Economía

La participación de América Latina en el PBI mundial, que era del 5,4% en 1950 y llegó al 6,2% en 1980, cayó al 5% en 2000. El continente, por lo tanto, entró más pobre al siglo XXI, con sus exportaciones mundiales en baja: 10% en 1950, 5,5% en 1980 y 4,9% en el año 2000. La agudización de las desigualdades alcanzó de una manera aún más severa a África, cuya participación en las exportaciones mundiales, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), cayó del 4,7% en 1980 al 1,9% en 1996. A pesar del desarrollo tecnológico, la cuestión de la pobreza relativa presenta una tendencia a empeorar: el ingreso per cápita latinoamericano, que en 1980 equivalía al 18% del de los países desa­rrollados, descendió al 13% en 1998.

Los 33 países que constituyen la región (México al Norte, doce al Sur y veinte en América Central y el Caribe), además de varios territorios pertenecientes o asociados a otros países (los Estados Unidos, Inglate­rra, Francia y Holanda), tienen en común la necesidad de superar el atraso y, en cierta forma, comparten los problemas de todo el hemisferio Sur, a pesar de sus especificidades geográficas, económicas, sociales y culturales. Todos se constituyeron como resultado de la colonización, predominantemente ibérica, a partir del siglo XVI, del sometimiento de sus nativos al trabajo coercitivo (servidumbre) y de negros africanos (esclavitud), y, en cierta forma, también de trabajadores asiáticos (coolies), éstos principalmente en el siglo XIX. Colonización, servidumbre y esclavitud fueron las principales semillas (del mal) de los frutos que la región aún recoge: concentración de la propiedad, pobreza, exclusión y discriminación social, autoritarismo, dependencia y sumisión externa, y subdesarrollo.

La inserción comercial externa del continente, que hasta la independencia era controlada por el pacto colonial, fue poderosamente impulsada por Inglaterra en el siglo XIX, época en que se consolidaba la primera Revolución Industrial. Esa nación buscaba reducir el costo de reproducción de su fuerza de trabajo (alimentos) y de su producción industrial (materias primas). El capital inglés apoyó las luchas por la independencia, la liberación de lo puertos, la eliminación del trabajo esclavo y la organización de la producción en escala, con el fin de aumentar la oferta y reducir los precios de los productos latinoamericanos, ampliando sus mercados. En grados diferenciados, por lo tanto, todos esos países pasaron de la subordinación colonial directa a una frágil soberanía política nacional. Con la revolución de los transportes, a partir de la década de 1850, los navíos do­­ta­dos de cámaras frigoríficas, a partir da déca­da de 1870, y las consiguientes reducciones de los fletes, del tiempo de exportación y de la característica perecedera de los productos exportados, se amplió la inserción de la economía latinoamericana en la mundial, con énfasis en la producción primaria.

De las bases de la dependencia a la “década perdida” 

Al examinar las principales estructuras productivas primario-exportadoras derivadas de esa inserción, Celso Furtado dedujo sus tres principales implicaciones económicas, políticas y sociales:

1) las de la agricultura tropical (principalmente en Brasil y el Caribe), con tierra y trabajo extensivos y poca tecnología;

2) las de la agricultura templada (especialmente la ArgentinaChile y Uruguay), con uso extensivo de la tierra, pero con mayor tecnificación;

3) las de la minería (principalmente México, Perú, Chile y Bolivia), con uso intensivo de capital y poco trabajo.

Estas formas de producir influyeron fuertemente en las estructuras de los mercados de trabajo, en los salarios, en la concentración de la tierra, en el papel del Estado, de las elites agrarias y del capital externo. Tales estructuras, a pesar de los cambios de apariencia debidos a la industrialización y a la urbanización, conservaron su esencia explotadora y excluyente. La raíz más arcaica de ese proceso, principalmente en Brasil –la agricultura itinerante– sigue existiendo en los días actuales bajo la forma de agronegocios.

Mientras esas estructuras se solidificaban en América Latina, una serie de hechos sumamente importantes ocurría en el resto del planeta:

• el ingreso de algunos pocos países, además de Inglaterra, a la industrialización: Estados Unidos, Alemania, Francia y Japón, con la ampliación de la competencia entre ellos y la instauración del imperialismo;

• la subordinación de todos los países al patrón oro, que provocó endeudamiento y sucesivas crisis en los países pobres en general;

• la iniciación industrial, incipiente, de algunos países latinoamericanos, como la Argentina, Brasil y México, que fue profundizando las asimetrías de desarrollo desde mediados del siglo XIX;

• la superación de Inglaterra por los Estados Unidos que, entre 1870 y 1913, asumieron el liderazgo del capitalismo mundial;

• la intensificación de la competencia y de la concentración de capitales y las disputas interimperialistas que culminaron en la Crisis de 1929.

En el período comprendido entre el crac de la Bolsa de Nueva York y el final de la década de 1970, los Estados nacionales aún disponían de considerable libertad en el manejo de la política económica y varios alteraron el patrón de acumulación, pasando de un modelo primario-exportador a otro de industrialización. Hasta 1937, como los países industrializados –especialmente los Estados Unidos– estaban muy afectados por la Gran Depresión, dos grupos de países actuaron de manera diferente: los de América del Sur (con excepción de Ecuador y Venezuela) y México, sobre todo este último, y Brasil reaccionaron rápidamente, practicando políticas efectivas de corte keynesiano y políticas de industrialización; y la mayoría de los demás países solamente adoptó mecanismos proteccionistas mucho después, atrasando y debilitando sus procesos de industrialización.

Después de eso, aprovechando los perío­dos en que los Estados Unidos se vieron obligados a dar prioridad a otras regiones, los Estados latinoamericanos promovieron la industrialización, sobre todo por la sustitución de importaciones. Eso ocurrió desde 1937 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial y en el período comprendido entre 1947 y 1955 –cuando los Estados Unidos privilegiaron la reconstrucción europea y japonesa, y tuvieron que precaverse de las consecuencias de las victorias del Ejército soviético y, más tarde, de Mao Tsé-tung, en China–. A partir de ese momento, la extroversión internacional del capital privado –primero de los Estados Unidos y después de Europa y de Japón– hizo que coincidieran sus intereses con los de los principales países de la región, en términos de inversiones directas y financiamiento, facilitando el avance de la etapa llamada “fácil” de la industrialización.

En las décadas de 1960 y 1970, además de la recaída autoritaria y de varios golpes de Estado de derecha, la región tuvo que enfrentarse con dos problemas cruciales: la necesidad de ampliar las exportaciones y diversificar la estructura de su pauta de productos, dado el crónico problema de financiamiento de largo plazo y de balanza de pagos; y la necesidad de proseguir con la industrialización. Para lograrlo, los principales Estados de la región tomaron a su cargo importantes inversiones de infraestructura y crearon industrias básicas, principalmente destinadas a la exportación de insumos básicos y de productos agroindustriales. Los estrechos límites económicos internos y las enormes facilidades, en aquel momento, ofrecidas por el capital financiero internacional llevaron, mientras tanto, a un pesado esquema de endeudamiento externo. El elevado ritmo de la producción y del empleo avaló políticamente la conducción de esa política económica, que todavía intentaría, entre 1975 y 1977, dotar de continuidad a ese proceso.

Los Estados Unidos, que en 1971 habían desvinculado al dólar del patrón oro, a partir de fines de 1979 elevaron brutalmente su tasa de interés, causando el mayor estrago económico colectivo del que se tenga memoria: quebraron financieramente casi todos los países subdesa­rrollados y algunos socialistas; atrajeron para su territorio una inmensa masa financiera –principalmente de Alemania y de Japón– para financiar sus desequilibrios fiscal y comercial, fortaleciendo al entonces desacreditado dólar y propiciando la reanudación de la hegemonía norteamericana, recuperada a medida que la crisis del sistema socialista se profundizaba.

De esa forma, “el sueño terminó”. Es decir, en la década de 1980, el continente pasó de la euforia del elevado crecimiento a la severidad de la crisis de la deuda externa, con una drástica reducción de inversiones públicas y privadas y del financiamiento externo, con crisis estructural en la balanza de pagos, mediocre crecimiento y elevada inflación. La característica central de toda la década fue el irrealizable cumplimiento de los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y las infructuosas políticas de estabilización. La deuda externa creció como bola de nieve, duplicando los ya altos niveles anteriores, contaminando críticamente las finanzas públicas e incapacitando al Estado para el ejercicio de la política económica. Es justo, por eso, denominar a esa fase “década perdida”.

Ajustes y reformas neoliberales 

Concluida parte de la reestructuración productiva de la tercera Revolución Industrial en los países centrales, aún en la década de 1980, sus empresas transnacionales (ET) comenzaron a reestructurar sus sistemas en la periferia. Pero para ello tuvieron que enfrentarse a Estados nacionales soberanos que podrían dificultar esa reorganización. Contaban, mientras tanto, con un poder mayor, el de sus propios Estados Nacionales o de bloques, como la Comunidad Económica Europea (CEE), por ejemplo. Por otro lado, las ET –principalmente los bancos acreedores– disputaban el “reordenamiento” financiero de los deudores, lo que ya estaba haciéndose mediante las “renegociaciones” de la deuda externa y de algunas liberalizaciones en el sistema financiero de algunos países. Las reformas se exigían, de acuerdo con Braga (1997), también para adecuar la periferia a los dictámenes derivados de la financierización de la riqueza, fenómeno que se inició ya al final de los años 1960.

Ya sea por presiones directas del gobierno de los Estados Unidos, o indirectas (vía FMI/BIRD –Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo–), los países centrales impusieron a los deudores políticas neoliberales, transplantando a la periferia el llamado Consenso de Washington. Tales políticas consistieron, sintéticamente, en la privatización de empresas estatales y en las reformas del Estado, del sistema financiero, de las relaciones de trabajo y de la previsión social, con privatización de activos públicos, desregulación del capital extranjero y apertura comercial, causando perversos efectos estructurales, económicos y sociales.

El argumento (ideológico) central consistió en que la periferia necesitaba modernizarse, orientándose hacia el Primer Mundo y abriéndose a la competencia internacional para ganar mayor eficiencia y competitividad. Es decir, de acuerdo con Cano (1995 y 1996), el imperialismo volvía a actuar, de una manera más sutil, camuflado de “nueva modernidad”. La “inevitabilidad” de la globalización constituyó, así, el (falso) lastre político con que muchos gobiernos y elites periféricas aplicaron las nuevas reglas de juego.

