La cuestión social en la América Latina contemporánea será aquí presentada bajo dos aspectos centrales: sus manifestaciones y su enfrentamiento. Su manifestación más importante es la desigualdad social, que se remonta al período colonial, asociada a la esclavitud y a otras formas de trabajo forzado de las poblaciones más pobres. El fenómeno tiene raíces políticas, vinculadas al conservadurismo de las elites, y económicas, determinadas por un patrón de desarrollo capitalista tardío, periférico y dependiente, concentrador y, en sí mismo, generador de desigualdad. Tales raíces se combinan entre sí y sus componentes estructurales se reproducen a lo largo de la historia de los países latinoamericanos.
Además de su configuración estructural, el análisis de la desigualdad latinoamericana debe también considerar el impacto que las diferentes coyunturas históricas, políticas y económicas tuvieron sobre esa base social profundamente desigual. La propia desigualdad presenta diversas expresiones, con un rasgo común: la mala distribución y la correspondiente concentración de la riqueza, de los recursos productivos, de la tierra, de los bienes y servicios y del empleo. Sus manifestaciones tienen lugar en el ámbito territorial y poblacional. Su geografía presenta grandes contrastes regionales y diferencias entre lo urbano y lo rural. En diversos países de la región, como Brasil, todavía se encuentran regiones y grupos poblacionales en situaciones caracterizadas como de pobreza extrema, miseria o indigencia, debido al acceso insuficiente a los alimentos y nutrientes asociado al fenómeno del hambre.
Con respecto a las tentativas para enfrentar la cuestión social latinoamericana, su historia está marcada por Estados nacionales frágiles desde el punto de vista institucional y constituidos en tiempos históricos muy cortos. Por lo tanto ha debido asumir más rápida y urgentemente tareas a las cuales la sociedad de los países capitalistas centrales dedicó varios siglos. Al mismo tiempo, es una historia marcada por el autoritarismo: en muchos países los principales cambios institucionales relacionados al tratamiento de la cuestión social ocurrieron en períodos autoritarios. La marca represiva siempre estuvo presente –lo que explica la adopción de una visión de la cuestión social como “cuestión de policía”–. Las tentativas democráticas de abordaje de la cuestión social, además de recientes, son episódicas y espasmódicas en la historia latinoamericana, y han estado asociadas a los períodos de redemocratización de sus regímenes políticos. En esa coyuntura, las reivindicaciones sociales (tanto de la clase trabajadora como de aquellos sectores de la población que quedaron al margen de las medidas de protección vinculadas al trabajo) se hicieron sentir por medio de una mayor movilización y organización social (sindicatos, entidades, asociaciones territoriales, partidos, etc.). Dichas reivindicaciones tuvieron repercusión junto a gobiernos electos y comprometidos con una relación más democrática con la sociedad, en el sentido de constituir y/o consolidar sistemas de protección social más inclusivos y más permeables al control social, es decir, más universales y democráticos. Sin embargo, la última ola de redemocratización en América Latina, al final del siglo XX, vino acompañada por políticas neoliberales, que desmantelaron las frágiles instituciones de protección social existentes, muchas de ellas recién instituidas sobre la base de la universalidad y de los derechos sociales y ni siquiera plenamente implantadas.
Con el advenimiento de las políticas neoliberales de ajuste estructural –en realidad, de desajuste social–, a partir de los años 80 y 90 hubo una superposición de la antigua desigualdad (agravada por la ampliación de la brecha entre ricos y pobres) con procesos sociales caracterizados por el incremento de situaciones de vulnerabilidad y de precariedad (muchas veces denominados de exclusión) de amplios sectores de la población, en especial de los segmentos urbanos incorporados periféricamente por procesos de migración. Esta “nueva” configuración social está fundamentalmente asociada al aumento del desempleo y a la expansión e intensificación de las modalidades precarizadas de trabajo, que han ampliado aún más la antigua informalidad de la mano de obra. De forma simultánea, se registró un empeoramiento generalizado en el acceso a bienes y servicios públicos esenciales –por ausencia de inversión pública, pérdida de calidad y/o privatizaciones–, asociado al proceso de desmantelamiento de las políticas sociales existentes; como también la pérdida de derechos sociales a partir de las reformas del Estado vinculadas a las políticas de ajuste estructural.
La asociación perversa de las determinaciones estructurales con el advenimiento del neoliberalismo explica las actuales modificaciones sufridas por la cuestión social latinoamericana, tanto por el lado de sus manifestaciones como por el lado de su enfrentamiento. De ese modo se configura, al inicio del siglo XXI, un cuadro social más desigual aún, cuyas manifestaciones adquieren una enorme complejidad y cuyo abordaje exigiría cambios económicos, sociales y políticos mucho más profundos que las actuales medidas paliativas de los programas de alivio de la pobreza.
Desarrollo y desigualdad
En los últimos cincuenta años los diversos abordajes de la cuestión social en América Latina estuvieron –y continúan estando hasta hoy– muy relacionados con el debate en torno de la cuestión del desarrollo. Desde mediados del siglo XX en adelante, pensadores latinoamericanos vinculados a diferentes corrientes interpretativas o escuelas de pensamiento intentaron comprender los procesos de estratificación social originados a partir de determinado “estilo” o “patrón” de desarrollo. Se trataba de identificar las especificidades de nuestro modo capitalista de producción: tardío, dependiente, periférico, combinado y, sobre todo, desigual. Coexistieron en él distintas relaciones sociales de producción típicas de etapas diversas de desarrollo, pero que mantuvieron una interdependencia –interna y externa– cuya dinámica hizo que la heterogeneidad, o desigualdad, se reprodujera e incluso se intensificara. En síntesis, era un patrón en el cual el proceso de concentración –de los ingresos, de la riqueza, del acceso a recursos productivos y a bienes y servicios– tendería a reiterarse, y configuraría así una distribución desigual de carácter estructural de todos los factores mencionados. Las desigualdades se situarían no sólo en relación con los países capitalistas avanzados (o centrales), sino también en el interior de nuestros países, y se manifestaría en el tiempo (períodos de expansión y estancamiento), en el espacio (desigualdades regionales, urbano-rurales) y entre grupos e individuos, con una enorme diferenciación social en clases y estratos.
Por otro lado, la distribución de los frutos del desarrollo no se ajustó a pautas que permitiesen eliminar la fuerte desigualdad heredada de los períodos previos a la posguerra. Aunque en varios países fuera posible constatar progresos en la ampliación de los grupos medios y en la evolución de los salarios urbanos durante ciertos períodos, los indicadores globales de distribución de la riqueza no mejoraron significativamente en la mayoría de ellos, aún en las fases de crecimiento económico de los años 50, 60 y 70. En estas décadas, el despegue productivo contribuyó para que se produjesen profundas transformaciones sociales, que constituyeron, en poco tiempo, sociedades con una estructura capitalista moderna, pero que permanecieron periféricas, dependientes, desequilibradas y contradictorias. Este fenómeno fue más intenso en aquellos países más industrializados y de mayor urbanización.
El resultado fue la creación de grandes grupos sociales con características nuevas: un campesinado que decreció en números absolutos, con una pobreza persistente, pero con una diferenciación interna de un subsector de “farmers” que mejoró su posición económica relativa; un sector informal urbano que creció poco, pero que se “modernizó”; un proletariado que creció fuertemente, pero que perdió participación relativa en la distribución de la riqueza; el surgimiento de un segmento popular urbano empleado en el sector de servicios, que se expandió rápidamente en ocupaciones semicalificadas y mal remuneradas; y un sector de clase media que también se amplió, se diferenció internamente, y se hizo más complejo en su identidad de clase social.
La década perdida
Cuando sobrevino el final de ese largo ciclo expansivo del capitalismo, su impacto en América Latina fue más allá de las fluctuaciones coyunturales en los niveles de desempleo y de ingreso per cápita y respondió, en gran medida, al hecho de que había dejado de operar en forma “viable” –para los nuevos intereses del capital y de sus representantes– la lógica del patrón imperante en la mayoría de los países de la región en las décadas de relativa prosperidad. Gran parte de los procesos anteriores de “avance” y alta movilidad estructural ascendiente fue “truncada”, y hasta revertida, cuando estalló la gran crisis económica y financiera al final de la década de 1970 y en la siguiente, la llamada “década perdida”. El carácter brusco de esta interrupción en la modernización social no debe, sin embargo, llevar a la subestimación de los procesos antes registrados. Además de ayudar a entender las raíces de la crisis y sus implicaciones, dichos procesos llaman la atención con respecto al hecho de que ciertos avances –mayor capacitación educativa de la población, constitución de un amplio sistema integrado urbano-industrial, mayor incorporación de la mujer en la economía, y otros cambios relacionados– no se perdieron (en principio) en la etapa de dificultades.
