Nombre oficial |
Estado Libre Asociado de Puerto Rico |
Localización |
Caribe, entre el mar Caribe y el océano Atlántico norte, al este de la República Dominicana |
Estado y gobierno¹ |
Estado Libre Asociado |
Idiomas¹ |
Español e inglés (oficiales) |
Moneda¹ |
Dólar norteamericano |
Capital¹ |
San Juan(2.466 millones de hab. en 2014) |
Superficie¹ |
13.790 km² |
Población² |
3.709.671 hab. (2010) |
Densidad |
418 hab./km² (2010) |
Distribución |
Urbana (93,83%) y |
Analfabetismo¹ |
6,7% (2015) |
Composición étnica¹ |
Blancos (75,8%), negros/afroamericanos (12,4%), |
Religiones¹ |
Católica romana (85%); protestantes y otras (15%) |
PBI (PPP)¹ |
US$ 61.460 millones (2013) |
PBI per cápita (PPP)¹ | US$ 28.500 (2013) |
Elecciones¹ |
Gobierno electo directamente por voto popular para un mandato de 4 años, sin límites de reelección. Legislativo bicameral compuesto por el Senado de 27 miembros, de los cuales 16 son elegidos directamente por mayoría simple en distritos electorales plurinominales y 11 por el conjunto de la población también por mayoría simple; y una Cámara de Diputados con 51 miembros electos en distritos electorales uninominales por mayoría simple. El gabinete es designado por el gobernador con el consentimiento del legislativo. También es elegido directamente y por mayoría simple, para un mandato de 4 años, un representante para la Cámara de los Diputados de los Estados Unidos (House of Representatives), pero con poderes limitados de votación. |
Fuentes:
¹ CIA: World Factbook.
² ONU: World Population Prospects: The 2012 Revision Database.
³ ONU: World Urbanization Prospects, the 2014 Revision.
Últimas posesiones del imperio español en América y liberadas en 1898 de la dominación metropolitana, los territorios de Puerto Rico y Cuba fueron los primeros en tener contacto con los europeos. Ambos fueron descubiertos por Cristóbal Colón: la isla de Cuba en 1492, en su primer viaje al Nuevo Mundo, y la de Puerto Rico un año después durante la segunda expedición del navegante.
Situados en el Caribe, con una economía históricamente basada en la producción de los mismos cultivos para exportación –caña de azúcar, café y tabaco–, fueron, junto con Brasil, los últimos territorios americanos en erradicar el sistema esclavista. También fueron los primeros países latinoamericanos en experimentar la ocupación militar directa de todo su territorio por los Estados Unidos y en incorporarse, de manera amplia, a la órbita de su poder económico, político y cultural.
De hecho, a lo largo de más de 450 años, las dos islas compartieron numerosos procesos históricos al punto de que en ambas se popularizaron los versos de la poeta puertorriqueña del siglo XIX Lola Rodríguez de Tió:
Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas reciben flores y balas en el mismo corazón […]
Hoy, las alas de ese pájaro latinoamericano se mueven en direcciones contrarias. En otras palabras, es sorprendente que durante la última mitad del siglo XX Cuba y Puerto Rico se hayan convertido en modelos contrapuestos de desarrollo económico y estructuración sociopolítica para la región: Cuba, con el primer intento de revolución socialista y Puerto Rico, con el reformismo del modelo de “industrialización por invitación” (crecimiento sobre la base de la inversión capitalista extranjera); Cuba, autodefiniéndose como primer territorio libre de América (en el sentido antiimperialista, es decir, libre de la dominación del coloso del norte) y Puerto Rico, exhibiendo orgulloso su ciudadanía norteamericana; Cuba, liderada por un mismo gobernante desde 1959, y Puerto Rico, realizando ininterrumpidamente elecciones generales cada cuatro años, presentando al mundo durante ese período ocho gobernadores y seis alternancias de partido, a pesar del modelo predominantemente bipartidista de la Democracia Liberal Occidental.
La amalgama cimarrona-hispánica
Las primeras diferencias significativas entre las dos islas aparecen ya en los dos siglos iniciales de la colonización. En el sistema de flotas interatlánticas que la metrópoli colonial desarrolló, San Juan constituía la primera parada de los buques que venían de España, mientras La Habana era la última escala de los que hacían el viaje de vuelta. Este detalle aparentemente insignificante tuvo importantes repercusiones económicas, sociales y culturales.
San Juan fue por mucho tiempo básicamente un puerto de abastecimiento y, como llave oriental del Caribe, fue convirtiéndose en un bastión militar para la defensa de las flotas. La Habana, por su parte, se dedicó al reabastecimiento de los barcos que emprendían la larga travesía de regreso a Europa, vendiendo víveres para la supervivencia de semanas en alta mar y productos agrícolas de exportación. Como emplazamiento militar, una considerable proporción de la población de San Juan era fluctuante. En cambio, en La Habana se implantaron varios sectores productivos, que sirvieron de base al desarrollo de clases sociales autóctonas.
El carácter de refugio o frontera para el escape que América en general representaba para “los que en España, por unos u otros motivos, no eran bien considerados” –en palabras del historiador español Domínguez Ortiz–, se manifestó de forma mucho más dramática y evidente en Puerto Rico, la primera posibilidad de desembarco. Mientras los colonizadores vinculados a la institucionalidad y aquellos ávidos de riquezas y poder se dirigían sobre todo a México y a Perú, por ser territorios ricos en minerales y antiguos asentamientos de imperios indígenas, “los que en España no eran bien considerados” huían hacia el interior –el Puerto Rico rural, en primera instancia– aspirando a vivir al margen de la presencia estatal.
Este tipo de colonización de huída se combinó con el retraimiento indígena al interior, pues los cacicazgos fueron los primeros en ser subyugados. Además, la concentración demográfica en yucayeques (aldeas) facilitaba la captura de los nativos para el trabajo forzado o la explotación sexual por parte de un colonialismo militar y, por ende, principalmente varonil. “Vivir como indio” llegó a significar vivir apartado, y el término “bohío” –casa indígena– pasó a ser sinónimo de hogar campesino, de asentamiento montaraz.
Las retiradas se combinaron con la presencia del cimarronaje –esclavos escapados que provenían en su mayoría de las Antillas menores, donde las dos metrópolis rivales (Francia e Inglaterra) desarrollaron tempranamente plantaciones esclavistas de caña de azúcar–. Todo esclavo de plantaciones no españolas era declarado libre al llegar a Puerto Rico. Así, en contraste con el Caribe no hispano, todos los censos puertorriqueños desde el siglo XVII, registraron una proporción marcadamente mayor de negros y mulatos libres que de esclavizados.
Al colonialismo militar citadino le resultaba conveniente que se diseminaran súbditos leales por todo el territorio, sobre todo después de la experiencia en La Española, donde España había perdido ante filibusteros franceses casi toda su mitad occidental. Se desarrolló así una especie de acuerdo tácito entre el poder colonial urbano y la amalgama étnica del escape. Frente al modelo colonial rural controlado de las plantaciones británicas y francesas, los esclavos defendían con uñas y dientes el colonialismo citadino que permitía la libre diseminación de campesinos por toda la isla de Puerto Rico.
Para que el bastión militar garantizase el derecho a la libre ocupación del territorio, la amalgama étnica cimarrona no podía ser parte de los extranjeros, debía manifestarse “hispánica”. Durante el período de consolidación del Estado Nacional Español –tanto en términos de su “limpieza” u homogeneización interna, como en su rivalidad externa–, eso significaba sobre todo, manifestar una identidad católica, expresada en prácticas como comer cerdo –prohibido entre practicantes judíos y moros– y venerar a la Virgen y a los santos, en contraposición a los dogmas monoteístas del protestantismo.
La cimarronería: herencia y utopía
La amalgama étnica del escape rural al interior –ese primer piso de la formación social puertorriqueña, en palabras del ensayista José Luis González– fue conformando una cultura basada en la cimarronería en su sentido amplio de refugio del fugitivo; engendró valores y patrones de interrelación que evitaban abordar directamente la cuestión y que, en la medida de lo posible, se evadían. Dicha amalgama étnica que debía manifestarse “hispánica”, expresó su valoración, cotidianamente vivida, de la heterogeneidad, la inclusión y el nomadismo, por medio de la simbología de los Reyes Magos, como evidencia el arte popular de la talla de santos.
La primera referencia a Puerto Rico en los escritos de música se encuentra en la copla que aparece en un método para cítara del siglo XVII:
Tumba la la la, tumba la la le, que en Poltorrico, escravo no quedé,
La tumba, precisamente, designa en todo el Caribe un baile de afrodescendientes.
La atracción por un mundo de frontera libertaria y de “hospitalario abrigo para el fugitivo” –según la frase de Fray Iñigo Abbad, el más importante cronista del siglo XVIII–, parece ser una de las razones para el poblamiento de un territorio pobre en términos mercantiles, pero rico en las posibilidades que la naturaleza brindaba para la subsistencia. El campo puertorriqueño recibió levas numerosas de fugitivos que, a diferencia de la organización agraria de la península, no se agrupaban en aldeas. En ese mundo agrario cimarrón proliferaba la producción familiar para el consumo propio, con una agricultura seminómada de tumba y quema. Esta economía estaba inserta en una región de creciente actividad comercial, carácter que las plantaciones imprimían al Caribe y a su cuenca. La presencia mercantil de fugitivos en la labranza se canalizaba fuera de los linderos oficiales y de su principal puerto por medio del contrabando por todo el litoral.
Hacia finales del imperio español (1830), Puerto Rico exhibía una densidad poblacional de 37 habitantes por km 2 , muy por encima de la media cubana (alrededor de 6,5 hab./ km 2 ), la mexicana (4 hab./ km 2 ) y la peruana (1 hab./ km 2 ). La predominancia rural de su poblamiento se evidenciaba en el examen comparativo con Cuba en lo que respecta a la proporción de su población urbana en La Habana y San Juan –sedes del gobierno y principales puertos oficiales de las islas–. En 1899 vivían en La Habana 15,7% de los cubanos, mientras San Juan reunía sólo el 3,3% de los puertorriqueños. Para esa fecha, Puerto Rico exhibía una densidad de 107,4 habitantes por km 2 , mientras Cuba sólo de 13,7, México 6,9 y Brasil 2,1. Es significativo que el campesino en Puerto Rico se llamase “jíbaro”, vocablo cuya enrevesada historia etimológica remite al retraimiento montaraz, al cimarronaje y a la amalgama racial. El jíbaro –término originalmente despectivo– fue elevado por el populismo en el siglo XX a símbolo nacional y es hoy, entre los sectores populares, prácticamente un sinónimo del puertorriqueño que exhibe su nacionalidad con orgullo.
