Desde su surgimiento como región, América Latina ingresó en el proceso de transformación científica y tecnológica mundial, integrándose al mundo de la economía dirigido por Europa occidental. Aquí hay que decir que hubo grandes confrontaciones entre las tecnologías militares y de navegación oceánica, así como entre los conocimientos astronómicos –sistematizados por los europeos durante los siglos XIV, XV y XVI– y las tecnologías agrícolas y de transporte terrestre desarrolladas por las tribus y las civilizaciones precolombinas.
Los europeos –mayormente los españoles y los portugueses– buscaban obtener riquezas en las regiones hacia las que se dirigían, de manera de atender los objetivos de acumulación de capital comercial y financiero que impulsaban sus emprendimientos ultramarinos. Para ello, en sus expediciones por la India y otras regiones de Asia siguieron la milenaria ruta de la seda y la convirtieron en vía central del comercio marítimo. Pero el Nuevo Mundo, al no haber formado parte del inmenso comercio terrestre que representó la ruta de la seda, no presentaba condiciones semejantes. Esto llevó a los países que conducían el proceso de expansión a organizar un sistema, en un principio, de explotación minera y de exportación de algunos productos agrícolas de gran valor en Europa. Se establecieron entonces grandes centros de producción que buscaban sacar provecho de la tecnología más avanzada de la época para atender la demanda del viejo continente, convertida así en un elemento dinámico de la organización económica regional. En ese proceso, en que se transfirieron tecnologías hacia América Latina y se utilizaron tecnologías locales, se invirtió muy poco en pos de establecer una capacidad autónoma de investigación y producción de conocimientos, a pesar de realizarse los esfuerzos necesarios para organizar el proceso de dominación de las poblaciones nativas, lo que implicaba la comprensión de las culturas locales, y el desarrollo del conocimiento lingüístico y de las especies de la región, así como de sus aspectos geográficos y étnicos. Por otra parte, la esclavitud, el trabajo forzado y los impactos sociales, culturales y demográficos destructivos que representó la colonización europea fueron factores determinantes del bajo grado de calificación del conjunto de las poblaciones latinoamericanas.
El dilema: civilización o barbarie
Durante el siglo XIX, las poblaciones establecidas en la colonización se rebelaron en luchas por la independencia, buscando controlar los recursos locales y lograr mejores condiciones en el mercado mundial. A partir de entonces, se llevó a cabo un gran esfuerzo para afirmar el pensamiento propio acerca del proceso de conocimiento en general y sobre su significado en el contexto económico, social, ambiental y ecológico de los trópicos. El aporte indígena fue tomado en consideración parcialmente, igual que el africano, pero la mayor parte de las clases dominantes continuaron creyendo que el desarrollo científico, epistemológico y tecnológico era una actividad inherente a las sociedades europeas y a sus círculos de intelectuales y universitarios, con lo cual sólo quedaba imitarlos y seguirlos. Nuestras elites no consiguieron consolidar suficientemente la idea de establecer una producción científica autónoma, no obstante la llegada de varias misiones europeas significativas –como la liderada por el naturalista alemán Alexander von Humboldt–, cuya misión era configurar e integrar los saberes de varios centros de la región, para posibilitar así un conocimiento cada vez más sistemático de sus condiciones sociales, económicas y geográficas.
Esa percepción dominó la segunda mitad del siglo XIX, en la que nuestras elites continuaron absorbiendo el pensamiento positivista. La modernización de la sociedad, condición necesaria para seguir el ritmo de la división internacional del trabajo, era vista a partir del dilema civilización o barbarie. La ciencia, la tecnología y la cultura eran producidas por, y difundidas desde, los centros del conocimiento mundial, por entonces localizados principalmente en Europa occidental, y América Latina debía europeizarse para aplicarlas en contra de sus raíces autóctonas, ligadas al atraso local. Esa actitud, de cierta forma, prolongaba la visión colonial, a la vez que reservaba a los Estados nacionales la tarea de construir una perspectiva propia dentro del proceso.
Tal perspectiva tomó forma en iniciativas en el campo de la salud pública y en el control de las condiciones agrícolas, geológicas y biológicas de un medio ambiente que requería poner en marcha un conjunto de investigaciones originales. Hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX hubo figuras destacadas en la medicina, como el cubano Carlos Juan Finlay y los brasileños Oswaldo Cruz y Carlos Chagas, y en la botánica, la zoología y la paleontología, como el ecuatoriano Clodoveo Carrión Mora. Pero sus labores no fructificaron en el establecimiento de centros de experimentación e innovación con una visión global del proceso científico y tecnológico, por lo demás escasos y generalmente alejados de la investigación y la enseñanza, quedando circunscriptas a un estudio de tipo especializado. La ciencia y la tecnología locales comenzaron a tener la pretensión de una elaboración propia y de cierta diferenciación e identidad sólo a partir de las décadas de 1930, 1940 y 1950, gracias a los esfuerzos para alcanzar la industrialización emprendidos por los gobiernos nacionales.
Esos esfuerzos se apoyaron, en parte, en los conocimientos técnicos y, eventualmente, científicos traídos por los inmigrantes italianos, españoles y portugueses a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Pero un factor decisivo fue la sustitución de las importaciones que, impulsada por las guerras mundiales y las crisis del mercado internacional –entre ellas la gran crisis de 1929–, reorientó la compra de bienes de consumo hacia la de medios de producción y materias primas requeridos por las industrias locales. Así comenzó el desarrollo de una industria nacional que, sin romper la dependencia tecnológica, se volcó inicialmente hacia el mercado interno, especialmente el urbano, e incorporó, más tarde, al sector exportador. Sin embargo, la sustitución de las importaciones presentó una importante contradicción: si bien por un lado reorientó y profundizó la dependencia tecnológica, por el otro pretendió, simultáneamente, conquistar la autonomía tecnológica por medio del mercado internacional.
Irrupción del nacional-desarrollismo
La cuestión de un modelo de desarrollo soberano –con importantes antecedentes en las luchas por la independencia y en la Revolución Mexicana– ganó una enorme proyección a partir de los años 30; al punto que, en las tres décadas siguientes, estimuló las acciones de los Estados y la producción intelectual de los sectores más avanzados de la burguesía latinoamericana –entre los que Roberto Simonsen, líder industrial brasileño, fue quizás la figura más destacada–. El nacional-desarrollismo buscó internalizar, en tres grandes etapas (la sustitución de las importaciones de bienes de consumo ligeros, durables y de bienes de capital), las transformaciones generadas por la Segunda Guerra Mundial en los países centrales, conocidas por la designación de revolución científico-técnica, que superó a la Revolución Industrial al sustituir el principio mecánico por el automático y al establecer a la ciencia –en lugar de la maquinaria, las tecnologías y las técnicas– como la principal fuerza productiva.