Entre las variables que contribuyeron para la ruptura de los años 80 había contradicciones sociales vinculadas a la propia lógica del estilo o del patrón de desarrollo capitalista seguido por los países latinoamericanos en las tres décadas anteriores. El recurso del endeudamiento (externo e interno) se puede entender, en parte, como una tentativa de recuperar las altas tasas de crecimiento que hicieron posible (más o menos hasta el final de los años 70) un estilo de desarrollo que ofrecía, al mismo tiempo, la posibilidad de grandes ganancias para estimular la inversión empresarial, la promesa de un consumo cada vez más elevado por parte de diversos sectores integrados a la economía moderna y la esperanza de un ascenso a ocupaciones mejor remuneradas para los sectores “no integrados”.
Además de las demandas por un aumento continuo en sus respectivos niveles de vida y del potencial peligro que representaban los “no-integrados” para la estructura de poder (en el caso de que llegasen a perder la expectativa de movilidad económica propia y la de sus hijos), el propio modelo perdería sentido si no lograse encontrar algún motor de desarrollo económico, que hiciese aumentar la oferta de ocupaciones en el sector moderno a un ritmo mayor que el del crecimiento de la población económicamente activa. La única alternativa que no contenía un cambio fundamental de “estilo” era la del endeudamiento, para mantener la expansión del sector y del mercado “modernos” y, al mismo tiempo, construir la infraestructura para un esperado “nuevo milagro”. En términos sociales, como también económicos, se logró postergar la crisis del patrón o del “estilo” de desarrollo; sin embargo, su impacto acumulado se intensificó a partir de la década de 1980.
La paralización de los años 80 golpeó una estructura social que emergía de un proceso acelerado y desigual de modernización. Al analizar la cuestión social en esta década, diversos estudios abordaron los cambios demográficos, en el mercado de trabajo y en el perfil de rendimientos; las dimensiones de la pobreza, las condiciones de saneamiento básico y las condiciones de educación. Obsérvese el carácter más abarcador en el abordaje de la cuestión social en esa época, que no se limitaba exclusivamente a la cuestión de la riqueza sino que incorporaba indicadores relacionados con el acceso a servicios públicos, los cuales serían prácticamente abandonados en la década siguiente.
Retroceso
En los años 90, con la profundización de los procesos ya en curso de “ajuste estructural”, la situación social en América Latina no sólo no mejoró sino que, además, presentó fuertes evidencias de deterioro y retroceso. Las manifestaciones sociales pos ajuste pusieron en jaque, de forma más aguda aún, la “modernización” en su versión neoliberal. Algunos avances sociales ya obtenidos desaparecieron y/o sufrieron pérdidas considerables a partir de las políticas de ajuste estructural adoptadas. La promesa de un desarrollo pos ajuste, que supuestamente resolvería todos los problemas sociales, se tornó cada día más remota. Además de no ser absolutamente necesario, el precio pagado por un número cada vez mayor de la población en nombre de una modernización importada fue mucho más alto aquí que en otras regiones, dado el carácter mucho más conservador y ortodoxo del recetario de ajuste adoptado en nuestros países. Lejos, por lo tanto, de vivenciar una evolución rumbo a un futuro “más desarrollado”, América Latina viene presentando una combinación perversa de avance para pocos a costa de retroceso para muchos.
Este aspecto se verifica no sólo por el agravamiento de las condiciones de vida de millones de latinoamericanos, sino también por la creación de nuevas situaciones de exclusión provocadas por políticas deliberadas en los campos económico y social. Las políticas de ajuste en América Latina generan un sinnúmero de nuevas formas de exclusión social, en la medida en que agravan y precarizan las condiciones de empleo y trabajo –informalidad, disminución de los salarios y eliminación de los ya reducidos derechos sociales– y crean un desempleo cuya dimensión supera cualquier otra marca histórica ya vista en el continente.
Las diferencias relativas a las manifestaciones y a la intensidad de este retroceso guardan directa relación con las condiciones sociales pretéritas encontradas en cada situación específica y en cada país de la región (características, intensidad y extensión de las situaciones de desigualdad social y pobreza). Estas diferencias previas también determinan las características de las consecuencias del ajuste: mayor extensión poblacional, mayor concentración de la riqueza, mayor heterogeneidad social, peso rural-urbano, mayores y más numerosos centros metropolitanos, entre otras.
Aunque la situación de los países en términos de insuficiencia de ingresos en los años 90 tendiese a hacerse más similar en términos proporcionales –en varios de ellos la incidencia de la pobreza medida en los hogares confluyó en torno del 30%–, detrás de esta convergencia de datos proporcionales se encuentran enormes diferencias en números absolutos de pobres, así como diferencias de infraestructura social muy significativas, sobre todo con relación a las redes sociales estatales. Se produjo una ampliación de las diferencias de acceso a los bienes y servicios que satisfacen las necesidades básicas vinculadas a la vivienda y sus servicios, la educación y la salud.
Al final de la década de 1990 el aumento de la desigualdad se tornó más agudo en toda la región desde el punto de vista social, en la medida en que, al mismo tiempo, se expandió la capacidad de consumo de los sectores más altos de la población y se redujo la de los más bajos, especialmente cuando los recursos de estos últimos ya eran insuficientes para adquirir bienes de consumo básicos. El porcentaje de la población en extrema pobreza aumentó, revirtiéndose la tendencia de las tres décadas de la posguerra. El grupo de “extremadamente pobres” o “indigentes”, definidos como aquellos cuyos ingresos familiares no son suficientes para comprar una canasta básica de alimentos, fue el que más creció entre los pobres, representando la mitad de éstos. Al final de los años 90, cerca del 44% de la población latinoamericana estaba en situación de pobreza, porcentaje más alto que el de 1980, en un claro retroceso. Esto representaba cerca de 220 millones de personas consideradas pobres. Aproximadamente el 19% de los latinoamericanos se encontraban al final de esa década en situación de indigencia. Incluso en Chile, visto como modelo para la región, la indigencia se mantuvo estable en torno del 6%. La publicación Panorama Social, de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), informó en 2001 que, a pesar de que la pobreza rural continuaba superando a la urbana en términos relativos, en términos absolutos el número de pobres urbanos –cerca de 135 millones– era el doble de los rurales.
Riqueza desigual
América Latina es la región del mundo donde la riqueza se distribuye de la forma más desigual. El promedio de los coeficientes de Gini para nuestros países es de 0,56, es decir, 15 puntos más que los países desarrollados o los del sudeste asiático y sólo comparable al promedio africano.
Al analizar los cambios por nivel y en la distribución de la riqueza en los hogares de los países de la región, encontramos patrones muy significativos. El primero de ellos es que, sea cual fuere el indicador elegido, Brasil asume el liderazgo como el país con la peor distribución de la riqueza, algunas veces acompañado por Colombia. En ambos países, cerca del 25% de los hogares más pobres se apropiaría de apenas el 5% de la riqueza, mientras el 10% más rico se quedaría con el 43%. En el otro extremo está Uruguay, con una distribución más “equilibrada”: el 11,8% para los sectores más pobres y el 25% para los más ricos. El indicador más alarmante, sin embargo, es el porcentaje de hogares cuyos ingresos son menores que el ingreso mensual per cápita promedio de los hogares dividido por el valor de la línea de pobreza per cápita: la gran mayoría de los países seleccionados tiene más del 70% de sus hogares en esta situación. Una vez más, Brasil y Colombia asumen el liderazgo con el 76%; y el límite inferior, de nuevo en Uruguay, no es muy alentador: el 67% de los hogares con ingresos per cápita que apenas alcanzan para la subsistencia (CEPAL, 2002).