La liberalización comercial, la mayoría de las veces, ha representado para los países de América Latina una torcedura de brazo que un gigante (los países desa­rrollados) le infligió a un enano (los países subdesarrollados). Inglaterra propuso la “liberalización” de los mercados recién a partir de la segunda década del siglo XIX, después de consolidada su hegemonía (productiva, tecnológica, monetaria, financiera, comercial, militar y política), es decir, cuando solamente podía ganar con la apertura (y expansión) de los mercados. En el último cuarto del siglo XIX, cuando en los países avanzados maduraba la segunda Revolución Industrial, no necesitaban pedir la apertura de nuestros mercados, porque ellos simplemente ya estaban abiertos. Aún en aquella época, la apertura de los mercados desarrollados siempre fue restringida, controlada y protegida, aunque nuestra producción no compitiera con la de ellos. Actualmente, la prédica liberal de los países desa­rrollados a favor de la apertura comercial convive con el proteccionismo de esos países, a veces encubierto bajo la forma de infranqueables “requisitos”, o barreras formales o informales, como la restricción “voluntaria” o el convencimiento.

Son muchos los ejemplos de “cierre” comercial: la carne bovina argentina, durante más de tres décadas, no pudo ingresar a los Estados Unidos; el jugo de naranja brasileño paga la extorsiva tasa de US$ 450 por tonelada; el acero latinoamericano sufre la imposición de cuotas; la banana latinoamericana, hasta hace poco, sufría una sobretasa del 25% en la CEE si superara su cuota.

No es difícil entender por qué los países subdesarrollados y, en este caso, América Latina, tienen una participación decreciente en el producto mundial. En virtud del debilitamiento del Estado nacional, la periferia volvió a ser un verdadero “paraíso” para la acción de las empresas transnacionales (ET), que monopolizan las decisiones, principalmente en términos de: dónde, cuánto, en qué y cómo invertir. En general, sus inversiones han sido de porte medio, sin horizonte de largo plazo y mayoritariamente dirigidas al sector de servicios, que no genera exportaciones.

La reestructuración de la periferia comprende no sólo modificaciones en sus fábricas preexistentes, sino también la compra de activos nacionales (públicos o privados) y la desnacionalización o el cierre de fábricas. Y está causando serios problemas en los países subdesarrollados: obsolescencia forzada de equipamientos, desempleo de trabajadores (calificados o no), precarización de contratos de trabajo, gran sustitución de insumos nacionales por importados y enorme reducción del número de pequeños y medianos proveedores y prestadores de servicios. En síntesis, las reformas neoliberales satisfacen casi exclusivamente los intereses de esas empresas, excluyendo del horizonte las posibilidades de crecimiento alto y desa­rrollo sustentado.

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Procesamiento de bananas en una plantación en Guayaquil, Ecuador (Difusión/Puerto de San Diego)

Ajustes y reformas estructurales 

A partir de 1989-90, además de la persistencia de la crisis financiera y del bajo crecimiento de los países desarrollados (salvo los Estados Unidos), el mundo asistió a la implosión del campo socialista y a la sustancial caída de las tasas de interés. El imperialismo necesitaba, por lo tanto, emplear el capital ocioso, y, con ese fin, era necesario “ordenar” la periferia para: 1) concluir las renegociación de sus deudas, colocar en mejor posición a los acreedores y posibilitar un nuevo período de reendeudamiento; 2) derrotar a la inflación y reducir el riesgo del capital extranjero; 3) introducir las reformas liberalizadoras, principalmente abriendo los mercados de bienes, servicios y capitales y flexibilizando las relaciones trabajo/capital.

Los ciclos de las reformas y de los ajustes no son iguales para todos los países. En Chile y la Argentina, por ejemplo, se anticiparon. El primero hizo su reforma entre 1973 y 1979. La Argentina también hizo su primera tentativa neoliberal entre 1976 y 1979. La crisis de la deuda postergó esos y otros intentos. Aunque se hayan intentado reformas parciales en la década de 1980, fue a partir de 1989-90 que la mayor parte de los países latinoamericanos implantaron las políticas neoliberales. El proceso de reformas, sin embargo, se contrajo a partir de 2000-2002, por un lado debido a que las que más le interesaban al capital privado internacional –privatizaciones, apertura comercial y financiera– ya habían sido prácticamente concluidas, y, por el otro, en razón del prolongado estancamiento (1999-2003) y de los descontroles cambiarios y financieros, que provocaron serias crisis políticas en varios países. Después de 2002, las reformas aún en proceso –salvo la del trabajo y la sindical– se pueden describir más como ajustes marginales (principalmente las tributarias) que como reformas propiamente dichas.

Reformas comerciales, cambiarias y financieras

Los planes de estabiliza­ción adoptados por la mayoría de los países tenían similitudes y diferencias en relación con los aplicados en la década anterior. Las similitudes eran restricción salarial, monetaria y crediticia, y tasas de interés elevadas, además de ajuste fiscal para eliminar el déficit público. La diferencia esencial fue el cambio, que, al contrario de antes (con devaluaciones para estimular las exportaciones), fue revaluado, constituyéndose en una palanca para estimular importaciones y contener precios. Los cortes de gastos públicos respondían al objetivo principal de acomodar la masa creciente de intereses internos y externos. Además del cambio barato, la política antiinflacionaria se fortaleció mediante la liberalización del comercio exterior (con disminución de barreras administrativas, tarifarias y no tarifarias, abaratando aún más las importaciones y, con eso, presionando hacia abajo los precios de los productos similares nacionales – los “transables”–). Eso convertía en innecesario el congelamiento o el control de los precios.

El nuevo ajuste no tuvo el propósito de contener la demanda interna y generar excedentes exportables. La demanda pública, al contrario, fue contenida en función del propósito de reducir el tamaño y la acción del Estado y alargar el espacio para los crecientes intereses; la conten­ción salarial, usada para disminuir presiones en los costos públicos y privados; la elevación de los intereses internos, usada no tanto para contener la inversión privada y sí para atraer capital extranjero, imprescindible para financiar el gran aumento de las importaciones y el servicio de la deuda externa, ahora forzoso debido a los acuerdos de renegociación. Sin embargo, el recetario neoliberal prometía no sólo estabilidad, sino también crecimiento. Pero, para eso –alegaban–, serían necesarias nuevas medidas “modernizantes”, que traerían mayor eficacia al sector público y al privado.

Las reformas comerciales y cambiarias fueron las que más se generalizaron. Aplicadas desde 1973 en Chile y desde 1976 en la Argentina, gracias a los respectivos golpes militares, llegaron a México y a Bolivia en 1985 y, a partir de 1988, a los demás países. Consistieron en drásticas reducciones de tarifas y de barreras a las importaciones (y a las exportaciones), simplificaciones de los sistemas tarifarios, liberalización y unificación de mercados de cambio, con tasas (fijas en algunos y fluctuantes en otros) administradas o en reducidas “bandas de variación”. Aunque la reducción tarifaria haya sido acentuada, algunos países –como Chile, México y la Argentina– introdujeron, en leyes o acuerdos internacionales, dispositivos proteccionistas a la actividad agropecuaria. Sin embargo, con cada crisis más severa –por ejemplo, Chile y la Argentina entre 1981 y 1983, Venezuela en 1994, Argentina y México en 1995, Brasil en 1995-96, 1997 y 1999–, las liberalizaciones sufrieron algunas suspensiones o retrocesos temporarios.

Las reformas financieras también se iniciaron antes: a partir de 1985 en Uruguay, de 1988 en Brasil, en Costa Rica y en Paraguay y de 1989-90 en los demás. Consistieron en introducir las principales modificaciones ocurridas en el mercado financiero internacional, como mercados a término, futuros, de securitización, etc.; dotar al Banco Central de independencia frente al Poder Ejecutivo, lo que no ocurrió en todos los países; reformular las instituciones internas (Banco Central, instituciones financieras, Bolsas de Valores), con el objetivo de agilizar las operaciones financieras internas y externas, disminuir los encajes sobre depósitos, liberalizar intereses, reducir el crédito “dirigido” y o subsidiado y promover la internacionalización de los sistemas financieros nacionales. Sólo después de varias falencias en cada crisis, las reformas incluyeron, tardíamente, medidas de refuerzo y algún perfeccionamiento de la fiscalización. Las crisis recientes tuvieron, por lo tanto, alto costo en términos de recursos gubernamentales destinados a socorrer a esas instituciones: en los casos de Brasil, Bolivia y Paraguay costaron cerca del 5% del PBI; en México, el 10%, y, en Venezuela, el 13%.

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BM& FBovespa en la sesión de la Bolsa en São Paulo, en febrero de 2015 (Rafael Matsunaga/Wikimedia Commons)

Control fiscal y propiedad intelectual 

Las demás reformas se intensificaron a partir de 1990, aunque alguna que otra se haya iniciado antes en algunos países. Las tributarias se centraron en la simplifica­ción fiscal, con la reducción de gravámenes al comercio exterior y la reducción de impuestos directos para empresas y personas. Fueron implementadas con la clara intención de disminuir la imposición para atraer inversiones externas directas y de cartera y mantener la regresividad fiscal. La Argentina, Brasil, Ecuador y Perú promulgaron Leyes de Responsabilidad Fiscal, creando una rígida disciplina presupuestaria en todos los niveles de gobierno. Además de ésas, varios gobiernos instituyeron Leyes de Transparencia, para intentar de esa manera combatir la desobediencia pública y la corrupción.

Pieza fundamental fue la liberalización de la entrada y salida de capital extranjero, para el que fueron funcionales, además de las reformas financieras y de los mercados de valores, otras medidas como la san­ción de Leyes de Patentes, Leyes sobre la Propiedad Intelectual y varios Acuerdos de Garantía de Inversiones, eliminación (total o parcial) de restricciones sectoriales para focalizar inversiones, y otros. Las excepciones fueron Chile y Colombia, que crearon algunos controles para limitar el movimiento de esos capitales. Chile prácticamente los eliminó después de la crisis financiera de 1999 y Colombia anunció su eliminación futura. Pero recientemente, los Estados Unidos propusieron el Acuerdo Multilateral de Inversiones, agendado para ser sometido a la Organización Europea de Cooperación y Desarrollo (OECD) en abril de 1998, que representaría para el país que lo firmara la abdicación de cualquier control sobre las inversiones externas, concesión de derechos absolutos y privilegiados, no intervención y, conforme al artículo de Tavares (1998), sustentación jurídica por las instituciones del país inversor.

Achicamiento del Estado y reforma patrimonial 

En las reformas de la administración pública, las propuestas perseguían el achicamiento del Estado, vía privatizaciones, el fin de los monopolios públicos, descentralización fiscal y de servicios, desregulaciones, desburocratiza­ción, transformación, fusión y eliminación de órganos públicos, toma de decisiones por “agencias”, despido de funcionarios y reducción de sus derechos. El discurso, aquí, fue el de la búsqueda de mayor “eficacia”, como la (supuesta) del mercado. Esas reformas completaron las intenciones de cohibir la acción del Estado en el manejo nacional responsable de la política económica.

