El movimiento de mujeres de comienzos del siglo XXI heredó de las últimas dos décadas del siglo anterior una importante novedad conceptual: la reivindicación de la “igualdad entre los géneros” sustituyó la antigua y reduccionista frontera de los “derechos de la mujer”. Más amplia que los conceptos de “mujer” y “femenino” –basados en la diferenciación biológica, en oposición a los de “hombre” y “masculino”–, la noción de género es una construcción ideológica que incorpora diferentes relaciones de poder. Género es el conjunto de determinantes culturales que diferencian a los hombres de las mujeres, que los coloca en diferentes posiciones ante los recursos materiales y el poder político. Las diferencias de género se expresan a través de símbolos y estereotipos, y también mediante los papeles diferentes que desempeñan los hombres y las mujeres en los espacios públicos y en la vida cotidiana.
El movimiento y las reivindicaciones “de género” otorgan continuidad a las banderas del movimiento feminista. La idea de feminismo comprende el programa y la ideología nacidos de las movilizaciones históricas de las mujeres que desde fines del siglo XIX conquistaron un sinnúmero de derechos que antes les eran negados. Desde el pionero sufragismo –que movilizó a millones de mujeres por el derecho al voto a comienzos del siglo XX–, el feminismo avanzó hasta contemplar, además del voto, las demandas sociales –entre otras, la eliminación de la discriminación civil para las mujeres casadas, y el acceso a la educación, el trabajo remunerado y el poder público–.
En su expresión latinoamericana, el feminismo nació como oposición a la ideología patriarcal que vinculaba históricamente a la mujer de la región al espacio privado, doméstico, confinándola a su papel de madre y ama de casa. Para deslegitimar esa ideología y sus estereotipos, el movimiento feminista latinoamericano estableció que el modelo patriarcal era injusto e ilegítimo, identificó sus causas y buscó crear propuestas alternativas que condujesen a las mujeres a tomar conciencia de su situación para poder modificar la realidad e impedir la doble reproducción del patriarcado: en la subjetividad y en la práctica cotidiana.
En las últimas décadas del siglo XX, el feminismo de la región se desarrolló bajo la égida de regímenes dictatoriales y cumplió un importante papel en las luchas democráticas que terminaron por derrocar a las dictaduras. La articulación entre feminismo y lucha democrática terminó por enriquecer a ambos, puesto que las mujeres buscaban el reconocimiento de sus derechos como derechos humanos y exigían su participación en espacios sociales y políticos hasta entonces restringidos para todos.
En los años 60 y 70 el movimiento feminista latinoamericano tuvo importantes adelantos, entre ellos promovió los derechos políticos de las mujeres e introdujo en el debate público temas que hasta aquel momento no se habían tocado, como la violencia contra la mujer en el ámbito doméstico y el acoso sexual. En la transición de la década de 1970 a la de 1980 estuvo en boga la aparente contraposición entre las reivindicaciones que respondían a las necesidades de las mujeres y la lucha por los derechos civiles y políticos para todos. Los defensores de priorizar las banderas generales en detrimento de las demandas feministas argumentaban que los derechos colectivos (las libertades democráticas) eran más importantes que los derechos civiles individuales (las banderas de las mujeres).
Los grupos de mujeres activistas –nacidos en el seno de las organizaciones de la clase obrera, de los sindicatos, las agrupaciones de desempleadas, los partidos políticos de izquierda y las organizaciones campesinas– llevaron, desde un principio, al movimiento feminista latinoamericano a aliarse con los movimientos sindicales y populares. Del intercambio entre las organizaciones feministas y las de los movimientos sociales aliados surgió un feminismo obrero y popular mucho más radical.
La vertiente feminista obrera-popular introdujo en los debates temas como la política sexual, los modos de organización autónoma de las mujeres, el fomento de la conciencia y de la participación femenina en la toma de decisiones, y el incentivo al fortalecimiento individual y colectivo. Esta evolución política fue posible gracias al apoyo de organizaciones feministas globales a los movimientos locales de mujeres. Las conferencias regionales e internacionales, los talleres y encuentros supranacionales de mujeres contribuyeron a construir el programa de las mujeres latinoamericanas.
La pobreza crece y se vuelve más femenina
Entre el fin de la década de 1980 y el inicio de los años 90, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a consecuencia de las presiones feministas internas, se comprometió a financiar la participación de grupos locales y regionales de mujeres en conferencias supranacionales sobre temas de desarrollo. En el Tercer Mundo, las organizaciones no gubernamentales de mujeres pasaron a contar con fuentes cada vez mayores de financiamiento externo, lo que hizo que su crecimiento dependiera principalmente de los recursos provenientes de instituciones vinculadas a la ONU, los gobiernos de los países industrializados y las fundaciones privadas.
Paradójicamente, el movimiento de mujeres de América Latina y del Caribe se amplió a pesar del empobrecimiento creciente de la región –que se tradujo en la degradación de los patrones de vida de hombres y mujeres, con cada vez mayor cantidad de mujeres entre los pobres, y en la reducción del Estado y sus servicios esenciales mediante los programas de ajuste fiscal impuestos por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM).
En ese contexto, la movilización de las mujeres pobres de la ciudad, el campo y los pueblos indígenas tuvo como ejes centrales la supervivencia, la creación de redes de ayuda mutua y el rescate de los valores comunitarios. La ideología feminista incorporó también la lucha por los derechos de la mujer en el espacio doméstico y en las comunidades. En determinado momento, la lucha por la “política sexual” fue el centro de las preocupaciones y logró ampliar los espacios políticos para las mujeres de diferentes clases sociales.
Mientras tanto, el apoyo financiero del FMI, el BM y otras agencias de cooperación –condicionado a la aceptación, por parte de los beneficiarios, del proyecto político-económico neoliberal– propició alianzas entre organizaciones feministas y elites políticas y económicas conservadoras; alianzas que, lejos de ofrecer independencia económica a las mujeres, fomentaron su inserción en la economía informal, muchas veces explotando a sus propios hijos e hijas, y aumentando la competencia entre ellas.