Al desagregar los datos de los hogares urbanos relativos a la pobreza se verifica que las periferias presentan, sistemáticamente, proporciones de pobres más elevadas que el núcleo, de modo que se puede hablar de periferización de la pobreza como patrón de localización de los pobres en las metrópolis. Hay una nítida asociación entre esta distribución espacial y el llamado ciclo de vida de las metrópolis. Esto significa que los conglomerados incipientes desde el punto de vista del desarrollo económico y urbano muestran un reparto de pobres entre núcleo y periferia que se asemeja a la de la población total. A medida que la metrópoli se expande, los más pobres son expulsados hacia la periferia y quedan allí segregados. Sin embargo, este proceso ya no se verifica en las grandes y antiguas regiones metropolitanas, como São Paulo. En ellas se estaría produciendo la tercera fase del ciclo de vida: la periferia evolucionó hacia la formación de subnúcleos (con el aumento del número de cortiços [casas de vecindad que dan cuartos de alquiler a las familias]), complementando el proceso de periferización de los más pobres.
Cuando situamos a los hogares rurales debajo de la línea de pobreza, vemos que al final de los años 90 Guatemala y Honduras tenían el 66% de sus hogares en esa situación; Brasil, Colombia, México, Panamá, Perú y Venezuela estaban en la franja entre el 34% y el 65%; mientras en la Argentina, Costa Rica, Chile y Uruguay hasta el 33% de los hogares rurales se encontraban en situación de pobreza (CEPAL, 2002).
Las remuneraciones medias (salarios, jubilaciones y pensiones), que representan cerca del 70% de los ingresos de los hogares que se sitúan en torno de la línea de pobreza, no sólo no acompañaron la expansión del Producto Bruto Interno (PBI) en algunos países al final de la década (como Colombia y Chile), sino que cayeron el 25% en términos reales, en promedio, en los demás países en los cuales se aplicaron ajustes. La disminución de ingresos por habitante fue acompañada en la mayoría de los casos por un empeoramiento en su distribución, de modo que las reducciones en los ingresos inferiores al 25% en promedio representaron disminuciones significativamente mayores en los hogares vulnerables, situados en torno de la línea de pobreza.
Desempleo, subempleo, informalidad
La situación social en los años 90 se agravó especialmente en los países de mayor tamaño económico y poblacional, como Brasil, Venezuela, Argentina y México. Una porción importante de los sectores medios quedó en una situación más vulnerable con respecto a los efectos de las políticas de estabilización o ajuste: al agravamiento de la situación de los sectores de ingresos más bajos se sumó el deterioro de la calidad de vida de los sectores medios urbanos. Esto generó una “nueva pobreza”. La movilidad social se tornó descendiente, revirtiéndose la tendencia de las tres primeras décadas de la posguerra. De esa forma, a los problemas de desigualdad social, distribución de la riqueza y de pobreza, se agregaron nuevas situaciones de vulnerabilidad, fruto explícito de las renovadas políticas de ajuste para América Latina. Estas políticas provocaron tasas de desempleo abierto jamás vistas anteriormente en las ciudades (en algunas, como São Paulo y el Gran Buenos Aires, con tasas próximas al 20%). En la mayoría de los países de la región aumentó el desempleo urbano en la década de 1990. En la Argentina el porcentaje se duplicó en el período. En las áreas metropolitanas se concentraron millones de desempleados, en especial jóvenes y miembros de familias de ingresos más bajos.
Al contrario de lo que se suele afirmar, la relación desempleo-baja instrucción no siempre se verifica. El desempleo, sobre todo entre los jóvenes, ha sido acompañado por un incremento de la escolaridad, lo que genera los “espacios de frustración” entre la calificación obtenida y las posibilidades de empleos compatibles. Esto remite al debate sobre la relación entre trabajo y educación: ésta dejó de ser un derecho de ciudadanía y se convirtió en una condición sine qua non para la competitividad, transformando a los ciudadanos en “capital humano”. Este debate sobre la relación entre calificación y empleo es ciertamente polémico. Es evidente que se exige, cada vez más, mejor calificación para el trabajo y que en la región la inversión para ello está lejos de ser la deseable. Sin embargo, dadas las evidencias, no se puede señalar a la falta de calificación como la responsable por las elevadas tasas de desempleo, por la informalidad del trabajo y por la reducción de los salarios. Lo que llama la atención es que la forma como se estructura nuestra economía, en el ajuste, impide que tengamos capacidad de absorber una mano de obra creciente de forma compatible –en términos de empleos y salarios– con su calificación.
Paralelamente al desempleo, el subempleo –definido como aquel trabajo con una remuneración inferior al valor mínimo establecido en cada país– se agravó en América Latina en los años 90: en Perú, el 48% de la población estaba subempleada y en Colombia el 15% en siete áreas metropolitanas (OIT, 1996). Se estima que al final de la década entre el 20% y el 40% de la población ocupada en la región obtenía un ingreso inferior al mínimo necesario para cubrir la canasta básica (CEPAL, 1999). Es decir, aún trabajando, esa porción significativa de la población ¡se hallaba debajo de la línea de indigencia!
Con relación a la estructura del trabajo no agrícola en América Latina, el trabajo informal se afianza como la principal fuente generadora de ocupación: el 84% de los nuevos puestos de trabajo creados en los años 90 correspondió a actividades informales. Heterogéneo, incluyendo desde el personal de empresas multinacionales y nacionales, de medianas, pequeñas y microempresas, hasta los trabajadores concentrados en actividades de supervivencia, el llamado sector informal, que ya era responsable por el 51,6% de los puestos de trabajo, aumentó su participación al 56,1%. Paralelamente, el sector formal vio reducida su contribución del 48,4% al 43,9% en promedio, tanto en el sector público como en el privado (CEPAL, 2001).
Otra agravante de las condiciones de empleo son las llamadas políticas de “flexibilización” por parte de las empresas, facilitadas por las reformas de las leyes laborales en curso en la mayoría de los países latinoamericanos. Estas políticas afectan la estabilidad en el empleo, la extensión de la jornada de trabajo, el régimen de vacaciones y, sobre todo, las remuneraciones. En este contexto caracterizado por la generalización del trabajo precario, los trabajadores –en particular los jóvenes sin capacitación previa– se ven obligados a aceptar situaciones laborales muy desfavorables, e incluso pueden ser despedidos en el caso de que decidan sindicalizarse. Cabe señalar que el porcentaje de trabajadores sindicalizados en la región está disminuyendo progresivamente con relación a la población ocupada, lo que reduce las posibilidades de mejoría de las condiciones de trabajo, sobre todo salariales. Además, estos trabajadores pasan a constituir un sector con mayores riesgos de sufrir accidentes y enfermedades ocupacionales.
Con relación al empleo público, las fuertes contracciones del gasto fiscal y los procesos de privatización de empresas públicas, registrados en función de los programas de ajuste estructural, ejercieron un impacto negativo sobre el empleo y sobre las remuneraciones del sector. Las pérdidas salariales llevaron a un aumento del porcentaje de los empleados públicos en situación de pobreza: en varios países, principalmente en la Argentina, Brasil, México, Venezuela y Paraguay, el número de afectados por la pobreza en el sector público creció en mayor proporción que el total de ocupados. Esto revela que los asalariados con ingresos más cercanos al valor de la línea de pobreza sufrieron pérdidas mayores. Según la CEPAL, esta situación de baja remuneración y aumento de los porcentajes de pobreza que afecta a los empleados del Estado limita las propias posibilidades de las difundidas “reformas de modernización” del sector público.
Mujeres, niños y adolescentes
La participación de las mujeres en la economía continuó aumentando, sin que ello significase un aumento en los ingresos de las familias, lo cual indica que persiste una marcada discriminación salarial. Por otro lado, esto se produjo en un contexto que obligó a las familias a recurrir a estrategias de supervivencia que implican un aumento de la carga de trabajo doméstico, agravado por la manifiesta reducción en la cobertura de los servicios sociales de apoyo para el cuidado de los niños, de los viejos y de los enfermos. Diversos estudios demostraron que el peso del ajuste fue desproporcional sobre las mujeres, pues ampliaba sus jornadas de trabajo y las obligaba a reemplazar al Estado en las tareas de protección social de las familias, sobre todo entre aquellas de bajos ingresos, en las cuales el fenómeno de la jefatura familiar femenina se amplía.
