El modelo dependiente y asociado que se instauró en América Latina desde mediados de los años 50 del siglo XX produjo la desnacionalización de la economía en escala creciente. Esos procesos se desarrollaron en la posguerra combinándose inicialmente y, en cierta medida, entrando en conflicto con la regulación institucional creada entre las décadas de 1930 y 1950. Aquella reservaba al Estado el derecho de intervenir directamente en la economía, controlando una parte significativa del sector productivo, sobre todo el relativo a la infraestructura básica (electricidad, siderurgia, comunicaciones, petróleo y finanzas). El ingreso de capitales extranjeros fue admitido, en gran escala, ya en la década de 1950, para actuar, solo o combinado con recursos nacionales, en el segmento de bienes de consumo durables –en particular, en la industria automovilística– y, en menor medida, en el de bienes de consumo livianos –principalmente electrodomésticos–. El Estado se reservaba para su administración los sectores de infraestructura, y proporcionaba externalidades para el sector privado, al proveer servicios a precios de costo, incentivar inversiones formando joint-ventures, y aceptar, limitadamente, la competencia de empresas privadas en su área de actuación.
Ese modelo permitió el crecimiento progresivo del peso del capital extranjero en la economía latinoamericana, pues ese capital explotaba los segmentos de mayor dinamismo económico y rentabilidad, beneficiándose con transferencias de valor mediante el consumo de servicios subfacturados por el Estado.
A partir de la década de 1980, la crisis de ese modelo comenzó a poner en riesgo el trípode en el que se asentaba: la articulación entre el capital extranjero, el Estado y el sector privado nacional. Se comenzaron a adoptar, entonces, mecanismos de privatización, que redujeron radicalmente la participación del Estado en el sector productivo e implicaron la extranjerización de empresas nacionales. Éstas fueron siendo adquiridas parcial o totalmente por similares extranjeras que decidieron invertir también en el sector de servicios. Los sectores priorizados fueron el financiero, el de servicios públicos –telecomunicaciones, energía, agua, rutas, aeropuertos, etc.– y los de recursos estratégicos: petróleo y otras materias primas clave.
Privatización en los tres más grandes
El proceso privatizador iniciado en los años 80 cobró gran impulso en la década de 1990, cuando se estableció un nuevo período de ingreso de capitales extranjeros en América Latina. Según datos del Banco Mundial, entre 1990 y 1998, las privatizaciones de empresas públicas en América Latina alcanzaron los US$ 154.000 millones. Una parcela significativa de esa suma, sin embargo, no generó liquidez en la región, pues asumió la forma de liquidación de títulos de la deuda externa.
Brasil lideró los ingresos por privatización en ese período, habiendo absorbido el 43% del total, México el 20,4% y la Argentina el 15,4%.
Datos del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), de Brasil, indican que, entre 1991 y 2002, la suma alcanzada con privatizaciones llegó a US$ 105.500 millones, y que el capital extranjero respondió por el 48,2% de los ingresos. Los Estados Unidos lideraron las adquisiciones extranjeras, con el 16% del volumen total, seguidos de cerca por España, que aportó el 14,9% de los ingresos por privatizaciones. El capital externo se orientó, principalmente, hacia los sectores eléctrico y de telecomunicaciones. Esos segmentos recibieron el 62% de los recursos obtenidos, que, sumados al 16% representados por siderurgia y minería, alcanzaron el 78% del total.
El pico de los ingresos producidos por las privatizaciones, en Brasil, ocurrió entre 1997 y 1998, durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, cuando se negociaron activos por US$ 62.000 millones. Las principales compañías privatizadas fueron Embratel, Telebrás, Companhia Vale do Rio Doce, Usiminas, Companhia Siderúrgica Nacional y Light.
En el caso mexicano, gran parte de las privatizaciones ocurrió ya en la década de 1980, con el gobierno de Miguel de la Madrid. En 1982 existían en México 1.115 entidades paraestatales, pero, en 1986, el número había caído a 697 y, en 1990, a 280. En los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari y de Ernesto Zedillo, los ejes de la privatización fueron los bancos, la siderurgia, las redes de televisión, la telefonía y los servicios públicos, así como rutas, puertos y aeropuertos. Los resultados de las privatizaciones fueron deletéreos y condujeron a la internacionalización del sector bancario. En 2002, el 85% de los activos financieros mexicanos ya estaban en manos extranjeras.