En busca del poder político real
En la primera década del siglo XXI, el movimiento feminista latinoamericano había conquistado algunas políticas públicas gracias a la victoria obtenida en la Conferencia de Viena (1993), que reconoció el derecho de las mujeres como derecho humano. A pesar de los avances en los espacios públicos y en las pautas de los debates oficiales (que no siempre estuvieron presentes en las mesas de decisión política), al despuntar el siglo XXI, las mujeres siguieron siendo ajenas a las grandes decisiones.
El panorama regional imponía, por lo tanto, que el movimiento de mujeres continuase reforzando sus mecanismos de diálogo con el Estado y con la sociedad civil para alcanzar un poder político real, que permitiera minimizar las resistencias a la incorporación de la igualdad entre los géneros como principio organizador de la democracia y que minimizase la reacción de los hombres, cuyos intereses se verían afectados al tener que competir con las mujeres en los espacios públicos y privados. Más que nunca, era necesario debatir los contenidos de la democracia, de la institucionalidad, de los diferentes sistemas de interlocución dentro de la sociedad y el Estado, y la ejecución de políticas públicas.
En las décadas de 1980 y 1990, los países de América Latina y del Caribe vivieron un suerte de crecimiento de la producción de bienes y servicios, fruto de la apertura (y la subordinación) de sus economías al mercado internacional, con gobiernos altamente centralizadores. A pesar de la expansión sin precedentes y de las políticas implementadas por los gobiernos para distribuir los beneficios de ese crecimiento, los índices de mortalidad infantil, analfabetismo, escolaridad, empleo y de la renta mostraban la marginación de la población femenina, entre otros grupos sociales. Las mujeres eran el género con menor participación en la fuerza de trabajo y con mayores índices de analfabetismo, las menos representadas en la actividad política y con participación todavía minoritaria en las artes, las ciencias y la tecnología.
Con las acciones emprendidas por la ONU a partir de la I Conferencia Mundial de la Mujer, celebrada en 1975, la participación de las mujeres en el desarrollo comenzó a ser considerada un requisito fundamental para el éxito del proceso. En los veinte años siguientes se destacan la Convención Sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (1979), que estableció las bases jurídicas para la igualdad y la incorporación de las mujeres al desarrollo, y la decisión de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), que aprobó el Plan de Acción Regional para la Integración de la Mujer al Desarrollo Económico y Social.
Enfoques diversos para un objetivo común
Entre las décadas de 1950 y 1970 las mujeres fueron consideradas receptoras pasivas del desarrollo. El denominado “enfoque del bienestar” privilegió el papel de la mujer como madre y educadora de los hijos y la comunidad. Esa visión dio por resultado políticas volcadas a especializar a las mujeres en el trabajo reproductivo y los programas de ayuda alimentaria y materno-infantiles. La educación y la capacitación profesional en tareas no tradicionales no eran debidamente valorizadas.
En la Década Mundial de la Mujer, celebrada por la ONU entre 1975 y 1985, surgió el así llamado “enfoque mujer y desarrollo”, que consideraba que la actividad económica de la mujer y su acceso al mercado de trabajo y al ingreso eran puntos clave para reducir la desigualdad entre hombres y mujeres. En tanto subproducto de esa visión, el “enfoque antiprobreza” buscó incentivar las estrategias de supervivencia de las mujeres y la satisfacción de sus necesidades básicas en el contexto de la profunda crisis económica y el deterioro de las condiciones de vida de la población.
Como una corriente también derivada del enfoque “mujer y desarrollo”, en los años 80 apareció el “enfoque de la eficiencia”, que incentivó aquellos proyectos basados en la responsabilidad del cumplimiento de compromisos de producción por parte de las mujeres. Esos proyectos aprovecharon el trabajo femenino gratuito para las comunidades –en tareas tradicionales como cocina, limpieza, atención sanitaria y cuidado de niños y ancianos– y la gestión comunitaria como estrategias para disminuir el impacto de la reducción de los gastos sociales por parte de los Estados nacionales. El trabajo de la mujer en estos casos representó costos no contabilizados por ninguna estadística.
A partir de la década de 1980 un nuevo enfoque, llamado “género y desarrollo”, intentó combatir las causas de la desigualdad de poder entre los géneros en los ámbitos público y privado. Las estrategias de esa corriente consistían en incentivar la conquista de mayores espacios de poder para las mujeres, el control igualitario de los recursos y beneficios materiales, y la mayor participación en los mecanismos de poder político y social.
Coexistiendo en un mismo período o sustituyéndose las unas a las otras, las diferentes ideas sobre la participación femenina en el desarrollo buscaban poner fin a la relación tradicional de subordinación de un género a otro mediante la lucha por la autonomía de las mujeres, el control sobre los recursos materiales y la participación igualitaria en la toma de decisiones. Pero las estrategias nunca fueron independientes de los proyectos político-económicos de desarrollo propuestos para un determinado país o región, como se evidencia al constatar el impacto negativo del modelo neoliberal sobre la vida de las mujeres.
Políticas para consagrar derechos
Las mujeres no eran y no son mayoría en el mundo político de América Latina y el Caribe. En pleno inicio del siglo XXI tendían más a ser objetos que sujetos de derechos, debido a que las “políticas de Estado”, de cumplimiento obligatorio, continuaban siendo decididas por grupos minoritarios de poder, compuestos mayormente por hombres. Según el Índice de Desarrollo de Género (IDG) del Informe de Desarrollo Humano de la ONU de 2004, Cuba era el país donde las mujeres tenían mayor participación en el Parlamento (36%), seguido de Costa Rica (35,1%) y de la Argentina (31,3%). Aunque constituían la mitad de la población, en 2004 las mujeres latinoamericanas tenían un promedio de participación parlamentaria del 30%.