El Estado desempeñó un papel central en la construcción de ese modelo: creó legislaciones específicas para utilizar las restricciones a la importación como instrumento de industrialización nacional, intervino en el sector exportador, apropiándose de parte de sus rentas para reinvertirlas en la importación de maquinarias y de materias primas industrializadas, renegoció la deuda externa e impuso una sustantiva baja en sus pagos, y estimuló la formación del mercado común latinoamericano e institucionalizó políticas científicas para apoyar la sustitución de las importaciones con el desarrollo de capacitación científica y tecnológica nacional. Pero dado que las políticas del campo de la ciencia y la tecnología quedaron limitadas por la dependencia tecnológica, terminaron siendo impulsadas por los sectores nacionalistas de la burocracia estatal antes que por el empresariado. Las preferencias de las burguesías nacionales habrían de profundizarse en la dirección de la importación de tecnología y las asociaciones con las sedes financieras, tecnológicas y comerciales del capital extranjero. Eso les permitió alcanzar altas tasas de plusvalía extraordinaria –cristalizando un sector monopólico que controló el mercado interno– y disputar la condición de principal aliada del capital extranjero en la periferia, de manera de aspirar a un cierto nivel de proyección internacional. Esta tendencia quedó expresada en leyes que permitieron la libre importación de bienes de capital, tales como el régimen especial durante el gobierno de Arturo Frondizi en la Argentina o la instrucción 113 de la SUMOC en Brasil.
Las políticas de ciencia y tecnología comenzaron a institucionalizarse en la región durante los años 50. Merecen ser destacados los casos de Brasil, México y la Argentina, que representaron en conjunto la más voluminosa masa de inversiones en I+D (Investigación y Desarrollo) de toda América Latina: en 1996 todavía concentraban el 87% de éstos y el 77% de sus Productos Brutos Internos (PBI). Estos países buscaron reproducir la experiencia europea de posguerra –promovida por organismos internacionales, como la Unesco–, basada en la creación de ministerios, agencias y organismos de ciencia y tecnología que estimularan, coordinaran y orientaran las tareas en ese campo.
En un comienzo, el nacional-desarrollismo enfatizó la importancia de dominar la energía nuclear. En la Argentina, en 1950 se creó la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA); en 1956, el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI); en 1957, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA); y en 1958, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), dedicado a promover la investigación científica en las universidades. En Brasil, en 1951 se establecieron el Consejo Nacional de Investigaciones (CNPq), dedicado a la promoción de la investigación científico-tecnológica y, en particular, a los campos relevantes para la soberanía nacional, como la física nuclear, y la Coordinación de Perfeccionamiento del Personal de Nivel Superior (CAPES), dirigida principalmente a la investigación universitaria y a la capacitación de graduados, en particular, docentes. En los años 60, las iniciativas en ciencia y tecnología se diversificaron y buscaron coordinación. Los años 70 profundizaron su institucionalización para darle curso. En Brasil se crearon el Sistema Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (SNDCT) y tres Planes Básicos de Desarrollo Científico y Tecnológico (PBDCT) durante el período 1973-1985. Al SNDCT le fue asignado un fondo presupuestario propio, el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (FNDCT), dirigido por la Financiadora de Estudios y Proyectos (FINEP), su secretaría ejecutiva a cargo de coordinar las actividades en ciencia y tecnología. En 1972 surgió entonces la Secretaría de Tecnología Industrial (STI), vinculada al Ministerio de Industria y Comercio. En la Argentina, en 1968 se creó el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) con el objetivo de regular el conjunto de la red institucional de ciencia y tecnología, y que en 1973 dio lugar a la Secretaría de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (SECYT).
En México, las iniciativas de institucionalización de las políticas científicas fueron más tardías. Recién en 1970 fue creado el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). Sin embargo, entre las décadas de 1940 y 1960 la investigación científica prosperó en el ámbito de las universidades, muy especialmente en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), reestructurada en 1929. Entre ese año y 1981, en sus claustros, se fundaron veinte centros de investigación en ciencias físicas, exactas y espaciales. De hecho, en 1979 la universidad contaba con un presupuesto extraordinario para los estándares en América Latina: 430 millones de dólares, de los cuales el 16% era destinado a la investigación científica –y dentro solamente del campo de las “ciencias duras” daba empleo a casi 3.000 investigadores, de los que el 40% gozaba de dedicación exclusiva–.
Pero a pesar de una cierta y momentánea expansión, las políticas en ciencia y tecnología latinoamericanas, limitadas por los condicionamientos socioeconómicos de la región, no consiguieron alcanzar una complejidad institucional semejante a la de sus pares europeas, ni tampoco el poder de impactar significativamente en el sistema productivo que permitió a Europa occidental aproximarse a los niveles de productividad de los Estados Unidos en la década de 1970.
Crisis del desarrollo dependiente
Hacia mediados de los años 50, el interés en importar tecnología y en su vinculación con el mercado interno entró en contradicción con las limitaciones en las exportaciones –de bajo valor agregado y escasa densidad tecnológica–. Para solucionar el problema, se intentó combinar la sustitución de las importaciones con la internacionalización de los procesos productivos, que entonces pasaron a dirigir la dinámica de crecimiento, con lo cual se limitaba así la capacidad de coordinación del Estado. La importación de maquinarias cedió su lugar a la importación de capitales. Las maquinarias fueron introducidas directamente bajo el control de las multinacionales, que durante ese período aceptaron la idea de trasladar equipamientos ya obsoletos a aquellas regiones y mercados que antes controlaban por medio de las exportaciones. En ese proceso tuvo lugar una importante transformación: las maquinarias se convirtieron en capital en vez de en mercaderías para ser vendidas a las empresas locales. A esas maquinarias habrían de sumarse no sólo la tecnología a ellas vinculada sino también la explotación capitalista y la posibilidad de generar lucros y cantidades importantes de plusvalía, más tarde enviadas a los países centrales para remunerar a propietarios no residentes, invertir en mercados más competitivos e importantes, y/o generar nuevas fronteras tecnológicas para los productos y procesos.
