La historia de las deudas en América Latina está profundamente ligada a la evolución de la deuda externa. Esa es una de las expresiones más características de la dependencia. El protagonismo del capital extranjero en los procesos de acumulación, tomando a su cargo los fundamentos tecnológicos, las fuentes de crédito y los procesos de comercialización y de inversión, implica la descapitalización de la región en el mediano y en el largo plazo, constituyendo la contrapartida de la tasa de ganancia positiva que el capital internacional obtiene de esas transacciones. Parte de esa descapitalización es financiada con nuevas entradas de capital, generándose la acumulación de la deuda.
La deuda externa, no obstante, no presenta sólo una dimensión acumulativa. Tiene otra que es cíclica. Los flujos de capital de los países periféricos se expanden en períodos sucesivos de entrada y salida. En un momento entran en grandes volúmenes, y en otro escapan en grandes proporciones. Cuando prevalecen los ingresos, en función de la abundancia de capitales, las deudas se acumulan con tasas de interés relativamente bajas. Cuando predominan los egresos, las tasas de interés se elevan en función de la escasez de capital para financiar las deudas acumuladas, pero la rápida expansión del monto de la deuda entra en contradicción con la capacidad de pago de los deudores y opone el valor de mercado de sus papeles al valor nominal presionando hacia la desvalorización del conjunto de la deuda.
El ejercicio de un liderazgo contrahegemónico en los países dependientes es fundamental para alcanzar un grado de desvalorización y reducción de la deuda que la aproxime a su valor de mercado, ya sea por medio de la negociación, de una moratoria y suspensión del pago, o por una combinación de ambos procesos. Inversamente, la debilidad de los liderazgos nacionales y regionales, y su alineamiento con los intereses del gran capital internacional, minimizan la desvalorización y transfieren el peso insostenible de la deuda a los países de la región, mediante la desnacionalización y la profundización de la superexplotación del trabajo.
De los orígenes del endeudamiento hasta 1929
La historia de las deudas de América Latina comenzó en la década de 1820, durante los procesos de independencia de la región. Se fue imponiendo el libre comercio y a la par fueron creciendo las importaciones de textiles y artefactos militares que se financiaban con los yacimientos de plata y con las inversiones extranjeras, sobre todo británicas.
Para estimular a los inversores, los gobiernos eximieron de tributos a la explotación minera y concentraron la recaudación de impuestos en la aduana. El aumento de los gastos militares, mientras tanto, asociado a los procesos de independencia, provocó una explosión de los déficits públicos. Éstos eran sustentados por los prestamistas locales y por los préstamos internacionales. Entre 1820 y 1825 se expandieron los préstamos para la región, los primeros concedidos a naciones republicanas y fuera de Europa. Colombia, México y el Brasil imperial batieron récord en la emisión de títulos en Londres.
La depresión europea iniciada en 1826, sin embargo, restringió drásticamente el comercio británico en América Latina y las entradas de capital en el continente bajo la forma de inversiones o préstamos. En consecuencia, la insolvencia se generalizó en la región. La caída de la cotización de los títulos de la deuda externa llevó a México a intentar comprarlos por el valor de mercado, encontrándose con la negativa de los banqueros. El resultado de eso fue la moratoria de los países latinoamericanos, que duró, dependiendo del caso, de quince a treinta años. La única excepción fue Brasil, que mantuvo el volumen de su comercio exterior y continuó recibiendo préstamos externos. La renegociación de los términos de pago de la deuda sólo se haría en el contexto del surgimiento de un nuevo período de expansión de la economía mundial, en el lapso que va de 1850 a 1870.
En la nueva fase de expansión de la economía mundial fueron desarrollados tres tipos de préstamos para América Latina: entre 1850 y 1859, los recursos estaban destinados al financiamiento y conversión de las deudas antiguas para la suspensión de la moratoria, con cierto grado de desvalorización de la deuda, que varió de un país a otro; entre 1860 y 1869, se destinaron, principalmente, a finalidades militares, para cubrir los costos de la Guerra del Paraguay, favoreciendo a Brasil y la Argentina; y, entre 1870 y 1875, fueron orientados a las obras públicas, particularmente a la construcción de ferrocarriles estatales.
La crisis de la economía mundial, iniciada en 1873, generó otro período de egreso de los flujos de capitales extranjeros. La contracción del mercado internacional restringió los ingresos de los gobiernos, generando déficits públicos y la suspensión de los pagos de los servicios de la deuda externa. Hasta 1876, ocho países latinoamericanos suspendieron esos pagos. El colapso de mayor impacto en Europa fue el de Perú. Brasil, la Argentina y Chile fueron excepciones y continuaron pagando los intereses y los servicios de su deuda. La moratoria perduró hasta mediados de la década de 1880 e implicó la desnacionalización de los ferrocarriles, como forma de solucionarla. En la secuencia, entre 1886 y 1890, ocurrió un efímero boom de préstamos, sobre todo para la Argentina y Uruguay, dirigido al financiamiento de puertos, ferrocarriles y obras públicas. Su ruptura provocó la desnacionalización de sectores estratégicos de sus economías y significativas pérdidas para los acreedores. Éstos evitaron la desvalorización de parte de la deuda y contaron para eso con la disposición de la Argentina para seguir el recetario de las finanzas internacionales.