La renta estimada del estrato femenino de América Latina y el Caribe se mantuvo inferior a la de los hombres. Según el IDG, la renta más próxima a la de los hombres era la de las mujeres de Jamaica, que alcanzaban el equivalente al 66% de la renta masculina. Las políticas públicas de la región demostraban la falta de sensibilidad de los Estados y los gobiernos a la desigualdad entre los géneros.
Quienes implementaban esas políticas oscilaban entre dos fuerzas poderosas. Por un lado, existía un nacionalismo masculinizado sustentado en un modelo cultural que históricamente había impuesto a las mujeres el papel de reproducir la especie, biológica y socialmente, quedando de ese modo circunscriptas al espacio privado y lejos del poder político. Por otro lado, la hegemonía cada vez mayor del capital transnacional en la región hacía surgir nuevas formas de explotación de las mujeres y los hombres.
El capitalismo globalizado incluyó en la economía a mujeres y hombres de estratos sociales altos, brindándoles oportunidades de educación, información y comunicación. Facilitó a unas pocas mujeres la fuga del control masculino tradicional y la ocupación de espacios públicos (aunque en el espacio privado continuaran oprimidas cultural, social y psicológicamente). En las clases sociales más bajas, mientras tanto, el analfabetismo, la pobreza, el hambre, la violencia y la migración excluían cada vez más a las mujeres de los sistemas educativos y de las posibilidades de ascenso social. Sobrecargadas por el cuidado de hijos y ancianos, cada vez más responsables por el sustento de la familia, trabajando doble jornada, desempeñando múltiples papeles, deteriorando su salud y reduciendo su expectativa de vida, las mujeres hicieron que la pobreza latinoamericana fuese cada vez más “femenina”.
El discurso político hegemónico –“primer-mundista”, blanco y de clase media– buscaba legitimar las prácticas patriarcales. Dicho neopatriarcalismo facilitó la defensa del proyecto imperialista neoliberal y occidentalizante por parte de las elites. Los bajos salarios, los empleos precarios, las tareas en general monótonas y estresantes y el trabajo doméstico no remunerado –reservados a las mujeres– no han sido ni son considerados objeto de políticas públicas. La violencia doméstica todavía no ha sido elevada a la condición de problema de salud pública.
El tratamiento legal del aborto
En América Latina y el Caribe el aborto es un grave problema de salud pública y un tema crítico en el campo de los derechos humanos de las mujeres. En 1998, un estudio del Comité Latinoamericano para la Defensa de los Derechos de la Mujer realizado en catorce países (la Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, El Salvador, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico y Uruguay), reveló que las legislaciones conservaban hasta entonces su carácter represivo por medio de la criminalización de la práctica. También diagnosticó la polarización absoluta –en el debate político sobre el tema– entre los que defendían la erradicación del aborto ilegal en nombre del derecho de las mujeres a la vida, la salud y la autodeterminación, y los que se aferraban al derecho a la vida del nonato. Todos los países, incluso los de legislación más represiva, tenían previsto por ley el aborto terapéutico, y la tendencia de las legislaciones era incorporar más hipótesis para la práctica legal de la interrupción del embarazo.
Los defensores de la legalización del aborto argumentaban, en el campo del derecho penal, que el castigo del acto era inadecuado porque no servía para inhibir su práctica generalizada, enmarcando, por el contrario, a todo aborto provocado en una situación de clandestinidad que ponía en riesgo la salud y la vida de las mujeres. Se advertía un desplazamiento de la discusión hacia los alcances del derecho a la vida del nonato y los límites de la intervención del Estado cuando ese derecho colisionaba con el derecho de la mujer a decidir.
En ese marco, indicaba el diagnóstico, la intervención de los grupos de mujeres contra la represión del aborto buscaba evitar retrocesos legales (como los registrados en El Salvador y Honduras) antes que avanzar hacia su legalización. Los defensores de la despenalización del aborto creían necesario promover iniciativas que equilibrasen las acciones intensivas de los grupos “Pro-Vida” de los nonatos y acompañar de forma más permanente los debates parlamentarios sobre el tema.
En los últimos cincuenta años (1956-2006), las políticas sobre derechos reproductivos de la región –inspiradas en las propuestas de organismos multilaterales como el BM, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Agencia Americana para el Desarrollo Internacional (USAID, sigla en inglés)– sirvieron, en la práctica, para controlar el crecimiento de la población. Disimulados bajo el discurso de “elevar la calidad de vida de las mujeres”, los proyectos apenas redujeron las tasas de fertilidad. Los derechos sexuales y reproductivos no fueron incorporados a las leyes para contribuir a la reducción de las causas de enfermedad y muerte.
El alcance de las políticas de aborto fue muy limitado y las barreras legales, religiosas y culturales hicieron que su práctica ilegal continuara siendo generalizada. En 2006 había en la región un aborto inseguro por cada tres nacimientos y, de 20 millones de interrupciones de embarazos en el mundo, 4 millones ocurrían en América Latina. En algunos países latinoamericanos se promovía el acceso a los métodos anticonceptivos, pero no a la anticoncepción de emergencia. Fuertemente influidos por grupos religiosos fundamentalistas y conservadores, los gobiernos se oponen a la legalización del aborto como política pública.
Pocas eran las normas legales que defendían, en 2005, la responsabilidad compartida de los hombres en la salud sexual y reproductiva de la mujer, la paternidad consciente y el cuidado compartido de los hijos. La laguna jurídica favorecía la continuidad del modelo cultural sexista, que se expresaba en cifras alarmantes: en América Central, en 2001, el 30% de los bebés recién nacidos no eran reconocidos por el padre (CEPAL). Frente a esas cifras la mayoría de los países de la región adoptó leyes de “paternidad responsable”, que todavía no habían sido totalmente incorporadas en el ámbito cultural más de cinco años después.