Un indicador que sintetiza las condiciones en que vive una porción extremadamente vulnerable de la población latinoamericana es el trabajo de niños y adolescentes (menores de 15 y de 15 a 18 años, respectivamente), que pone en riesgo o directamente impide su educación y desarrollo social, físico y mental, al mismo tiempo que reduce o elimina sus posibilidades de salir de la pobreza. Las condiciones de trabajo de estos niños suelen ser las peores: jornadas prolongadas y menores remuneraciones, sin hablar de los innumerables casos de trabajo forzado. Los niños que trabajan agregan a los problemas asociados a la pobreza – entre ellos la desnutrición, la anemia, la fatiga y la mayor exposición a epidemias– los riesgos adicionales derivados de las pésimas condiciones sanitarias de sus lugares de trabajo.
Las investigaciones mostraron que a lo largo de los años 90 el trabajo infantil aumentó en los países de la región (OIT, 1996). La mitad de los 15 millones de niños que trabajaban en América Latina (sin considerar el trabajo doméstico) tenía entre 6 y 14 años, lo que representaba del 20 al 25% del total de niños en esa franja etaria. En varios países, más del 10% de la población de 10 a 14 años estaba incorporada a la fuerza de trabajo: Haití (25%), Guatemala, Brasil y República Dominicana (16%), y Bolivia y Nicaragua (14%). Según la CEPAL (1999), la proporción de niños y adolescentes de entre 13 y 16 años de edad que trabajaban en Brasil en 1995 llegaba al 29%, índice superado sólo por Paraguay, con el 31%. Esta proporción subía al 60% y al 66% en estos mismos países, respectivamente, cuando se trataba del área rural.
El análisis del perfil del trabajo infantil revela que la mayoría de los niños que trabajaban en América Latina era asalariada: entre el 60% y el 70% de los niños que trabajaban en las áreas urbanas y entre el 45% y el 50% en las áreas rurales (OIT, ob. cit.). El trabajo familiar no remunerado representaba entre el 40% y el 45% y sólo una pequeña proporción de niños (del 10% al 15%) trabajaba por cuenta propia. En la franja de 13 a 17 años, el porcentaje de los ingresos totales de los hogares aportados por esos niños y adolescentes giraba en torno al 20%, siendo la mayor contribución la aportada por los adolescentes argentinos (27,3%) y, la menor, por los uruguayos (16,2%).
Salud y saneamiento
Otros indicadores sociales más específicos, como los de salud, también sufrieron un retroceso en América Latina. Como ejemplo, la baja estatura para la edad, que es un reflejo de períodos de alimentación inadecuada, en algunos países alcanza a la mitad de los preescolares y escolares, con obvias implicaciones para el desarrollo físico e intelectual necesario para la escolarización de esos niños. La gran excepción en el continente en materia de indicadores de salud y educación es Cuba, ubicada entre los países del Primer Mundo en todos los informes de la Organización Mundial de la Salud y del Programa para el Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD) cuando se evalúa el Índice de Desarrollo Humano (IDH). Tal posición le está garantizada porque, aún con un PBI per cápita muy inferior al de la mayoría de los países latinoamericanos, su expectativa de vida (indicador de las condiciones de salud) y sus niveles educacionales son muy superiores a los de estos países. Ello remite al debate sobre la relación entre crecimiento económico e indicadores sociales, cuestionando el mecanicismo de una supuesta influencia directa del crecimiento del PBI sobre el desarrollo social, señalada, por ejemplo, en los documentos sobre los objetivos del milenio.
Extremadamente sensible a la precarización de las condiciones sociales, la salud del adolescente y del joven pasó a constituirse en objeto de preocupación en los informes nacionales e internacionales. Los cambios en el perfil epidemiológico de dicho grupo –alta mortalidad por causas externas, abuso de drogas, delincuencia, embarazo y deserción escolar– se encuentran relacionados a una compleja causalidad social, que abarca desde la privación económica extrema, a antecedentes familiares de conflictos y problemas de conducta. El resultado es la absoluta falta de un ambiente protector, agravada por la creciente ausencia del poder público en los sectores extremadamente carentes o marginalizados donde viven estos adolescentes. Han sido ellos las principales víctimas de la violencia, fenómeno social que alcanzó proporciones epidémicas en América Latina: de las muertes causadas por homicidio en la región, el 29% fueron de adolescentes de 10 a 19 años de edad. En 10 de los 21 países con más de 1 millón de habitantes, el homicidio ocupa el segundo lugar entre las principales causas de muerte del grupo de 15 a 24 años de edad y es una de las 5 principales causas en 17 de dichos países. Otro indicador impactante, relacionado directamente con los servicios de salud, es la mortalidad materna. En América Latina el riesgo de que una adolescente muera por causas relacionadas con el embarazo y el parto es 50 veces mayor que en Canadá.
Las condiciones básicas de sanidad, reconocido factor determinante en la morbimortalidad infantil por enfermedades transmisibles, también presenta indicadores contradictorios, aunque en el promedio para la región algunos sean más favorables –como el hecho de que la mayoría de la población cuente con agua potable (con conexión domiciliaria o “fácil acceso”)–. Otros, como el destino de los detritos y el tratamiento de las aguas servidas, son bastante menos positivos, además de existir una persistente y evidente diferencia urbano-rural. En América Latina, el aumento desordenado de la población metropolitana trajo aparejado un proceso de periferización que viene acompañado de pésimas condiciones sanitarias para las poblaciones que residen en esas zonas.
En ese sentido, además de esa cuantificación y distribución de la pobreza, se vuelve relevante evaluar, particularmente en los contextos de ajuste con contención de inversiones públicas, las condiciones de accesibilidad de los pobres a los servicios básicos de abastecimiento de agua, cloacas, recolección de basura, salud y educación. Estos ítems tienen un importante peso en el presupuesto no monetario de las familias de bajos ingresos y, por lo tanto, son relevantes a los fines de complementación del ingreso real de los pobres. Los indicadores analizados demuestran la persistencia (y en algunos casos el agravamiento) de las malas condiciones de acceso a servicios básicos, sobre todo en las periferias de las grandes ciudades y en las áreas rurales. De esa forma, la pobreza resulta mejor calificada cuando se consideran las carencias de saneamiento, habitación, asistencia médica y educación, las cuales no dependen esencialmente de aumentos marginales de los ingresos, y sí de inversiones del sector público.
Este enfoque más amplio, que tiene en cuenta las condiciones de vida de la población, remite a las limitaciones impuestas a las políticas públicas dirigidas a enfrentar la cuestión social latinoamericana.
Naturalización de la desigualdad social
Las consecuencias, o los costos sociales, de las políticas de ajuste en América Latina son, en realidad, un proceso simultáneo de agravamiento de las condiciones sociales y de deterioro/desmantelamiento de las políticas públicas (Soares, 2001). En este proceso, el propio desmantelamiento de las políticas sociales contribuye al aumento de la precariedad de las condiciones de vida de la mayoría de la población, cuyo acceso a bienes y servicios públicos quedó aún más limitado o incluso vedado. Por otro lado, la creación o el agravamiento de las situaciones sociales de exclusión, desigualdad y pobreza generan demandas sociales cuya solución es incompatible con las restricciones impuestas por el ajuste a las políticas públicas.
Las consecuencias de las políticas neoliberales en América Latina van mucho más allá de crisis económicas coyunturales que puedan ser superadas con algunas medidas correctivas o de ajuste (el “ajuste del ajuste”), como los organismos multilaterales –seguidos por los gobiernos locales– suelen remarcar. Estas consecuencias –en los ámbitos social, político, institucional e incluso económico– tienen componentes estructurales serios, cuyo horizonte transitorio de solución se aleja cada vez más. Sus posibilidades de reversión son inversamente proporcionales a su poder de destrucción, sobre todo si se mantiene la actual política económica y se establece un patrón de intervención del Estado en lo social de carácter residual y focal –lo que remite al debate focalización versus universalización–.
El actual desastre social en América Latina se convirtió casi en un “nuevo consenso”, desde el punto de vista de su reconocimiento ante sus evidentes manifestaciones. El tema de la pobreza –y de su “alivio” por medio de programas de alcance limitado– es recurrente en la mayoría de los informes y documentos de los organismos internacionales, desde el Banco Mundial, pasando por el FMI, hasta instituciones de las Naciones Unidas, como la CEPAL, el PNUD, la OIT, entre otras.