Desde finales del siglo XVIII, y de manera más intensa y apremiante a partir de la pérdida de su Imperio en tierra firme, el colonialismo español comenzó a tomar medidas para convertir a Puerto Rico en una colonia productiva: fomentó la agricultura para exportación y su canalización mediante aduanas, para cobrar impuestos; declaró guerra a muerte al contrabando y al nomadismo cimarrón de la tumba y quema; estableció leyes de registro de la propiedad rural y, como parte de ello, sistemas de impuestos sobre el usufructo de la tierra que estimulaban su uso más intensivo; y fomentó la inmigración de potenciales empresarios agrícolas para el establecimiento de haciendas y plantaciones.
Es significativo que haya sido justo en el momento en que se fraguaba la economía mercantil institucional, moribundo el amplio mundo nómada de la tumba y quema, cuando se capturó al pirata Cofresí (1825), un contrabandista que compartía con los campesinos el usufructo de su inserción extraoficial en el mercado internacional. Es muy revelador que Cofresí fuera el primer personaje histórico en ser considerado héroe en el imaginario nacional puertorriqueño: no su colonizador español, tampoco ningún cacique indígena ni líder alguno de las revueltas de esclavos, sino un bandido social, cuya captura selló el final del primer escalón de su compleja y ácrata formación social.
Agroexportación y clases sociales
El desarrollo de la agricultura mercantil requería la disponibilidad de trabajadores para las nacientes haciendas y plantaciones. Por un lado, la formación social puertorriqueña de los primeros siglos no propició la acumulación necesaria de capital para una masiva importación de esclavos, a diferencia del previo desarrollo económico de La Habana. Por otro lado, el extendido poblamiento de la zona rural presentó el cuadro de un amplio campesinado libre, que, en el marco de los nuevos regímenes de propiedad territorial, se encontraba en gran parte desposeído.
Ello propició la sujeción del antiguo mundo de la cimarronería a la agricultura mercantil, principalmente mediante diversos lazos de servidumbre. A pesar de que muchos empresarios inmigrantes trajeron o importaron negros africanos, llegándose a registrar, en las décadas de 1840 y 1850, las más altas cifras de esclavizados, la proporción de esclavos del total poblacional nunca sobrepasó el 11,7% de la población puertorriqueña. Era un índice muy inferior al 85% y 95% encontrados en el Caribe no hispánico, o a la población de esclavos en Cuba: 43% de su población total. En Brasil, el porcentaje rondaba el 50%.
Aunque durante todo el siglo XIX Puerto Rico experimentó un acelerado proceso de concentración de la propiedad, jamás alcanzó los niveles de Cuba. En términos latinoamericanos, la gran mayoría de sus hacendados constituían prácticamente sectores medios. Hacia 1899, la producción azucarera cubana se concentraba en 207 ingenios, mientras la puertorriqueña se repartía en 345 que producían escasamente un 10% del total del azúcar cubano. En la década de 1830, las familias de pequeños productores agrarios representaban el 44,7% de la población puertorriqueña. Esta proporción se redujo a cerca del 20% hacia 1899, pero aún duplicaba el índice cubano. Es importante también considerar que, hasta 1899, más del 90% de las tierras cultivadas en Puerto Rico estaban ocupadas por sus dueños y en Cuba eso ocurría sólo con el 43,5%. Además, en Puerto Rico, el abstencionismo no era frecuente: los propietarios estaban mucho más presentes en la cotidianidad de sus haciendas.
Con la Revolución Haitiana de 1804 se eliminó el más importante exportador de azúcar, lo que propició el desarrollo de la industria azucarera en Cuba y Puerto Rico. Durante las primeras siete décadas del siglo XIX, el crecimiento mercantil de ambas islas estuvo asociado a esta actividad que monopolizaba la importación de esclavos. Sin embargo, en las últimas tres décadas, la agroindustria del café en Puerto Rico –donde predominaron las relaciones de servidumbre– experimentó un crecimiento espectacular, que a finales de siglo llegó a duplicar el área dedicada a la caña y casi cuadruplicó el valor de sus exportaciones. El mercado principal del azúcar para ambas islas fue el estadounidense, mientras las exportaciones de café se dirigían a España.
El reformismo posibilista
En 1868 se organizaron, coordinadamente entre los separatistas de Cuba y Puerto Rico, las primeras insurrecciones importantes contra el colonialismo español. El Grito de Yara inició en Cuba una guerra que duró diez años, mientras el Grito de Lares en Puerto Rico fue sofocado en apenas un día. A partir de entonces, en Puerto Rico predominaron las luchas reformistas a través de la negociación política y la acción civil, mientras en Cuba crecía el militarismo de la lucha radical.
Hacia 1870 emergieron en Puerto Rico los primeros partidos políticos. El de mayor arraigo y significación fue el Partido Liberal Reformista, que en 1888 se transformó en Partido Autonomista (PA). Hegemonizado por hacendados agroexportadores, logró representar a todo el amplio espectro de pequeños y medianos propietarios, a los incipientes sectores profesionales (en su mayoría, descendientes de propietarios rurales) y a los trabajadores urbanos independientes (los artesanos), alrededor del concepto de “la gran familia puertorriqueña”, que además de inclusiva era estamental. Sus principales objetivos estaban en consonancia con los principios del liberalismo: ampliación de la ciudadanía, libre comercio y gobierno propio. Sin embargo, las contradicciones entre sus postulados liberales y las relaciones de producción sobre las cuales basaban las aspiraciones hegemónicas de los hacendados –clase socioculturalmente dominante, pero política y económicamente subordinada por la condición colonial–, generaron un tipo de proceder político pragmático que sus propios artífices denominaron “posibilista”. El posibilismo consistía en no exigir lo que ideológicamente se aspiraba, sino en negociar “lo posible”. Así, a través de componendas con fuerzas políticas de la metrópoli, en 1897 el PA logró la aprobación de una Carta Autonómica para Puerto Rico y el sufragio universal masculino, mientras Cuba se encontraba inmersa en su segunda Guerra de Independencia. En las elecciones celebradas bajo este estatuto, el partido logró un amplio respaldo electoral (80,6% de la votación) y empezó a experimentar el ejercicio del gobierno. El reformismo posibilista –con viejas raíces culturales en la lucha oblicua de la cimarronería– acompaña a la política autonomista hasta el día de hoy.
Esas últimas tres décadas decimonónicas de lucha reformista autonomista coincidieron con el auge de la ciudad de Ponce, en esa época el principal polo exportador. A finales del siglo XIX, ese puerto meridional logró equiparar en población a San Juan, mientras que la suma de los habitantes de la segunda, tercera y cuarta ciudad en Cuba no alcanzaba la mitad de la población de La Habana. Ponce desarrolló una cultura ciudadana liberal, señorial y hegemónica: una arquitectura civil que contrastaba con la de San Juan, de tipo militar, ferias agrícolas y comerciales organizadas al margen del Estado, publicaciones sobre sus “grandes hombres”, y una literatura , una música y una danza que se definían, no como regionales españolas, sino como propias del país.
Cambio de metrópoli
En 1898, como parte de la Guerra Hispano-cubana-americana, las tropas norteamericanas ocuparon el país y pusieron fin al colonialismo español y al reciente experimento autonomista. Este cambio de soberanía no sólo representó la sustitución de metrópoli, sino también la transformación de las relaciones coloniales. La dominación de un Estado en declive –aferrado en mantener los beneficios mercantiles sobre los cuales había erigido su imperio– dio lugar a la hegemonía de una potencia perfilada entre las naciones capitalistas más poderosas, cuya economía en expansión requería la exportación de capitales, la ampliación de los mercados para su creciente producción y la adquisición de materias primas para el desarrollo de sus industrias. El control de los Estados Unidos sobre el aparato estatal era importante para desarrollar, a través de la legalidad gubernamental, medidas que propiciaran la inversión directa de sus empresas en la producción.
Inicialmente, los diversos sectores sociales no ofrecieron resistencia a la ocupación. Los Estados Unidos representaban la gran república federal de la democracia y el progreso, que atraía a profesionales y artesanos, y también propiciaba el seductor mercado al que aspiraban ingresar los agroexportadores. Después de dos años de gobierno militar directo siguió un gobierno civil que otorgaba una participación mínima a los puertorriqueños. Hasta 1904 se restringió el sufragio a los contribuyentes y alfabetizados, debilitando electoralmente a los hacendados, cuyo apoyo –el mundo agrario– exhibía los más altos índices de analfabetismo. Se estructuró también un gobierno centralizado en San Juan, que limitó el amplio radio de acción ejecutiva reconocido a los 76 gobiernos municipales por la Carta Autonómica y, de esta forma, a los hacendados, “caciques” de una agricultura patriarcal.
Por medio de esa estructura estatal, el gobierno colonial formuló una serie de políticas económicas que, en su conjunto, obligaban a numerosos terratenientes a vender sus fincas o parte de ellas para poder continuar produciendo y a sustituir sus cultivos de subsistencia de café por los productos protegidos por las tarifas aduaneras de la nueva metrópoli –entre los cultivos tradicionales de la isla estaban la caña de azúcar y el tabaco–.
Se aceleró así el proceso de concentración de la propiedad iniciado durante el siglo XIX. En 1897, sólo el 2,7% de la tierra cultivada correspondía a propiedades con más de 200 hectáreas (la mayor categoría en las cifras disponibles, identificada con la nueva forma jurídica de las corporaciones). En 1910, esta proporción se había elevado a 31,4%. Las fincas con menos de 8 hectáreas –que en 1897 representaban un tercio del total de tierra cultivada– vieron decrecer su participación al 10,6% hacia 1920.