Ritmos desiguales en la región
En la década de 1990, las cuestiones de la mujer eran tratadas en formas muy heterogéneas en América Latina. Algunas democracias comenzaban a mostrarse sensibles a los intereses femeninos. Otras, más autoritarias, se mostraban refractarias a los cambios en las relaciones de género. El Caribe fue la subregión que más avanzó en cuanto a la inclusión de las reivindicaciones de género en su agenda de consolidación democrática. Allí se crearon organismos gubernamentales de la mujer, instituidos para asegurar el cumplimiento de las convenciones y declaraciones aprobadas por la Asamblea General de la ONU y ratificadas por los gobiernos. Se creó la Red Regional de Organismos Gubernamentales de la Mujer en América Latina y el Caribe con el propósito de aunar esfuerzos y crear una corriente de opinión regional conducente a la creación de más organismos de ese tipo.
De 1995 a 2005 las políticas públicas en el área de salud sexual y reproductiva fueron influidas por las resoluciones de la Conferencia Internacional de Población y Desarrollo del Cairo (1994) y la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, realizada en Beijing, China, en 1995. En las reuniones llevadas a cabo diez años después –Cairo + 10 (2004) y Beijing + 10 (2005)– se llegó a la conclusión de que, a pesar de los importantes progresos alcanzados, el cumplimiento de las plataformas sobre derechos sexuales y reproductivos en América Latina estaba amenazado por la escena política.
En la región en general, los temas de género todavía estaban limitados a la ecuación “mujer igual a madre”. La violencia doméstica fue incluida en el discurso oficial, pero no dio origen a políticas públicas destinadas a combatirla: en esa área las acciones quedaron circunscriptas a experiencias como “casas-abrigo”, “grupos de ayuda” y otros mecanismos insuficientes. El aborto legal en la región no era considerado parte de los derechos reproductivos. La temática sexual continuaba limitada a las campañas contra el sida y a otras enfermedades de transmisión sexual. Los problemas de masculinidad y diversidad sexual y sus consecuencias para la vida cotidiana y la salud eran poco tratados.
Entre los adelantos de aquella década cabe señalar la inclusión, en las agendas nacionales y regionales, de los problemas de la mujer en la política, la economía y los espacios públicos; la consolidación de redes y subredes regionales; y el progreso de las reformas de legislación y de los proyectos de desarrollo con participación de la población femenina. No obstante, no tenía suficientes recursos para garantizar el acceso universal de las mujeres a beneficios y servicios públicos de calidad.
El género en un universo multicultural
A falta de un enfoque étnico en la reunión de informaciones, existen pocos datos estadísticos sobre la situación cultural de los pueblos y las mujeres afrodescendientes e indígenas de América Latina y el Caribe. No obstante, es fundamental establecer la relación entre género y culturas en una región con inmensa diversidad de territorios y etnias. Las relaciones de poder entre los sexos se establecen de acuerdo a patrones culturales específicos (con el simbolismo, la cosmovisión, el imaginario y los códigos de comunicación propios de cada pueblo) y se manifiestan en estructuras políticas, normas jurídicas y de conducta, y niveles de acceso popular a los servicios sociales.
En 2005 había en la región cerca de 150 millones de afrodescendientes, la mitad mujeres. La mayoría de esas mujeres habitaban en Brasil y Colombia. En el Caribe, se concentraban en Cuba y en la República Dominicana. Las afrodescendientes de América Latina vivían marginadas a nivel económico, con reducido acceso a los recursos reproductivos, salarios más bajos que los que percibían los hombres y mujeres blancas con las mismas capacidades y niveles de desempeño, y con gran participación en la economía informal, sin ninguna protección laboral.
En el mercado formal, a comienzos del siglo XXI las mujeres negras conseguían empleos en industrias de baja productividad, hecho que limitaba sus niveles de renta y aumentaba la diferencia salarial con relación a los blancos y blancas con instrucción y capacidades similares. En Colombia, Honduras y Brasil, las mujeres afrodescendientes expulsadas del mercado laboral eran obligadas, para sobrevivir, a emigrar o a volverse “jefes de familia” cuando el migrante era el hombre.
Afrodescendientes hablan en Quito
Los problemas y estrategias de supervivencia de las afrodescendientes no figuraban, en la transición entre los siglos XX y XXI, en los programas oficiales y no oficiales de cooperación regional. La Declaración de Mujeres Afrodescendientes ante el Foro de las Américas por la Diversidad y la Pluralidad, promulgada en Quito en 2001, consideraba que las prácticas de los organismos estatales, las políticas públicas y las inversiones estatales demostraban racismo, sexismo y xenofobia al negar las especificidades de los problemas de las mujeres de ascendencia africana.
La misma declaración exigió que los Estados y los organismos multilaterales e internacionales se comprometiesen a adoptar medidas para erradicar el racismo y la discriminación racial; que los Estados reconocieran su obligación de garantizar a las afrodescendientes el pleno goce de los derechos humanos, incluso el derecho al desarrollo; y reivindicaba la condena de la explotación sexual y el tráfico de niñas, jóvenes y mujeres, además de promover la implementación de medidas coercitivas contra esas prácticas.
El documento denunció que los Estados de la región negaban a las niñas y jóvenes afrodescendientes el derecho de construir y reafirmar su identidad, debido a que las políticas educativas y culturales promovían una falsa identidad nacional basada en la homogeneidad. El texto también exigía que los Estados garantizaran el pleno goce de derechos a las desalojadas y refugiadas de la región (como las de Colombia), ofreciéndoles condiciones propicias para su inserción temporal o permanente en las comunidades o en los países que las recibieran.
Considerando que su cuerpo sirvió históricamente como laboratorio de experimentación, y que no sólo les fue negado el derecho a la información, sino también el de decidir sobre él, las mujeres afrodescendientes exigieron, en la agenda de Quito, que los Estados les garantizasen el pleno ejercicio de sus derechos sexuales y reproductivos. El texto pedía una respuesta efectiva de los gobiernos y organismos multilaterales a la alarmante incidencia del sida en las comunidades afrodescendientes.