Entre 1904 y 1914, ocurrió otro auge del crédito, destinado básicamente al financiamiento de ferrocarriles, obras públicas y minería. La ruptura de la fase expansiva, durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), por primera vez en la historia de la región dejó de implicar la suspensión de los pagos de la deuda externa. Las únicas excepciones fueron Brasil, que suspendió el pago de las amortizaciones, y México, entonces inmerso en un proceso revolucionario.
La guerra estimuló la producción exportadora y elevó los superávits comerciales que, sumados al aumento de la deuda interna o, eventualmente, a la desvalorización y expansión del crédito, proporcionaron las divisas necesarias para que la región sustentara el pago de los servicios e intereses externos. Una nueva crisis de la economía mundial, entre 1920 y 1921, mientras tanto, alcanzó a la región, deteriorando sus términos de intercambio. Ésta se pudo esquivar por la vinculación creciente de América Latina a los banqueros de Nueva York. Se inició, entonces, otro auge de crédito, volcado, inicialmente, al refinanciamiento de deudas y, posteriormente, a la construcción de la infraestructura urbana (escuelas, hospitales, sistemas de gas y electricidad) y rutas, además de los ferrocarriles y puertos.
La crisis de 1929 desató la más profunda moratoria de la historia de la región, que permitió atravesar las décadas de 1930 y 1940 impulsando su desarrollo y la industrialización por sustitución de importaciones. La moratoria duró, en la mayor parte de los casos, hasta fines de la década de 1940, y dio oportunidad a renegociaciones que acarrearon profundas rebajas en el monto de la deuda. El caso más extremo fue el del México revolucionario, que redujo los intereses y el monto de la deuda en 90%. Y las excepciones fueron la Argentina, que perdió el papel de protagonista en el crecimiento económico de la región, y Haití, Honduras, Nicaragua y Venezuela.
El período estadounidense y la globalización
Solamente a partir de 1952, en el contexto de la reanudación de la expansión de la economía mundial bajo la hegemonía de los Estados Unidos, América Latina volvió a recibir préstamos. De 1956 a 1961, la región vivió un período de intensos ingresos de capital, liderados por la inversión directa extranjera, dirigidos principalmente a Venezuela –por causa del petróleo– y a México, Brasil y, más limitadamente, la Argentina, por causa de la industrialización.
El período entre 1962 y 1967 fue de egresos de capital. Se elevó el endeudamiento externo para financiar parte de esas salidas y se instauraron dictaduras militares en Brasil, en 1964, y en la Argentina, en 1966, para garantizar la reestructuración de sus economías en armonía con los intereses de las finanzas internacionales. Los préstamos pasaron a ser básicamente oficiales –bilaterales y multilaterales– y vinculados, sobre todo los multilaterales, a la aceptación de ciertas condiciones en la política económica.
En 1968 se inició un nuevo período de ingresos de capitales extranjeros, que coincidió con el comienzo de una crisis de larga duración en los países centrales que despuntó entre 1967 y 1973. Fue una crisis de sobreacumulación, que deprimió sus tasas de ganancia y se agravó con la crisis del petróleo y el reciclaje de los petrodólares en sus finanzas. Para aliviar las pérdidas, grandes volúmenes de recursos fueron desviados para apoyar los proyectos desarrollistas de América Latina, favoreciendo principalmente a Brasil y México, pero también a las importaciones de bienes suntuarios, equipamientos militares y la fuga de capitales.
El endeudamiento externo con relación al PBI saltó del 17% en 1973 al 31% en 1981. La suma de los ingresos de capital vía préstamos superó en casi cinco veces las entradas, bajo la forma de inversiones directas entre 1971 y 1981. Los préstamos cambiaron de perfil: pasaron a ser privados, contratados sin condiciones y a tasas de interés negativas, pero fluctuantes. La drástica elevación de las tasas de interés en los Estados Unidos, iniciada en 1979, invirtió, a partir de 1982, los movimientos de entradas de capitales, acentuando fuertemente los egresos y exponiendo a la región a los déficits comerciales contraídos en la década de 1970.
La moratoria mexicana, en 1982, desató un ciclo de suspensión de los pagos y atrasos en los compromisos de las deudas externas. Los países de la región llegaron a amenazar con la negociación conjunta de la deuda. Esa iniciativa tomó forma en el Consenso de Cartagena, ciudad colombiana donde en 1984 se reunieron los representantes de once países de la región, titulares del 80% de las deudas. El consenso, sin embargo, no avanzó y los países cedieron ante la ofensiva de los acreedores. Las moratorias de Brasil, en 1987, y de la Argentina, en 1988-1989, fueron breves interregnos. Predominó largamente la renegociación conservadora y los atrasos de pagos multiplicaron el endeudamiento, que alcanzó el nivel del 57% del PBI latinoamericano en 1987.