Estos cambios implicaron una serie de significativas alteraciones en las sociedades latinoamericanas. Tras la euforia que generó el marcado crecimiento económico entre 1956 y 1961, entre 1962 y 1967 se estableció un patrón de fuga de capitales que implicó una baja en los salarios y un marcado retroceso en el poder popular que venía afirmándose desde los años 30. La afirmación del internacionalismo dependiente redefinió, debilitándolo, el nacionalismo. Así, el nacionalismo se aisló cada vez más en la burocracia estatal y adquirió una fuerte veta subimperialista, al buscar congeniar el capitalismo de Estado con la hegemonía y el liderazgo hemisférico de los Estados Unidos, de manera de hacer prosperar las aspiraciones de afirmación nacional y regional. En Brasil y la Argentina, esa combinación estuvo a cargo de dictaduras militares que profundizaron los rasgos sociales regresivos del capitalismo dependiente.
Políticas diferentes
En Brasil, los militares apostaron a la profundización de la sustitución de las importaciones para atender a sus pretensiones de ser una potencia nacional. Para ello, impulsaron las políticas de ciencia y tecnología tomando como base la estructura institucional creada en los años 50 y 60 para expandirla, acentuando y reformulando prioridades. Así, dieron continuidad a los intentos de dominio de la tecnología nuclear con fines pacíficos y militares, se abocaron a la búsqueda de la autosuficiencia energética en petróleo, a la elaboración de combustibles alternativos, en especial, el alcohol de caña de azúcar, con la ayuda de los fabriles, a mejorar las condiciones de cultivo en las plantaciones agrícolas, y persiguieron el dominio de las tecnologías informáticas. Incluso transfirieron tecnología de investigación básica y aplicada al sector productivo por medio de centros de investigación gubernamentales o de empresas estatales dotadas de centros de I+D propios (Petrobras, Telebrás, Companhia Vale do Rio Doce y Eletrobrás).
Entre las principales iniciativas en el plano tecnológico pueden mencionarse: el intento de organizar un sistema nacional de ciencia y tecnología vía SNDCT; las políticas de informática que se establecieron en 1976, 1979 y 1984; la creación, en 1974, de COBRA, la primera empresa brasileña en la fabricación de computadoras; la creación de Embraer en 1969, que recibió tecnología transferida desde el Centro Tecnológico de Aeronáutica (CTA) para producir, en escala comercial, aviones de porte pequeño y mediano; la creación de Industria de Materiales Bélicos de Brasil (IMBEL), en 1977, que transfirió tecnología de producción, principalmente, de blindados ligeros, hacia Engesa, luego de la ruptura unilateral del Acuerdo de Asistencia Militar Brasil - Estados Unidos; la creación, en 1973, de la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria (Embrapa), para transferir tecnologías al agronegocio, y el establecimiento del Programa Nacional del Alcohol (Proálcool), en 1975, que con tecnología transferida a las montadoras por el CTA elaboró y fabricó un motor con alcohol apto para ser utilizado por vehículos automovilísticos.
En el terreno de la enseñanza superior, la dictadura brasileña destituyó en todas las universidades a los intelectuales más comprometidos en la construcción de un proyecto nacional-popular o socialista, redujo las actividades de investigación a los posgrados y reorientó la prioridad de integración científica internacional, tradicionalmente con Europa, y desde entonces con los Estados Unidos. Para ello aumentó el número de cursos de posgrado –de 125 a 974, entre 1969 y 1979–, con especial asistencia de la Fundación Ford, interesada en crear una comunidad académica “emergente” en el país.
En la Argentina, el régimen militar fue mucho más destructivo para la ciencia y la tecnología, oponiéndose frontalmente a la experiencia de los gobiernos de Juan Domingo Perón e Isabelita, que promovían un enfoque de desarrollo nacionalista, orientando la política científica y tecnológica a los intereses del capitalismo de Estado. Entonces se elaboraron programas nacionales para las industrias electrónica y petroquímica, se protegió y financió la producción local de bienes de capital, se incrementó la transferencia de tecnología y se penalizó la transferencia de lucros. Con estas medidas se creó una importante base de apoyo social que involucraba a intelectuales, estudiantes, pequeños y medianos empresarios y sindicatos. Desmontar este proyecto requirió una profunda intervención en las universidades, lo que derivó en el éxodo de aproximadamente 30.000 científicos y técnicos y en la reducción en un 27% del número de estudiantes universitarios entre 1975 y 1979. La tentativa de trasplantar la investigación universitaria a los institutos especializados del Conicet desmontó las redes de investigación. Asimismo, la adopción del neoliberalismo en pos de superar la inserción marginal de la Argentina en los proyectos de desarrollo de los países hegemónicos resultó ser un fracaso, que afectó negativamente la industria por no atraer a la inversión extranjera directa. El resultado fue desastroso para la ciencia y la tecnología: el único emprendimiento tecnológico de porte de los gobiernos militares –el proyecto Condor II, concerniente a la construcción de un misil– no fue llevado a cabo.
La vuelta del régimen democrático recompuso poco a poco los presupuestos de las universidades y su capacidad para la investigación, pero la crisis de la deuda externa afectó a toda la región, en particular a los Estados que estatizaron las deudas contraídas por el empresariado, hecho que restringió el alcance de las políticas del sector en los años 80.
Balances
Los resultados alcanzados por las políticas científico-tecnológicas latinoamericanas entre 1950 y 1980 fueron bastante limitados en relación con las metas iniciales, que buscaban cimentar la soberanía nacional en los campos de la ciencia y la tecnología. La producción de ciencia –apoyo fundamental para la consecución de la última etapa en la sustitución de las importaciones, asociada a la producción de bienes de capital– requiere una amplia redefinición de las relaciones sociales internas e internacionales de los países de la región, a fin de constituir un foco sólido de producción de tecnología. Estas políticas se concentraron en la iniciativa estatal, que se responsabilizó prácticamente por la totalidad de los gastos nacionales en I+D y, no obstante, no consiguió alcanzar sus objetivos.
Disponiendo de recursos limitados, desarticulados de la industria y empleados únicamente en la investigación básica, los posgrados universitarios y los centros de investigación –en detrimento de la investigación aplicada y el desarrollo– se encontraron, además, con el obstáculo de la superexplotación laboral, que los desconectó de los diversos niveles de enseñanza y limitó así la difusión del conocimiento y el posible crecimiento de la cantidad de científicos. Sin un apoyo sustancial de la burguesía y manteniendo la fuerza
de trabajo con un nivel de baja calificación media, el proyecto de desarrollo científico y tecnológico quedó reducido a algunos grupos aislados de la burocracia estatal, y perdió fuerza a medida que quedaron en evidencia las limitaciones de la sustitución de las importaciones y del desarrollo dependiente. Ese aislamiento se profundizó con las restricciones y amenazas de sanción de los Estados Unidos y los países centrales ante las pretensiones de dominio de tecnologías estratégicas, como la nuclear.