Entre 1899 y 1905, tres compañías norteamericanas llegaron a controlar casi la mitad de los cañaverales y establecieron centrales que mantuvieron la molienda a ritmo acelerado hasta los años 40. El azúcar moreno representaba materia prima para las compañías que elaboraban azúcar refinado en el este de los Estados Unidos. La dramática reducción en los cultivos para consumo propio convirtió a Puerto Rico en mercado cautivo de las exportaciones de la metrópoli. En 1905, las importaciones del país se habían duplicado, y cerca del 85% provenía de los Estados Unidos. Hacia 1934, el año clímax de la monoproducción azucarera, Puerto Rico –con sólo 8.897 km 2 y dos millones de habitantes–, era el segundo país importador de los Estados Unidos en tierras americanas y el noveno en el mundo.
Movilizaciones obreras
Las restricciones al gobierno propio y a la participación democrática que el colonialismo imperialista impuso al país en su intento de distanciar del aparato gubernamental a los hacendados, generaron desilusión entre los profesionales independientes y los artesanos. En 1904 propusieron la formación de un frente unido por la democracia y por un gobierno propio –el Partido Unión de Puerto Rico–, al cual se sumaron los representantes de los intereses de los hacendados. El Partido Unión dominó la política electoral durante las siguientes dos décadas.
La incorporación de emergentes organizaciones de trabajadores a esta política de la gran familia puertorriqueña duró muy poco. La creciente concentración de la propiedad agraria y la crisis de la agricultura del café obligaron a numerosos campesinos de las áreas cafetaleras a emigrar a las zonas nuevas de crecimiento económico. Entre 1899 y 1910, la población de los municipios cañeros aumentó un 45,4% y la de los cafetaleros se redujo un 4,2%. El desarrollo cañero estaba vinculado a la necesidad de exportación de capitales de la economía norteamericana, lo que arrojaba una inversión de maquinaria y equipo por hectárea cañera tres veces mayor que el de las antiguas haciendas. Ello generó una tendencia a la máxima utilización de la tierra, lo cual, sumado a la situación del mercado de trabajo, hizo que la actividad productiva se organizara sobre la compra y venta de mano de obra.
Las plantaciones cañeras de capitales externos quebraron también el antiguo patrón de asentamiento rural basado en la dispersión cimarrona. La actividad productiva agraria, antes individual, se tornó colectiva y la vivienda aislada dejó de tener sentido. El bienestar material del trabajador agrícola se disoció de las fuerzas incontrolables de la naturaleza, de las cuales había dependido antes para el resultado de sus cultivos, debilitando la presencia antiguamente cotidiana de la religiosidad. También se distanció de la benevolencia paternalista del “señor” propietario: ante las compañías azucareras, los trabajadores constituían homogéneamente una fuerza de trabajo. La mejora del desempeño individual era posible sólo mediante la mejora del desempeño colectivo, recibiendo más por día de trabajo. Homogeneidad pasó a significar solidaridad.
Los artesanos de los centros urbanos experimentaron una proletarización similar. Si, por un lado, las manufacturas importadas desde los Estados Unidos constituyeron una gran competencia para la producción artesanal de la isla; por otro lado, el capital norteamericano pronto monopolizó la elaboración y el comercio del tabaco, que en la primera década del siglo XX sobrepasó al café como producto de exportación. La industria tabacalera de capital absentista agrupó a casi el 80% de los tabacaleros en fábricas de más de 500 trabajadores. La competencia artesanal dejó de tener sentido ante la emergencia de la lucha salarial.
Los artesanos proletarizados y los trabajadores agrícolas cañeros desarrollaron sus propias organizaciones: la Federación Libre de Trabajadores (1899) y su brazo político, el Partido Socialista (1915). En la segunda década del siglo XX, Puerto Rico experimentó las mayores huelgas de su historia y hacia 1924, el Partido Socialista, con el 25% del sufragio, se convirtió en el eje de la política insular. Instigados por el Ejecutivo de la metrópoli, que ofreció otorgar mayor autonomía y democracia si los tradicionales partidos rivales dejaban de lado sus rencillas, el Partido Unión –que llegó a exhibir la independencia como ideal– y el Republicano –que proponía la anexión de Puerto Rico (como Estado) a los Estados Unidos– formaron una alianza posibilista autonómica contra la amenaza de la solidaridad obrera.
Búsqueda de identidad
El análisis de las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina, con frecuencia ha pasado por alto que hasta los años 30, aquél fue un país principalmente agrícola. Aunque exhibía un pujante desarrollo industrial desde finales del siglo XIX, no fue sino hasta mediados de la década de 1930 que sus exportaciones manufactureras superaron a las agrarias. Y no fue hasta la Segunda Guerra Mundial que su producción industrial superó a la inglesa. Este tránsito de la importancia relativa entre agricultura e industria en los Estados Unidos tuvo repercusiones fundamentales en su colonia caribeña.
El crecimiento en el empleo proletarizante de las agroindustrias de la caña y el tabaco en la primera década del siglo XX sirvió de base para el surgimiento de un proletariado que se distanciaba del paternalismo señorial, debilitando los proyectos hegemónicos de la política hacendada e indirectamente facilitando, por ende, el nuevo dominio colonial. Pero, hacia la segunda década, la lucha sindical militante y el inicio de su participación política independiente sobre bases ideológicas socialistas, pusieron en jaque también al capitalismo colonial, sobre todo a partir de la amenaza “roja” de la Revolución Bolchevique.
Las empresas azucareras y tabacaleras trataron de expandir la producción sin aumentos en el empleo proletario, es decir, desarrollando la productividad a través de la inversión científica y manufacturera: mayor utilización de fertilizantes, desarrollo de nuevas variedades de caña y mecanización en la producción de cigarros y cigarrillos, entre otros.
Entre 1915 y 1934, la producción azucarera creció cerca del 200%, con sólo 5% de aumento en el empleo. Para el tabaco, sólo se conocen cifras confiables entre 1910 y 1920, cuando el proceso era ya evidente: un aumento del 12% en la producción con una reducción del 26% en el empleo. Con la crisis de la Gran Depresión, la década del 30 registró un total estancamiento en las cifras de ocupados, mientras la población aumentaba en un 18%.
Las organizaciones obreras se encontraron con que, aunque la agricultura tradicional seguía desintegrándose, eso no significaba, como en la primera década, una ampliación potencial de su base. Agregados, campesinos y peones no estaban convirtiéndose ya en proletarios, sino en marginales: en una superpoblación relativa de desocupados, subempleados de los servicios, gente ligada al minicomercio y el “chiripeo” (empleos esporádicos y mal pagos). Los marginales difícilmente se organizaban en la estructura sindical, y el ejército industrial de reserva dificultaba la lucha salarial.
A partir de 1924, el país experimentó un estancamiento en los salarios, y se registraron numerosas huelgas derrotadas. Esa situación desmoralizó a los militantes y dio origen a una creciente desesperanza, recogida dramáticamente en uno de los boleros más famosos de toda América Latina: el “Lamento borincano” de Rafael Hernández.
La crisis ideológica de la clase obrera se sumó a procesos igualmente agudos en las mentalidades de los sectores propietarios y de profesionales. Hacia los años 30, la clase de hacendados había perdido prácticamente la base estructural de su existencia y, por consiguiente, su liderazgo entre campesinos y pequeños y medianos agricultores. La importancia que una economía de mayor desarrollo mercantil otorgaba a ciertas profesiones –contadores, gerentes, economistas, abogados, agrónomos, ingenieros, químicos, etc.– proveyó el cauce más importante de reubicación social para sus descendientes. Sin embargo, la economía agraria no proporcionaba un crecimiento suficiente para este sector. En los años 20 aparecieron signos de saturación y, en la década siguiente, un creciente desempleo profesional. La ilusión de la americanización, entendida como modernidad democrática, se desvanecía ante un colonialismo autoritario y una monoproducción expoliadora y limitante. La ausencia de una clase capaz de formular una visión y una ideología que sirvieran de base a un proyecto viable alternativo engendró una situación general de desasosiego, que la generación intelectual del período resumió como la búsqueda de la identidad. Los escritos más importantes de esos años se centraron de diversas formas en dicha temática.
Para agudizar la crisis, entre 1925 y 1940 la economía puertorriqueña experimentó un deterioro cada vez mayor de los términos del intercambio. Con un índice de precios que tomaba como base 100 para el lustro previo a la Primera Guerra Mundial, el precio de las exportaciones del país hacia finales de los años 30 fue de 92,5 y el de sus importaciones, 126. El control de la metrópoli sobre los mecanismos de intercambio terminó afectando negativamente a los sectores económicos que había promovido en su colonia y, a partir del segundo lustro de la década de 1930, el capitalismo colonial empezó a replegarse de la monoproducción agraria.
Nueva versión populista
El contradictorio desarrollo del capitalismo colonial agrario culminó con el estancamiento de las fuerzas productivas y una caída general en los niveles de vida. Se lo consideró responsable de la miseria de los trabajadores, la quiebra de los hacendados, la pauperización de los campesinos, el endeudamiento “hasta el cuello” de medianos y pequeños propietarios, la inestabilidad del empleo y el crecimiento de la desocupación, las limitaciones al crecimiento del sector profesional, así como de una democracia restringida y un gobierno arcaico.
La desesperanza que produjo la crisis cultural de ese resquebrajamiento general de las clases sociales abrió brechas hacia una nueva configuración ideológica montada, precisamente, sobre dicho desplazamiento clasista. Un primer intento –apegado a la desesperanza del pequeño propietario– fue el nacionalismo militante liderado por Pedro Albizu Campos. Esa corriente se lanzó a la lucha armada, pero fue ferozmente reprimida por el gobierno colonial. En un país de tan fuerte tradición histórica antimilitar, curtido en la negociación posibilista y la lucha oblicua, el nacionalismo militante tuvo muy pocos adeptos, aunque sí gozó de un generalizado respeto y admiración, que perdura hasta hoy.
Simultáneamente al descrédito de la economía y la política colonial, los experimentos reformistas del New Deal del entonces presidente Roosevelt –proyectos de reformas implementados en los Estados Unidos entre 1933 y 1939– proveyeron desde la metrópoli necesarios paliativos económicos y aperturas democráticas. Se canalizaron al margen del gobierno colonial, por medio de una estructura paralela que en el país se conoció como “el gobierno federal”. A finales de los años 30, los programas del New Deal llegaron a emplear a tantos funcionarios como el gobierno colonial –insular– oficial. Entre ellos se encontraban numerosos profesionales jóvenes que, con la nueva política, desarrollaron la ilusión de un posible redireccionamiento de la sociedad mediante la planificación estatal.