En tales circunstancias, la simple constatación de la pobreza ¿podría ser tratada como el reconocimiento, por parte de los organismos internacionales, de las consecuencias de un modelo impuesto por las políticas de ajuste neoliberal en América Latina? Desafortunadamente, la respuesta es negativa. El problema continúa siendo la repetición del diagnóstico de las causas del desastre y, sobre todo, de las propuestas que permanecen hegemónicas para poder enfrentarlo. Si hiciésemos una analogía entre nuestra situación social y una “enfermedad”, tanto el diagnóstico como la receta prescripta implicarían un agravamiento del cuadro. La ortodoxia neoliberal no se mantiene sólo en el campo de lo económico. También en el campo de lo social, tanto en el ámbito de las ideas como en el terreno de las políticas, el neoliberalismo hizo y hace estragos. El conservadurismo en lo social se expresa en el retorno a la naturalización de la desigualdad social o en la aceptación de la pobreza como un fenómeno inevitable.
Tendencias de los diagnósticos y las recetas
La perspectiva conservadora queda en evidencia al ser analizados los innumerables diagnósticos elaborados por los mencionados organismos: las causas de nuestros males variarían desde la incompetencia para ejecutar de forma “adecuada” los ajustes y las reformas “necesarias”, hasta nuestra “fragilidad” política caracterizada por la “corrupción”. Los más serios, como la CEPAL, señalan la imposibilidad de mejoría de la situación social ante las graves “restricciones económicas”, que no permitirían la generación de empleo y riqueza capaz de absorber la “presión demográfica” representada por la incorporación de jóvenes a la población en edad activa. Los más radicales, como el FMI, continúan sosteniendo que las actuales condiciones sociales en América Latina son un precio “necesario” para que los países puedan (algún día) estabilizarse y crecer –volviendo a la analogía de la enfermedad, serían los inevitables “efectos colaterales” del remedio aplicado–.
Las recetas son equivalentes a los diagnósticos y dan siempre la sensación de variaciones en torno al mismo tema. Frente a la corrupción, los pueblos latinoamericanos tienen que “aprender a elegir a sus políticos”. Ante la violencia (traducida hoy en “terrorismo”), estos organismos están dispuestos a “ayudarnos”, tanto financieramente como por medio de armas y tecnología “apropiadas”. Y frente a las restricciones económicas, las recomendaciones varían: crear condiciones “favorables” para una mayor integración con los países del norte (preferentemente por medio de los mecanismos establecidos por ellos mismos –como el ALCA–); crear “condiciones” para atraer capital externo; desarrollar el “capital humano” y disminuir los costos de las empresas (léase menos impuestos) para generar competitividad; y, sobre todo, ampliar y perfeccionar las llamadas “reformas” para disminuir los gastos gubernamentales y, por lo tanto, el “déficit fiscal”.
Pero ¿qué hacer con la pobreza mientras el prometido “desarrollo sustentable” no llega? Demostrando su enorme “sensibilidad social”, tales organismos ofrecen “apoyo” técnico y financiero a los programas destinados a aliviar la pobreza. Estos programas remiten a las llamadas “buenas prácticas” o “prácticas saludables”, asociadas a la mayor “participación de la comunidad local”, lo que casi siempre significa una reducción de costos. Todo ello con el pomposo y atractivo nombre de “modernización del Estado y fortalecimiento de la sociedad civil”.
Más que nunca, lo “local” se transformó en el espacio privilegiado (si no el único) para el encaminamiento de las soluciones a los problemas sociales. Estamos frente a una enorme fragmentación de lo social en contraposición a una brutal “globalización” de lo económico. Las soluciones económicas siempre dependen de lo “macro”, mientras las soluciones a las cuestiones sociales se restringen a lo “micro”, y provocan una enorme pulverización de aquellos que hoy demandan los servicios sociales, cada vez más despojados de voz y poder de decisión sobre su destino.
Retrocedemos históricamente a la noción de que el bienestar social pertenece al ámbito de lo privado, atribuyendo a las personas, a las familias y a las “comunidades” la responsabilidad por sus problemas sociales, tanto por las causas como por las soluciones. Como afirma Pierre Bourdieu (1998),
el retorno del individualismo, una especie de profecía autorrealizante que tiende a destruir los fundamentos filosóficos del Welfare State y en particular la noción de responsabilidad colectiva (en los accidentes de trabajo, en la enfermedad o en la miseria), esa conquista fundamental del pensamiento social (y sociológico), […] es lo que permite “acusar a la víctima”, única responsable por su infelicidad, y predicarle la “autoayuda” […]
Algunos avances conquistados en el siglo XX, como el Estado de bienestar, son considerados “problemas” y señalados como “causas” de muchos de nuestros males. Según esta perspectiva, fueron sus “gastos generosos” los que causaron los déficits fiscales de los países que incurrieron en ellos; y fueron esos Estados paternalistas los que estimularon el desempleo y alimentaron la “pereza”, impidiendo una “saludable” competitividad entre las personas. En la periferia capitalista, donde la construcción de un Estado de bienestar social fue incompleta o precaria, el impacto del ajuste fue significativamente mayor ante el desmantelamiento de los frágiles mecanismos de protección social existentes.
Así como en lo económico, la intervención del Estado en lo social pasó a ser vista como poco “recomendable”, y tuvo que ser reemplazada por un tipo de “mercado” especial que va desde la gran aseguradora financiera (que pasa a garantizar previsión social y salud a aquellos que pueden pagar el seguro) hasta el llamado Tercer Sector. Éste incluye una vasta y heterogénea gama de “actores”, desde las antiguas asociaciones comunitarias o Iglesias hasta las modernas organizaciones no gubernamentales (las ONG). En este contexto, todas las propuestas recomiendan que los gobiernos (de preferencia los locales) deben incentivar iniciativas por parte de las llamadas “instituciones comunitarias”, o las ONG o, aun, estimular –con incentivos fiscales, es decir, recursos públicos– aquellas empresas privadas que tengan “responsabilidad social”.
La mercantilización de los servicios sociales –incluso los esenciales, como salud y educación– también es vista como “natural”: las personas deben pagar por los servicios para que éstos sean “valorados”. Aquel que no pueda pagar debe demostrar su pobreza. La filantropía reemplaza al derecho social. Los pobres reemplazan a los ciudadanos. La ayuda individual reemplaza a la solidaridad colectiva. Lo emergencial y lo provisorio reemplazan a lo permanente. Las microsoluciones ad hoc reemplazan a las políticas públicas colectivas. Lo local reemplaza a lo regional y lo nacional. Es el reinado del minimalismo en lo social para enfrentar la globalización en lo económico. “Globalización sólo para el gran capital. Que cada uno cuide de su trabajo y de su pobreza como pueda. Preferentemente, con un Estado fuerte para mantener el sistema financiero y fallido para cuidar lo social” (Soares, 2002).
Opciones de las elites
Frente al cuadro social existente en la mayoría de los países de América Latina –donde, tal como vimos en los párrafos anteriores, se constata no sólo la reproducción, sino también la brutal ampliación de las desigualdades sociales, con una pauperización generalizada de la población– se hacen elecciones que asumen un carácter trágico, al elegir para los problemas solamente soluciones tópicas. Por detrás de la casi irresistible apelación a la llamada “participación de la comunidad” y a los diversos ejemplos “exitosos” (colocados en cuadros coloridos y llamativos en los informes internacionales), lo que se ve son “pequeñas historias” contadas en medio de un mar de dramas sociales. Existe, por lo tanto, una flagrante y recurrente contradicción en las propuestas hegemónicas confeccionadas por los organismos internacionales y adoptadas por los distintos gobiernos. Se continúan recomendando los programas de alivio a la pobreza focalizados en los más afectados o en los más “vulnerables”, aún con el reconocimiento de que los problemas sociales no son residuales y que los más afectados son en realidad la mayoría. El carácter de “alivio” de dichos programas ni siquiera ha compensado las pérdidas y los daños de los más pobres, tampoco ha llegado a sus verdaderas causas. De esta forma, en lugar de evolucionar hacia un concepto de Política Social como constitutiva del derecho de ciudadanía, retrocedemos a una concepción focalista, emergencial y parcial, en la cual la población pobre tiene que dar cuenta de sus propios problemas. En muchos casos, esta concepción viene debidamente encubierta con nombres en apariencia modernos como “participación comunitaria” y “autogestión”, pero en ella la solución a los problemas de los pobres se resume a la “solidaridad” y al “trabajo comunitario”.