La renegociación de las deudas, entonces atravesó, grosso modo, cuatro fases distintas:
1) La que ocurrió entre la moratoria mexicana y el Plan Baker, en 1985, cuando los acreedores asumieron –con el apoyo de los gobiernos de sus países, del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Club de París– la coordinación de las negociaciones e impusieron a los deudores la negociación individual, el ajuste estructural recesivo y la garantía estatal de las deudas privadas. En los países latinoamericanos, la escasez de dólares inauguró una brutal expansión de la deuda interna como fuente de financiamiento de los intereses y servicios de la deuda externa.
2) La correspondiente al Plan Baker, hasta septiembre de 1987, cuando nuevos préstamos fueron hechos viables, eliminándose el pago de comisiones por renegociación e incluyéndose plazos y spreads más suaves.
3) La referente al Plan Baker II, entre septiembre de 1987 y marzo de 1989, que incluyó mecanismos voluntarios de recompra de la deuda con descuentos en relación al valor nominal, como forma de reducirla.
4) Y la correspondiente al Plan Brady, que pasó a priorizar las estrategias de reducción de la deuda, vinculándolas a las pautas del Consenso de Washington, para enfatizar la libre circulación de capitales y mercancías, el tipo de cambio apreciado o fluctuante, las privatizaciones, la reforma del Estado y la elevación de los intereses.
El Plan Brady y la neoliberalización
El Plan Brady, al contrario de las versiones I y II del Plan Baker, obtuvo éxito en sus propósitos de posibilitar la transición para una nueva etapa de ingresos de capitales. Para eso utilizó, como instrumento de cambio, una renegociación más política de la deuda externa.
Los Estados Unidos y el G-7 asumieron el liderazgo en la coordinación de las negociaciones e impusieron sus condiciones a los bancos privados: un menú de tres opciones, que convertía las deudas en títulos con descuento de su valor nominal, o de los intereses, o en nuevos préstamos, bajo condiciones más suaves. La contrapartida exigida por los países deudores fue la introducción de reformas macroeconómicas, que invirtieron el ajuste para crear déficits comerciales financiados por capitales externos, atraídos por la especulación cambiaria y financiera, privatizaciones y, en segundo lugar, por inversiones productivas.
La deuda fue, entonces, parcialmente securitizada por el Tesoro de los Estados Unidos, mediante la combinación de fondos del gobierno estadounidense, organismos internacionales y países deudores, y negociada en el mercado secundario, actuando como instrumento de privatización de empresas y bancos estatales latinoamericanos. Los resultados del Plan Brady favorecieron ampliamente a los grandes bancos y al capital internacional: el descuento de la deuda se restringió a un nivel más bajo que el establecido por el mercado, se tomaron medidas para su revalorización y se hizo viable un nuevo período de ingreso de capitales, que volverían a incrementarla. Entre 1990 y 1999, la deuda externa de América Latina pasó de US$ 467.000 millones a US$ 745.000 millones, saltando del 35% al 42% del PBI regional entre 1994, cuando se cerraron las negociaciones del Plan Brady, y 1999.
En esos cinco años, la deuda interna creció de manera significativa, y se convirtió en instrumento de atracción del capital extranjero, fuente de acumulación de las llamadas burguesías nacionales y de los fondos de pensión locales. El caso más expresivo es el de Brasil, en el cual ambos ya estaban más desarrollados.
El Plan Brady comenzó a dar señales de agotamiento en 1995, con la crisis mexicana – llamada “Efecto Tequila” – y en 1998, con los desdoblamientos de las crisis rusa y asiática. La crisis se generalizó en 1999, dando lugar a otro período, de salidas rápidas e intensas de capital, con las crisis de Brasil –llamada “Crisis Caipiriña”– y la de la Argentina.
La tentativa de contener los desequilibrios macroeconómicos en América Latina implicó el desembolso de voluminosos paquetes de ayuda a México, la Argentina y Brasil por parte del FMI, que quedó bajo amenaza de agotamiento financiero. Para contener esos desequilibrios se reformuló el Consenso de Washington, sustituyéndose el cambio fijo y apreciado por el fluctuante. El primero mantenía una paridad falsa entre las monedas y desvalorizaba el dólar. El segundo, durante la crisis, cuando el dólar se valorizaba, impulsó la generación de saldos comerciales para pagar el endeudamiento. Esos mecanismos, sin embargo, son insuficientes para controlar las crisis y, en los casos más críticos, llevaron al establecimiento de moratorias y a la imposición de significativas reducciones de la deuda, como en la Argentina de Néstor Kirchner, que forzó el alargamiento de los plazos de pago de la deuda pública respecto de los actores privados y el recorte de su monto en un 75%.