Las notorias presiones políticas para que se efectuaran las privatizaciones consagraron a Carlos Slim Helú, empresario próximo a Carlos Salinas y a Ernesto Zedillo, dueño de la mayor fortuna de América Latina y uno de los hombres más ricos del mundo –el cuarto, según la revista Forbes, en 2005–. Slim ha reclamado también la privatización de PEMEX, que ya ha tercerizado varias de sus actividades.
En la Argentina, la mayor parte de las privatizaciones ocurrió entre 1990 y 1994, durante el gobierno de Carlos Saúl Menem. En ese período se vendieron cerca de cuatrocientas empresas. Se transfirió al sector privado la petrolera estatal (YPF), los ferrocarriles, la distribución del gas, el abastecimiento de agua –sector en el que el país fue pionero–, el saneamiento básico, la generación, transmisión y distribución de energía eléctrica, la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTEL), Aerolíneas Argentinas, las firmas siderúrgicas y petroquímicas, la administración de sistemas portuarios y las estaciones de radio y los canales de TV, entre otros segmentos.
En la segunda mitad de la década de 1990 se negociaron otras empresas argentinas, como la de correos y telégrafos y los principales aeropuertos del país. Entre 1990 y 1999, el Estado recaudó en concepto de privatizaciones US$ 23.800 millones, de los cuales US$ 18.400 millones se pagaron en efectivo y US$ 4.600 millones en swaps de títulos de la deuda –gracias al Plan Brady–. El volumen de recursos recibido por el gobierno argentino, sin embargo, fue mucho menor, si se considera que absorbió gran parte de los pasivos de las empresas privatizadas. Para citar algunos ejemplos, en el caso de YPF, el gobierno transfirió solamente US$ 2.800 millones de una deuda de US$ 11.800 millones; mientras en la privatización de ENTEL transfirió US$ 380.000 millones de una deuda de US$ 1.760 millones. El capital extranjero aportó el 67% de los ingresos por privatizaciones, liderado por España (42%) y los Estados Unidos (26%). La privatización afectó principalmente a los sectores petroleros (39%), de producción de energía eléctrica (25%), de comunicaciones (13%) y de gas (12%).
La rentabilidad de las empresas privatizadas fue muy superior a la rentabilidad promedio de la economía argentina, circunstancia que les generó ganancias extraordinarias. Entre 1994 y 1999, la rentabilidad de las empresas privatizadas alcanzó el 12,4%, contra tasas que oscilaban entre el 5,8% y el 2,4% para el conjunto de la economía. En relación con la rentabilidad sobre el patrimonio líquido, el resultado en las empresas privatizadas fue aún superior, alcanzando el 15,4%, en el período, y el 23%, en el segmento de abastecimiento de agua y saneamiento básico, habiéndose elevado las tarifas de aguas argentinas entre 1993 y 2001 un 103,1% contra una inflación acumulada de sólo el 7,3%.
Control de las economías nacionales
La ola de privatizaciones, en la década de 1990, también se generalizó en los demás países de la región. Si éstas, en general, elevaron los precios internos de los servicios públicos, tendieron a rebajar los precios de los productos de exportación. En Chile, la internacionalización de las minas de cobre –cuya producción, en 1999, ya estaba un 67% en manos extranjeras– provocó una fuerte caída en los precios del metal. En Bolivia se privatizó la producción de petróleo, gas y electricidad, y también los ferrocarriles, la compañía de aviación, las telecomunicaciones y el abastecimiento de agua. La asimetría entre los precios internos y los externos provocó, a partir de 1998, revueltas populares, cuyo ápice fueron las protestas que culminaron con la elección del aimara Evo Morales para la presidencia, en 2006.
Asociada a la privatización y a la imposición del neoliberalismo en la región, se propagó la desnacionalización de la economía latinoamericana. Brasil ilustra la profundidad de ese proceso. Entre 1991 y 1999, el capital extranjero aumentó su participación relativa en los ingresos de las 350 empresas líderes de Brasil del 14,8% al 36,4%. El salto se obtuvo gracias a la reducción de los ingresos de las empresas estatales del 44,6% al 24,3%, entre 1996 y 1999, y de las empresas privadas nacionales del 44,1% al 39,3%. El desempeño de las empresas internacionales se debió sobre todo a la performance del sector de servicios y de la industria. En el primero, el capital extranjero aumentó su participación del 9,4% al 26,1% y, en el segundo, del 36% al 53,5%.