La reforma patrimonial del Estado (privatizaciones de activos públicos) creció después de 1989, pero sus metas fueron limitadas por razones estratégicas, como en el caso del cobre chileno –sólo fue parcialmente privatizado–, que generaba el 50% de las divisas del país y un ingreso parafiscal importante; o también político-institucionales, en el caso del petróleo (como en México, por exigir reforma constitucional y por el difícil momento político de 1994-97). Hasta el momento, la reforma más radical fue la de la Argentina. El acceso a activos públicos también ocurrió vía concesiones para explotación de servicios públicos, como correos, aeropuertos, autopistas, ferrocarriles, telecomunicaciones, etc. Un área de interés creciente ha sido la de los bancos e instituciones financieras, principalmente durante ese tormentoso período de crisis financieras que fue creciendo desde 1994-95. Por varias razones, como las crisis políticas, la crisis energética en Brasil y el elevado volumen de privatizaciones realizadas hasta 1999, ese proceso prácticamente se agotó a partir de 2001, limitándose a casos aislados en algunos países.

Uno de los problemas serios que resultaron de las privatizaciones fue el de las regulaciones que deberían haberse establecido previamente para controlar a los monopolios ahora privatizados. Las regulaciones ex-post –vía agencias– sufrieron fuerte influencia de los nuevos dueños y, en general, llegaron después de haber sido “destrozada” la puerta. Esas transacciones, por otro lado, fueron realizadas con el apoyo de importantes mecanismos para el inversor privado, como el uso de títulos de deuda pública –principalmente de la deuda externa– devaluados en los mercados, pero aceptados por el valor nominal o con algún descuento, lo que representó enormes ganancias adicionales para los compradores.

La mayor parte de las transferencias patrimoniales, por otro lado, fueron llevadas a cabo a “precios de ocasión”, lo cual desmentía el falso discurso de que el Estado “necesitaba de esos recursos para saldar sus deudas”. No es extraño que el Estado aumentara las tarifas y precios públicos de esas empresas, además de realizar en ellas importantes inversiones, antes de formalizar la privatización, aumentándoles potencialmente las ganancias. Muchas, aún así, empeoraron el servicio prestado y algunas tuvieron que ser reincorporadas al acervo público (como, por ejemplo, las autopistas mexicanas). A pesar del valor promedio ajustado con las privatizaciones entre 1990 y 2001 –cerca del 1,4% del PBI acumulado en el período–, eso está muy por debajo del volumen de los intereses de la deuda pública (interna y externa) y, por lo tanto, aquel argumento no se sostiene. Sin embargo, representó parte importante de la inversión extranjera directa, habiendo sido, el total acumulado entre 1988 y 1995 del 45% en la Argentina, del 80% en Perú y del 31% en Venezuela. Según datos de­ la CEPAL, entre 1990 y 2001, el total de las privatizaciones en América Latina alcanzó un valor aproximado equivalente a US$ 185.000 millones.

Reforma previsional y laboral 

La reforma de la Previsión Social, ya concluida en siete países y en tramitación en otros, tiene como base la suposición de que los sistemas preexistentes (de reparto) se han vuelto inviables, con déficit creciente, pues sobrecargan el presupuesto público y aumentando la incertidumbre sobre su capacidad de pago en el largo plazo a los beneficiarios. Se incluyen en el campo de esas reformas la reciente institución (o alteraciones) del seguro de desempleo. Las propuestas –pensiones e invalidez– van en dirección de sustituir el sistema de reparto por uno exclusivo de capitalización, en Chile, o uno mixto, en la Argentina y Colombia, por ejemplo. Evidentemente, entre sus objetivos, se encuentran también los de “homogeneización” de beneficios y de criterios, además de su privatiza­ción, aunque bajo la tutela del Estado. Sus efectos concretos, mientras tanto, van más allá de disminuir o retirar derechos a los trabajadores públicos y privados.

A pesar de la legión de entusiastas del sistema de capitalización, éste es muy complejo y conlleva riesgos. Para que tenga éxito, es necesaria una buena dinámica de crecimiento de largo plazo de la economía, a fin de que –en teoría– las empresas beneficiadas por las inversiones de los llamados Fondos de Pensión presenten rentabilidad “normal” a largo plazo, y que los títulos públicos por ellos adquiridos tengan también liquidez y rentabilidad. Todo ello, sin embargo, no basta, puesto que ese sistema también exige creciente incorporación de nuevos contribuyentes, esto es, de nuevos trabajadores formales. Para que el trabajador, al final de su vida contributiva, tenga una pensión de valor igual a su salario de contribución, éste tendrá que crecer en términos reales. No son ésas, sin embargo, las perspectivas proyectadas en el horizonte latinoamericano, que ha presentado crecimiento bajo, alto desempleo, caída de los salarios reales y creciente precarización e informalidad del trabajo. La experiencia chilena es aún reciente para ser tomada como parámetro, tanto para los períodos de alta rentabilidad de los Fondos (en los años de alto crecimiento y alta rentabilidad privada) como en los años malos (crisis, recesión, etc.), que pueden –como en los sistemas públicos– presentar temerarios déficit. A propósito, Uthoff muestra la necesidad de un aumento anual real de los salarios de 1,5% y de 1,7% en la tasa de empleo para la estabilidad del sistema en América Latina.

Las reformas de las relaciones de trabajo (contrato de trabajo y relaciones sindicales) se iniciaron en 1990 –salvo en Chile, que las inició en 1981– y tienen como fundamento la reducción de los costos laborales (reducción de la jornada con reducción de salario), de cargas sociales, del costo de despido –que fue realizada en mayor número de países–, ruptura de la estabilidad y flexibiliza­ción legal para contratos temporarios. Es comprensible que la resistencia política a ese tipo de reformas sea importante en los países de América Latina, y tal vez sea por eso que su proceso ha sido lento y gradual. Es lamentable el contenido claramente ideológico y oportunista de gobiernos, empresarios y líderes sindicales de derecha, cuando afirman que con la legalización de los contratos temporarios de trabajo el empleo aumenta. La realidad es que esos cambios llevan a una precarización aún mayor del mercado de trabajo, con salarios menores, pérdida de derechos y tiempo de ocupa­ción disminuido. Venezuela contrasta con la mayor parte del continente respecto de ese requisito, desde que introdujo en su Constitución la universalización de la seguridad social y amplió las garantías de los derechos de los trabajadores.

Intereses y metas de inflación 

La espiral inflacionaria llevó a que los precios al consumidor crecieran en América Latina del 364% en 1988 al 1.680% en 1990. A partir de 1991 se implantaron, con éxito, políticas de estabilización. En ese año, el alza de los precios cayó al 199%, con el programa de la Argentina. Pero volvieron a subir, alcanzando el 877% en 1993, y a caer, llegando al 26% en 1995, con el programa brasileño. A partir de ese momento, la inflación anual ha oscilado en torno al 10%. La mayoría de los actuales procesos de estabilización, sin embargo, no ha podido eludir la trampa representada por la revaluación cambiaria y se sobresalta con las crisis de la balanza de pagos o con los ataques especulativos. Esa inestabilidad implícita desencadenó las crisis explícitas de México (1995-97 y 1998-2000), Venezuela (1993-99 y 2002-04), Ecuador (1994-2000) y Brasil (2001-03). Los principales mecanismos utilizados en esos programas fueron (y muchos aún siguen siéndolo):

1) Intereses reales elevados, mucho más altos que los del mercado internacional. Después de una pequeña baja, entre 1991 y 1994, las crisis impulsaron una nueva tendencia alcista en 1994-97 y 1998-2003. La tasa brasileña fue la más alta de la región.

2) Drástico control de la expansión de la moneda y del crédito. Mientras tanto, el alto volumen de entrada de capital extranjero hasta el año 2000 implicó un fuerte aumento de la liquidez real, aumentando el crédito privado y anulando parte de los efectos de la política monetaria. Sin embargo, el crédito interno en el sistema bancario continúa fuertemente constreñido en varios países, principalmente en Brasil, donde representa hoy cerca del 25% del PBI.

3) Cambio revaluado: considerando como igual a 100 el promedio de 1987-90, en el cálculo de Uthoff (1997), había tasas de cambio reales efectivas (para exporta­ción), en 1997, de 51 para Perú, 55 para Brasil, 70 para la Argentina, 72 para Colombia, 83 para Chile y 85 para México (gracias a la devaluación de 1995, con la crisis). Sin embargo, la crisis de 1999 obligó a fuertes devaluaciones en varios países, pero la Argentina, México y Venezuela aún presentaban acentuadas revaluaciones acumuladas. En términos medios regionales, el cambio real efectivo siguió creciendo, hasta mediados de 2003.

4) Presupuesto fiscal: pocos países aumentaron los ingresos en proporción al PBI y varios cortaron gastos –principalmente en personal, cuestiones sociales e inversiones–, lo que ocasionó una disminución acentuada de los déficits. Al confrontar los déficits observados durante la década de 1980 y los primeros años de la de 1990, vemos que cayeron mucho. Pero a partir de 1994-95, en los diecinueve países que informaron sus cuentas, el déficit volvió a crecer en trece, y, en 1998-99, todos volvieron a ser deficitarios, creciendo la relación deuda pública/PBI, que pasó de 37% en 1997 a 56,3% en 2003. El efecto conjugado de esas medidas alcanzó sus objetivos: los intereses elevados atrajeron capital externo y el cambio revalua estimuló fuertemente las importaciones, anclando los precios internos.

5) Debido a los cánones de la nueva “ciencia monetaria”, la institución de metas de inflación se diseminó en varios países. Eso tejió un verdadero chaleco de fuerza alrededor de la política económica, reduciendo el crecimiento y restringiendo los demás parámetros de la moneda y del crédito.

Balances de las cuentas y deuda externa 

La participación de América Latina en las exportaciones mundiales, que cayó al 4,5% en 1990, volvió a subir del 5% al 6% en los últimos años. Gracias a las crisis en algunos países, y a los mejores precios de exportación en otros, las exportaciones crecieron, entre 1990 y 1999, a la tasa promedio anual de 9,1%, pero las importaciones alcanzaron el 12,6% (15,8% en 1990-97), alterando radicalmente el signo de la balanza comercial de casi toda la región. La principal fuente del desequilibrio fue el colosal aumento de las exportaciones de los Estados Unidos hacia América Latina, que pasaron de US$ 35.000 millones en 1987 a US$ 191.000 millones en 1998. En 1998-99, el ímpetu importador fue en parte contenido por la recesión y por las devaluaciones, pero en el año 2000 el desequilibrio retornó a varios países.

Para el conjunto de los veinte principales países capitalistas latinoamericanos, el déficit acumulado en transacciones corrientes, entre 1989 y 2001, sumó US$ 550.000 millones –cerca del 2,9% del PBI acumulado en el período–, mientras que la deuda externa saltó de US$ 453.000 millones a US$ 724.000 millones; las exportaciones crecieron el 164%, pero las im­portaciones aumentaron el 240%. En el mismo período, en Brasil, por ejemplo, el PBI creció el 26,4%, las importaciones se elevaron un 203% y las exportaciones, en tan sólo el 69%. El déficit en transacciones corrientes acumuló US$ 177.000 millones.