Las banderas de las mujeres indígenas
Los indígenas de América Latina y del Caribe sumaban, en 2005, entre 45 y 50 millones de personas, o sea el 10,18% de la población total de la región. En América Central y los Andes se concentraba el 90% de ese contingente. Los países con mayor porcentaje de población indígena (entre el 43 y el 71%) eran Bolivia, Guatemala, Perú y Ecuador. De ese contingente, la mitad eran mujeres. La dinámica de la globalización, la explotación de recursos naturales y los conflictos armados puntuales arrancaron a esos pueblos de sus costumbres tradicionales, los expulsaron de sus tierras e ignoraron la jerarquía tradicional de las mujeres indígenas.
Los pueblos autóctonos de diversos países dejaron de cultivar alimentos y se lanzaron al nuevo mercado, aparentemente mejor remunerado. Abandonaron así sus comportamientos tradicionales, perdiendo sus espacios naturales y culturales y su independencia. Las instituciones del Estado, locales e intergubernamentales, excluían a las mujeres indígenas de la toma de decisiones. Raras veces se les daba la oportunidad de ocupar espacios de poder. Millares de mujeres y niñas indígenas latinoamericanas, empobrecidas por la pérdida de sus tierras, eran víctimas fáciles del comercio sexual: Brasil ocupaba, en 2005, el segundo lugar del mundo en materia de tráfico de menores. Los indígenas eran mano de obra barata para la industria, con jornadas extenuantes y salarios inferiores a los de las mujeres y hombres blancos.
Cuando eran víctimas de un delito, las indígenas no recibían la misma protección legal que otros grupos sociales. La Declaración de Manila, resultante de la Conferencia Internacional sobre Resolución de Conflictos (2000), reconoció la importancia de las mujeres indígenas para la prevención de enfrentamientos armados y el establecimiento de soluciones pacíficas. El texto proponía aprovechar sus conocimientos y habilidades nombrándolas mediadoras en misiones multinacionales de paz.
La Declaración de la Primera Cumbre de Mujeres Indígenas de las Américas, realizada en la ciudad mexicana de Oaxaca (2002), propuso rescatar los valores esenciales de los pueblos autóctonos en pro de la justicia social. Para lograrlo, sugirió incentivar la transmisión intergeneracional de las cosmovisiones indígenas por medio de ceremonias y visitas a lugares sagrados, y pidió a las iglesias de distintos cultos que respetaran las creencias y culturas autóctonas sin imponerles ninguna religión.
Para incentivar la participación efectiva e integral de las mujeres indígenas en la toma de decisiones en el ámbito local, nacional, regional e internacional, la reunión de Oaxaca exigió a los gobiernos latinoamericanos la implementación de políticas que tuvieran en cuenta la multiplicidad cultural de los distintos países. Exigió que los Estados nacionales incluyeran en sus agendas políticas los enfoques de género y etnia, e incentivaran el diálogo, la reflexión y el debate constructivo entre hombres y mujeres para fomentar el respeto, la confianza y la sabiduría ancestral de las mujeres indígenas.
Las indígenas reunidas en Oaxaca también pidieron campañas de concientización y sensibilización para combatir los prejuicios. Exigieron a la ONU la implementación de programas locales, nacionales e internacionales de fortalecimiento de las organizaciones de mujeres y jóvenes indígenas; programas de salud, con énfasis en la salud sexual y reproductiva, que respetaran la identidad y la medicina tradicional de los pueblos y las comunidades autóctonas; y el fin de los programas de esterilización forzada implementados por algunos gobiernos.
En el blanco del ajuste económico
América Latina y el Caribe fueron escenario de los experimentos más conservadores y ortodoxos en materia de ajustes neoliberales. Los programas político-económicos no solamente no contemplaron la igualdad entre los géneros y la justicia social, sino que impusieron su impronta machista al desvalorizar el trabajo de las mujeres y desconocer la contribución económica que representaba el trabajo no remunerado en el hogar.
En consecuencia, ciertas políticas aparentemente no relacionadas con la cuestión de género –como la reducción de los costos de producción, el aumento de la eficiencia y las tercerizaciones– significaron transferir determinados costos desde la economía remunerada hacia las economías doméstica y comunitaria, basadas total o principalmente en el trabajo femenino gratuito. Bajo los planes de ajuste neoliberales, gran parte del trabajo de las mujeres no fue contabilizado en los Productos Brutos Internos (PBI) ni en las cuentas públicas.
Un ejemplo de esa realidad fue la significativa reducción del gasto real per cápita en los sectores de educación y salud en todos los países de la región. En Jamaica, el gasto en salud experimentó una caída del 20%, entre 1980 y 1985, y en Brasil del 40%, entre 1989 y 1992. La disminución del apoyo de los Estados o su completa retirada de los servicios sociales causó mayor impacto sobre las mujeres, que siempre han sido mayoría entre los pobres. El fin de los subsidios alimentarios afectó a mujeres y niños en primer lugar. El desempleo perjudicó a las mujeres, y la reducción de sus actividades remuneradas repercutió directamente sobre el ingreso familiar.
El resultado de los ajustes se hizo evidente en la caída del ingreso de las mujeres con relación al de los hombres, según el IDH (Índice de Desarrollo Humano) de 2004. En Costa Rica, el ingreso de la población femenina representaba, en ese mismo año, el 39% del masculino. En Colombia, el 53%. En Brasil, el 42%. En México, el 38%. En la Argentina, el
37%. En Ecuador, el 30%. En Bolivia, el 45%. En Chile, el 38%. La crisis económica y los planes neoliberales redujeron las oportunidades de trabajo femenino en el sector formal, empujando a las trabajadoras a aceptar empleos precarios. Las mujeres se volvieron mayoría entre los contratados temporales y en los empleos domésticos. Y continuaron siendo minoría en las industrias y servicios que empleaban tecnología de punta.
Incluso las trabajadoras más calificadas y con más escolaridad percibían salarios muy inferiores a los de los trabajadores de su mismo nivel en el sector privado. El acceso al crédito de las mujeres era limitado. Entre 1995 y 2005 llegaron a constituir el 50% de la población latinoamericana en condiciones de “pobreza absoluta”. En ese contexto, más que nunca se hizo necesario exigir que los Estados contrarrestaran el impacto negativo de esas políticas económicas sobre las mujeres, sin abandonarlas a los embates de un mercado que las discriminaba.