Las evidencias de subdesarrollo y de dependencia científica no se modificaron con el desarrollo científico-tecnológico de ese período. Si en los Estados Unidos la inversión en I+D alcanzó entre el 2% y el 3% del PBI durante los años 50 y 60, en América Latina tuvieron niveles notablemente más bajos. En Brasil, el caso más significativo de I+D en la región –exceptuando Cuba–, esas inversiones oscilaron entre el 0,2% y el 0,8% del PBI
en las décadas del 70 y el 80. Por otra parte, las disparidades internacionales quedaron evidenciadas también en las matrículas de los niveles de educación secundaria y terciaria: entre 1965 y 1985 la población en edad escolar matriculada en la enseñanza media pasó del 16% al 35% en Brasil y del 17% al 55% en México, mientras que en Corea del Sur saltó del 35% al 92% y, en Japón, del 82% al 96%. En cuanto a la enseñanza terciaria, el porcentaje de inscriptos en 1985 alcanzó el 11% en Brasil, el 15% en México, el 30% en Japón y el 32% en Corea del Sur.
Un balance de los principales resultados de esa política nos permite señalar:
• La consolidación de sistemas de estudio de posgrado, especialmente en Brasil y México, que contribuyen a elevar los niveles de desarrollo científico y tecnológico local y son capaces de desplegar cierta iniciativa propia. Esos niveles repercuten positivamente en la región en lo que se refiere a los indicadores bibliométricos internacionales y en el crecimiento limitado, pero continuo, de científicos e ingenieros. Asimismo, la expansión se orienta, especialmente en el caso brasileño, demasiado hacia los Estados Unidos, lo que condiciona la formación de los investigadores, en detrimento de la cooperación científica regional con el Sur y con los centros europeos, además de encontrarse casi por completo desvinculada de los otros niveles de enseñanza.
• El bajo grado de vinculación entre, por un lado, las universidades y los centros de investigación y, por el otro, el sector productivo. Esto queda claro en el desequilibrio entre la mejoría de los indicadores bibliométricos de producción científica y la mediocre evolución de los datos referentes a la solicitud y el registro de patentes. Los logros tecnológicos alcanzados en ese período fueron relativamente limitados y no tuvieron continuidad –como sucedió con las investigaciones en el campo de la informática o de la tecnología nuclear–, aunque hubo significativos avances en la prospección del petróleo, la investigación agrícola y, moderadamente y de manera inestable, en el uso de alcohol como combustible.
• La escasez de recursos aplicados en ciencia y tecnología. Las limitaciones en este sentido tienen como mayor responsable al desinterés de las burguesías locales por realizar actividades de I+D, aunque la dependencia financiera restrinja al sector gubernamental. En el sector privado, esas mismas actividades se institucionalizan en un pequeño número de empresas que, en general, se dedican a la aplicación tecnológica y la ingeniería de rutina.
• La persistencia de la superexplotación laboral como un enorme obstáculo al desarrollo científico-tecnológico, que restringe la posibilidad de mejorar el nivel general de instrucción de los trabajadores del área y las posibilidades regionales de incorporar las nuevas tecnologías organizacionales –asociadas al toyotismo– que, desde los años 60 y 70, aproximan el “suelo de la fábrica” de los centros de I+D, democratizando la gestación de manera de apropiarse de la subjetividad del trabajador y promover un instrumento decisivo de innovación tecnológica.
• El alto nivel de concentración regional de las inversiones en I+D y en actividades científicas y tecnológicas, que limita las oportunidades y el impacto nacional de la cooperación interinstitucional. En 1990, la capital de México ostentaba el 51% de los docentes de seminarios de posgrado del país y el 48% de los miembros del Sistema Nacional de Investigación. En Brasil, el Sudeste concentra las dotaciones científico-tecnológicas, y en la Argentina se concentran en la capital y la región bonaerense.
En el escenario latinoamericano, Cuba despunta como otro paradigma de ciencia y tecnología. Se trata de una isla con poco más de 11 millones de habitantes que, a pesar del embargo económico que le impusieron los Estados Unidos, mantiene un volumen de inversión en I+D –índice que mide su relación con el PBI– similar al brasileño. Pero la combinación de ese volumen de inversiones con una tasa más elevada en la educación media popular –meta del gobierno socialista– genera una más alta productividad y un mejor nivel de trabajo científico. Eso le permite liderar varios de los campos de investigación biotecnológica en la región, aunque tenga como punto de partida un grupo de investigadores y una base demográfica mucho más limitadas.
Estancamiento
Si las décadas de 1950 a 1970 fueron el momento de la institucionalización y el avance de las políticas en ciencia y tecnología, las de 1980 y 1990 asistieron, respectivamente, al relativo estancamiento y a la reformulación de esas políticas.
En los años 80, la crisis económica mundial (de 1967 a 1970) castigó a América Latina. La suba de las tasas de interés internacionales por iniciativa de los Estados Unidos en 1979 y su agravamiento por parte de los gobiernos republicanos de la década siguiente culminó en un período marcado por el egreso de capitales, lo que expuso a la región a notables déficits en
la balanza de pagos. La estatización de la deuda externa y el endeudamiento público interno –lo que permitió al Estado transferir al exterior los dólares obtenidos en los saldos comerciales a partir de un ajuste estructural que dirigió la política macroeconómica de la región– desarticuló la capacidad de inversión y las posibilidades de llevar a cabo políticas industriales y científico-tecnológicas.
Así, los gastos en I+D durante los años 80 permitieron sólo avances limitados y perdieron dinamismo, al mismo tiempo que se vaciaron los instrumentos de coordinación de las políticas en ciencia y tecnología. En Brasil, la crisis de planeamiento se reveló en las limitaciones del III PBDCT, del período 1980-1985, que, a diferencia de los anteriores, no incluyó programas, proyectos ni actividades para la realización de sus metas. Aunque en 1985 se haya creado el Ministerio de Ciencia y Tecnología, se privó al FNDCT/FINEP de los recursos que permitirían la integración y la coordinación de sus acciones. Por otra parte, los gastos nacionales en ciencia y tecnología, que a principios de la década representaban el 0,7% del PBI –índice tres veces superior al de 1973–, en 1988 alcanzaron el 0,8% y retornaron al 0,7% en 1990. Las principales conquistas tecnológicas brasileñas del período consistieron en la prospección de petróleo en aguas profundas y ultraprofundas, y en los sectores de la informática y la telefonía.
Durante la década de 1980, la Argentina y México no produjeron innovaciones relevantes en ciencia y tecnología, poniendo de manifiesto la obsolescencia de sus políticas, y sus niveles de intensidad en I+D fueron inferiores a los de Brasil. Aunque la vuelta de la democracia en la Argentina buscó recomponer los presupuestos universitarios, sus resultados fueron más que moderados. En 1988, las universidades recibían el 8% del presupuesto público para I+D, y el Conicet, el 36%.