El desplazamiento clasista sentó las bases para un resurgimiento del consenso nacional que había representado a la gran familia puertorriqueña: un maniqueísmo populista que enfrentaba al pueblo contra sus enemigos. Bajo la consigna “¡Pan, tierra y libertad!”, movilizando símbolos del imaginario popular como la cimarronería y el jíbaro, el sector profesional, heredero de la vocación hegemónica de los hacendados, consiguió agrupar a diversos sectores descontentos con el colonialismo agrícola. Una disidencia de la tradición partidista Liberal-Unión, originalmente denominada Acción Social Independentista en 1938, se transformó en el Partido Popular Democrático (PPD), que alcanzó una mayoría legislativa exigua en las elecciones de 1940 y abrumadoras victorias consecutivas durante dos décadas a partir de 1944. Su líder máximo fue Luis Muñoz Marín.
La industrialización por invitación
La guerra mundial y el subsiguiente trazado de un nuevo orden entre las naciones, en los años 40, dificultaban la conquista de la aspirada independencia del PPD. Renació, entonces, el proyecto de autonomía posibilista. Si el enemigo del pueblo era el colonialismo agrícola y las corporaciones agrarias absentistas habían iniciado ya su retirada, parecía posible elaborar nuevas y convenientes formas de relación con la metrópoli que emergía como la principal potencia industrial del planeta. La necesidad de exportación de capitales industriales –que la economía de los Estados Unidos exhibía tras el conflicto– fue aprovechada por esa alianza populista liderada por profesionales. Surgió un nuevo paradigma desarrollista conocido como el modelo puertorriqueño de “industrialización por invitación”.
Los new dealers del PPD impulsaron este modelo a partir de 1947 y durante las décadas siguientes una alta proporción de la inversión de las empresas industriales norteamericanas se concentró en Puerto Rico. Hacia 1974, la pequeña isla caribeña era el tercer país en el mundo en valor de inversión extranjera directa de los Estados Unidos, superado sólo por Alemania y Canadá. Los US$ 6.112 millones de inversión en Puerto Rico representaban el 21% del valor total de la inversión norteamericana en todos los países del Tercer Mundo y cerca del 40% de sus inversiones en América Latina: aproximadamente la suma del valor invertido en Brasil y México, los dos países que le seguían en la recepción de este capital, pero con una población y territorio infinitamente mayores. El ritmo acelerado de esa transformación se evidencia al comparar con las cifras de inversión directa norteamericana una década y media antes; o sea, justo al inicio de la Revolución Cubana, la inversión directa en Puerto Rico representaba el 7,4% del total norteamericano en América Latina, superado por Venezuela, Cuba, Brasil, México y Chile (en ese orden).
La industrialización por invitación transformó rápidamente la faz del país. Hacia 1970, la manufactura generaba un volumen de divisas ocho veces superior a la agricultura y empleaba el doble de trabajadores, brechas que continuaron ensanchándose. En 2004, los ingresos de la manufactura fueron casi cien veces mayores que los de la agricultura, y la cantidad de trabajadores, 5,3 veces mayor. Si el colonialismo agrario fue identificado por el populismo como el enemigo del pueblo, las empresas manufactureras “invitadas” a invertir en la isla serían consideradas aliadas en el programa del PPD de industrialización. La política habría de reconfigurarse en términos de esta reconceptualización del absentismo.
El modelo en la vitrina
La vocación hegemónica del sector de servidores públicos profesionales new dealers que lideraban la alianza populista requería armonizar el crecimiento industrial con la justicia social, por medio de la ampliación de la injerencia gubernamental en la reestructuración socioeconómica. Ello presuponía el establecimiento de un gobierno propio. Con el respaldo del Partido Demócrata de los Estados Unidos, y aprovechando la fuerte presión anticolonial internacional de la posguerra, el PPD logró que el gobierno metropolitano aceptara la conformación de una Asamblea Constituyente, democráticamente electa, para la redacción de la Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico (ELA). El Congreso de los Estados Unidos aprobó el proyecto de Constitución redactado por la Constituyente puertorriqueña con pocas modificaciones: la más importante fue la eliminación de derechos laborales. En 1952, con sus propios símbolos nacionales (bandera, himno, escudo), se inauguró este estatuto jurídico, vigente en Puerto Rico hasta el día de hoy.
Con el ELA, Puerto Rico alcanzó un nivel considerable de gobierno propio, al punto que, aunque mantenía serias limitaciones coloniales, los Estados Unidos lograron que la ONU los eximiera de presentar informes sobre la isla en su monitoreo del proceso de descolonización. El nuevo gobierno considerado puertorriqueño –exceptuando el brevísimo interludio de la Carta Autonómica– se configuró en torno a tres pilares básicos: el fomento, como se llamó la instancia que promovía la industrialización por invitación; la legislación social tutelar para corregir los excesos del capitalismo, según sus artífices posibilistas; y la consolidación de un Estado benefactor, cuyos modernos principios democráticos se garantizarían por medio de la ciencia de la Administración Pública. Así, mientras en Cuba se iniciaban las guerrillas contra un gobierno retrógrado y dictatorial apoyado por los Estados Unidos, el posibilismo civil reformista de la “brega” puertorriqueña en relación con Washington, con su industrialización por invitación, emergió como modelo en un mundo obsesionado por la problemática del desarrollo. En palabras del intelectual puertorriqueño que el gobierno de los Estados Unidos designó como subsecretario de Estado a cargo de sus relaciones con América Latina, Arturo Morales Carrión:
Los Estados Unidos son demasiado vastos para el pueblo de los nuevos estados independientes (para identificarse con ellos) [...] Puerto Rico está en la escala de referencia que ellos pueden igualar. Nosotros logramos lo que el comunismo prometía, pero sin recurrir a los métodos soviéticos.
El gobernador Muñoz Marín lideró, junto con los presidentes de Costa Rica y Venezuela – José Figueres Ferrer y Rómulo Betancourt–, lo que se conoció como “el triángulo democrático”, formado por gobiernos reformistas próximos a los Estados Unidos. Se establecieron programas de becas para que servidores públicos del Tercer Mundo conocieran en Puerto Rico la vía democrática del desarrollo, y poderosas casas editoriales divulgaron textos puertorriqueños sobre administración pública por toda América Latina, que incluso fueron traducidos en Brasil.
Conjuntamente con el crecimiento económico, el gobierno del PPD desarrolló el Estado benefactor y un aparato gubernamental moderno: por ejemplo, un sistema público de salud que logró elevar las expectativas de vida hasta los 72 años en 1970, una de las tasas más altas del mundo; para 2001, la expectativa fue de 76 años. Desarrolló también los sistemas de electricidad y acueductos que requería la industrialización por invitación. En 1973, era el sexto país de mayor generación de energía por km2 , superado en América sólo por la isla petrolera de Trinidad. La legislación social estableció un mecanismo para garantizar salarios mínimos. Como la militancia sindical podía ahuyentar a los inversionistas “invitados”, las luchas de las organizaciones obreras se canalizaron en el encargo de fijar los “mínimos”, transfiriendo el viejo paternalismo hacendado a un paternalismo benefactor estatal avalado por la racionalidad burocrática.
Milagro económico y urbanización
La concentración urbana es un fenómeno que caracteriza al siglo XX en toda América Latina; pero en el caso de Puerto Rico, el proceso fue vertiginoso. A finales de los años 60, cuando atravesaba su milagro económico, la isla –cuya formación cultural previa se manifestaba antiurbana– se había convertido en uno de los países más urbanizados del mundo. La proporción de su territorio urbanizado era cuatro veces mayor que en los Estados Unidos, seis veces mayor que en Europa y diez veces mayor que en los otros países de América Latina. La concentración se dio, sobre todo, en el área metropolitana de San Juan y, por lo tanto, fue distinta de la ocurrida a principios del siglo XX, cuando las ciudades de San Juan y Ponce eran prácticamente equivalentes. Además, los años de la transformación industrial registraron los niveles más altos de emigración puertorriqueña a los Estados Unidos. Ésta se concentró, sobre todo, en Nueva York, símbolo mundial de “lo urbano”.
La concentración metropolitana arropó a un país con una cultura urbana muy débil. En relación con los sectores medios, representó la adopción sin reservas del modelo urbanístico norteamericano de la posguerra: la pulverización en urbanizaciones segregadas por los niveles de potencial económico determinados por los sectores privados. Los pobres se concentraron en los caseríos (housing projects) con financiamiento federal, al estilo de los guetos de las urbes norteamericanas. Este tipo de urbanismo segregado predomina hasta hoy.
Una de las quejas más frecuentes y recurrentes de quienes tuvieron que habitar en housing projects ilustra esos remanentes culturales rurales: no se les permitía criar animales. El cacareo de gallinas, las peleas de gallos y las carreras de caballo clandestinas, los “rumbones de esquina” o –en los veranos neoyorquinos– en el Central Park, todo eso proyectaba la imagen de los puertorriqueños en las ciudades como una invasión de la barbarie –imagen que recorrió el mundo con el musical y el filme West Side Store– .
Al comenzar el programa de industrialización por invitación, los salarios en Puerto Rico eran el 27% del salario manufacturero promedio de los Estados Unidos. Eso atrajo a empresas de uso intensivo de mano de obra que, dado el desarrollo de la acumulación, eran fundamentalmente pequeñas y tradicionales; en general, fabricantes de ropa y de electrodomésticos para el mercado norteamericano.
La isla se convirtió en laboratorio de lo que más tarde sería una de las formas de organización preferidas de las multinacionales en la cuenca del Caribe y en América Central: las industrias de beneficiación o maquiladoras. Se aprovechaba un mercado de trabajo barato y condiciones favorables en términos fiscales para ocupar un nicho en la cadena productiva de las empresas extranjeras. Éstas exportaban la materia prima y la maquinaria de producción al mercado de trabajo donde se elaboraba el producto que regresaba como exportación al país de origen de su materia prima y maquinaria. En términos de clase, los trabajadores de las maquiladoras constituyen un proletariado marginal, residente en un país, pero involucrado en todo un engranaje económico de otro. En el caso puertorriqueño, ese otro país era su metrópoli colonial y el mercado de trabajo que absorbía su creciente emigración.