El sistema educativo discrimina a la mujer
Desde mediados de los años 80 hasta mediados de la primera década del nuevo siglo, la relación entre los gastos sociales de educación y la renta per cápita decreció en todo el así llamado Tercer Mundo (Stromquist, 2002). El sistema educativo latinoamericano y del Caribe consolidó, durante ese período, su impronta de discriminación de género, etnia y nivel social. A las mujeres les resultó más difícil tener acceso y permanecer en la escuela. En las zonas rurales, las niñas tendían a ingresar en el nivel inicial más tarde que los niños y a abandonar la escuela más temprano debido al trabajo doméstico o asalariado y a la falta de flexibilidad de la propia escuela ante las peculiaridades de su situación de género.
Los niños pobres de ambos sexos tenían acceso a una enseñanza de baja calidad, que ni siquiera garantizaba una alfabetización sólida. En todas las clases sociales, las niñas tenían menos libertad para mudarse a ciudades grandes o a otros países con el fin de proseguir sus estudios. En la educación formal prevalecía una visión homogeneizante que negaba las diferencias de género. Las políticas educativas no incorporaban las prácticas antisexistas en los currículos educativos ni en los programas de formación de profesores.
En la enseñanza superior, mientras tanto, comenzó a desarrollarse la producción teórica sobre mujer y género. Con el Programa Interdisciplinar de Estudios de la Mujer del Colegio de México (1983) –esencialmente orientado a la investigación– y el Diploma de Estudios de la Mujer en Brasil (1983), se inició la tradición de estudios sobre mujeres y género en las universidades latinoamericanas. Se crearon programas específicos en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso, 1983), la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA, 1987), la Universidad de San José de Costa Rica, las Universidades del Valle y de los Andes en Colombia, la Universidad Central de Venezuela (UCV) y la Escuela de Sociología de la Universidad de la República de Uruguay.
En la década de 1990 nacieron los programas de estudios de género en la Universidad de las Américas, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad Autónoma de Xochimilco, también en México, y la Cátedra de la Mujer de la Universidad de La Habana (UH). Grupos pequeños, principalmente de mujeres, conducían la investigación científica, que tuvo escaso impacto sobre las políticas públicas. La categoría género creció con ciertos límites en el ámbito de las ciencias sociales y se mantuvo prácticamente ausente en el de las ciencias biomédicas.
A partir de 2000, los hombres comenzaron a incorporarse a los estudios de género, desarrollando un enfoque sobre la masculinidad. La diversidad sexual, la violencia familiar y los problemas de la edad madura eran, en 2006, temas todavía insuficientemente estudiados.
Diferencias de género también en la salud
Los géneros diferentes determinan diferentes formas de vivir, enfermar y morir por causas pasibles de prevención. Para alcanzar la igualdad entre los géneros en el plano de la salud, es preciso examinar las causas que reducen la longevidad y la calidad de vida de cada sexo. Según el informe “Salud de las Américas”, de la Organización Panamericana de la Salud, la expectativa de vida en América Latina y el Caribe oscilaba, en 2002, de 56,8 a 82,1 años para las mujeres y de 51,8 a 76,3 años para los hombres. Los considerados pobres (con un ingreso per cápita equivalente a menos de un dólar por día) tenían multiplicado el riesgo de morir prematuramente, entre los 15 y 59 años de edad.
La diferencia favorable a la mujer en la simple contabilidad de los años vividos caía por tierra cuando se incluía en el análisis el concepto de calidad de vida. Las mujeres vivían más tiempo con limitaciones físicas que los hombres. Las limitaciones físicas eran mayores y más duraderas entre los pobres. En Canadá, por ejemplo, las mujeres vivían en promedio, en 2002, 9,6 años con limitaciones físicas, mientras que los hombres vivían 8,1 años en la misma condición. En Haití, las mujeres vivían 17,8 años con limitaciones y los hombres 16,2 años. Los números demuestran que las mujeres no vivían más: simplemente morían más tarde.
Las diferencias entre hombres y mujeres en cuanto a los riesgos para la salud siempre están relacionadas con las diferencias biológicas y culturales. Sobre la mujer recaían, en 2002, no sólo las consecuencias físicas de la gravidez, el parto y el amamantamiento, sino también la responsabilidad por el cuidado de los hijos y la familia, como asimismo la mayor parte de la responsabilidad por la anticoncepción. Eso la volvía aún más vulnerable a las infecciones del aparato reproductor y a las enfermedades de transmisión sexual.
En las cuatro últimas décadas del siglo XX, América Latina y el Caribe experimentaron una caída del 50% en la fecundidad: la mayor reducción del planeta. El número de hijos por mujer era de 2,7 en el año 2000, a pesar del aumento de embarazos adolescentes (de 15 a 19 años). Agravadas por la merma en la calidad de los servicios públicos de salud, las complicaciones del parto todavía eran, en 2006, una de las más importantes causas de muerte entre las mujeres en edad reproductiva, siendo la primera causa mortis entre las mujeres de 20 a 24 años. El aborto ilegal e inseguro era la primera causa de mortalidad materna, siendo la razón de la mitad de las defunciones.
Las mujeres eran, según este informe, más vulnerables a las enfermedades de transmisión sexual debido a la ausencia de síntomas evidentes (que dificultaba el diagnóstico) y a las relaciones desiguales de poder entre mujeres y hombres (que les impedían garantizarse una relación sexual segura). El total de años perdidos en la región, debido a muertes prematuras o a limitación física atribuida a enfermedades de transmisión sexual (exceptuando el sida), era, en 2002, 2,6 veces mayor para las mujeres que para los hombres. La incidencia del sida continuaba siendo mayor entre los hombres (cuatro hombres por cada mujer), aunque desde 1996 esa proporción ha venido cayendo en el Cono Sur latinoamericano, México y el Caribe.