El gran elemento de creatividad institucional de la época fue la Política Nacional de Informática (PNI) brasileña de 1984. Esta política convirtió en ley y sistematizó un conjunto de acciones gubernamentales tendientes a promover la producción de tecnologías capaces de poner en marcha un sector de bienes y servicios informáticos en el país, con base en empresas nacionales. Se instituyó entonces un control de las importaciones a lo largo de ocho años, se tomaron medidas de fomento a la industria nacional, preservando la competitividad y limitando el monopolio, y se condicionó el accionar de las empresas extranjeras. Estas empresas podían participar del mercado interno, pero el uso de tecnologías extranjeras estaba limitado a la falta nacional de esas tecnologías, a la contribución al desarrollo científico y tecnológico del país, y a la presentación, por parte de la empresa, de planes de exportación. Paralelamente a la PNI se implementó la Política Nacional de Telecomunicaciones (PNT), cuyo logro más importante consistió en desarrollar la tecnología de una central telefónica nacional, la central Trópico.
Nuevos paradigmas
Si bien alcanzaron resultados significativos, la PNI y la PNT se vieron limitadas por la ausencia de una macroeconomía del desarrollo. La adhesión del gobierno brasileño al Fondo Monetario Internacional (FMI), más allá de conflictos y tensiones puntuales, y el condicionamiento de las políticas públicas a las altas tasas de impuestos internacionales e internos restringieron sus perspectivas. En los años 90, la ofensiva de los Estados Unidos sobre la región reformuló los paradigmas de las políticas científico-tecnológicas, sometiéndolas al neoliberalismo promovido por el Consenso de Washington. El desarrollo de tecnologías propias fue reemplazado por la subordinación a la apertura comercial y financiera y, a largo plazo, a las acciones del poder norteamericano en campos como la legislación internacional de patentes (Acuerdos TRIPS, de la sigla en inglés para Acuerdos sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio) establecida en la Organización Mundial de Comercio (OMC), y los tratados de no proliferación de armas de destrucción masiva. Las metas de las principales economías de la región fueron redefinidas, y el objetivo de alcanzar el desarrollo de la industria y de sus sectores estratégicos (los bienes de capital y el complejo electrónico) fue suplantado por la búsqueda de competitividad y el reestablecimiento de la doctrina de las ventajas comparativas.
Así, la industria se vio castigada por la combinación de asimetrías en el mercado internacional –con sobrevaluación en la tasa monetaria de cambio y aumentos en los índices impositivos–, que marcaron la primera fase de implementación del Consenso de Washington. En una etapa del capitalismo en la que la división internacional del trabajo estaba determinada por la revolución científico-técnica, la reactualización de la doctrina de las ventajas comparativas resultó ser un fuerte ataque al desarrollo científico en la región. De un lado se encontraban los países que producían ciencia básica y conocimiento general y los insertaban en el desarrollo de productos de punta orientados al mercado mundial –lo que les permitía monopolizar el rumbo de la economía mundial, las soluciones de los problemas planetarios y obtener los réditos de la creciente conversión del conocimiento científico en innovaciones de un alto valor agregado–, y del otro aquellos que compraban parte de esas tecnologías y las utilizaban en actividades productivas específicas –los así llamados “nichos tecnológicos”–, limitando el alcance de su desarrollo científico a un enfoque sectorial, complementario y adaptativo. El ataque a la ciencia básica de América Latina puso en cuestión la identidad científica y la originalidad cultural de la región, amenazadas por la cada vez más grande mercantilización de la subjetividad. Desde la perspectiva del Banco Mundial (BIRD), el gasto público en las universidades y la educación superior fue considerado excesivo y se reorientó a favor de la educación básica.
Las políticas de ciencia y tecnología buscaron entonces adaptar las capacidades tecnológicas de la región a la inserción productiva, financiera y comercial determinada por el mercado mundial. Al establecer como objetivos la productividad y la competitividad, dieron prioridad a los emprendimientos privados, las inversiones extranjeras y la importación de tecnología como principales motores del desarrollo. El Estado debía ceder su lugar central en la promoción de tecnologías y reorientar sus gastos hacia el sector productivo, restringiendo la investigación de base en favor de otras demandas tecnológicas más específicas y limitadas.
A partir de la década de 1990, entre las principales iniciativas de esas políticas se pueden encontrar: la derogación de la reserva de mercado para la informática brasileña con la reforma de la PNI en 1992; la privatización de estatales que poseían importantes centros de I+D; la reformulación de las leyes sobre patentes y propiedad intelectual, a partir de los tratados de libre comercio entre los Estados Unidos y diversos países de la región y la firma de los TRIPS –que garantizan el monopolio extranjero de innovaciones e invenciones– y de los TRIPS-plus, que permite la monopolización extranjera de la biodiversidad regional; la ratificación de los tratados de no proliferación de armas nucleares; las restricciones presupuestarias a la investigación básica; y el estímulo a una mayor actuación por parte de las empresas, mediante incentivos fiscales, disponibilidad de fondos sectoriales y, principalmente, la presión de la economía mundial a través de políticas de apertura y competitividad.
La nueva PNI brasileña de 1992 priorizó la competitividad en detrimento de la tecnología nacional. A continuación, durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, el país ratificó los TRIPS y el Régimen de Control de Tecnologías de Misiles (MCTR), en 1995, y en 1997 el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP). La Argentina se sumó al MCTR en 1993, y adhirió al TNP en 1995, al igual que Chile, y reformuló su ley de patentes en 1996, ley que no obstante fue considerada insuficiente por los Estados Unidos para la defensa de sus intereses. Junto a los Estados Unidos y Canadá, México firmó el NAFTA (Tratado de Libre Comercio de América del Norte), que entró en vigor en 1994 y resultó en la reestructuración de su ley de patentes, y adhirió a los TRIPS en el año 2000. La nueva Ley de Ciencia y Tecnología, aprobada en 2002, priorizó el aumento de la participación del sector productivo mexicano en I+D. Este objetivo se realizaría mediante la reorientación de los gastos estatales y el aumento de los empresariales, estimulados por diversas medidas fiscales y la dotación de fondos públicos al sector de la innovación tecnológica.
Ciencia, tecnología y neoliberalismo
Una evaluación de los efectos del neoliberalismo sobre la ciencia y la tecnología permite advertir sus severas limitaciones para el desarrollo de sistemas nacionales o regionales de innovación, puesto que:
• Se intensificó la dependencia tecnológica de la región, en función de optar por la importación de tecnologías, las inversiones directas y la adopción de nuevas normas regulatorias de las patentes.