Entre 1999 y 2004, nuevas crisis y deva­luaciones sacudieron a Brasil y la Argentina y revirtieron el cuadro, aumentando las exportaciones y reduciendo drásticamente las importaciones. Sin embargo, las exportaciones tuvieron excepcional expansión, no sólo gracias a esos factores, sino también, principalmente, debido a la notable expansión de la demanda de China, que benefició fuertemente a la Argentina, Brasil, Chile y Perú, mientras que la competencia sobre sus productos en el mercado de los Estados Unidos perjudicaba a las exportaciones de México y América Central. Sin embargo, aunque la relación intereses de la deuda externa/exportaciones de bienes y servicios haya bajado en promedio del 21,6% en 1991 al 12,7% en 2002, se mantuvo en escalones más elevados para la Argentina (29,3%) y Brasil (21,1%), y giró en torno al 14% para Colombia, Ecuador, Nicaragua y Perú. De esa manera, el déficit del balance en transacciones corrientes (en US$ miles de millones) pasó de 9 en 1989 a 47,7 en 1994, ocasionando la quiebra de México y el estremecimiento de Argentina, que participaban, respectivamente, con el 62% y el 20% de aquel valor. En 1995 y 1996, con las crisis mexicana y argentina, y con la revaluación del real brasileño –con la consiguiente devaluación de la moneda argentina frente al cambio brasileño– aquel valor retrocedió al 32,2 y al 35,5 en esos años, pero con un nuevo país quebrado, Brasil, cuyo saldo pasó de un valor positivo de 1,6 en 1989 al 18,0 negativo en 1995, al 24,3 en 1996, al 33,4 en 1997 y al 33,0 en 1998, escalada que solamente disminuyó a partir de la devalua­ción de 1999 y de la crisis que se extendió hasta 2003.

Integración continental y nuevas perspectivas 

Como México, en 1994, pasó a formar parte del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), con los Estados Unidos y Canadá, es necesario analizar separadamente el comercio latinoamericano, incluyendo y excluyendo el país. De esa manera, entre 1995 y 2003, las exportaciones mexicanas crecieron el 107% y sus importaciones el 135%, mientras que considerando el conjunto de América Latina, excluyendo a México, las exportaciones crecieron solamente el 40% y las importaciones –fuertemente afectadas por las crisis de 1997 y 1999-2003–, el 16%. Considerando el período 1997-2003, las exportaciones y las importaciones crecieron, respectivamente, para México, el 49% y el 55%, mientras que para el continente (sin México) las cifras fueron del 19% y del -14%. Al analizar las relaciones “de riesgo”, como la deuda externa bruta/exportaciones, se constata una “sustancial” mejora: para el resto de América Latina y para México, pasó, respectivamente, del 4 y 2,6 en 1990 al 3,7 y 1 en 1999 y 2,8 y 0,8 en 2003.

Con la creación del Mercosur, las ventas intrabloque crecieron sustancialmente, pasando, en US$ miles de millones, de 4 a 20 entre 1990 y 1998. Cayeron con la crisis, y se recuperaron sólo en 2004. El Mercosur padece de problemas serios para darle continuidad y profundizar la integración entre los países miembros (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay) y asociados (Chile, Bolivia, Perú, Colombia y Venezuela), dada su heterogeneidad interna en términos estructurales (producción, ingreso, política tributaria, salarios, etc.), que dificulta la evolución hacia una asociación tipo mercado común. Cada crisis o (des)valorización cambiaria en la Argentina o en Brasil genera fuertes variaciones, en más o en menos, en los flujos y en el sentido de sus saldos, mostrando la fragilidad del bloque. La expansión de los intercambios ha sido incapaz de superar la barrera del 20% al 25% del volumen total exportado por sus miembros, que siguen teniendo en el resto del mundo mercado para cerca del 80% de sus exportaciones.

Hoy, sólo el 23% de las exportaciones del Mercosur tiene como destino países latinoamericanos y, excluyendo a México, esa participación cae al 22%. Sin considerar nuevamente a México, sólo el 14,5% de las exportaciones del continente son intracontinentales. Las dificultades para alcanzar una mayor integración de América Latina son conocidas, pero algunos hechos políticos han ampliado los merca­dos y generado muchas esperanzas. El cambio acentuado de la política externa brasileña a partir de 2003, negociando de manera vigorosa con China, India, Rusia, la Comunidad Sudafricana, varios países árabes y, sobre todo, con América del Sur, ya produjo resultados, y contrapone la propuesta de una Asociación Sudameri­cana de Libre Comercio (Amercosur) a los intereses norteamericanos en torno a la Asociación de Libre Comercio de las Américas (ALCA).

La sangría financiera externa (transferencia líquida de recursos) acumuló un valor negativo de US$ 195.000 millones entre 1980 y 1991. Se vuelve positiva, no sólo por causa de las desregulaciones, sino principalmente por las enormes posibilidades de ganancias fáciles de privatizaciones, desnacionalizaciones y especulaciones en los mercados de valores: en 1992-93, pasó de un promedio anual (en US$ miles de millones) de 29, a 15 en la crisis de 1994-95, subió a 25 entre 1996-98, se volvió negativa (-1) en 1999-2000, y se desbarrancó hasta (-36) en 2002-03, con los desastres de la Argentina, Brasil y Venezuela.

La apuesta (equivocada) de los actua­les ajustes consiste exactamente en eso: cubrir, durante algunos años, con fuertes entradas de capitales, el déficit causado por la cuenta de transacciones corrientes y las amortizaciones de la deuda. La desregulación de los flujos de capital extranjero facilitó tal situación, pero padece de varios problemas serios, de volatilidad e inestabilidad –que pueden surgir en cualquier momento en los países de origen o de destino– derivados de movimientos cíclicos bruscos o especulativos, que causan fugas imprevistas y problemáticas. Por otro lado, pueden causar serios problemas en la conducción de la política económica,­ en términos de rupturas de esquemas de financiamiento, variaciones abruptas de las tasas de cambio y de interés, etc. Además de eso, la desregulación impide cualquier control sobre la distribución sectorial (productiva o financiera) o regional del capital, sobre su tiempo de permanencia, o sobre la estructura de su aplicación (cartera, inversión productiva, etc.).

Por otro lado, gran parte de las inversiones realizadas aquí en el período posreformas estaba vinculada a operaciones con deuda externa, privatizaciones y transferencia privada de propiedades, lo cual aumentaba el grado de desnacionalización de la economía y tenía poca incidencia en la ampliación de la capacidad productiva. Muchas, en los esquemas de privatización, se vincularon a los sectores prestadores de servicios (bancos, telecomunicaciones, etc.), que, en general, no generan exportaciones, pero remiten intereses y ganancias al exterior. La gran excepción ha sido México –con inversiones predominantes en la industria, debido a su ingreso al NAFTA– y algunos países dotados de recursos minerales, que han recibido inversiones en minería y petróleo.

Para la región, ese cuadro implica abdicar de la propia soberanía en la fijación de los rumbos del crecimiento y la transforma­ción. Muchas de esas inversiones subordinan otras –muchas veces públicas– de apoyo logístico (infraestructura, por ejemplo) a ellas. Además de eso, para instalarse en un país las ET han realizado verdaderas subastas de localización, cuyo premio para ellas es un formidable conjunto de incentivos –principalmente tributarios, financieros y de infraestructura–, que superan en valor muchas veces al propio monto de la inversión originaria; para el sector público del país receptor, eso agrega algunos huecos más a las cuentas públicas y lleva a recortar aún más los gastos.

Antes de esas reformas, en la mayoría de los países, los proyectos de inversión (públicos o privados) se analizaban sólo por sus efectos directos e indirectos sobre el empleo, la balanza de pagos, o el uso de insumos y equipamientos nacionales y la generación de impuestos. Hoy ya se pueden constatar los efectos negativos de las nuevas prácticas: los países pasaron a importar muchos más insumos y bienes de capital que antes, las cadenas de producción nacional fueron desestructuradas, los empleos creados son mínimos y los impuestos generados, en gran parte, son devueltos como incentivos a la inversión.

El coeficiente de inversión bruta fija, a pesar de los elevados déficits en transacciones corrientes –el “ahorro del exterior”– y del financiamiento externo, jamás recuperó el promedio de 27,6% verificado en 1980, osciló durante la “década perdida” en torno al 19%; subió a 19,5% en 1991-93, y permaneció alrededor de esa cifra en el resto del período reciente. Después de 1989, sólo Chile, dentro de los principales países de la región, presentó un promedio anual poco mayor que el de la década de 1980.

Las principales razones de ese deficiente desempeño son: los elevados intereses internos que la mayoría de los países practica; la propia dinámica del modelo actual, que es de bajo crecimiento promedio e intrínsecamente importador; la drástica reducción de la inversión pública, que con eso disminuye sus efectos emuladores de la inversión privada y la dinámica de crecimiento sectorial de la economía, pero centrada en la agricultura y los servicios (con menor exigencia de capital) que en la producción de bienes.

Examinada la inversión bruta fija en sus dos componentes principales (construc­ción y máquinas y equipamientos), las series a precios constantes de 1995 muestran que el ítem construcción está aumentando su participación en la inversión total: del 49% en 1980, subió al 58% en 1990, y osciló en torno al 60% entre 1990 y 2002, reduciendo fuertemente su participación el ítem máquinas y equipamientos. Brasil parece uno de los casos más graves, dado que ese ítem, que representaba cerca del 53% del total en 1980, cayó al 36% en 1990, oscilando entre ese año y 2002 en torno al 26%. Sin embargo, esos datos presentan en la actualidad una gran complejidad analítica, puesto que dadas las profundas alteraciones en los precios relativos las series muestran diferentes resultados, según sea a precios constantes o corrientes, pero no invierten la tendencia observada, que es muy preocupante, lo cual denota el sobrecogedor debilitamiento de la principal variable que amplía la capacidad productiva del país. El comportamiento del ahorro y de la inversión bruta muestra la reducción del ahorro nacional –no compensada por el incremento del ahorro externo– y la caída de la tasa de inversión. Es decir, que durante casi todos esos años, lo que estimuló las tasas de crecimiento, en la mayoría de los países, fue más el consumo –y secundariamente las exportaciones– que la inversión.

El PBI regional, que en la década de 1980 creció a una tasa promedio anual cercana al 1,1%, entre 1989 y 2003, lo hizo al 2,46%, tasa muy baja, teniendo en cuenta los niveles del crecimiento de la población total (1,65%), de la PEA (2,63%) y la tasa de desempleo urbano abierto (en torno al 10,5% en el período 1999-2003).

PBI real por habitante (1980 = 100)

1985

1990

1995

2003

América Latina

92,8

91,5

97,9

102,2

Argentina

86,3

80,5

99,4

94,7

Brasil

95,8

96,0

103,7

106,8

Chile

91,7

114,7

153,8

138,3

México

98,3

97,6

96,1

113,1

Venezuela

72,0

72,0

77,0

71,0

Fuente: CEPAL.