Los gobiernos de nuestros países (siempre considerados bajo el rótulo de “en desarrollo”) deben contraer préstamos externos, lo que en muchos casos implica el aumento de sus deudas, para implementar “paquetes” que en su mayoría no sólo ya están listos sino que imponen una serie de condicionamientos para la “correcta” utilización de los recursos. ¿Cuáles son ellos? Que los Estados no aumenten su gasto público para no producir “déficit fiscal”; que en lugar de actuar directamente con sus propias redes, los gobiernos establezcan “asociaciones”, a fin de traspasar los servicios para que estos sean prestados por instituciones comunitarias u ONG; los recursos deben ser “focalizados” (“ targeted ”) en los más pobres y priorizados en los llamados “subsidios a la demanda”, y no en la ampliación de la oferta de servicios públicos; las personas que trabajen en estos programas deben ser preferentemente “de la propia comunidad”, para estimular siempre el “trabajo voluntario”; y el programa debe darse por concluido en el momento en que la propia comunidad esté en condiciones de “auto-sustentarse”.
La aceptación ideológica de los condicionamientos impuestos por los organismos financieros internacionales y su implementación en los países latinoamericanos siempre contaron con el valioso apoyo y empeño de las elites locales acompañadas de los gobiernos nacionales. Más allá de la diversidad del espectro político, dicho apoyo se caracterizó por un autoritarismo que osciló desde medidas explícitas y violentas (como en el caso de Chile) hasta medidas que fueron implementadas dentro de las reglas del “juego democrático” vigente. Sin embargo, en todos los países los procesos políticos de implantación del ajuste, salvando las distancias, también se caracterizaron por la corrupción, el clientelismo y la cooptación. Muchos presidentes latinoamericanos ejecutores de estos ajustes están prófugos o procesados por la justicia.
Cabe discutir si lo que resta hoy como alternativa de política social serían esas acciones focalizadas, denominadas “pequeñas soluciones ad hoc” o “el reinado del minimalismo”. De aquí derivan varias preguntas. La sumatoria de esas pequeñas soluciones ¿sería capaz de dar cuenta de los graves problemas sociales latinoamericanos, complejos y de grandes dimensiones? ¿Cómo articular la multiplicidad de acciones y de pequeños programas en una política social vinculada a un proyecto alternativo de desarrollo, es decir, en algo que se constituya en una forma orgánica y abarcadora, en la que lo social no venga a remolque de lo económico, o ello ya estaría completamente fuera de toda posibilidad o “pasado de moda”? ¿Qué probabilidades existen de que porciones cada vez mayores de la población latinoamericana sean “incluidas” por el mercado, aún en condiciones de crecimiento económico?
Políticas públicas
La última década demostró la baja capacidad de absorción de las economías en los períodos de reanudación del crecimiento: la velocidad de la destrucción de puestos de trabajo es siempre mucho mayor que la de la recuperación de los mismos; ni qué decir de su ampliación.
Por otro lado, la enorme y creciente concentración de riqueza posibilitaría un margen no despreciable de redistribución. En tales condiciones parece imperativo recurrir a un Estado que pueda cumplir efectivamente con ese papel redistributivo y, al mismo tiempo, sostener la existencia de circuitos o redes públicas que permitan la inclusión por medio de la garantía de los derechos de ciudadanía, como el acceso a la educación, la salud, la habitación, el saneamiento básico, la cultura y el ocio. Esta inclusión no se produciría sólo con la transferencia de ingresos –dado que se correría el riesgo de reproducir sólo las políticas de subsidio a la demanda del Banco Mundial–, sino con la existencia de redes públicas universales que garantizasen el acceso por medio de la ampliación y de la redistribución de los bienes y servicios públicos. La transferencia temporaria y aislada de un mínimo en términos monetarios la mayoría de las veces es totalmente insuficiente para adquirir en el “mercado” bienes y servicios esenciales.
Otra restricción es la focalización en aquellos que logran “demostrar” su insuficiencia de ingresos, excluyendo a aquellas familias que afortunadamente están un poco por encima de la línea de pobreza y, sin embargo, en igual situación de precariedad y desamparo, al punto de que pueden caer debajo de esa línea en cualquier momento por factores como el desempleo o las enfermedades. El parámetro de los ingresos, cuando se lo utiliza de modo exclusivo, termina excluyendo. Además, el llamado “empadronamiento de pobres” queda casi siempre sumergido en oscuros caminos que conducen al clientelismo y a criterios no siempre justos y mucho menos igualitarios de inclusión.
En ese sentido, y yendo contra el “consenso establecido”, existen otras estrategias por las cuales el acceso puede convertirse en universal, como por ejemplo la universalización territorial. Se parte del presupuesto, ya consagrado por la mayoría de las evidencias, de que la pobreza muestra una distribución espacial o territorial bien nítida. De esta manera es perfectamente posible garantizar que los servicios y bienes lleguen a los más pobres de forma universal y no discriminatoria, siempre y cuando estén localizados cerca de sus hogares. Más aún, como en general las carencias no se presentan en forma aislada o independiente, las políticas universales territoriales tienen la ventaja de permitir integrar, en un mismo territorio, las diversas políticas públicas. Esto garantizaría una integración no sólo de las políticas sino también de la población beneficiaria, superando la marca de la fragmentación tan presente en la actualidad en el área social. Donde hay enfermedad hay falta de sanidad, y donde hay un niño desnutrido hay una madre que también necesita asistencia. Esta integración en el territorio permitiría, asimismo, una economía de escala de los recursos comprometidos, así como una potenciación de los mismos, con resultados mucho más efectivos desde el punto de vista del impacto social que aquellos obtenidos con programas fragmentados (Soares, 2003).
Además de la integración de las políticas públicas sociales en los ámbitos territorial y poblacional, tratando de superar la fragmentación y la exclusión, existe otra cuestión relevante que consiste en acentuar el carácter público de estas políticas, lo que pasaría por el fortalecimiento y por la democratización de la actuación estatal. Esto tiene un contrapunto con las propuestas hegemónicas, vistas anteriormente, para las cuales el ámbito privado tiene supremacía frente al estatal y los gobiernos deben estimular las asociaciones con el sector no gubernamental. Las controversias en este terreno son muchas. En primer lugar, aquello que se ha pasado a denominar Tercer Sector es hoy una amplia gama de organizaciones e instituciones locales, regionales, nacionales e internacionales que van desde la asociación de vecinos local hasta una multinacional con responsabilidad social. Independientemente de sus buenas intenciones, la mayoría de estas organizaciones, por medio de políticas explícitas de los propios gobiernos, vienen asumiendo un papel sustitutivo del Estado, sobre todo en aquellos lugares más pobres y aislados de los cuales el poder público se retiró o simplemente no existía. Es justamente este carácter sustitutivo, y no complementario, lo que desenmascara las supuestas asociaciones entre Estado y sociedad.
Lo que se puede constatar, a contramano del consenso único, es que, cuanto más fuerte es la presencia social del Estado, mayores las posibilidades de sinergia y de actuación conjunta con las llamadas “entidades civiles”, las cuales, incluso, no asumen la responsabilidad por la prestación del servicio público y quedan más libres para ejercer su papel fiscalizador y propositivo en la planificación y en la evaluación de las políticas. Cuando el Estado hace caso omiso o está ausente, las ONG asumen una responsabilidad que no debería ser suya; además, la mayoría de las veces éstas no poseen las condiciones técnicas u operacionales necesarias para garantizar la prestación continuada de aquellos servicios. Por otro lado, por más idóneas que sean estas organizaciones, algún grado de discrecionalidad se produce, en la medida en que no son capaces de propiciar el alcance y la continuidad necesarias para que sus acciones produzcan algún impacto colectivo. Así, mientras algunos grupos o individuos son “asistidos”, otros quedan “afuera” por criterios muchas veces ajenos a su voluntad. Exactamente por su limitado alcance o capacidad de cobertura, su “carácter ejemplar” muchas veces se ve perjudicado cuando se intentan reproducir pequeñas experiencias en un ámbito mayor de actuación. De este modo, el impacto de estas acciones ha sido muy limitado en la transformación de las condiciones generales de vida de la población, dado que la simple sumatoria de estas experiencias localizadas no redunda en una política social integrada de ámbito nacional, regional o incluso local, dependiendo de las dimensiones de la población a ser asistida.