• El énfasis en la productividad y la competitividad redujo parcialmente la participación en el PBI de los sectores productivos con un mayor valor agregado.
• Los gastos en I+D se mantienen en niveles mínimos, limitados por la baja demanda de las empresas privadas y de los inversionistas extranjeros en la generación de invenciones e innovaciones.
• La oposición entre investigación básica, aplicada y desarrollo es una falacia, y de seguir persistiendo su desconexión se continuará alentando una baja inversión en I+D, fondos que el empresariado privado reorienta hacia segmentos de menor intensidad tecnológica.
Pero examinemos más detalladamente estas afirmaciones.
A los fines de evaluar las tendencias en el campo de la tecnología de un país pueden considerarse las patentes. No obstante resultar insuficientes para medir el grado de dependencia, su evolución permite detectar las principales tendencias de una economía nacional en pro de su soberanía, o en el sentido contrario. Los resultados disponibles son ampliamente desfavorables para los países latinoamericanos. En Brasil, en 1990 fueron registradas 12.744 patentes, el 52% por residentes, mientras que en el año 2000, de las 23.877 patentes solicitadas sólo el 35% perteneció a residentes. En México, en 1990, de las 1.619 patentes otorgadas apenas el 8% fue concedido a residentes. Ese índice fue aún más bajo en 2003, alcanzando tan sólo el 2% de las 6.008 patentes otorgadas –una reducción de 132 a 121 patentes concedidas a mexicanos durante ese período–. En la Argentina, en 1990 fueron otorgadas 759 patentes, de las cuales el 32% correspondió a ciudadanos argentinos. En el año 2000, ese índice cayó al 9,1% de las 1.587 patentes concedidas –reduciendo el número de patentes otorgadas a ciudadanos nativos de 249 a 156, entre 1990 y 2000–. En Chile, de 1990 a 2000, el índice de patentes concedidas a chilenos decreció del 16% al 6%, lo que en términos numéricos significa de 101 a 37. En Perú, durante el mismo período, el índice de patentes concedidas a residentes bajó del 8% al 2,9%, lo que implica que el número de patentes otorgadas a peruanos se redujo de 14 a 9. Colombia y Venezuela presentaron tendencias semejantes: caída en el número de patentes otorgadas a residentes y, por consiguiente, una caída de su número absoluto. En cuanto al caso cubano, entre 1990 y 2001 el número de patentes otorgadas se elevó de 59 a 116. El índice de patentes concedidas a cubanos cayó del 84% al 59%, pero se mantuvo elevado, lo que muestra el interés creciente de los extranjeros por la economía de Cuba y por su capacidad de combinarlo con la preservación de su soberanía.
Estos resultados negativos contrastan con la discreta mejora de los indicadores que se registran en las revistas de referencia internacional, y demuestran que los intentos de las políticas científico-tecnológicas de los años 90 de priorizar la innovación tecnológica no lograron alcanzar sus objetivos, manteniendo la segmentación entre, por un lado, la investigación básica y, por el otro, la investigación aplicada y el desarrollo. Entre 1990 y 2003, Brasil incrementó su participación en términos de artículos publicados en el Science Citation Index (SCI) de 0,5% a 1,5%, México de 0,2% a 0,6%, y la Argentina de 0,3% a 0,5%. En el conjunto de la región, durante el período 1981-2000, la participación con artículos en el SCI se elevó del 1,3% al 3,1%. Este aumento se explica, en parte, por el avance del colonialismo cultural y científico, que facilitó el acceso a las revistas de referencia internacional que componen el Index, fuertemente controlado por los Estados Unidos.
La evolución de los segmentos productivos durante los años 90 evidenció una retracción en el desarrollo de los sectores de mayor complejidad, con impactos negativos para la expansión de las inversiones en I+D. Esa retracción se manifestó en la fuerte caída de la industria en relación con el PBI. Entre 1980 y 2000, su porcentaje relativo cayó, en Brasil, del 33,6% al 19,8%; en la Argentina, del 27,9% al 16,7%; en México, del 22,7% al 21,1%; y en Chile, entre 1990 y 2000, del 18,9% al 12,7%. Si se observa el porcentaje correspondiente al sector mecánico-metalúrgico, sector de alta complejidad dentro de la industria, se verifica también la tendencia en baja: en Brasil, del 24,7% al 21,3% entre 1980 y 1990; en la Argentina, del 25,7% al 17,6% entre 1980 y 1996; y en Chile, del 18,9% al 12,7% durante el mismo período. México aumentó su índice de producción en la industria mecánico-metalúrgica del 24,7% al 28% entre 1980 y 1997, en razón de la fuerte actividad de las maquiladoras, que forman parte del comercio intrafirma de las transnacionales y de su búsqueda de más bajos costos en mano de obra y transporte. Las maquiladoras importan gran parte de sus componentes productivos y los reexportan, agregando bajísimo valor al proceso de producción.
La informática brasileña sufrió los efectos negativos de la liberalización. La comercialización de productos creció un 33% anual entre 1981 y 1989, durante el período de protección de la informática. Pero entre 1990 y 1998 el crecimiento anual cayó al 8,5%, dado que la protección del mercado interno fue abolida en 1992. El aumento en el comercio durante ese período se explica por el drástico crecimiento de las importaciones y no por la expansión de la producción nacional, que, a decir verdad, tuvo un crecimiento anual negativo (-1%) entre 1989, año pico de producción de la reserva de mercado, y 1998. Para el segmento del hardware, las importaciones –que representaban el 29% de los productos comercializados– cayeron al 7,8% en 1989 y se elevaron al 27% en 1998, contrarrestando el saldo negativo de los productos de alta tecnología en la balanza comercial. El complejo electrónico, que reúne los productos de la informática, las telecomunicaciones y la electrónica ligera y sus componentes, superó su déficit comercial en un 23% al año, entre 1992 y 2000, con un salto en valores absolutos de US$ 1.100 millones a US$ 6.300 millones.
Efectos contradictorios
El impacto del neoliberalismo en los segmentos de mayor complejidad de la región produce un efecto contradictorio sobre la ciencia y la tecnología, puesto que la destrucción de los sectores de mayor valor agregado de los complejos productivos latinoamericanos hace bajar los gastos de I+D y compensa, en gran parte, la presión proveniente del mercado internacional para aumentarlos. El modesto aumento de las inversiones en I+D en América Latina desde los años 90 se orientó hacia los sectores con menores perspectivas internacionales de acumulación de riquezas. En Brasil, esos dispendios se elevaron discretamente desde el 0,8% alcanzado en 1988 hasta un pico del 1% en 2001. La participación del gobierno en el financiamiento cayó drásticamente –del 71% al 31,5% entre 1990 y 2002–, con lo cual afectó a las universidades, que ejecutaban cerca del 80% de esos gastos. Por su parte, las empresas elevaron su participación del 23,9% al 39,5% durante ese período, a la vez que los gastos empresariales tendieron a derivarse hacia los sectores de baja complejidad.