En términos del PBI por habitante, la tasa promedio regional, entre 1980 y 1989, fue de -0,8% y, entre 1989 y 2003, de un mediocre 0,8%: es decir, fueron necesarios 23 años para retornar a un nivel absoluto solamente de un 2,2% por sobre el de 1980. Pero esa pequeña mejora oculta diferencias sustanciales entre algunos países: mientras que el PBI de Chile era un 38,3% mayor que el de 1980 y el de México 13,1%, el de la Argentina era un 5,3% inferior, y el de Venezuela, un 29% inferior. Esa tasa esconde aún lo principal: la existencia de movimientos cíclicos que impiden la ocurrencia de altas tasas de crecimiento persistentes. La causa de eso reside en el hecho de que, cuanto más alto sea el crecimiento de la economía, mayores serán las presiones sobre los gastos en moneda externa y sobre el financiamiento externo. Esas presiones terminan desencadenando la fuga de capitales, las crisis de la balanza de pagos, devaluación cambiaria, inflación, crisis fiscales, nuevo endeudamiento externo y recesión. A partir de ese punto, las exportaciones se estimulan y se restringen las importaciones, aliviando la balanza de pagos. Repuesto el crecimiento, si éste subiera mucho, una nueva crisis sobrevendrá.

Pero las crisis no son causadas solamente por ese movimiento. Frente a la gran vulnerabilidad externa de la mayoría de lo países de la región, cualquier manifesta­ción de mayor inestabilidad en las finanzas internacionales los alcanza seriamente, empujándolos hacia una crisis. De esa forma, la crisis se desencadena por razones internas, externas o por ambas. Son ejemplos las crisis de 1994-95 (México), la de 1997 (Asia), la de 1998 (Rusia), la de 1999 (Brasil), la de 2000 (Argentina) o la rece­sión de 2001 en los Estados Unidos.

Si identificamos a las tasas anuales de crecimiento iguales o superiores al 5% como “altas”, a las de entre el 3% y el 4,9% como “medias”, a las de entre 1% y 2,9% como “bajas”, y a las que están por debajo del 1% como “críticas”, el examen detallado del período 1989-2003 nos muestra para el conjunto de América Latina dos años de altas, cinco de medias, tres de bajas y cuatro de críticas. Esa distribución del promedio es diferente en cada caso, lo que revela las especificidades de cada país. Por ejemplo, mientras que en la Argentina hubo altas tasas en siete años –mucho más un retorno del “fondo del pozo” en que cayó en el período anterior–, tuvo también seis años críticos; Brasil solamente tuvo alta en uno, críticas en tres y diez de crecimiento moderado; México tuvo cuatro de altas, tres de críticas y siete de moderadas.

En fin, el modelo permite crecimiento (en algunos casos, a tasas altas) hasta que sus posibilidades resistan, sean las internas (inflación, crisis fiscal, crisis política) o las externas (ataques de especulación, cortes de financiamiento externo, caída de precios externos para ciertos productos estratégicos, como el cobre en Chile o el petróleo en México y Venezuela). La “salida”, en todos los casos, es siempre una recesión o una desaceleración, que agrava la cuestión social, el desempleo y el endeudamiento. Inmediatamente, viene una “recuperación”, con aceleración seguida de un nuevo desastre.

Desempeño de la actividad agrope­cuaria 

La actividad agropecuaria, entre 1980 y 1989, creció a tasas bajas (2,1% anual), en virtud de los graves problemas que afectaban al sector, como la caída drástica de precios de exportación, la crisis mundial y el débil desempeño de la demanda interna. En ese sentido, los peores desempeños fueron los de la Argentina y México, con tasas por debajo del 1%.

Entre 1989 y 2002, la actividad agropecuaria creció un poco más que el promedio anual de 2,4%, gracias principalmente a la expansión de las exportaciones. Ese crecimiento modesto –sin embargo por encima del industrial– llevó a que su participación en el PBI pasara del 7,5% en 1980, al 7,8% en la trayectoria hasta el año 2002, contrariando su acentuada tendencia histórica a la caída. Por debajo del promedio regional quedaron Colombia (promedio de 1,7%), afectada por los problemas de su “guerra interna” y del narcotráfico, y Venezuela (promedio de 0,8%), que durante el período sufrió varios momentos de recesión e inflación, crisis del petróleo, desempleo y fuerte corrosión salarial.

El sector se benefició con la recupera­ción parcial (después de 1993) de algunos precios externos, pero también por la derogación de impuestos sobre sus exportaciones; aumento de la demanda interna de materias primas –aunque la industria haya tenido bajo crecimiento– y de la demanda interna de consumo. En el período más reciente, se debe adicionar el extraordinario aumento de las exportaciones hacia China, que proporcionó también la elevación de los precios externos. Sin embargo, las políticas de estabilización y de apertura causaron, hasta 1998, caídas reales en los precios internos, abaratando el consumo interno y reduciendo el ingreso real del sector.

Las políticas de cortes de financiamiento y de subsidios, intereses altos y cambio revaluado fueron obstáculos para un crecimiento mayor, principalmente para la agricultura más moderna y competitiva. Sin embargo, la apertura comercial y el cambio estimularon fuertemente las importaciones de productos agropecuarios, procesados o no: los datos de la FAO muestran que, entre 1987 y 1994, el valor de las importaciones (con precios más altos y mayor volumen) aumentó el 137%. Entre 1987 y 1990, y en 1994, las exportaciones de esos productos en la Argentina, Brasil y México crecieron cerca del 40%, pero sus importaciones aumentaron, respectivamente, el 368%, el 163% y el 106%, al disminuir el potencial que el sector siempre tuvo para financiar el déficit de los demás sectores.

Esa política constriñó, en todos los países, la producción de varios bienes: trigo, algodón y lácteos fueron los más afectados, pero también el mijo, el arroz, oleaginosas, el azúcar, la carne de buey y la de cerdo sufrieron caídas o estancamiento de la producción. Esos efectos variaron de país a país, según sus condiciones específicas. Entre 1980 y 1990, las exportaciones del sector crecieron el 38%, pero, entre 1990 y 2002, el aumento fue del 65%, dadas las mejoras apuntadas antes, reforzadas por la crisis de 1999-2002 y su fuerte devaluación cambiaria.

En el largo transcurso de 1980-2002, sin embargo, el saldo de la balanza comercial del sector (productos en estado bruto y procesados), en US$ miles de millones, pasó de 17,4 en 1980, a 20,2 en 1990 y a 23,9 en 2002. Este último aumento fue relativamente modesto, pero se debió al gran aumento verificado en las importaciones de esos bienes. Gracias a ellas, el déficit mexicano pasó, en US$ miles de millones, de 1,3 en 1980 a 3,7 en 2002; en ese lapso, la Argentina y Brasil duplicaron sus saldos positivos, y Chile, gracias a la reconversión parcial de su economía a primario-exportadora, pasó de un déficit de 0,4 en 1980 a un superávit de 2,3 en 2002.

Las políticas neoliberales también afectaron a los sectores exportadores: hubo fuerte reducción del cultivo de productos menos competitivos; reubicación espacial (de producción y de empleo, en busca de tierras más baratas o productivas); intensificación tecnológica de insumos y máquinas, que generó mayor desempleo y mayor oferta de tierras por aumento de productividad, causando grandes bajas en el precio de la tierra. Aunque sean positivas las mejoras de eficiencia y competitividad, ellas también agudizaron los problemas del desempleo, de las demandas de nueva infraestructura pública para los nuevos espacios agrícolas, principalmente de la balanza comercial y, aún, del medio ambiente.

La disponibilidad latinoamericana de nutrientes para humanos, cuando la comparamos con el promedio de Europa occidental (3.500 calorías y 108 gramos de proteínas) aún se situaba, en 2002, un 20% y un 28%, respectivamente, por debajo de aquellos promedios, con mejoras importantes entre 1980 y 2002. Sin embargo, hubo un sensible empeoramiento para algunos países, y cabe citar especialmente a Venezuela, que ostentaba promedios más altos que los de la región y que, en 2002, los redujo en un 18% para calorías y en un 11% para proteínas.

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Cargamento de soja en el Puerto de Paranaguá, en Paraná, Brasil (Archivo APPA)

Desempeño del sector industrial

El sector industrial total (minería, construcción y transformación), cuya tasa promedio anual de crecimiento entre 1980 y 1989 fue de -0,2, se mantuvo en un desempeño débil entre 1989 y 2002, con tasa promedio del 1,7%, gracias principalmente a las tasas de la minería (4,1%), que creció en ese nivel en casi todos los países. Por su parte, la construcción civil tuvo un desempeño regional mediocre (promedio de 0,6%), en conformidad con la caída violenta de la inversión pública y de los programas destinados a la vivienda. La industria de transformación, que en la década de 1980 prácticamente se estancó (tasa promedio anual de 0,6%), creció a un promedio de sólo un 1,4%, seriamente afectada no sólo por las varias crisis del período, sino también por la avalancha de importaciones industriales. Entre los más exitosos, Chile y México obtuvieron tasas en torno al 3,6%; entre los más perjudicados, con el 0,8% Brasil, con el 0,6% Colombia, y en torno al 0,3% la Argentina y Venezuela.

El cúmulo de débiles desempeños desde 1980 llevó a que la participación de la industria en el PBI cayera del 37,7% en aquel año al 30,7% en 2002. Solamente la industria de transformación cayó del 28,8% al 18,1%, lo que desnudó el carácter regresivo del modelo en boga. Tomando esos mismos años, los países más afectados fueron la Argentina (del 29% al 15%), Brasil (del 31% al 19,9%), Uruguay (del 28,6% al 17%), Perú (del 29,3% al 14,4%), Colombia (del 21,5% al 13,5%) y Ecuador (del 20% al 7%). Transformados en plataformas exportadoras hacia los Estados Unidos, México –convertido en una “división de producción industrial de la economía estadounidense”– y los países de América Central mantuvieron o aumentaron ligeramente sus participaciones.

La drástica rebaja tarifaria y la revalua­ción cambiaria provocaron una avalancha de importaciones de todo orden: para la clase media y las elites, ávidas de restaurar un patrón de consumo comprimido durante los años 1980; para los empresarios, que necesitaban efectuar importaciones puntuales de equipamiento (o tecnología) para sobrevivir en la “competencia”; y para las ET, que, al haber reestructurado sus fábricas –o las que compraban– aumentaban sus importaciones de máquinas e insumos, desnacionalizando aún más la industria. Las importaciones totales (agrícolas e industriales) y las de bienes intermedios, a precios corrientes, aumentaron cerca del 207% entre 1989 y 2002, las de bienes de capital en un 244% y las de bienes de consumo en un 287%, mientras que las de vehículos de pasajeros crecieron 8,5 veces. Con eso, cayó por tierra el argumento de que las importaciones estaban destinadas a modernizar la capacidad productiva y aumentar la competitividad del país.