Tomados en conjunto, los cánceres eran la causa más frecuente de muerte entre los hombres de los países de mayor desarrollo relativo (la Argentina, Bahamas, Barbados, Costa Rica y Cuba). En los países más pobres, la mortalidad femenina debida a algún tipo de neoplasia maligna era mayor que la de los hombres. A pesar de los tratamientos preventivos y del alto índice de curación cuando eran descubiertos a tiempo, los cánceres de mama y de útero eran, en 2002, la principal causa de muerte entre las mujeres de 35 a 64 años en los 25 países analizados. Las muertes causadas por esas neoplasias representaban el doble de las muertes masculinas por cáncer de próstata.
Los efectos de la violencia eran cualitativamente diferentes para los hombres y las mujeres de la región. Para ellos, el riesgo estaba en las calles; para ellas, dentro de sus propias casas. Las agresiones contra hombres tendían a ser repentinas, con finalidad de aniquilación, y aparecían en los registros públicos. Las agresiones contra mujeres, por el contrario, tendían a ser constantes, asociadas al abuso sexual, con raros registros en documentos públicos y, en general, toleradas por las costumbres... cuando no por la ley.
Los sistemas de financiamiento de salud en la región no eran, en 2002, ni equitativos ni solidarios con los menos favorecidos. La injusticia era mayor para con las mujeres, a las que se consideraba responsables de su salud y la de “los otros”. El tratamiento diferenciado para hombres y mujeres, en salud, obedecía menos a las diferencias biológicas que a las oportunidades y riesgos derivados de las condiciones sociales de género.
Desigualdad digital
La llamada “exclusión digital” niega a determinados grupos sociales, étnicos, económicos y de género el uso y los beneficios de los adelantos de las tecnologías de información y comunicación. Según datos del Programa de Apoyo a las Redes de Mujeres para América Latina (programa que integra la Asociación para el Progreso de las Comunicaciones), de 2003, el porcentaje de mujeres que navegaban en internet y utilizaban el correo electrónico oscilaba entre el 38 y el 42%. La mayoría de esas mujeres vivía en las ciudades, era alfabetizada y poseía algún conocimiento del idioma inglés. El acceso a las tecnologías de información y a la comunicación estaba limitado a las mujeres de clase media urbana, con poder adquisitivo para conectarse en sus casas o en un cibercafé y con un nivel medio de educación, por lo menos.
La Organización Internacional del Trabajo reveló, en 2001, una “brecha digital de género”, dado que las mujeres estaban poco representadas en aquellos empleos relacionados con las nuevas tecnologías, tanto en los países desarrollados como en los que estaban en vías de desarrollo. Con el advenimiento del denominado “teletrabajo” –distante del escritorio tradicional, en general realizado en casa–, las mujeres corrían el riesgo de que sus ocupaciones profesionales se volvieran tan invisibles como sus tareas domésticas; vieron cercenados sus derechos laborales, con salarios reducidos, menores oportunidades de ascenso profesional y ninguna seguridad social o sanitaria. El trabajo asalariado fuera (o dentro) de la casa –como resultado de las nuevas tecnologías– no trajo el tan esperado cambio en la división de las tareas en el ámbito de la familia y el hogar.
El desafío del siglo XXI será, entonces, reducir esa “brecha digital de género” por medio de políticas que favorezcan el acceso femenino a las nuevas tecnologías. Entre las propuestas que se están debatiendo se destaca la necesidad de incentivar el uso del idioma castellano para la difusión de información en la red; el uso de la red para la difusión de proyectos de formación, capacitación y trabajo accesibles a las mujeres; la manutención de redes digitales específicas para el intercambio y la cooperación entre mujeres; y la exigencia de que los medios otorguen mayor divulgación a los trabajos de mujeres científicas y eviten la difusión de imágenes y mensajes sexistas.
Cuadros estadísticos
Índice de Desarrollo de Género (IDG)
Clasificación en el IDH mundial |
País |
Índice de |
Mujeres |
Relación del ingreso estimado Mujeres/hombres |
|
Clasificación |
Valor |
% del total |
|||
29 |
Barbados |
24 |
0,634 |
17,6 |
0,61 |
34 |
Argentina |
21 |
0,645 |
31,3 |
0,37 |
43 |
Chile |
58 |
0,460 |
10,1 |
0,38 |
45 |
Costa Rica |
19 |
0,664 |
35,1 |
0,39 |
46 |
Uruguay |
46 |
0,511 |
11,5 |
0,52 |
51 |
Bahamas |
17 |
0,699 |
26,8 |
0,65 |
52 |
Cuba |
… |
… |
36,0 |
… |
53 |
México |
34 |
0,563 |
21,2 |
0,38 |
54 |
Trinidad |
22 |
0,644 |
25,4 |
0,45 |
55 |
Antigua |
… |
… |
8,3 |
… |
61 |
Panamá |
52 |
0,486 |
9,9 |
0,50 |
67 |
Surinam |
… |
… |
17,6 |
… |
68 |
Venezuela |
61 |
0,444 |
9,7 |
0,41 |
72 |
Brasil |
… |
… |
9,1 |
0,42 |
73 |
Colombia |
48 |
0,498 |
10,8 |
0,53 |
79 |
Jamaica |
… |
… |
13,6 |
0,66 |
85 |
Perú |
42 |
0,524 |
18,3 |
0,27 |
93 |
Granada |
… |
… |
28,6 |
… |
98 |
República |
40 |
0,527 |
15,4 |
0,36 |
99 |
Belice |
59 |
0,455 |
9,3 |
0,24 |
100 |
Ecuador |
50 |
0,490 |
16,0 |
0,30 |
103 |
El Salvador |
60 |
0,448 |
10,7 |
0,36 |
104 |
Guyana |
… |
… |
20,0 |
0,39 |
105 |
Cabo Verde |
… |
… |
11,1 |
0,46 |
114 |
Bolivia |
41 |
0,524 |
17,8 |
0,45 |
115 |
Honduras |
70 |
0,355 |
5,5 |
0,37 |
118 |
Nicaragua |
… |
… |
20,7 |
0,44 |
121 |
Guatemala |
… |
… |
8,2 |
0,33 |
153 |
Haití |
… |
… |
9,1 |
0,56 |
Fuente: PNUD: Informe sobre desarrollo humano, 2004.