En el año 2000, la composición sectorial relativa a la industria de transformación brasileña evidenciaba su obsolescencia y especialización en segmentos de bajo valor agregado en comparación con los países de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCDE), de esfuerzo tecnológico elevado. La participación del segmento de textiles, confecciones, calzados y cuero equivalía en un 262% a la de los países de la OCDE; la de productos alimenticios, bebidas y tabaco, en un 171%; la de productos químicos (excluidos los farmacéuticos), en un 144%; y la de la metalurgia básica en un 127%. Mientras que los segmentos de mayor complejidad, como el de productos farmacéuticos, representaban el 78,6%; el de vehículos automotores, el 68%; el de otros equipamientos para el transporte, el 55%; el de maquinarias y equipamientos, el 52%; y el de materiales electrónicos y de comunicaciones, el 42%.
En México, los dispendios en I+D se elevaron, pero no obstante se mantuvieron en un nivel muy bajo. Entre 1992 y 2000 oscilaron entre el 0,2% y el 0,4%. La ejecución de I+D en las universidades, con relación al total, cayó del 53,8% al 26,8%, mientras que en las empresas tuvo un alza del 10% al 30% entre 1993 y 2002. En la Argentina, los gastos en I+D se mantuvieron en torno al 0,4% desde los años 90; mantuvieron también igual su distribución en términos de financiación y ejecución entre el gobierno, las empresas y las universidades. En Chile, la I+D oscila en torno al 0,5% del PBI; ha aumentado su ejecución en empresas, entre 1990 y 2003, desde el insignificante nivel del 2,5% hasta el 37,8%. En Cuba, la inversión en I+D es de aproximadamente el 0,6% desde los años 90, pero un hecho que marca una diferencia con respecto a otros países de la región es su articulación con el sector productivo. La investigación básica recibe aproximadamente el 10% del total de los gastos, a la vez que la investigación aplicada y el desarrollo experimental se dividen con cierto equilibrio el saldo restante. Este panorama difiere enormemente del de países como México y la Argentina, en los cuales la investigación básica recibió cerca del 20 al 30% de los dispendios a partir de los años 90, o de Chile, donde alcanzó el 50% de los mismos.
Los gastos en I+D se encuentran limitados también por la estructura de la propiedad empresarial. Al encontrarse fuertemente concentrados en las casas matrices de las empresas transnacionales, aquellos países cuyo dinamismo económico depende en gran medida de las inversiones extranjeras quedan fuertemente restringidos en su capacidad para desarrollar un sistema nacional de innovación que sea significativo. Un análisis comparativo, del año 2000, de la relación entre el esfuerzo en I+D y la estructura de la propiedad basado en casos de Brasil y otros países con menor esfuerzo de I+D de la OCDE permite visualizar esa realidad de la región. Si bien Brasil presenta niveles globales de I+D equivalentes al 91% de esos otros países, se corrobora una alta correlación entre los segmentos en los que hay un mayor control por parte del capital extranjero y una limitación al esfuerzo tecnológico, lo que se manifiesta en gastos inferiores a la media brasileña. El nivel de control extranjero y el esfuerzo tecnológico relativo son, respectivamente, los siguientes: en vehículos automotores, 83% y 63%; en materiales electrónicos y telecomunicaciones, 59% y 22,9%; en productos químicos, 48% y 53%; en informática, 45% y 64%; en productos alimenticios, bebidas y tabaco, 24% y 168,8%; en papel y celulosa, 21% y 188%; en metalurgia básica, 15% y 98%; en productos de madera, 9% y 260%; en textiles, confecciones, cuero y calzado, 9% y 80%.
La limitación del esfuerzo tecnológico actúa directamente sobre la competitividad sectorial, y en consecuencia provoca severos déficits comerciales. Los segmentos que se encuentran bajo un mayor control del capital extranjero son los de menor intensidad exportadora. En 2000, Brasil era responsable del 1,02% de las exportaciones mundiales, aunque en informática su participación era del 0,15%; en materiales electrónicos del 0,4%; y, en vehículos automotores, del 0,87%. Pero en los sectores donde había un fuerte control nacional de la propiedad el resultado superó la media: en metalurgia básica respondía por el 2,43% de las exportaciones mundiales; en productos de madera, por el 2,78%; y en productos alimenticios, bebidas y tabaco, por el 3,3%.
Crisis del neoliberalismo y alternativas
Si bien el panorama de la ciencia y la tecnología en América Latina no es favorable, la crisis del neoliberalismo abre un espacio para la llegada de las fuerzas de izquierda y centroizquierda al poder y para la construcción de políticas alternativas. Esto lleva a revisar los ejemplos históricos a ser tomados en consideración para reestructurar el campo de la ciencia y la tecnología en la región, a fin de volverlas efectivamente un instrumento de soberanía.
A decir verdad, la construcción de un sistema de innovación y de ciencia y tecnología a la altura de las aspiraciones de soberanía que inicialmente motivaron su establecimiento requiere enfrentar viejos y nuevos desafíos. La apertura comercial y financiera asociada al neoliberalismo aumentó el poder del capital extranjero en las estructuras productivas de la región, desarticuló la capacidad de planeamiento del Estado, redujo su intervención en el proceso de producción y destruyó sectores tecnológicamente intensivos. Las presiones para aumentar el esfuerzo tecnológico, derivadas del consenso internacional, fueron neutralizadas por esos procesos. La superexplotación laboral se profundizó y puso un límite al aumento del valor de la fuerza de trabajo, haciendo crecer el desempleo y excluyendo a las grandes masas de la región de la iniciativa tecnológica.
Las experiencias de éxito en la organización de sistemas de ciencia y tecnología, a pesar de sus diferencias, poseen algunas características en común. La más importante: el desarrollo de una notable capacidad para la generación de innovaciones, que no puede ser sustituida por la importación de tecnologías pero sí impulsada y complementada. Esta tesis, obvia para los países centrales, lo es también para los periféricos y semiperiféricos, puesto que en una economía mundial comandada por un capitalismo de competencia monopólica, las posiciones de poder de los Estados dependen de la capacidad de innovación que desarrollen.