En la medida que estas empresas tradicionales representaban una fracción relativamente débil de la burguesía norteamericana, existían razones de peso para que el gobierno del PPD se sintiera al timón de la transformación industrial por medio de la planificación estatal. Pero, los otros pilares de su programa de industrialización por invitación engendraron un cambio en la correlación de las fuerzas sociales: la exención contributiva, el libre movimiento de los productos entre Puerto Rico y los Estados Unidos, y la posibilidad –con ciertas condiciones– de la repatriación de las ganancias. Al estabilizarse el dominio internacional norteamericano de la posguerra, proliferaron mercados de trabajo aún más ventajosos para la industria de uso intensivo de mano de obra, mientras paralelamente se elevaban los niveles de vida en Puerto Rico, de gran importancia para el capital comercial.
La composición de las empresas norteamericanas en la isla sufrió una gran transformación por dos vías: el establecimiento de poderosas cadenas comerciales de venta (ya no sólo al por mayor, sino al por menor) y, en la industria, el crecimiento en la proporción de empresas de alta composición orgánica de capital, sectores de punta, como las farmacéuticas y las de equipamiento electrónico. Hacia 1974, 110 de las llamadas Fortune 500 (las corporaciones más poderosas de los Estados Unidos) tenían subsidiarias en Puerto Rico y representaban una tercera parte del total de las empresas norteamericanas en la isla. Ante una creciente inserción del capital monopolista, el poder social de los servidores públicos comenzó a palidecer frente a los representantes locales de aquel país.
La crisis del fordismo
La estrategia de desarrollo adoptada por el PPD tuvo como modelo de acumulación al llamado fordismo –característico del capitalismo industrial de los Estados Unidos, sobre todo a partir del New Deal–: la producción intensiva sobre la línea de montaje, que conllevaba una masiva utilización de mano de obra para el consumo masivo. La creciente democratización del consumo estaba garantizada, a su vez, con salarios decorosos y la intervención del Estado benefactor. Las dos primeras décadas de la industrialización puertorriqueña parecían confirmar las expectativas: un crecimiento económico a precios constantes de alrededor del 6% del Producto Bruto Nacional (PBN) anual en la década del 50 y más del 7% en los años 60 (de las más altas tasas en el mundo); expansión en el empleo industrial del 47% entre 1950 y 1960, y del 63% entre 1960 y 1970; un incremento en los salarios de los trabajadores industriales del 124% entre 1950 y 1960, y del 89% entre 1960 y 1970; y un crecimiento en el consumo personal del 111% entre 1950 y 1960, y del 168% en la década siguiente. Este modelo de desarrollo parecía proyectarse hacia un continuo crecimiento futuro ya que corría paralelo a un crecimiento en el porcentaje del PBN que representaba la inversión en capital fijo: del 14,8% en 1950 al 29,9% en 1970.
Pero a finales de los 60, el fordismo manifestó internacionalmente signos de claro agotamiento. Sobre todo a partir de la recesión de 1973, la economía mundial fue transformándose rápidamente sobre los presupuestos de un modelo distinto. Éste fue llamado “modelo de acumulación flexible”: flexible respecto a los procesos y mercados de trabajo, de productos y patrones de consumo. En ese modelo, más importante que la producción y el consumo en masa, era la velocidad con que cada empresa podía readaptarse en esas esferas de flexibilidad y completar (comercialmente) el circuito de la realización del capital.
Además de los ritmos de intensificación en la innovación tecnológica, comercial y de organización de la producción y el consumo, de la velocidad de la comunicación y del desarrollo de sectores productivos enteramente nuevos para mantener su liderazgo económico internacional, los Estados Unidos necesitaban formas rápidas de facilitar a sus empresas los servicios financieros que sus transformaciones requerían. Sobre todo cuando perdían, ante los eurodólares, la concentración de capital líquido que el patrón oro les había provisto en la época dorada del fordismo. En 1947, las reservas de oro de los Estados Unidos representaban el 70% de las mundiales; en 1957, el 60% y hacia 1967 se habían reducido al 30%.
Durante el período de la monoproducción agraria, la economía puertorriqueña dependía de la estadounidense, aunque se diferenciaba claramente de ésta: una economía de explotación colonial. Como las empresas “invitadas” a establecerse eran sustancialmente subsidiarias estadounidenses, el modelo de industrialización integró la economía de la colonia cada vez más a la metropolitana, a tal punto que el agotamiento del patrón fordista se manifestó inmediatamente en la isla. Con la crisis de la producción en masa, entre 1973 y 1975, la economía de Puerto Rico experimentó tasas negativas de crecimiento por primera vez en cuatro décadas. Los salarios reales se redujeron un 2,6% y el ingreso personal un 1,6%. Se paralizó el crecimiento del empleo industrial (entre 1973 y 1975, de hecho se redujo, y todavía en 1995 era prácticamente equivalente a las cifras de 1973). También se revirtió la tendencia de alzas porcentuales que representaban la inversión en capital fijo del total del PBN: de 29,9% en 1970 a 27% en 1975, a 18,4% en 1980 y a 15,3% en 1985 (prácticamente el índice de principios de los años 50). El milagro puertorriqueño parecía que había llegado a su fin.
Alta tecnología y juegos contables
El Puerto Rico del ELA continuaba siendo lo que en términos constitucionales norteamericanos se denomina un “territorio no incorporado”, para el cual rigen disposiciones especiales bajo el concepto –bastante ambiguo– de ser considerado “parte de, pero no incorporado a” la nación. En 1976, el gobierno norteamericano, interesado en evitar la fuga de sus ganancias líquidas con los eurodólares, reteniendo el capital financiero para la necesaria transformación y flexibilidad de sus empresas, modificó su código de rentas internas introduciendo la sección 936 para sus territorios no incorporados. La sección concedía ventajas tributarias a las corporaciones norteamericanas que operaban en dichos territorios para que mantuvieran sus ganancias allí, por medio de la reinversión productiva o de inversiones financieras, con la posibilidad de repatriar parte de sus ganancias a su empresa matriz en los Estados Unidos.
La nueva legislación aceleró la transformación del tipo de empresas que se establecían en la isla: de pequeñas industrias de ropa y electrodomésticos a compañías multinacionales con un alto valor agregado e inversión tecnológica. Entre 1976 y 1980, el aporte de la industria al PBN de la isla creció aproximadamente de 23% a casi 37%, aumento sin precedentes en la economía internacional. Según los economistas Cao y Nazario, mientras en las economías más industrializadas del mundo, la manufactura aportaba alrededor del 20% de sus respectivos PBN, en Puerto Rico sobrepasaba el 40% desde 1990. Su alto valor agregado lo ilustran los cambios en la compensación al trabajo del total de recaudación industrial generado: del 63,5% en 1970 al 34,8% en 1980, llegando a representar apenas el 20% en los albores del siglo XXI.
Con la sección 936, Puerto Rico se mantuvo como el tercer país del mundo en el valor de las inversiones directas norteamericanas y logró escalar al primer lugar en la recaudación generada por esa inversión, sobrepasando a los países que lo habían aventajado en los años 70: Canadá, Alemania y el Reino Unido. Sólo el interés norteamericano en retener financieramente ese volumen de ganancias entre sus fronteras puede explicar el hecho de que un pequeño territorio no incorporado, con un PBN menor que el 4% del PBN del Reino Unido y que el 6% del de Canadá, pudiera generar mayores ingresos para las transnacionales norteamericanas que esos países. Además de una productividad muy real, ese enorme margen de ganancias requería también lo que respecto a las transnacionales se ha denominado creative accounting : transferir ganancias de la empresa matriz a su subsidiaria amparada por beneficios impositivos.
Al año siguiente de aprobada la sección 936, industrias farmacéuticas como G.D. Searle y Abbott declararon haber generado en Puerto Rico 150% y 71% de sus ganancias globales, respectivamente. Muchas de estas transnacionales funcionan como maquiladoras postindustriales de nuevo cuño, exportando materias primas o productos semielaborados a precios bajos a su subsidiaria en Puerto Rico desde los Estados Unidos o países europeos, e importando a su subsidiaria en la isla el producto terminado con la ganancia incorporada al precio. Ello explica, en parte, cómo en 2001, Puerto Rico importó de los Estados Unidos productos por un valor de US$ 15.586 millones –el equivalente a los US$ 15.879 importados por Brasil– y exportó al mismo país productos por un valor de US$ 41.367 millones, es decir casi el triple de lo que importó –y casi el triple también de los US$ 14.466 millones que Brasil exportó a los Estados Unidos–. Las cifras más recientes señalan que las inversiones norteamericanas en Puerto Rico generan cuatro veces más que sus inversiones en Brasil.
Una economía colonial posmoderna
En 2001, Puerto Rico exportó un total de US$ 46.900 millones en mercaderías, casi en su totalidad (99,7%) productos manufacturados y, fundamentalmente (66%), artículos farmacéuticos. Más del 88% de esas exportaciones se dirigieron al mercado norteamericano continental.
Paralelamente, la proporción del PBN que representa la inversión en capital fijo aumentó, pero nunca a los niveles precrisis de 1973, ya que para el nuevo modelo de acumulación flexible resulta fundamental la liquidez financiera. Los activos depositados en los bancos crecieron vertiginosamente en sólo un lustro: de US$ 2.862 millones en 1979 a US$ 5.553 en 1984. En la década de 1995 a 2004, los ingresos de las inversiones financieras se duplicaron. En 2004, dos sectores que sumaban menos del 15% del empleo total –la manufactura, 11,3% y las finanzas y los bienes inmuebles, 3,5%– generaron más del 60% del PBN. La industria respondió por el 43,5% y el sector financiero por el 16,6%.
Por otro lado, en 1975, un año antes de la aprobación de la sección 936, los residentes de Puerto Rico habían sido incluidos entre los posibles beneficiarios de los Cupones de Alimentos –política de bienestar social del gobierno de los Estados Unidos–. Los puertorriqueños comenzaron a recibir directamente las transferencias federales que antes habían sido canalizadas por medio del gobierno colonial o de oficinas particulares. En términos norteamericanos, más del 60% de la población de Puerto Rico se clasificaba por debajo del nivel de pobreza, frente a un aproximado 13% de la población de los Estados Unidos. En 1976, más de la mitad de los puertorriqueños (51,1%) recibieron cupones, la proporción de recaudación personal total que representaban las transferencias aumentó del 2,2% en 1970 al 15% en 1976, sobrepasando el 18% a partir de 1982. Hacia 2001, las transferencias federales encaminadas directamente a las personas sumaron US$ 8.695 millones, representando el 20% de la recaudación personal.
