618

1,695

1,705

1,710

Fuente: ONU. World Population Prospects: The 2012 Revision Database.
¹ Datos sobre la población urbana y rural tomados de ONU. World Urbanization Prospects, the 2014 Revision. 
* Proyección. | ** Estimaciones por quinquenios. | *** Incluye el Caribe.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos indicada.

Indicadores sociales de México

1970

1980

1990

2000

2010

2020*

Índice de Desarrollo 
Humano (IDH)¹

0,595

0,647

0,699

0,748

...
 

Analfabetismo 
en la población con  
más de 15 años (%))

...

...

...

9,9

7,2

...

• Analfabetismo 
masculino (%)

...

...

...

8,1

5,9

...

 Analfabetismo 
femenino (%)

...

...

...

11,5

8,3

... 

Matrículas en e
lprimer nivel

...

14.126.414

14.493.763

14.765.603°

14.906.476

... 

Matrículas en el
segundo nivel

...

4.285.016

6.795.244

9.094.103°

11.681.530

... 

Matrículas en el
tercer nivel

...

853.384

1.314.027

1.962.763°

2.847.376

...

Profesores

...

1.000.824

1.282.614°

1.491.691

... 

Médicos²

33.981

62.009

89.842

170.823

238.784

... 

Fuente: CEPALSTAT.
¹ UNDP: 
Countries Profiles.
² Para los años posteriores a 2020 no se incluyen los datos de la Secretaría de Defensa Nacional (SEDENA), dado que ésta no proporcionó la información. También para los mismos años los datos se refieren al número de personal médico del sector público y de las unidades médicas privadas con servicios de hospitalización. Dentro de este dato se incluyen los médicos generalistas y especialistas, los estudiantes residentes e internos, así como los residentes y dentistas.
* Proyección. | ° A partir del año 1998 los datos de matrícula comenzaron ser calculados según nueva clasificación; los datos hasta el año 1997 no son estrictamente comparable
s con los datos de los años siguientes.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos o en el documento indicados.
 

Indicadores económicos de México

1960

1970

1980

1990

2000

2010

2020*

PBI (en millones de US$ a
precios constantes de 2010)

617.851,6

869.293,1

1.049.924,7

... 

• Participación en el PBI
latinoamericano (%)

23,34

24,28

21,11

... 

PBI per cápita (en US$ a 
precios constantes de 2010)

7.241,8

8.545,9

9.105,9

... 

Exportaciones anuales 
(en millones de US$)

860,6

18.031,0

40.711,0

166.395,9

298.859,8

... 

• Exportación de productos 
manufacturados
(en millones de US$)

46,5

401,7

658,6

953,1

1.728,8

...

• Exportación de productos 
manufacturados (%)

32,5

11,9

43,5

83,5

76,0

... 

• Exportación de productos 
primarios
(en millones de US$)

814,1

13.602,8

14.832,3

27.360,6

70.125,9

...

• Exportación de productos 
primarios (%)

67,5

88,1

56,5

16,5

24,0

... 

Importaciones anuales 
(en millones de US$)

21.087,0

41.592,0

174.761,2

301.802,7

...

Exportaciones-importaciones
(en millones de US$)

-3.056,0

-881,0

-8.365,3

-2.942,9

... 

Inversiones extranjeras 
directas netas 
(en millones de US$)

2.090,0

2.549,0

18.318,1

10.847,9

... 

Población Económicamente 
Activa (PEA) ¹

10.739.300

12.615.400

21.874.405

26.687.773

38.473.337

49.068.772

60.028.383

• PEA del sexo 
masculino (%)¹

81,80

81,19

73,76

74,10

65,25

61,42

57,95

• PEA del sexo 
femenino (%)¹

18,20

18,81

26,24

25,90

34,75

38,58

42,05 

Tasa anual de 
desempleo 
 urbano (%)

...

...

2,4

6,3

...

Gastos públicos en
educación (% del PBI)

...

2,31

4,13

5,19

... 

Gastos públicos en 
salud (% del PBI)²

...

...

2,38

3,09

...

Deuda externa total 
(en millones de US$)

50.700,0

...

148.651,9

197.727,0

... 

Fuentes: CEPALSTAT
¹ Para los años 1960 y 1970 la fuente es LABORSTA, sin contar con la misma precisión.
² Calculado a partir de los datos de Global Health Observatory de la OMS.
* Proyecciones.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de dados o en el documento indicados.

 

Mapas

 

 

Bibliografía

  • ÁVILA, José Luis: La era neoliberal, México, Océano-UNAM, 2006.
  • BARTRA, Armando: Los herederos de Zapata, México, D. F., Era, 1985.
  • COSÍO VILLEGAS, Daniel (comp.): Historia general de México, México, D. F., El Colegio de México-Harla, varias ediciones.
  • __________: Historia mínima de México, México, D. F., El Colegio de México-Harla, 1984.
  • EZLN: Documentos y comunicados, México, D. F., Era, 1994-2003, 5 vol.
  • GARCIADIEGO, Javier (comp.): El TLC día a día, México, D. F., Porrúa, 1994.
  • KATZ, Friedrich: La guerra secreta en México, México, D. F., Era, 1992, 2 vol.
  • MEYER, Eugenia; SALGADO, Eva: Un refugio en la memoria. La experiencia de los exilios latinoamericanos en México , México, D. F., UNAM/Océano, 2002.
  • RAJCHENBERG, Enrique; GIMÉNEZ, Catalina: Historia de México: línea del tiempo, Barcelona, Plaza & Janés, 1998.
  • TORRES, Blanca: Hacia la utopía industrial. Historia de la Revolución Mexicana. 1940-1952 , México, D. F., Colegio de México, 1984.
por admin Conteúdo atualizado em 09/06/2017 20:28