La cuestión social a comienzos del milenio
Otra cuestión relevante en la perspectiva de la reconstrucción democrática del Estado es la del control social y el control público. El control social debería ser ejercido en forma independiente y autónoma por la sociedad organizada, cuya participación debe orientar la acción gubernamental, y no reemplazarla. Casi siempre las experiencias de control social tuvieron una presencia más fuerte en aquellos lugares en los cuales se eligieron gobiernos populares y democráticos, como fue el caso de algunos estados y provincias de Brasil y Uruguay, entre otros. Lo que refuerza, una vez más, la tesis de que sin un Estado democrático que asuma un proyecto popular y, por lo tanto, antineoliberal, se hace mucho más difícil esa participación social en beneficio de los intereses de la mayoría, y no de los intereses privados de las elites minoritarias que dominaron históricamente a nuestros Estados.
El control público, a su vez, supone la existencia de instituciones del propio Estado que deben cumplir ese papel. Es un espacio potencial que debe ser fortalecido en la construcción de una verdadera democracia, sobre todo en los ámbitos de los poderes judicial y legislativo.
No fue una casualidad que los ajustes sobre las políticas sociales en América Latina tuvieran como blanco al Estado, siendo llamados por sus mentores con nombres tales como “Modernización del Sector Público” o “Reformas del Estado”. Tales “reformas” casi siempre se restringieron a cortes cuantitativos y lineales de la administración pública y a modificaciones en los mecanismos de gestión de los servicios públicos, lo que viene provocando alteraciones importantes en el carácter público de los servicios sociales –con su concomitante privatización y/o mercantilización (introducción de la lógica privada en los servicios públicos, con privilegio de la racionalidad de la eficiencia restringida al costo/beneficio de las acciones)–. Como motivo para la privatización se alega el propio desmantelamiento de los servicios públicos, lo que viene causando una restricción importante a su acceso –sin hablar de la pérdida de calidad de los mismos–. De este modo, las reformas neoliberales no sólo significaron la reducción del Estado, sino, sobre todo, un nuevo tipo de formato y de intervención estatal, con el favorecimiento directo y explícito de un (nuevo) sector privado.
América Latina sirvió de “laboratorio” a las varias “generaciones de reformas”, implementadas incluso a partir de “revisiones” de las reformas iniciales y de sus “problemas de implantación”. En algunos casos, hubo una especie de reconocimiento de las llamadas “imperfecciones del mercado”, con la recomendación de nuevas regulaciones a partir del Estado, con la adopción de nuevas nomenclaturas, como “pluralismo estructurado” o “mercado regulado”.
Sin embargo, lo que se pudo constatar, como resultado de esas reformas, fue un proceso de retracción estatal y concomitante privatización de las políticas sociales en América Latina –con la introducción de cobros “selectivos” para determinados servicios básicos esenciales, como la asistencia médica–, que provocó a la dualidad en el acceso a tales servicios. Fue creado un sector público para pobres, sin recursos y cada vez con menor presupuesto y, “complementariamente”, un sector privado para aquellos que pueden pagar, dominado por empresas de seguros cuyo crecimiento es cada vez más estimulado y, lo que es más grave, por recursos públicos. La “securitización” de lo social es un fenómeno creciente y persistente en América Latina, a través de la creación de “seguros públicos” para pobres y subsidiando un floreciente sector de seguros privados, sobre todo en las áreas de salud y previsión social, como muestran los proyectos de reformas de la seguridad social en la región.
Finalmente, como telón de fondo de las restricciones impuestas a las tentativas de abordaje de la cuestión social en América Latina están las modificaciones importantes y decisivas en el desmantelamiento de las políticas sociales en lo que se refiere a su financiamiento. Debido al proceso permanente de ajuste fiscal, hubo un impacto directo en la disponibilidad de recursos públicos para los sectores sociales. A los cortes lineales del gasto público social se asocian estrategias del tipo de los fondos sociales o de pobreza (también denominados de Emergencia), cuyos recursos pueden ser esterilizados rápidamente en fondos de estabilización fiscal, con el objeto de promover superávits en las cuentas públicas y generar recursos para el pago de la deuda. Este tipo de desvinculación de recursos de los presupuestos públicos ha dado un total margen de libertad a los ejecutores de la política económica para atender las metas acordadas con el FMI. También en este aspecto existe una asociación perversa entre los criterios nacionales para los cortes lineales de recursos (una vez más, la “globalización” de lo económico) y la focalización para la distribución de beneficios y servicios sociales (con la pulverización de los recursos). Esto trae graves consecuencias para la equidad en la distribución de los recursos, servicios y beneficios sociales, además de abolir totalmente la visibilidad del financiamiento destinado a lo “social”.
El debate sobre las alternativas de cómo abordar la cuestión social en América Latina continúa vigente en este milenio que se ha iniciado. Infelizmente, las tendencias hegemónicas aquí señaladas continúan en la agenda de los organismos internacionales y de los gobiernos de la región. Una falsa contraposición entre lo que viene siendo llamado “emergencial” y los necesarios cambios estructurales siguen impidiendo la superación del modelo neoliberal. En los últimos años, sin embargo, algunas iniciativas como la de la Carta social propuesta por el gobierno venezolano intentan señalar caminos que superen el simple “alivio de la pobreza” y sigan en la dirección de una verdadera justicia social en el continente.
Datos estadísticos
Índice de Desarrollo Humano (IDH) de América Latina (1975-2003)
País/ Subcontinente |
1975 |
1980 |
1985 |
1990 |
1995 |
2000 |
2004 |
Clasificación |
América Central |
||||||||
Belice |
… |
0,709 |
0,719 |
0,748 |
0,770 |
0,780 |
0,751 |
25o |
Costa Rica |
0,745 |
0,772 |
0,776 |
0,793 |
0,812 |
0,832 |
0,841 |
5o |
El Salvador |
0,593 |
0,589 |
0,610 |
0,651 |
0,690 |
0,715 |
0,729 |
26o |
Guatemala |
0,511 |
0,546 |
0,561 |
0,586 |
0,617 |
0,656 |
0,673 |
32o |
Honduras |
0,519 |
0,570 |
0,602 |
0,625 |
0,642 |
0,654 |
0,683 |
31o |
Nicaragua |
0,585 |
0,595 |
0,603 |
0,610 |
0,642 |
0,667 |
0,698 |
29o |
Panamá |
0,712 |
0,739 |
0,750 |
0,751 |
0,774 |
0,797 |
0,809 |
11o |
América dEL SuR |
||||||||
Argentina |
0,787 |
0,802 |
0,811 |
0,813 |
0,835 |
0,860 |
0,863 |
2o |
Bolivia |
0,514 |
0,550 |
0,582 |
0,605 |
0,637 |
0,675 |
0,692 |
30o |
Brasil |
0,647 |
0,684 |
0,699 |
0,720 |
0,749 |
0,785 |
0,792 |
14o |
Chile |
0,706 |
0,741 |
0,765 |
0,787 |
0,818 |
0,843 |
0,859 |
3o |
Colombia |
0,664 |
0,693 |
0,710 |
0,730 |
0,754 |
0,775 |
0,790 |
15o |
Ecuador |
0,632 |
0,676 |
0,700 |
0,716 |
0,732 |
… |
0,765 |
19o |
Guyana |
0,679 |
0,685 |
0,678 |
0,684 |
0,687 |
0,716 |
0,725 |
27o |
Guayana Francesa |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
Paraguay |
0,671 |
0,705 |
0,712 |
0,721 |
0,740 |
0,754 |
0,757 |
23o |
Perú |
0,645 |
0,675 |
0,699 |
0,708 |
0,735 |
0,760 |
0,767 |
18o |
Surinam |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
0,759 |
22o |
Uruguay |
0,761 |
0,781 |
0,788 |
0,806 |
0,819 |
0,841 |
0,851 |
4o |
Venezuela |
0,719 |
0,734 |
0,742 |
0,760 |
0,768 |
0,774 |
0,784 |
17o |
Caribe |
||||||||
Antigua y Barbuda |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
0,808 |
12o |
Bahamas |
… |
0,811 |
0,820 |
0,823 |
0,812 |
0,831 |
0,825 |
8o |
Barbados |
... |
... |
... |
... |
... |
... |
0,879 |
1o |
Islas Caimán |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
Cuba |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
0,826 |
6o |
Dominica |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
0,793 |
13o |
Granada |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
0,762 |
20o |
Guadalupe |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
Haití |
… |
0,451 |
0,458 |
0,446 |
0,451 |
… |
0,482 |
33o |
Jamaica |
0,687 |
0,695 |
0,699 |
0,719 |
0,725 |
0,737 |
0,724 |
28o |
Martinica |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
Puerto Rico |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
República |
0,622 |
0,652 |
0,674 |
0,682 |
0,703 |
0,733 |
0,751 |
24o |
Santa Lucía |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
0,790 |
16o |
San Vicente |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
0,759 |
21o |
Saint Kitts y Nevis |
… |
… |
… |
… |
… |
… |
0,825 |
7o |
Trinidad y Tobago |
0,751 |
0,783 |
0,790 |
0,793 |
0,791 |
0,801 |
0,809 |
10o |
América dEL Norte |
||||||||
México |
0,691 |
0,737 |
0,757 |
0,766 |
0,784 |
0,811 |
0,821 |
9o |
Fuente: ONU/PNUD: Human Development Report, 2006.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en el documento indicado.