El avance industrial hasta mediados de la década de 1980 proporcionó un cambio sustancial en la pauta exportadora, con la participación de los manufacturados aumentando del 18% al 29%, entre 1980 y 1990, y al 56% en 2002. La de mayor expresión se dio en México: pasó del 12% al 43%, a partir de su incorporación al NAFTA y la gran expansión de la industria maquiladora de montaje, con importaciones de materias primas. En el caso mexicano, cerca del 85% del valor reexportado corresponde a los componentes importados en los años 1998-2002. Sin embargo, sin México, los promedios continentales serían del 19%, del 29% y de sólo el 32%, lo cual denota el atraso en la industrialización causado por el neoliberalismo. En la Argentina, entre 1980 y 1990, la exportación pasó del 23% al 29%, alcanzando el 35% en 1997-98, pero retrocedió a cerca del 30% en 1999-2002, gracias a la virulencia de la crisis interna, que culminó con la renuncia presidencial, en diciembre de 2001, y a la subsiguiente devaluación cambiaria (de poco más del 100%), y al crecimiento del comercio en el Mercosur. En Brasil, en el mismo período, pasó del 37% al 52%, oscilando en torno al 54% a partir de 1999 y, en ese caso, el bajo crecimiento, la crisis y la devaluación, además del Mercosur, también fueron los principales factores. La balanza comercial de productos industriales se alteró radicalmente. Entre 1990 y 1994, de los siete mayores países latinoamericanos, sólo Brasil y Venezuela (deficitaria hasta el inicio de la crisis de 1994) presentaban saldo positivo, aunque decreciente. Colombia presentaba un déficit de 
US$ 7.000 millones, en 1994; la Argentina, de US$ 10.100 millones y México, de US$ 23.700 millones. El coeficiente de exportaciones industriales (exportaciones/valor de la producción) para América Latina pasó del 8,6 en 1980 a 12,7 en 1990 y al 21,7 en 1993, mientras que el de importaciones, en los mismos años, cayó del 14,1 al 13,1, y subió rápidamente al 29,4, según los datos de PADI/CEPAL. Sin embargo, los datos para América Latina están desfasados, puesto que en el período 1994-99, mientras que el PBI latinoamericano aumentó un 18%, las importaciones totales aumentaron el 50%. Brasil sufrió uno de los mayores aumentos (11% en el PBI y 46% en las importaciones). Infelizmente, algunos datos aquí apuntados no están disponibles. Los más recientes son de la década de 1990. Sin embargo, éstos permiten obtener las siguientes conclusiones de largo plazo sobre los cambios estructurales de la industria:

1) La expansión y diversificación de la industria química latinoamericana se dio entre 1975 y el inicio de los años 1980. Ese fenómeno tubo mayor amplitud en los tres mayores países y, en el caso de Brasil, también contribuyó el programa de alcohol carburante de caña de azúcar (alconafta).

2) De la mano de las políticas de apertura, en los años 90, hubo fuertes alteraciones o desaceleraciones en los sectores más complejos (bienes de capital e insumos electrónicos), que dejaron de ser la vanguardia de la industrialización de los países grandes y medianos. Algunos acuerdos sectoriales –principalmente en el caso de la industria automovilística– pudieron aún evitar lo peor en algunos sectores.

3) El mayor avance en la estructura productiva se dio en los sectores más orientados a la exportación, como los de la agroindustria, calzados, confecciones, celulosa, no ferrosos y material de transporte –éste, en los casos de México y del Mercosur–. Chile parece ser el país donde ocurrió el mayor avance estructural de los sectores leves –principalmente alimentación y bebidas–, gracias a la opción “neoprimario-exportadora” de sus elites, a partir del golpe de 1973, sobre la base del uso intenso de recursos naturales (frutas, bebidas, celulosa, minería, productos de pesca, muebles de madera, etc.). Allí, el peso de esas industrias pasó del 16,8% del total de la industria de transformación en 1970 al 26,6% en 1980 y al 29,6% en 1994, un caso tal vez inusitado en la historia de la industrialización.

4) Eso elevó la estructura productiva a un escalón supuestamente más avanzado, estimulado por las exportaciones y por el consumo de las clases de altos ingresos y no por la acumulación productiva. Las políticas de apertura estancaron o redujeron la participación de la producción de bienes de capital y de aparatos electrónicos en casi todos los países.

En resumen, el avance industrial de mayor complejidad (química de base, petroquímica y bienes de capital) es herencia del período en que todavía se osaba hacer política económica e industrial. El “avance” actual es fruto del ajuste pasivo, de las decisiones de las ET, de las exportaciones y del delirio consumista.

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Trabajadores en fábrica textil en la República Dominicana (Wikimedia Commons)

Desempeño de los servicios 

El sector terciario comprende dos segmentos: el de servicios básicos (agua, electricidad, gas, comunicaciones, transporte y almacenaje) y el de otros servicios (comercio, finanzas, alquileres, prestación de servicios, educación, salud, etc.). El primero, en 2002, representaba cerca del 11% del PBI y el segundo, el 53%. El terciario total, entre 1980 y 1989, creció a la tasa promedio anual del 1,9% y, entre 1989 y 2002, a la del 2,7% en el primer período, sólo quedando por debajo de la tasa de crecimiento de la agricultura y, en el segundo, sólo debajo de la minería, y en ambos, por arriba de la tasa de crecimiento del PBI.

La intensificación de la informática y el mayor volumen de producción y de negocios –principalmente comercio e importaciones– estimularon el uso más intenso de los servicios de infraestructura, con lo que los servicios básicos crecieron al 4,8% anual. Los otros servicios presentaron una baja tasa promedio anual (2,2%), en parte debido a la creciente tercerización de actividades antes computadas en la actividad agropecuaria y en la industria –y ahora tercerizadas–, al aumento de la precarización laboral y del desempleo, que estimulan la expansión de los servicios personales –principalmente el empleo doméstico–, del comercio ambulante, etc.

Crisis de empleo y desigualdad de ingresos 

El problema del empleo y la cuestión social se vieron muy agravados por las políticas neoliberales. La tasa promedio anual de desempleo urbano abierto de América Latina pasó, entre 1980 y 1990, de un promedio simple del 6,2% al 5,9% y, entre 1990 y 2003, de un promedio ponderado del 7,3% al 10,7%. Pero, para los jóvenes de 15 a 24 años, en 1999, se situaba en torno al 20% y, para el 20% más pobre de la población, en 22,3%, agravando la cuestión de la pobreza y de la distribución del ingreso.

Aún en 2003, las tasas de desempleo de la Argentina, Colombia, Uruguay y Venezuela se situaban en torno a la increíble tasa del 17%, por arriba de las elevadas tasas de Paraguay (11,2%) y de Brasil (12,3%).

Chile, dadas sus elevadas tasas de crecimiento, consiguió disminuir el desempleo del 9,2% al 6,2% en 1993. Pero, con la desaceleración posterior, el desempleo volvió a crecer, oscilando en torno al 9% entre 1999 y 2003.

El subempleo, por tiempo de trabajo o ingreso, empeoró en casi todos los países: sus indicadores (no ponderados) indican que desde cerca del 10% en 1990 llegó al 15% en 1996, respecto de las horas trabajadas, y se mantuvo alto en la cuestión del ingreso (cerca del 20%). Los indicadores de la estabilidad y protección del trabajador también empeoraron. Por otro lado, la precarización del mercado de trabajo aumentó, con una tasa de informalidad que pasó del 40% en 1980 al 52% en 1990 y al 56% en 1995, compensando parte de las pérdidas de empleo del sector público y de las grandes empresas. Aunque aún no existan datos actuales, la situación, hasta 2003, no presentaba mejoras significativas.

El salario mínimo real urbano en los principales países, en 1999, sólo había superado los niveles de 1980 en Chile (40%), pero en los demás estaba en niveles muy inferiores, como en México (-73%) y en Perú (-71%).

En cuanto a los salarios reales promedio, de difícil y compleja comparación frente a los cambios estructurales, en 2003, en algunos países, aún se encontraban por debajo de la realidad de 1980, como en la Argentina (-28%), en Perú (-59%) y en Venezuela (-75%). Chile, de nuevo, era la excepción, con niveles más altos (54%) que en 1980, acompañado de cerca por Brasil (21%).

El crecimiento económico entre 1989 y 2002, aunque bajo, redujo un poco la pobreza, la cual, sin embargo, era aún mayor que la observada en 1980: en ese año, se encontraban por debajo de la línea de pobreza el 40,5% de la población, cifra que subió a 48,3% en 1990, cayó al 42,5% en 2000 y volvió a subir al 44,0% en 2002. La regresión, sin embargo, fue peor en el área urbana (29,8% en 1980, 41,4% en 1990, 35,9% en 2000 y 38,4% en 2002). La población por debajo de la línea de indigencia, que en 1980 era del 18,6%, pasó en 1990 al 22,5%, cayendo al 18,1%, y quedando en el 19,4% en 2002. En ese caso, la regresividad también fue mayor en el área urbana. En términos absolutos, la población por debajo de la línea de pobreza pasó (en millones) de 136 en 1980 a 200 en 1990 y 221 en 2002; las respectivas cifras referentes a la condición de indigencia fueron 62, 93 y 97.

Varios países vieron caer acentuadamente los porcentajes de pobres e indigentes, principalmente Chile y, en sucesivo orden, también Brasil, Colombia, México y Uruguay. Pero los números relativos, en muchos casos, ocultan la crueldad de los absolutos: en el caso de Brasil, por ejemplo, la mejoría relativa no muestra que los números de personas pobres e indigentes eran (en millones), respectivamente, de 46 y de 20 en 1980, pero subieron a 70 y 34 en 1990, cayendo un poco en 2001, a 64 y 22. En la Argentina, Bolivia, Paraguay, Perú y Venezuela, aumentaron los porcentajes de pobres e indigentes entre 1990 y 2002.

Aunque haya habido mayor crecimiento del PBI, recuperaciones o incrementos parciales de salarios y algunos efectos (sólo inmediatos) positivos de algunas de las políticas de estabilización, la participación del 40% más pobre en el ingreso, entre 1990 y 1999, empeoró en Bolivia, Ecuador, México, Paraguay y Venezuela. Hubo mejoras pequeñas, y de carácter circunstancial, en la Argentina, Brasil, Chile y Colombia. La participación del 10% más rico en el ingreso nacional aumentó sensiblemente en la Argentina, Brasil, Ecuador, Paraguay y Venezuela, y la relación entre los ingresos promedio de ese estrato y la del 40% más pobre sólo disminuyó un poco en Colombia (del 26,8 al 22,3) y en Uruguay (del 9,4 al 8,8). Mientras que este último presentaba la relación más baja, Brasil alcanzaba el tope (del 31,2 al 32).

El cuadro del empleo y del ingreso de las familias jyuxtapuesto al empeoramiento de los servicios públicos sociales –salud y educación, principalmente–, es la contracara del profundo deterioro social con el que hoy convivimos. Es el motor propulsor de la violencia, el tráfico, la prostitución y la corrupción que alcanza actualmente a casi todo el espacio urbano y gran parte del espacio rural de América Latina. La diferencia en los niveles del crimen, la contravención, la inseguridad y la injusticia, entre los diferentes países, es sólo de graduación.