La Unión Soviética representó una primera tentativa contrahegemónica de creación de un sistema propio de ciencia y tecnología. Partió del planeamiento estatal –que influiría en el keynesianismo–, para definir a la ciencia y la tecnología como actividades de naturaleza colectiva, que ganan protagonismo en la organización social en etapas de gran desarrollo de las fuerzas productivas. El pensamiento soviético se proyectó sobre Europa Oriental y Occidente, y desarrolló el concepto de revolución científico-técnica, que encontró su más alto grado de elaboración en las obras del checo Radovan Richta. La Unión Soviética intensificó su industrialización, elevó el nivel de calificación de su fuerza de trabajo e impulsó su crecimiento económico, alcanzando resultados sobresalientes en las tecnologías espacial y militar. Sin embargo, la burocratización de los métodos de gestión y el relativo aislamiento de las corrientes tecnológicas internacionales limitaron su proyección en la economía-mundo a partir de los años 70. La disolución del Estado soviético en 1991 y la adhesión de las repúblicas que lo integraban al neoliberalismo tuvieron asimismo efectos nocivos, como el cierre de centros de investigación, la fuga de cerebros y el caos socioeconómico, que se expresaron en el aumento del desempleo y la pobreza, y la caída de la expectativa de vida o del PBI per cápita en un 44%, entre 1990 y 1998.
Otra experiencia de construcción de un sistema de ciencia y tecnología soberano tuvo lugar en el capitalismo negociado políticamente en el este asiático –cuya raíz histórica se encuentra en la necesidad de los Estados Unidos de poner freno a la expansión del socialismo que en Asia se asocia a las revoluciones soviética, china, norcoreana y vietnamita–. Los Estados Unidos apoyaron la construcción de polos de desarrollo en regiones estratégicas de Asia (Japón, Taiwan y Corea del Sur), lo que exigió la liquidación del latifundio y de los sectores especuladores a favor de la reforma agraria, del empleo, de la educación y de la industrialización. Inicialmente, se trató de un “desarrollo por invitación” puesto en marcha por iniciativa norteamericana, pero el surgimiento de una nueva elite empresarial y estatal en esos países les permitió tomar las riendas del proceso e imponer a los Estados Unidos un programa de desarrollo mucho más profundo, que radicalizó sus dimensiones nacionales y sociales. Se restringió la inversión extranjera directa y se garantizó una sólida base productiva nacional; por medio del aparato de Estado, conglomerados nacionales o redes de empresas asumieron el control de sectores tecnológicos clave; se condicionaron las importaciones de tecnología al estímulo a sectores estratégicos; se desarrollaron nuevas técnicas de gestión, que hicieron posible la participación de los trabajadores en los procesos de toma de decisiones, convirtiendo a esa democratización en un instrumento de innovación tecnológica y de absorción productiva del amplio esfuerzo de capacitación educacional; y se intensificaron las inversiones en I+D y se buscó el apoyo estadounidense por medio del acceso a sus mercados y al financiamiento externo. La contrapartida era el alineamiento de esos países a la hegemonía de los Estados Unidos.
Estos procesos alcanzaron su auge con el desarrollo del toyotismo en Japón. Pero el fin de la Guerra Fría restringió el apoyo de los Estados Unidos. La suba del yen y las contrapartidas asociadas a los fundamentos sociales de la productividad echaron por tierra la tasa de ganancia y limitaron drásticamente las inversiones del empresariado japonés en el país. Con niveles salariales más bajos, Corea del Sur y Taiwan todavía presentan un importante dinamismo, aunque más moderado que durante los años 80.
El modelo chino
El protagonismo asiático se desplazó, hacia la década del 90, a China, que representa otro proceso de construcción de un sistema nacional de ciencia y tecnología. Con el socialismo, China puso en marcha políticas sociales que tienden a la erradicación de la pobreza y de la superexplotación laboral, así como a la suba del valor de la fuerza de trabajo mediante el incremento de los niveles de educación y consumo. Pero para romper con el aislamiento tecnológico que la mantiene en la periferia de la economía mundial, China busca integrarse al mercado global utilizándolo como fuente de aprendizaje y capacitación tecnológica gracias a una fuerte actuación del Estado, que garantiza altas inversiones en I+D y educación, la preservación de sectores productivos estratégicos, y la vinculación de la política monetaria al desarrollo y de la política cambiaria a la promoción de las exportaciones y la protección del mercado interno.
El éxito chino pone de manifiesto una de las especificidades de la economía mundial en la actualidad. El capitalismo contemporáneo encuentra grandes dificultades para incorporar los altos costos que implica la transición hacia el trabajo calificado que el avance de la revolución científico-técnica supone, manteniendo un alto nivel de sobreacumulación de capital, que resulta parcialmente absorbido por el sector financiero. Pero los límites a su expansión se asocian al crecimiento de las reservas de las deudas, lo que obliga a la retracción de la ola especuladora de los años 80. La fuerza de trabajo calificada y barata se ha convertido en un activo estratégico para absorber el excedente de capital, y puede ser ofrecida por los países periféricos que rompen con la dependencia para invertir en su formación.
Es precisamente en este contexto contradictorio que se inserta la afirmación china. De un lado, prorroga el desarrollo de la economía mundial capitalista, pero del otro, al promover el ascenso social del 20% de la humanidad, pone en cuestión uno de sus supuestos, que consiste en la estratificación bien definida de sus zonas: centro, semiperiferia y periferia. La orientación socialista de la economía se encuentra reforzada en el hecho de vincularse a bajas tasas de lucro, ajustándose potencialmente más a los fundamentos sociales de la competitividad de lo que las nuevas tecnologías suponen.
Estos aspectos del proceso chino bien pueden ilustrar los caminos del desarrollo latinoamericano. Países como Brasil, de vocación continental, deben ser los pioneros en un proceso de desarrollo nacional y regional que los rearticule al mercado mundial. Los excedentes económicos de la región deben reutilizarse en la expansión de los fundamentos sociales, nacionales y regionales de la soberanía. Esto implica elevar los niveles de educación y consumo de los trabajadores; una reforma agraria tendiente a asegurar una alimentación y un desarrollo sustentable; la democratización de los procesos laborales; el aumento de la inversión en I+D en un mínimo del 2% del PBI; el fortalecimiento de las empresas nacionales y su vinculación con las universidades; y la subordinación del capital extranjero y de las políticas macroeconómicas al desarrollo nacional y regional.
Sólo ese conjunto articulado de iniciativas abrirá camino a la construcción de un sistema de ciencia y tecnología efectivamente importante en la región, que sirva de base a la proyección brasileña en la economía mundial. Encontrar los caminos sociales y políticos para su implementación es uno de los grandes desafíos de las próximas décadas.
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