Los resultados de este programa y de la sección 936 acrecentaron las diferencias entre la economía insular y la de su metrópoli, revirtiendo el proceso de incorporación económica experimentado bajo la industrialización por invitación y generando una economía colonial de nuevo cuño. Ésta podría denominarse postindustrial o posmoderna, pues no se estructura –como la monoproducción de plantaciones– sobre la explotación (lo que no significa que deje de existir la extracción de plusvalía), sino sobre su papel en el circuito global de la realización del capital. La importancia del país para las transnacionales industriales en una época de acumulación flexible conllevó también el establecimiento de corporaciones transnacionales de servicios –en publicidad, contabilidad y finanzas–, muchas veces en asociación con empresas locales.
Con la retención del capital financiero por “las compañías 936”, el crecimiento de las transferencias directas y el desarrollo de este tipo sofisticado de servicios, se incrementó enormemente la rápida circulación de dinero y, al mismo tiempo, las posibilidades de consumo. Un ejemplo dramático es que en la actualidad Puerto Rico representa el segundo país en el mundo en la compra de automóviles per cápita –después de los Estados Unidos–. Es también el país que exhibe mayor nivel de consumo por índice de ingreso. Este agudo consumismo fortalece un individualismo hedonista que ha americanizado más a la isla, en términos culturales, que cualquier intento institucional en esa dirección. Para el ciudadano común, la metrópoli dejó de ser símbolo de expoliación; al contrario, representa un modelo (consumista) de bienestar y, en el terreno del posibilismo, la gallina de los huevos de oro y la fuente principal del welfare.
Emigración en masa
Con el abandono de la agricultura, los dramáticos desplazamientos socioculturales a raíz de una transformación urbana e industrial vertiginosa, y la creciente penetración institucional del Estado benefactor populista en la vida diaria de los sectores populares, los remanentes culturales de la cimarronería del escape se redirigieron, sobre todo, a Nueva York. Los inicios del ELA y de la industrialización por invitación coincidieron con uno de los desplazamientos poblacionales más impactantes del siglo XX: de 1949 a 1954 se trasladó a su metrópoli colonial aproximadamente una cuarta parte de la población de la isla y casi la mitad de las personas en edad productiva. Hacia los años 60 había tantos puertorriqueños en Nueva York como en San Juan.
A diferencia de la emigración europea a los Estados Unidos a fines del siglo XIX, este desplazamiento masivo no se encaminó a los sectores de punta de una economía en expansión. Se dirigió, sobre todo, hacia los remanentes subdesarrollados del industrialismo, como los talleres de confección de ropa, algunas cosechas irremediablemente manuales de una agricultura sumamente industrializada y, especialmente, a los servicios personales –conserjes, lavaplatos, porteros, ascensoristas, etcétera–.
Esta frágil situación estructural se combinó con la manifestación racial de su alteridad étnica (la marca corporal de su procedencia de áreas subdesarrolladas), para dificultar su incorporación a una clase obrera moderna atravesada por el optimismo fordista. Espacialmente se localizó en los centros urbanos –Nueva York, Chicago, Filadelfia, Hartford, entre otros–, en un momento en que la modernidad norteamericana se asociaba cada vez más con el suburbio que, en los años 50, creció 15 veces más que los grupos urbanos, los cuales ya comenzaban a identificarse como barrios negros dilapidados. Discriminados como “otros” en su nuevo ambiente social y excluidos del “milagro” modernizador en su país de origen, los inmigrantes puertorriqueños, y sobre todo sus descendientes, no podían compartir el optimismo de la posguerra.
Los puertorriqueños llevaban décadas entretejiendo relaciones con el mundo afronorteamericano, sobre todo en dos de las principales esferas de estrellato popular: la música y el deporte. El béisbol en los Estados Unidos estuvo racialmente segregado durante toda la primera mitad del siglo XX. Los astros de las Ligas negras llegaron a ser héroes populares en Puerto Rico jugando en el béisbol “invernal” y era en las Ligas negras donde las estrellas puertorriqueñas se empleaban en verano. Los puertorriqueños –considerados en los Estados Unidos como una “raza” diferenciada entre las non white, incluso en documentos oficiales– desarrollaron mayores relaciones y afinidades con los afronorteamericanos (no exentas de tensiones y conflictos) que cualquier otro grupo de inmigrantes en toda la historia previa del melting pot. Ello se manifestó en los movimientos sociales, en la política y en las expresiones artísticas principales de la neocimarronería boricua.
La neocimarronería de la “guagua aérea”
Durante los años 50, en el étnicamente segregado urbanismo norteamericano proliferaron las gangas juveniles que delimitaban guetos protegidos. Semejantes a los Black Panthers, los Young Lords, la más notoria de las pandillas puertorriqueñas, desarrollaron una conciencia política y un tipo de bandolerismo social. Negros y puertorriqueños participaron juntos (con la izquierda norteamericana) en el Movimiento Pro Derechos Civiles (Civil Rights-Movement), y muchos de sus activistas terminaron en el ala más progresista del Partido Demócrata. El siglo XXI comenzó con tres representantes puertorriqueños en el Congreso de los Estados Unidos (dos electos por Nueva York y uno por Chicago). Éstos, como la mayoría de los congresistas demócratas negros y al contrario del representante (sin voto) oficial del ELA, asumieron posiciones de avanzada en el espectro político norteamericano. Por ejemplo, se opusieron a la invasión de Iraq y uno de ellos fue uno de los principales portavoces para que se levantara el embargo a Cuba.
En los años 70, las comunidades puertorriqueñas se embarcaron –como las afronorteamericanas– en una lucha contra las bases ideológicas discriminatorias a través de redefiniciones del canon y programas llamados de afirmative action en la Academia. Su carácter cimarrón se manifestó en el establecimiento de programas académicos separados: sin alterar significativamente sus currículos, muchas universidades establecieron programas de estudios afroamericanos y puertorriqueños.
Hacia mediados de los años 60, los nuyoricans (puertorriqueños de Nueva York) lideraron –en continuo diálogo con el jazz afronorteamericano– la emergencia y el desarrollo de una de las más importantes expresiones musicales del mundo contemporáneo: la salsa, con música y letras de clara crítica social. En los años 80 protagonizaron, junto a los afronorteamericanos, la emergencia de otro de los principales movimientos artísticos juveniles populares del mundo contemporáneo, el hip-hop, con sus vertientes del rap (poesía musicalizada e improvisada), el grafiti (murales) y el break-dance. Al mismo tiempo emergió una vibrante literatura, reunida principalmente en el Nuyorican Poets Cafe, caracterizada por el elemento performático y la oralidad, al estilo del dub poetry jamaiquino.
Las expresiones y experiencias de la emigración marcaron definitivamente la cultura puertorriqueña contemporánea. El proceso se vio facilitado por la posibilidad de moverse sin restricciones jurídicas entre la isla y los Estados Unidos (y, de hecho, por muchas décadas existió un amplio movimiento entre los barrios populares de Puerto Rico y las comunidades de la diáspora). Así, en la actualidad es rara la familia que no tiene algún miembro emigrante, pues una gran parte de la población local experimentó en cierto momento la vida en los núcleos de la emigración. Pero esas marcas culturales todavía son fundamentalmente manifestaciones de lo que el escritor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez denominó sociedad la “guagua aérea”, no sólo constituida en el nomadismo, en términos históricos, sino contemporáneamente reconstituida por las nuevas modalidades de éste.
Relacionados con las luchas de los nuyoricans por el establecimiento de programas académicos de estudios puertorriqueños, en los años 70 emergieron en la isla movimientos intelectuales que intentaron redefinir el significado de la nación y las jerarquías del canon: nuevas ciencias sociales vinculadas a los debates latinoamericanos de la dependencia, nueva historiografía de “los sin historia”, y nuevas formas expresivas en las artes.
Hay mucho que investigar, pues el Caribe exhibe la peculiaridad de regiones que son simultáneamente exportadoras e importadoras de mano de obra. Poco después del inicio de la gran diáspora puertorriqueña, la isla recibió millares de exiliados cubanos e inmigrantes dominicanos, cuyas repercusiones en la cultura y en la vida económica y social aún no han sido estudiadas en toda su dimensión.
Consumo de drogas y narcotráfico
El elemento más problemático de la neocimarronería es el escape en el abuso de drogas y el camuflaje de una economía del narcotráfico al margen del Estado. De la población mayor de 14 años, 9% de los varones y 3,4% de las mujeres expresaron –en una encuesta oficial de 2002– ya haber consumido alguna droga ilegal. En el pequeño territorio de la isla se calculan 1.500 “puntos” de transacciones, es decir de compras para el consumo interno. Ellos generan un ingreso tal vez mayor que la suma del producido por la agricultura y la construcción, sectores que representan el 10% del empleo oficial. No están incluidas las transacciones en Puerto Rico como puente hacia el mercado norteamericano, extraoficialmente estimadas en un 80% del narcotráfico en el país. Si estos cálculos fueran correctos, podríamos estar ante una economía “informal” delictiva que genera ingresos superiores a todo el comercio legal, a los servicios y al gobierno, superada sólo por la industria y las finanzas en su aporte al PBN. Por la naturaleza de esta actividad, todas estas cifras están sujetas a un amplio margen de error, pero diversas aproximaciones etnográficas confirman su magnitud. En la actualidad, el narcotráfico atraviesa en Puerto Rico toda la fibra social.
Ello ha representado cambios notables en patrones culturales y en la sociabilidad, sobre todo en las relaciones entre géneros, clases y generaciones. Los patrones de autoridad en sectores residenciales hegemonizados por la economía del “punto” reforzaron un machismo que ya se encontraba en declive y quebraron tradicionales jerarquías sociales y por edad. Entre las jóvenes se evidenciaron dos tendencias contrapuestas. Por un lado, la temprana maternidad como forma de fortalecer relaciones con varones de poder (70 adolescentes embarazadas por cada mil, en contraste con una o dos en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico –OCDE–). Por otro, la preparación académica –las mujeres representan casi el 75% del cuerpo estudiantil universitario–, en parte, como forma de romper el círculo de poder a través de la cimarronería, del escape (o movilidad) hacia mejores áreas residenciales. Los jóvenes varones experimentan una fuerte tensión entre patrones de valor encontrados. El abuso de drogas masculino triplica el femenino y el 99% de los confinados son hombres. En 2004, el suicidio fue la tercera causa de muerte violenta de varones entre 15 y 34 años. En esas edades, el 91% de los suicidios fueron de hombres.