Cuestiones para un pronóstico 

No se pretende aquí obtener conclusiones “definitivas” sobre el rumbo de América Latina, sino sólo señalar las cuestiones más importantes para el conjunto del continente:

1) La sustentabilidad de un alto y persistente crecimiento es improbable con el actual modelo, dado que su principal elemento es el flujo de capital externo, que debería ser permanente y creciente. Eso se debe a la elevada vulnerabilidad externa, a la desregulación y a la liberalidad en las relaciones económicas internacionales. Las lecciones de la década de 1920 y las recientes crisis de 1994-95, 1997, 1998-99 y 2000-02 ilustran ese análisis. Las tasas anuales del PBI de los principales países, entre 1989 y 2003, confirman la debilidad y la discontinuidad del crecimiento: en la Argentina fueron altas en 1991-94 y 1997, medias y moderadas en 1996 y 1998 y fuertemente negativas en 1995 y 1998-2002. Las altas acumuladas en 2003 y 2004 suman 16,3%, insuficientes para compensar la caída acumulada en 1998-2002, del 19,5%; en Brasil, fueron altas en 1993-95, moderadas en 1997 y 2000, negativas en 1990 y 1992 y muy bajas en los otros siete años; en México fueron altas en 1990-91, 1994, 1996-98 y 2000, moderadas en 1992 y 1999 y muy bajas o negativas en otros cuatro años; en Perú, altas en seis años, moderadas en uno y muy bajas o negativas en 1991-92, 1996 y 1998-2001; en Venezuela, altas en 1990-92, 1995 y 1997, medias en dos años y muy bajas o negativas en los otros siete años; en Colombia, altas en 1990 y 1993-95, moderadas en dos años y muy bajas o negativas en 1991, 1996-2002. Chile tuvo mejor desempeño con altas en 1991-97 y 2000, moderadas de cuatro años y muy bajas o negativas en dos años.

2) Durante las crisis, la fuga de capitales suele agravar el cuadro, amenizado rápidamente por financiamientos compensatorios del Fondo Monetario Internacional (FMI), que aumentan el endeudamiento de los países. La recesión y la devaluación cambiaria restringen las importaciones y expanden las exportaciones y la inflación. Las altas tasas de interés pueden reprimirla, pero restringen también las inversiones productivas.

3) Pasados los períodos recesivos, los capitales y algunas inversiones suelen volver y las exportaciones crecientes generan la reanudación del crecimiento. Pero, cuanto más alto es el crecimiento, más aumentan las importaciones y demás gastos externos, reponiendo el déficit de transacciones corrientes y haciendo inviable, a mediano plazo, la continuidad de la expansión. Sin embargo, los economistas oficiales no quieren admitir esas consecuencias.

4) En el pasado reciente, los economistas usaron, en las políticas de estabiliza­ción, procesos que la mayoría de las veces significaban “esconder la inflación debajo de la alfombra”, por medio de indexaciones reducidas, congelamientos de precios y drásticos cortes crediticios. Hoy, utilizan la revaluación cambiaria, elevando los intereses, incrementando los costos financieros e inhibiendo las inversiones productivas. Eso altera violentamente la estructura de precios relativos y alimenta la hoguera de la especulación. A menos que la memoria inflacionaria se someta a un período de tiempo suficiente para destruirla, no hay otra salida sino la destrucción parcial de la riqueza privada acumulada en ese proceso. De lo contrario, la infla­ción reprimida “saldrá de la alfombra”. Sin embargo, en cualquier crisis cambiaria de mayor importancia, la devaluación se vuelve crucial, restableciendo nuevamente el proceso inflacionario, aunque en los días actuales en escalones más bajos.

5) Algunos economistas –hasta los de izquierda– juzgan que el problema de la deuda externa está equilibrado, dadas las recientes renegociaciones y las enormes entradas de capital. Sin embargo, pasó de US$ 180.000 millones, en 1979, a 440.000 millones en 1989 y a 743.000 millones en 2003, y gran parte del aumento se dio en el sector privado. Eso profundiza aún más la inestabilidad y el riesgo, pues frente a nuevas devaluaciones, que más temprano o más tarde vendrán, muchas empresas e instituciones financieras quebrarán.

6) Hay que precaverse también de la entrada de inversiones directas –que en esos años descuidó la producción física para obtener las ganancias fáciles de las privatizaciones– para los oportunos negocios de compras de empresas nacionales y para los ramos de servicios, en los que se destaca la creciente internacionalización de los sistemas financieros y de telecomunicaciones nacionales. Instalados en sectores no comercializables, generan aún creciente flujo de remesas de ganancias.

7) La privatización de activos públicos y la concesión de servicios públicos fue parte integrante del recetario neoliberal, con argumentos parcialmente válidos, como la cuestión fiscal y la eficiencia productiva. Entre 1990 y 2001, las empresas privatizadas generaron cerca del 1,4% del PBI acumulado en el período, pero su efecto “curativo” es parcial y pasajero, dado que los déficits retornan por otras razones. El argumento fiscal no es sostenible, principalmente en el caso de las empresas estatales que, aún siendo altamente lucrativas, también fueron privatizadas. Uno de los absurdos de las nuevas teorías ha sido identificar el financiamiento de las estatales lucrativas como aumento del déficit. El argumento de la eficiencia –como si eso se evaluara sólo por la tasa de ganancia– oculta el carácter público de esas empresas y su papel en la política de estabilización, mediante la contención de sus precios.

8) Consumo e inversión son los principales indicadores de la economía, siendo la inversión interna bruta fija su principal determinante de crecimiento. Pero, como ya vimos, el consumo creció en los años 1990 tanto o más que la inversión, pues ésta estaba inhibida por los intereses usureros, por la incertidumbre y la inestabilidad. Para que haya crecimiento sustentable, el consumo debería volver con más fuerza, con el abaratamiento de las importaciones y la abundancia del crédito externo, pero, el crecimiento del PBI, mayoritariamente determinado por el consumo, tuvo corta vida.

9) El gran aumento de las importaciones, tanto de bienes de consumo como de insumos, hasta 1998, estaba desestructurando los parques productivos latinoamericanos (principalmente los industriales) y comprometiendo seriamente la generación de valor agregado y de puestos de trabajo. La reversibilidad de la desestructuración, sin embargo, es problemática, y puede complicar la reanudación del crecimiento.

10) Los defensores del modelo pregonan la mejoría en la distribución del ingreso entre la parte más pobre de la población. Sin embargo, esa mejoría se deriva de la estabilización de los precios, es del tipo once for all, y no de naturaleza correctiva estructural. Además de eso, el modelo, al desregular y liberalizar el capital, benefició a especuladores y amplió aún más la clase de los rentiers.

11) La continuidad de las reformas en marcha, por otro lado, conducirá a los Estados nacionales a un grado aún menor de intervención en la economía, paradójicamente, cuando se torna más necesaria para la reconversión de la política económica. Ésta, sin embargo, ciertamente exigirá un difícil y complejo alineamiento político interno y externo, con la necesaria renovación de los dirigentes de la economía, la política y el Estado.

12) Por último, como el nuevo modelo es altamente sensible a las fluctuaciones internacionales, su futuro depende de la evolución de la coyuntura internacional, y cualquier reversión de ésta encontrará al Estado desarticulado para ofrecer una respuesta inmediata. La coyuntura de 2003-05 fue de las más favorables, de frente al exuberante papel de China, la reanudación del crecimiento de la economía de los Estados Unidos y el mantenimiento de los precios de las commodities en niveles altos. Sin embargo, la incertidumbre respecto del dólar, la desaceleración de China y la probable elevación internacional de las tasas de interés ciertamente pueden convertirse en nuevos impactos negativos para la región.

Las diferentes estrategias de los países 

Un examen breve de las estrategias económicas de los principales países de la región sugiere que protagonizarán historias diferentes:

1) Chile, tal vez el más diferente, optó por crecer sobre la base de sus recursos naturales, con discutible y difícil perspectiva futura, frente al problema del agotamiento de los recursos y de la competencia de otros países. En su pauta exportadora, los productos primarios aún suman el 83% –con el cobre y sus productos liderando con casi el 40%–; los otros son la pesca, la fruticultura y la madera. Parte del éxito exportador se debe a factores climáticos: sus cosechas ocurren en los períodos en que esos productos escasean en el hemisferio Norte. Su liderazgo en términos de tasas de crecimiento y de estabilidad en varios planes económicos y políticos no impidió las devaluaciones, las subas de precios y los aumentos en las deudas (pública y privada) externas e internas. Su crecimiento promedio –más alto que el del resto de la región, aunque también se haya desacelerado después de 1997– posibilitó la generación de un ingreso per cápita, en 2003, del 79% mayor que el de 1980.

2) México desarrolló su industria, pero la está convirtiendo (ya en una fase avanzada) en complemento de la industria estadounidense, sometiéndose de esa manera a la dinámica y a las determinaciones de aquella economía. A pesar del éxito de la expansión de sus exportaciones después de la crisis de 1995, no escapó a la dinámica perversa del modelo, volviendo a sufrir enormes déficits en cuenta corriente y soportando las amarguras de la crisis internacional. Ahora enfrenta la competencia de China que, en 2003, superó a las exportaciones mexicanas –y también a las centroamericanas de confecciones– hacia los Estados Unidos. Y pese al alto desempeño exportador, su ingreso per cápita, en 2003, era sólo un 11% mayor que el de 1980.

3) La Argentina congeló por ley el tipo de cambio y buscó inútilmente, hasta 1999-2001, un remedio milagroso para salvar su mistificada dolarización o preservarla de los efectos de la devaluación cambiaria de Brasil. Todo el rigor ortodoxo fue inútil: los pesados déficits de transacciones corrientes consumieron las reservas y asustaron al capital, deteriorando aún más las finanzas públicas. La deuda pública, que en 1991-92 estaba próxima al 25% del 
PBI, en 2000 llegó al 46%, disparándose al 138% en 2003. La fuerte determinación política del gobierno en cuanto a negociar duramente y la insolvencia a la que llegó el país explican el éxito de su propuesta (2005) de renegociación de las deudas externa e interna, con el fantástico desagio del 30% y del 66%, alargamiento de los plazos de pago de 30 a 42 años, e intereses que varían en función de los plazos y de los desagios. Falta saber si esas actitudes son sólo circunstanciales o si, de ahí en adelante, el país realmente procurará recuperar el tiempo perdido. Su ingreso per cápita en 2003 equivalía a sólo el 88% del de 1980.