Indicadores sociales comparados de América Latina (2003)
IDH |
Clasificación en AL |
Clasificación en el mundo |
Población viviendo por debajo de la línea de pobreza nacionalª |
Población viviendo con |
Niños de |
Casos de Malariaº |
|
Estados Unidos |
0,948 |
... |
8º |
... |
... |
... |
... |
Canadá |
0,950 |
... |
6º |
... |
... |
... |
... |
Japón |
0,859 |
... |
7º |
... |
... |
... |
... |
Australia |
0,957 |
... |
3º |
... |
... |
... |
... |
China |
0,768 |
... |
81º |
4,6 |
46,7 |
10,0 |
1 |
Federación Rusa |
0,797 |
... |
65º |
... |
... |
... |
... |
Egipto |
0,702 |
... |
111º |
16,7 |
43,9 |
9,0 |
... |
África del Sur |
0,653 |
... |
121º |
... |
34,1 |
12,0 |
... |
Alemania |
0,932 |
... |
21º |
... |
... |
... |
... |
Francia |
0,942 |
... |
16º |
... |
... |
... |
... |
Suecia |
0,968 |
... |
5º |
... |
... |
... |
... |
Suiza |
0,947 |
... |
9º |
... |
... |
... |
... |
Dinamarca |
0,943 |
... |
15º |
... |
... |
... |
... |
Finlandia |
0,947 |
... |
11º |
... |
... |
... |
... |
AMÉRICA LATINA |
|||||||
América Central |
|||||||
Belice |
0,751 |
25º |
95º |
... |
... |
6,0* |
657 |
Costa Rica |
0,841 |
5º |
48º |
22,0 |
9,5 |
5,0 |
42 |
El Salvador |
0,729 |
26º |
101º |
48,3 |
58 |
10,0 |
11 |
Guatemala |
0,673 |
32º |
118º |
56,2 |
37,4 |
386 |
|
Honduras |
0,683 |
31º |
117º |
53,0 |
44 |
17,0 |
541 |
Nicaragua |
0,698 |
29º |
112º |
47,9 |
79,9 |
10,0 |
402 |
Panamá |
0,809 |
11º |
58º |
37,3 |
17,6 |
7,0 |
36 |
América dEL SuR |
|||||||
Argentina |
0,863 |
2º |
36º |
... |
14,3 |
5,0 |
1 |
Bolivia |
0,692 |
30º |
115º |
62,7 |
34,3 |
8,0 |
378 |
Brasil |
0,792 |
14º |
69º |
17,4 |
22,4 |
6,0 |
344 |
Chile |
0,859 |
3º |
38º |
17,0 |
9,6 |
1,0 |
... |
Colombia |
0,790 |
15º |
70º |
64,0 |
22,6 |
7,0* |
250 |
Ecuador |
0,765 |
19º |
83º |
35,0 |
40,8 |
12,0* |
728 |
Guyana |
0,725 |
27º |
103º |
35,0 |
... |
14,0 |
3.074 |
Guayana Francesa |
... |
... |
... |
... |
... |
||
Paraguay |
0,757 |
23º |
91º |
31,8 |
33,2 |
5,0 |
124 |
Perú |
0,767 |
18º |
82º |
49,0 |
37,7 |
7,0 |
258 |
Surinam |
0,759 |
22º |
89º |
... |
... |
13,0 |
2.954 |
Uruguay |
0,851 |
4º |
43º |
... |
3,9 |
5,0 |
... |
Venezuela |
0,784 |
17º |
72º |
31,3* |
32 |
4,0 |
94 |
Caribe |
|||||||
Antigua y Barbuda |
0,797 |
12º |
60º |
... |
... |
10,0* |
... |
Bahamas |
0,825 |
8º |
52º |
... |
... |
... |
|
Barbados |
0,879 |
1º |
31º |
... |
... |
6,0* |
... |
Caimán |
... |
... |
... |
... |
... |
... |
|
Cuba |
0,826 |
6º |
50º |
... |
... |
4,0 |
... |
Dominica |
0,793 |
13º |
68º |
... |
... |
5,0* |
... |
Granada |
0,762 |
20º |
85º |
... |
... |
... |
... |
Guadalupe |
... |
... |
... |
... |
... |
... |
|
Haití |
0,482 |
33º |
154º |
65,0* |
... |
17,0 |
15 |
Jamaica |
0,724 |
28º |
104º |
18,7 |
13,3 |
4,0 |
... |
Martinica |
... |
... |
... |
... |
... |
... |
|
Puerto Rico |
... |
... |
... |
... |
... |
... |
|
República Dominicana |
0,751 |
24º |
94º |
28,6 |
<2 |
5,0 |
6 |
Santa Lucía |
0,790 |
16º |
71º |
... |
... |
14,0* |
... |
San Vicente y las Granadinas |
0,759 |
21º |
88º |
... |
... |
... |
... |
Saint Kitts y Nevis |
0,825 |
7º |
51º |
... |
... |
... |
|
Trinidad y Tobago |
0,809 |
10º |
57º |
21,0 |
39,0 |
7,0* |
1 |
América dEL Norte |
|||||||
México |
0,821 |
9º |
53º |
10,1* |
26,3 |
8,0 |
8 |
Fuente: Site: UNDP: Human Development Report, Statistics (acceso en feb./06) e informe Human Development Report, 2006.
* Los datos se refieren a un período diferente del indicado, difieren de la definición patrón o se refieren a sólo una parte del país | ª El indicador se refiere al año más reciente disponible en el intervalo del período especificado. | º Indicadores elaborados sobre la base de datos enviados a la OMS que pueden corresponder a todo el país o a una parte.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos o en los documentos indicados.
Mapas
Bibliografía
- BOURDIEU, P.: Contrafogos. Táticas para enfrentar a invasão neoliberal, Rio de Janeiro, Jorge Zahar, 1998 [ed. cast.: Contrafuegos: reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal, Barcelona, Anagrama, 2000].
- CEPAL: Panorama Social 1999/2000, Santiago, CEPAL, 2001.
- __________: Panorama Social 2000/2001, Santiago, CEPAL, 2002.
- __________: Panorama Social 1998, Santiago, CEPAL, 1999.
- OIT: Panorama laboral, Lima, OIT, 1996.
- SOARES TAVARES, L.: Ajuste neoliberal e desajuste social na América Latina, Petrópolis, Vozes, 2001 (Colección A Outra Margem).
- __________: en “Prefácio” a MONTAÑO, C. E.: Terceiro Setor e questão social na reestruturação do capital , São Paulo, Cortez, 2002.
- __________: O desastre social, Río de Janeiro, Record, 2003.