Los recursos generados por el narcotráfico, que circulan al margen de las estadísticas oficiales, estimularon otras formas (no directamente delictivas) de economía informal. Entre 1980 y 2002, mientras el empleo formal aumentaba a una tasa del 2,1% anual, el informal crecía 3,3%. Los últimos años registraron un índice de crecimiento mayor: 6,3% anual a partir de 1994. Aun así, el porcentaje del PBN que la economía informal no delictiva representa en Puerto Rico es relativamente bajo: se calcula en torno al 23%, cifra equivalente a España y Portugal, y menor que la de Italia y Grecia. Entre los países de la OCDE, la cifra de Puerto Rico es inferior a todos los países latinoamericanos, pero mucho mayor que los 8,9% de los Estados Unidos –la economía a la cual la isla pertenece en términos aduaneros–.
Puerto Rico vive hoy, como toda América Latina, enormes y múltiples problemas sociales. Sin embargo, en todas las encuestas desde 1980, la población considera a la criminalidad su principal problema. Respondiendo a estas encuestas los políticos inmediatistas han convertido a esta isla cimarrona –de fuerte tradición antimilitar– en uno de los países con mayor número de policías per cápita, superado en todo el mundo sólo por Rusia y Venezuela.
La política del estatus
Los actuales desafíos políticos de esa sociedad marcada por la emigración en masa y por el crecimiento del narcotráfico comenzaron a configurarse a comienzos del ELA. En esa ocasión, el populismo alcanzó su más contundente triunfo electoral, con el 65% de los votos. La victoria de esa corriente fue todavía mayor, si se considera que el segundo partido en aquellas elecciones –19% de los votos en 1952– surgió, prácticamente, como una disidencia del PPD que se oponía a abandonar el proyecto de autonomía plena. El Partido Independentista (PIP) estaba liderado por una pequeña burguesía de profesionales jacobinos y comerciantes, y por un sector considerable de la conducción sindical. Sin embargo, en la medida que los reclamos obreros fueron canalizándose en la gubernamental Junta de Salarios Mínimos, se tornó muy difícil la participación política abierta de los líderes sindicales, cuyo retraimiento acarreó el declive del PIP. También contribuyó a ello el progresivo achicamiento del pequeño comercio independiente ante las cadenas comerciales norteamericanas.
La tercera fuerza electoral en 1952, con el 13% de los votos, fue el Partido Estadista Republicano, aliado al Partido Republicano de los Estados Unidos. Proponía la anexión de Puerto Rico a ese país como el 51.˚ estado. Entonces, su liderazgo máximo se identificaba con algunas de las familias más ricas de la isla, todavía asociadas a la industria azucarera. Con la transformación industrial y el crecimiento urbano emergieron nuevos sectores sociales identificados ideológicamente con la modernidad democrática que los Estados Unidos habían venido nuevamente a representar en su fordismo de posguerra. El anexionismo fue creciendo. Tras una transformación partidaria, cuando asumió el significativo nombre de Partido Nuevo Progresista (PNP) –desafiliándose de los republicanos norteamericanos y de su pasado liderazgo agrario–, el anexionismo alcanzó a tener a partir de los años 70 una fuerza electoral equivalente a la del PPD.
En los últimos 50 años, la política en Puerto Rico se ha caracterizado por un sistema partidario definido por opciones relativas a lo que en el país se denomina el estatus, es decir, la relación con los Estados Unidos y, durante los últimos 35 años, por una alternancia bipartidista entre el PPD (pro ELA) y el PNP (pro estadualidad). La votación para ambos fluctúa entre el 45% y el 51%, con un distante tercer lugar para el PIP, con votaciones entre el 3 y el 5,7%. En términos generales –en una comparación internacional–, las posturas partidistas podrían definirse así: el PNP pretende presentarse como una derecha moderna equivalente al Partido Popular (PP) español; el PPD como partido de centroderecha parecido al Partido Demócrata en los Estados Unidos; y el PIP como partido socialdemócrata de centroizquierda, similar al Partido Socialista Español (PSOE). Pero, al definirse en términos de la política del estatus, sus ideologías se trastocan con numerosas contradicciones.
Readaptaciones de la democracia liberal
Últimamente se han ido dando importantes procesos que marcan el posible desarrollo futuro de la política puertorriqueña y su democracia liberal. Como parte de los intentos populistas de minimizar la posible influencia electoral de los grandes intereses económicos, el ELA incorporó una ley para que el Estado financie en forma equitativa a los partidos. Esa medida, originalmente democrática y progresista, se tergiversó de tal forma que se ha convertido en un importante escollo para la ampliación de la democracia. En las elecciones de 2004, el Estado sufragó más de US$ 9 millones para el PNP y lo mismo para el PPD, y más de US$ 6 millones para el PIP, sin poder evitar grandes contribuciones privadas adicionales a los primeros dos. Los partidos se han convertido en enormes maquinarias que dificultan tanto las disidencias internas, como la posibilidad de que emerjan nuevos contendientes electorales. Se ha ido desarrollando una especie de clase política dispuesta a pactar componendas para ampliar su poder social y garantizar su permanencia frente a cualquier intento de la sociedad civil que pueda representar una amenaza a sus privilegios.
Sumándose al individualismo consumista y a la cultura de la economía delictiva, esas millonarias maquinarias han ido generando elementos de corrupción gubernamental de una magnitud nunca antes vista en el país, lo que ha minado la confianza ciudadana en su democracia liberal. Las más recientes encuestas de opinión señalan a los políticos como las personas menos confiables.
El puertorriqueño común se encuentra ante la confusa situación de que el sistema judicial federal (es decir, directamente de la metrópoli colonial) se ha visto obligado a llevar a la corte, y eventualmente a la cárcel, a altos funcionarios públicos del PNP, el más pronorteamericano de los partidos. Éste, a su vez, esgrime argumentos de represión y persecución identificados décadas antes –con razón– con la prédica anticolonial independentista. Además, cuesta entender que el PNP –el más neoliberal– haya aumentado el empleo público con su política de privatizaciones. La lucha electoral por el control del aparato gubernamental se convirtió en una batalla que para muchos militantes representa la posibilidad de empleo o de beneficios de todo tipo, y esto mina la anterior confianza ciudadana en la administración pública.
En las elecciones de 2004, el PNP logró mayoría en el Parlamento y ganó la mayor parte de las administraciones municipales. Sin embargo, su candidato a gobernador (quien había presidido el corrupto gobierno de 1996-2000) fue derrotado por el escaso margen de 0,5%. La preocupación de muchos electores (tanto de los demás partidos y del propio PNP, como de diversos sectores de la sociedad civil) por la amenaza que dicho candidato representaba para la convivencia democrática determinó ese inédito voto cruzado. También por primera vez en la historia electoral moderna del país, el candidato derrotado y la mayoría de su partido no quisieron aceptar como válidos los resultados electorales. Éstos tuvieron que ser avalados –realizado el recuento de votos que exige la ley– por la rama judicial, tanto a nivel nacional puertorriqueño como a nivel federal. Los derrotados se dedicaron a intentar desestabilizar el gobierno central electo recurriendo a prácticas que se acercan peligrosamente al fascismo. Luego de más de cien años de un ininterrumpido desarrollo democrático electoral, se manifestaron fisuras que amenazaron una tradición liberal que parecía consolidada.
Movilización por Vieques
Paralelamente al crecimiento de la intolerancia y el autoritarismo en uno de los partidos que representaba casi la mitad del electorado, Puerto Rico experimentó también procesos que apuntan hacia una profundización de su cultura democrática. Las elecciones de 2004 se caracterizaron por una proliferación de nuevos movimientos políticos, sobre todo en los municipios o distritos representativos. Ante el poderío económico de las maquinarias partidarias tradicionales, ninguno de esos movimientos estuvo cerca de alcanzar un triunfo electoral, pero su presencia evidenció claramente fisuras en el monopolio tripartidista; así como lo evidenció el voto cruzado o mixto al candidato del PPD al gobierno. Entre los nuevos movimientos merece señalarse la Alternativa Ciudadana que, compitiendo en sólo uno de los 40 distritos representativos, logró mayor apoyo de destacadas figuras públicas –en tan diversos campos como las artes plásticas y la farándula, líderes cívicos, comunales, educativos, sindicales, de gremios profesionales y de la cultura popular– que los tres partidos nacionales juntos.
Un fenómeno que ha dado fuerzas y esperanzas a movimientos como la Alternativa Ciudadana y a una creciente cultura de participación política desde la sociedad civil, desvinculada de los agrupamientos políticos tradicionales, ha sido la lucha por la paz en la isla-municipio de Vieques. Desde hace medio siglo, dos terceras partes de la isla estaban ocupadas por la Marina de Guerra de los Estados Unidos, que utilizaba este territorio para el entrenamiento de reclutas y para pruebas militares. En la última década, se recrudeció la militancia comunal y ciudadana contra la presencia de la Marina y se quebraron las tradicionales divisiones partidarias bajo un frente común. Surgió además en el resto del país un movimiento denominado “Todo Puerto Rico con Vieques”. Liderado por pacifistas de izquierda, el movimiento logró aglutinar a los más diversos sectores religiosos y políticos –entre ellos, los representantes puertorriqueños en el Congreso de los Estados Unidos– en apoyo a la desmilitarización de la pequeña isla. Diversos actos de resistencia pacífica y desobediencia civil alcanzaron un amplio reconocimiento mundial. Finalmente, en 2003 se logró que la Marina norteamericana cerrara su base militar y saliera de la isla-municipio. Esta victoria ciudadana y comunal frente a una de las instituciones más poderosas del mundo fortaleció enormemente la autoestima de los puertorriqueños y las posibilidades del pacífico activismo ciudadano basado en los consensos y en el respeto a la heterogeneidad.
