La expresión “Consenso de Washington” surgió de la denominación dada por John Williamson, economista e investigador del Institute of International Economics, situado en Washington, para la convergencia de pensamientos sobre las políticas públicas de los años 80, a partir de los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush. La expresión se refería a las ideas de las principales autoridades de la economía mundial con asiento en esa ciudad: la alta burocracia de las agencias económicas del gobierno de los Estados Unidos, el Federal Reserve Board, las agencias financieras internacionales, miembros del Congreso norteamericano y consultores económicos de mayor poder simbólico internacional.
Williamson resumió las tesis que fundaron el Consenso de Washington en diez puntos estratégicos: 1) disciplina fiscal; 2) prioridad del gasto público en salud y educación; 3) realización de una reforma tributaria; 4) establecimiento de tasas de interés positivas; 5) evaluación y fijación del cambio para volverlo competitivo; 6) desarticulación de las barreras tarifarias y para-tarifarias, para establecer políticas comerciales liberales; 7) liberalización de los flujos de inversión extranjera; 8) privatización de las empresas públicas; 9) amplia desregulación de la economía; y 10) protección a la propiedad privada.
Pese a haber sido establecidos durante la década de 1980, los diez principios orientadores del consenso recién comenzaron a aplicarse en forma generalizada en América Latina en los años 90, con la formulación del Plan Brady, que promovió la renegociación de la deuda externa de la región a través de la concesión de descuentos limitados sobre el monto y los intereses de la deuda pero, como contrapartida, exigía la implementación de las políticas del Consenso.
Crisis pos 1995
El Consenso pretendía proporcionar estabilidad macroeconómica, control de la inflación y crecimiento sostenido. Sin embargo, sus resultados iniciales fueron lamentables, y llevó a la crisis, a la insolvencia y el estancamiento económicos de los países de la región. El primer país afectado por la crisis fue México, en 1995. Entre 1999 y 2003, se extendió a toda la región, con impactos nacionales más significativos en Brasil en 1998, en Ecuador en 1999, y en la Argentina en 2001.
El Consenso desmanteló los superávits comerciales que la región tradicionalmente produjo de 1930 a 1980. Gracias a ellos, pudo financiar los proyectos de sustitución de importaciones y saldar parte de su endeudamiento. En lugar de los superávits, el Consenso produjo expresivos déficit comerciales y en cuenta corriente, en gran parte articulados a la internacionalización del consumo suntuario. La región se volvió dependiente de los ingresos de capital extranjero para el equilibrio de la balanza de pagos, por medio del endeudamiento externo e interno, privatización, desnacionalización de sus activos e ingresos de capital autónomo.
La apertura a la competencia extranjera, subsidiada por tasas de cambio y de intereses sobrevaluadas, y la restricción del crédito, tuvieron efectos perjudiciales sobre los segmentos de mayor valor agregado de la región como la industria y, en particular, el segmento de microelectrónica y de bienes de capital. Ello fomentó cada vez más la entrada de capitales especulativos, al mismo tiempo que se incrementaban las remesas de utilidades, intereses y los pagos de regalías, patentes y asistencia técnica.
La creciente insolvencia financiera de la región presionó fuertemente a los recursos de los organismos internacionales, cuando los egresos de capital volvieron a predominar, a partir de 1998. Esta situación llevó a la reformulación de la estrategia de conceder voluminosos paquetes internacionales de ayuda financiera para mantener los estándares de las políticas macroeconómicas latinoamericanas, iniciándose la propia revisión, en Washington, de las bases de su Consenso. Ese proceso se aceleró después de la crisis brasileña, durante el gobierno estadounidense de Bill Clinton, y adquirió carácter de urgencia con la crisis argentina, durante el gobierno de George W. Bush.
Segunda ola de reformas
No obstante, la crisis del Consenso de Washington comenzó a manifestarse, sobre todo, en la política latinoamericana. Ésta cambió de la derecha y centroderecha hacia la izquierda y centroizquierda a partir de 1998, bajo la presión de los movimientos sociales. El nacionalismo resurgió en la región y comenzaron a rescatarse las prioridades de la propiedad pública, la legitimidad del Estado nacional y los derechos sociales básicos –por medio de políticos como Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Evo Morales–, generando otro paradigma para el desarrollo en la región.
El Consenso de Washington, no obstante, sobrevive. Y se está reformulando, para penetrar en las fuerzas que emergen en la región, sobre todo en el centro y la centroizquierda, para crear una alternativa política de tercera vía que promueva una segunda generación de reformas. Éstas consisten en medidas como: 1) sustitución del tipo de cambio fijo y apreciado por el cambio fluctuante y administrado; 2) elevación del superávit primario de los gobiernos para reducir el endeudamiento; 3) mayor flexibilización del mercado laboral, para aumentar el nivel de empleo; 4) aumento del ahorro interno, por medio de la reforma de la previsión social; 5) control público de los precios en sectores no competitivos privatizados; 6) mayor transparencia en las futuras privatizaciones.
La agenda para la implantación de la segunda ola de reformas, de forma parcial o integral, ha provocado una profunda desmoralización y pérdida de popularidad por gobiernos eleictos para se contraponer al modelo neoliberal, como el de Luiz Inácio Lula da Silva, en Brasil.
El nuevo consenso se ha mostrado insostenible, por varias razones: 1) el cambio fluctuante no podrá administrarse en el caso de que se mantenga el principio de la liberalización de los flujos de capital, y llevará, en el próximo boom de esos ingresos, a la imposibilidad de sostener la balanza de pagos; 2) la elevación de los superávits primarios se ha revelado ineficaz para contener el endeudamiento, para el que sería necesaria la devaluación de la deuda, tal como lo realizó el gobierno de Kirchner; 3) la flexibilización del mercado de trabajo ha chocado con la legítima resistencia de los organismos sindicales y no ha contribuido para generar empleos, al actuar más bien como un mecanismo espurio de recuperación de las tasas de ganancia y de competitividad de las exportaciones; 4) la reforma de la previsión social no actúa significativamente en la reducción de su déficit y en la generación de ahorro interno, para ello se requiere crecimiento económico y creación de empleos, que se encuentran bloqueados por la esterilización del superávit primario en el sector financiero; y 5) los procesos de privatización, motivados por la lógica de la apropiación, por no constar en la agenda de los movimientos sociales, difícilmente ocurrirán bajo la transparencia de una lógica republicana.