El Índice de Desarrollo de Género (IDG) refleja más las oportunidades de la mujer que su capacidad. Indica las desigualdades de género en tres áreas fundamentales: participación política y poder de decisión, medidos en razón del porcentaje de hombres y mujeres que ocupan cargos parlamentarios; participación económica y poder de decisión, medidos en razón de dos indicadores –porcentual de hombres y mujeres en cargos legislativos, altos funcionarios y dirigentes, y participación de mujeres y hombres en empleos profesionales y técnicos–; y poder sobre los recursos económicos, medido según la estimación del ingreso de mujeres y hombres (en dólares PPA). Para cada uno de los tres componentes se calcula un “porcentaje equivalente igualmente distribuido” (EDEP) como promedio ponderado en razón de la población según la fórmula:
EDEP = {[proporción de la población femenina (índice femenino - 1)] + [proporción de la población masculina (índice masculino - 1)]} - 1
Para la participación en cuestiones políticas y económicas y relativas al poder de decisión, el EDEP debe ser indexado dividiéndolo por 50, considerando que en una sociedad ideal, en la cual ambos sexos tengan igual participación, las variables del IDG serían iguales al 50% y la participación de las mujeres sería igual a la de los hombres para cada variable. Finalmente, el IDG se calcula como simple promedio de los tres EDEP indexados. (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Informe sobre desarrollo humano 2004, p. 263. Disponible en: http://hdr.undp.org/2004.)
Población con antepasados africanos en América Latina (de las cifras, aproximadamente 50% son mujeres)
% Población total |
Estimación en millones |
|||
País |
Infoplease* |
AAO** |
Altos |
Bajos |
Bolivia |
N/D |
2 |
0,158 |
0,158 |
Brasil |
44 |
46>70 |
111 |
73 |
Colombia |
21 |
30>50 |
17 |
10 |
Costa Rica |
2 |
2 |
N/D |
0,066 |
Cuba |
62 |
34>65 |
6,8 |
N/D |
República Dominicana |
84 |
90 |
7 |
N/D |
Ecuador |
10 |
5 – 10 |
1,1 |
0,550 |
Honduras |
2 |
2>50 |
2,8 |
0,112 |
México |
>1 |
0,5 – 10 |
9 |
0,450 |
Nicaragua |
9 |
10 – 50 |
2,3 |
0,599 |
Panamá |
14 |
14 – 77 |
1,9 |
0,350 |
Paraguay |
N/D |
3,50 |
0,162 |
0,162 |
Perú |
>3 |
5 – 10 |
2,3 |
1,1 |
Puerto Rico |
N/D |
23 – 70 |
2,4 |
N/D |
Uruguay |
4 |
3 – 6 |
0,192 |
0,096 |
Venezuela |
10 |
15 – 70 |
14 |
3,1 |
Fuente: Ethnicity and race by countries. Disponible en: Infoplease.com/ipa/A0855617.html
*Sitio de informaciones estadísticas Infoplease.com
**AAO: Organización Pro-avance de los Pueblos de Ascendencia Africana
Cuadro publicado en Eqüidade em saúde: a partir da perspectiva étnica, Washington, D.C., Organización
Panamericana de la Salud, 2001, p. 17.
Población indígena estimada en América Latina (de las cifras, aproximadamente 50% son mujeres)
Población indígena |
|||
Países según % de población indígena |
País |
Millones |
% Población total |
Grupo 1 > 40% |
Bolivia |
4,9 |
71 |
Guatemala |
5,3 |
66 |
|
Perú |
9,3 |
47 |
|
Ecuador |
4,1 |
43 |
|
Grupo 2 5%-20% |
Belice |
0,029 |
19 |
Honduras |
0,7 |
15 |
|
México |
12 |
14 |
|
Chile |
1 |
8 |
|
El Salvador |
0,4 |
7 |
|
Guyana |
0,045 |
6 |
|
Panamá |
0,14 |
6 |
|
Surinam |
0,03 |
6 |
|
Nicaragua |
16 |
5 |
|
Grupo 3 1%-4% |
Guayana Francesa |
0,014 |
4 |
Paraguay |
0,1 |
3 |
|
Colombia |
0,6 |
2 |
|
Venezuela |
0,4 |
2 |
|
Jamaica |
0,048 |
2 |
|
Puerto Rico |
0,072 |
2 |
|
Costa Rica |
0,03 |
1 |
|
Argentina |
0,05 |
1 |
|
Grupo 4 > 1% |
Brasil |
0,3 |
0,2 |
Fuente: MEENTZEN, A. Estratégias de desenvolvimento culturalmente adequadas para mulheres indígenas, Washington, Banco Interamericano de Desarrollo, 2000. Cuadro publicado en Eqüidade em saúde: a partir da perspectiva étnica, Washington, D.C., Organización Panamericana de la Salud, 2001, p. 16.
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- FORO PERMANENTE PARA LAS CUESTIONES INDÍGENAS. Las mujeres indígenas hoy – En peligro y una fuerza de cambio. In: Mujer salud, n. 8. Santiago: Red de Salud de las Mujeres Latinoamericanas y del Caribe, 2003.
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- ORGANIZAÇÃO PANAMERICANA DA SAÚDE. La salud en las Américas, n. 587. v. 1. Washington: 2002.
- PROGRAMA DAS NAÇÕES UNIDAS PARA O DESENVOLVIMENTO. Relatório do Desenvolvimento Humano 2004. Nova York, 2005. Disponble en: <http://www.pnud.org.br>
- STROMQUIST, Nelly P. Pobreza y escolaridad en la vida de las niñas y mujeres en América Latina. In: Educación de adultos y desarrollo, n. 59. Bonn: Instituto de la Cooperación Internacional de la Asociación Alemana para Educación de Adultos, 2002.