Encrucijadas
Durante la Guerra Fría entre bloques antagónicos de naciones, edificados sobre ideologías político-económicas contrapuestas, parecía claro que Cuba representaba el ala izquierda y Puerto Rico el ala derecha de la paloma latinoamericana en su dificultoso vuelo desde la dependencia hacia la libertad como decían los versos: “Cuba y Puerto Rico son/de un pájaro las dos alas…” Ese texto, que contempla las transformaciones experimentadas por Puerto Rico, trató de mostrar que –mucho antes de la Guerra Fría y de la Revolución Cubana, todavía en el período colonial– diferencias en la conformación y la continua reconstitución de culturas hermanas en las dos islas fueron enraizando, en cada una, diferenciados tipos de interrelaciones y modos de proceder. Cuba privilegió modos en que la ejemplaridad se asoció a la lucha frontal (la supuesta virilidad del enfrentamiento); Puerto Rico, por su parte, enfatizó otros modelos reunidos en torno del posibilismo de la lucha oblicua, cimarrona, camuflada (pero identificados con la supuesta femineidad del cultivo de la domesticación).
Desde el comienzo de la colonización, el Caribe fue una región de encuentro y enfrentamiento de imperios, con sucesivas confrontaciones que marcaron lo cotidiano de los habitantes. En esas condiciones, el pueblo tuvo que aprender a mirar, escuchar, aspirar y sentir el carácter múltiple de las encrucijadas. A los puertorriqueños les tocó vivir, según la frase de Martí, “en las entrañas del monstruo”. Y, como la híbrida culinaria cimarrona, aprendimos que de esas entrañas puede cocinarse mondongo: sabroso y reconstituyente. Distinta es la tripa amarga de la desfachatez hipócrita de la política norteamericana actual (y de numerosas instancias previas). Ella difiere del cálido sabor puertorriqueño, y también de las roncas “payasadas” de Louis Armstrong, de los desafíos femeninos de Isadora Duncan o Madonna, de las habilidosas contorsiones corporales y la pícara sonrisa amplia del que “se las sabe todas” de Michael Jordan, o de las prédicas “arcoiris” del reverendo Jesse Jackson. Con esa otra cara de los Estados Unidos, la cara de su profunda raigambre democrática, aun en sus contradicciones (incluido su individualismo consumista), la cultura popular puertorriqueña ha evidenciado sentirse definitivamente identificada más que ningún otro país del continente.
En el momento exacto en que la Revolución Cubana aparecía como modelo alternativo para el Caribe y América Latina, las ciencias sociales desarrollistas de los años 50 y 60 –estudiando la transformación industrial puertorriqueña– utilizaron por primera vez con connotaciones positivas el problemático concepto biológico de la hibridación. El desarrollo de las ciencias agrarias enfrentaba la problemática entre lo positivo del vigor híbrido y lo limitante de la infertilidad resultante. El híbrido era incapaz de autorreproducirse; sólo continuarían existiendo vigores híbridos en un ininterrumpido proceso de hibridación.
Para diversos estudiosos, Puerto Rico se insertaba en lo que el economista W. W. Rostow por ese entonces denominaba “el crucial momento de despegue” del subdesarrollo por su vigor híbrido, engendrado en lo que los apologistas de su modelo de industrialización por invitación llamaban “lo mejor de dos mundos”. No obstante, el más lúcido de los críticos de las concepciones sobre la vitalidad del lo híbrido, Richard Morse, treinta años después intituló el capítulo sobre Puerto Rico de su importante libro sobre cultura e ideología en las Américas, “Puerto Rico: eternal crossroads” (Morse, 1989). ¿Habría perpetuado Puerto Rico los procesos de hibridación en su propia dinámica identitaria? ¿Residiría su ejemplaridad en las lecciones de indefinición y de su perenne apertura a la incorporación diversa –cordial, generosa, tolerante– en su ininterrumpida sucesión de encrucijadas?
El arte de “bregar”
Tal vez la respuesta se pueda buscar en la secular y disimulada sabiduría cimarrona. Con camufladas connotaciones eróticas, en Puerto Rico se dice “bregar” al lidiar oblicuo, entre varias otras connotaciones relacionadas. Como bien ha señalado desde Nueva Jersey el más destacado crítico cultural puertorriqueño contemporáneo, Arcadio Díaz Quiñones, “bregar” no es un proceder automático, sino un arte relacional, cuyos principios centrales consisten en distinguir las circunstancias en las cuales “se brega”, de aquellas en las que “no se brega”. El arte de bregar –que Puerto Rico ha ido desarrollando desde su cimarronería– implica balancearse –eternamente– en una cuerda floja.
¿Qué le depara a Puerto Rico, a este país escindido entre tendencias fascistoides y procesos de profundización democrática, entre el individualismo consumista y la generosidad inclusiva comunitaria? ¿Es viable el proyecto de combinar su proamericanismo y su latinoamericanidad? ¿Cuál es el futuro de una sociedad que tiene una de las mayores economías (formales e ilícitas) del continente en tan pequeño territorio; una sociedad, además, territorialmente dividida, con casi la mitad de su población en la diáspora? Es muy difícil saberlo; como difícil es saber qué le depara a la otra ala contrapuesta y hermana del pájaro latinoamericano.
Pero en un mundo dominado por el capitalismo de la acumulación flexible, un mundo en tensiones entre el particularismo y la globalización, un mundo que aprende a golpes (migratorios, sobre todo) la realidad de la heterogeneidad, un mundo de incertidumbres donde, como decía Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”, la simbología cimarrona de los Santos Reyes Magos –heterogéneos y nómadas– se fortalece día a día en Puerto Rico. El respetado World Values Survey de Estocolmo señala a esta isla caribeña como el país donde la felicidad se encuentra más generalizada. Se trata de un bien valioso en un mundo de crecientes fundamentalismos, decididos a paralizar la historia por la fuerza. En un capitalismo voraz basado en la velocidad de su realización comercial, el aguinaldo de los Santos Reyes es magia, alegría y promesa, porque su santidad es sólo plural y sólo ofrendas, y la cimarronería, simultáneamente, herencia y utopía. En su esperanza de adorar al Niño –es decir, a la felicidad del futuro–, Puerto Rico apuesta a su antiguo (y constantemente reconstituido) cimarrón arte de bregar.
Que ¿de dónde vengo, y pa’ dónde voy?
soneaba su incertidumbre, evocando a Puerto Rico desde Nueva York, el cantante Héctor Lavoe, en su salsa “Paraíso de la dulzura”. Frente a la certeza
Vengo de la tierra de la dulzura, las encrucijadas, Que ¿pa’ dónde voy?... Voy a repartir ricura; Sin saber por dónde, la sabrosura rica y sandunguera que Puerto Rico puede dar. Con la presencia futura del pasado: Lo le lo lai, lo le lo lai, lo le lo lai.
Datos Estadísticos
Indicadores demográficos de Puerto Rico
1950 |
1960 |
1970 |
1980 |
1990 |
2000 |
2010 |
2020* |
|
Población |
2.218 |
2.356 |
2.710 |
3.188 |
3.518 |
3.797 |
3.710 |
3.679 |
• Sexo masculino (%) |
50,23 |
49,43 |
49,00 |
48,68 |
48,43 |
48,13 |
48,05 |
... |
• Sexo femenino (%) |
49,77 |
50,57 |
51,00 |
51,32 |
51,57 |
51,87 |
51,95 |
... |
Densidad demográfica |
250 |
265 |
305 |
359 |
396 |
428 |
418 |
... |
Tasa bruta de natalidad |
37,36 |
32,26 |
24,96 |
20,51 |
17,45 |
13,80 |
12,1* |
11,0 |
Tasa de crecimiento |
0,26 |
1,80 |
1,58 |
1,11 |
0,95 |
-0,19 |
-0,16 |
0,08 |
Expectativa de vida |
63,53 |
69,12 |
72,36 |
73,92 |
73,84 |
76,78 |
78,8* |
80,4 |
Población entre |
43,21 |
42,63 |
36,52 |
31,56 |
27,17 |
23,56 |
20,47 |
17,8 |
Población con |
3,88 |
5,22 |
6,51 |
7,90 |
9,73 |
11,32 |
13,00 |
15,9 |
Población urbana (%)¹ |
40,59 |
44,55 |
58,33 |
67,84 |
92,94 |
93,83 |
98,83 |
93,49 |
Población rural (%)¹ |
59,41 |
55,45 |
41,67 |
32,17 |
7,06 |
5,61 |
6,17 |
6,51 |
Participación en la población |
1,32 |
1,07 |
0,94 |
0,88 |
0,79 |
0,72 |
0,62 |
0,56 |
Participación en la población |
0,088 |
0,078 |
0,073 |
0,072 |
0,066 |
0,062 |
0,054 |
0,048 |
Fuente: ONU: World Population Prospects: The 2012 Revision Database
¹ Datos sobre la población urbana y rural tomados de ONU: World Urbanization Prospects, the 2014 Revision
* Proyecciones. | ** Estimaciones por quinquenios. | *** Incluye el Caribe.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos indicada.
Indicadores socioeconómicos de Puerto Rico
1960 |
1970 |
1980 |
1990 |
2000 |
2010 |
2015 |
|
PBI (en millones de US$ |
11.141,0 |
23.367,2 |
39.215,5 |
52.345,8 |
72.478,9 |
75.077,5 |
... |
PBI per cápita |
4.724,8 |
8.597,2 |
12.231,9 |
14.799,5 |
19.020,3 |
20.173,9 |
... |
Participación en el PBI |
0,000002 |
0,000003 |
0,000002 |
0,000003 |
0,000003 |
0,000002 |
... |
Población |
... |
... |
... |
1.151.519 |
1.354.447 |
1.299.338 |
... |
• PEA del sexo |
... |
... |
... |
64,18 |
60,49 |
57,69 |
... |
• PEA del sexo |
... |
... |
... |
35,82 |
39,51 |
42,31 |
... |
Matrículas en el |
… |
... |
… |
… |
… |
299.746 |
... |
Matrículas en el |
… |
... |
… |
… |
… |
290.991 |
... |
Matrículas en el |
… |
... |
129.708 |
… |
… |
249.372 |
... |
Profesores |
… |
... |
… |
… |
… |
68.059 |
|
Fuentes:
Banco Mundial databank, Indicadores do Desenvolvimento Mundial.
¹ UNESCO Institute for Statistics (acceso en enero/2016).
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en las bases de datos indicadas.
Mapa
Bibliografía
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