4) Brasil, por su parte, siguió los pasos mexicanos y argentinos rumbo al desastre cambiario, cuyo paliativo es la devalu­ación abrupta, seguida de recesión, renegocia­ción de la deuda y nuevos préstamos, generando quiebras financieras, nuevo aumento de las deudas externa y pública interna, y agravamiento del cuadro político y social. En 1998, para conseguir la reelección, el gobierno de Fernando Henrique Cardoso obtuvo del FMI un préstamo de US$ 41.000 millones, con el que postergó el estruendo cambiario hasta 1999. A mediados de 2002, para disipar el temor del mercado por la casi cierta elección de Luiz Inácio Lula da Silva, firmó otro acuerdo con el FMI, de US$ 24.000 millones. El nuevo gobierno se comprometió a cumplir con los contratos, de manera que la política económica no salió de la línea ortodoxa, pese a ser un “gobierno de izquierda”. De ese modo, tuvo lugar una nueva recesión en 2003, con devaluación, inflación, intereses usureros, en fin, un conjunto de consecuencias bien conocido. Fueron 25 años de sacrificios para que, en 2003, el ingreso per cápita del país fuera un 2% inferior al de 1980.

5) La estrategia de Colombia tenía una estructura de la deuda (del mediano al largo plazo), una baja inflación y una mayor estabilidad en su crecimiento, lo que sugería que su política económica y sus reformas podrían transitar caminos diferentes. Sin embargo, el país también se encaminó hacia el neoliberalismo, con lo cual su situación social se volvió aún más problemática. Las presiones de los Estados Unidos (Plan Colombia) en lo relativo al combate contra el narcotráfico, las seis décadas de guerrilla y las estructuras paramilitares contribuyeron a agravar su situación. A pesar de todo, su ingreso per cápita en 2003 superaba en un 27% el de 1980.

6) Venezuela, dada su pequeña base productiva agrícola e industrial, ya había optado, desde la década de 1930, por el petróleo. Sin embargo, los recursos naturales no bastan para ascender al primer mundo. Y lo que es peor, en ese país, el peso económico del petróleo es muy alto: 70 a 80% de la pauta exportadora y de la carga fiscal y 20% del PBI, pero, en contrapartida, ocupa sólo el 2% de la Población Económicamente Activa (PEA). Producto primario susceptible de grandes fluctuaciones, el petróleo puede ser el oasis o el infierno de la economía: cuando suben sus precios (o la cantidad exportada), crece el ingreso fiscal, el gasto público y la inversión, aunque eso pueda causar una violenta revaluación del tipo de cambio; en la caída, el ingreso cambiario y el fiscal se retraen, pero el deseo (y la necesidad) de importar se mantienen, y el gasto público intenta resistirse a los cortes, y en ese momento sobrevienen, inevitables, la inflación y la recesión. Ésa es la paradoja del petróleo. La sorprendente victoria de Hugo Chávez en las elecciones y en el referendo y sus reformas institucionales progresistas trajeron nuevo aliento y esperanza al pueblo de ese país, pero, al tocar frontalmente los intereses de la elite y del capital internacional, suscitaron tentativas de golpe –principalmente en 2002 y 2003, con la paralización de la actividad petrolífera– que llevaron a una caída acumulada del 17,5% del PBI. Eso, sumado al bajo crecimiento de largo plazo, provocó que el ingreso per cápita de 2003 registrara una espantosa reducción del 31% en relación con el de 1980.

7) En el período 1980-2002, cerca del 83% de las exportaciones de Perú eran de productos primarios. Además de la estabilidad de la moneda, las mayores cifras conquistadas hasta fines de la década de 1990, con la apertura de Alberto Fujimori, fueron una tasa del 76% de subempleo en la región metropolitana de Lima y una caída del 60% en el salario real, en relación con 1980. El profundo deterioro del país llevó a una desmoralizante renuncia del presidente Alberto Fujimori en el año 2000, seguida de su fuga a Japón, en gran parte por presiones de los Estados Unidos. Esa trágica trayectoria llevó a que el ingreso per cápita de 2003 fuera un 15% menor que el de 1980.

¿Cuál es el futuro de esos países? El futuro es incierto, pero seguramente depende de la restauración de la soberanía nacional. La crisis social alcanza actualmente niveles inusitados. La clase media alta y las elites gozaron de las delicias de las importaciones y de los viajes internacionales baratos, pero son incapaces de entender que el corolario del desempleo es el aumento de la contravención y del crimen. Los conservadores apelan a paliativos antiguos y nuevos, como la construcción de más prisiones, reequipamiento de las policías o el agravamiento de las penas.

Las recientes victorias de la oposición progresista en varios países sudamericanos han traído más esperanza, pero al mismo tiempo muchas decepciones. Chávez intentaba implementar en Venezuela su programa nacionalista y de justicia social, pero se enfrentaba con la fuerte oposición –golpista, incluso– de las elites y de los Estados Unidos. Néstor Kirchner, frente al caos financiero de la Argentina, tuvo el coraje de enfrentar a los acreedores externos (y a los internos). Lula, en Brasil, llegó al poder con un programa de izquierda, pero seguía una política contradictoria: internamente mantenía la ortodoxia neoliberal y externamente intentaba implementar una política independiente, enfrentando incluso a los intereses de los Estados Unidos. A pesar de su historia y militancia política de izquierda, Tabaré Vázquez, electo presidente de Uruguay en 2004, daba señales de que su política económica seguiría el patrón neoliberal.

En México, las encuestas sobre las elecciones de 2006 señalaban la victoria del candidato de la oposición (PRD), pero qué podría hacer un gobierno progresista delante de la verdadera “soldadura” de la economía del país a la de los EUA? En el pasado reciente vimos también a otros liderazgos progresistas sudamericanos comportarse de una manera ambigua: conservadores en la economía, apoyando al neoliberalismo, y heterodoxos en política, al menos en lo referente a temas que no contrarían directa y abiertamente el sistema financiero internacional, como el combate contra el hambre y la defensa de los derechos civiles y del medio ambiente, que jamás forman parte de la agenda de ningún Banco Central. 

Indicadores económicos de América Latina

 

1980

1990

2000

2001

2002

2003

2004

2005

2010*

PBI (en millones de US$ a precios constantes de 1995)

1.478.524,4

2.006.004,9

2.013.488,6

2.001.934,0

2.041.161,2

PBI per cápita (em US$ a precios constantes de 1995)

3.375,3

3.874,3

3.829,9

3.751,2

3.771,8

Exportaciones anuales
(en millones de US$)

91.590,8

136.997,0

358.948,0

343.024,0

346.627,0

378.206,0a

464.362,0a

• Exportación de productos manufacturados
(en millones de US$)

16.394,7

45.346,0

209.266,7

209.266,7

203.816,7

210.660,7

• Exportación de productos manufacturados (%)

17,90

33,10

58,20

59,10

58,80

55,70

• Exportación de
productos primarios
(en millones de US$)

75.196,1

91.651,0

149.681,3

133.757,3

142.810,3

167.545,3

• Exportación de
productos primarios (%)

82,10

66,90

41,80

40,90

41,20

44,30

Importaciones anuales
(en millones de US$)

92.461,5

105.259,0

355.596,0

346.947,0

322.831,0

333.513,0a

406.002,0a

Exportaciones–­ importaciones (en millones de US$)

-870,7

31.738,0

3.352,0

-3.923,0

23.796,0

44.693,0

58.360,0

Inversiones extranjeras directas netas
(en millones de US$)

5.744,4

6.722,5

67.458,6

66.258,7

40.340,6

29.443,2

Población Económicamente Activa (PEA) (mil)b

126.160,0

167.484,5

217.241,3

243.511,8

269.416,7

• PEA del sexo masculino (%)

71,59

68,35

65,33

63,98

62,74

• PEA del sexo femenino (%)

28,41

31,65

34,67

36,02

37,26

Tasa anual de desempleo urbano (%)c **

6,20

7,30

10,20

9,90

10,80

10,70

10,00*

Total de gastos públicos (millones de dólares)

135.756,7

275.862,3

268.101,9

160.788,4

168.004,6

Deuda externa bruta desembolsada
(en millones de US$)

222.712,0

468.332,0

745.188,0

728.956,0

727.346,0

757.997,0*

Fuentes: CEPAL: Anuario estadístico de América Latina y el Caribe, 2001 y 2004.

a CEPAL: Balance preliminar de las economías de América Latina y el Caribe, 2005. | b OIT: Organização Internacional do Trabalho, 2006. | c CEPAL/BADEINSO.

* Proyecciones. | ** Incluye un ajuste de los datos de Brasil y la Argentina, para ecuacionar los cambios metodológicos de los años 2002 y 2003, respectivamente.

Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de dados o en los documentos indicados.

Tasa de desempleo urbano abierto (%)

1980

1985

1990

1995

2000

2003

América Latina

6,2*

n.e.

7,3

8,7

10,2

10,7

Argentina

2,6

6,1

7,4

17,5

15,1

17,3

Brasil

6,3

5,3

4,3

4,6

7,1

12,3

Chile

11,7

17,2

7,8

7,4

9,2

8,5

Colombia

10,0

13,9

10,5

8,8

17,2

16,7

Paraguay

4,1

5,2

6,6

5,3

10,0

11,2

Uruguay

7,4

13,1

8,5

10,8

13,6

16,9

Venezuela

6,6

14,3

10,4

10,3

13,9

18,0

Fuente: CEPAL; n.e.: no evaluado.

* Media simple.

Salario mínimo real urbano
(1980 = 100)

1985

1990

1995

1999

Argentina

113,1

40,2

75,6

75,0

Brasil

88,9

53,4

82,3

93,0

Chile

76,4

87,5

113,6

40,0

México

71,1

45,5

30,4

27,0

Perú

54,4

23,4

14,8

29,0

Venezuela

96,8

59,3

54,2

45,0

Salarios medios reales
(1980 = 100)

1985

1990

1995

2000

2003

Argentina

107,8

78,7

80,1

85,1

71,6

Brasil*

120,4

142,1

136,0

142,5

121,0

Chile

93,5

104,8

129,5

147,2

154,0

México

75,9

77,9

88,4

87,6

96,5

Perú

77,6

36,5

42,6

38,9

41,0

Venezuela

84,2

46,2

33,5

32,9

25,3

Salario mínimo real urbano
(1980 = 100)

1985

1990

1995

1999

Argentina

113,1

40,2

75,6

75,0

Brasil

88,9

53,4

82,3

93,0

Chile

76,4

87,5

113,6

40,0

México

71,1

45,5

30,4

27,0

Perú

54,4

23,4

14,8

29,0

Venezuela

96,8

59,3

54,2

45,0

Salarios medios reales
(1980 = 100)

1985

1990

1995

2000

2003

Argentina

107,8

78,7

80,1

85,1

71,6

Brasil*

120,4

142,1

136,0

142,5

121,0

Chile

93,5

104,8

129,5

147,2

154,0

México

75,9

77,9

88,4

87,6

96,5

Perú

77,6

36,5

42,6

38,9

41,0

Venezuela

84,2

46,2

33,5

32,9

25,3

 Mapas

Bibliografía

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por admin publicado 16/01/2017 08:08, Conteúdo atualizado em 06/07/2017 14:12