José Luis González tuvo un papel fundamental en las letras latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX, especialmente en la relación entre las ciencias sociales y la literatura. Contrariamente a los principales protagonistas del mundo literario latinoamericano, que se distinguieron sobre todo en la novela o en la poesía, él se destacó como cuentista, ensayista y traductor.
Nació en Santo Domingo, de padre puertorriqueño y madre dominicana, provenientes de los sectores medios de mulatos claros y cultos. Su familia se estableció en Puerto Rico cuando él tenía cuatro años, razón por la cual cursó allí sus estudios, hasta completar el bachillerato en ciencias políticas en la universidad del Estado. Se inició como cuentista naturalista a los diecisiete años, cuando militaba en el Partido Comunista. Los temas de sus primeros libros –En la sombra (1943), Cinco cuentos de sangre (1945)– se circunscribían al mundo rural, aún predominante en el país: un ruralismo que llevaba años en proceso de fractura, pero que aún no había iniciado su transformación urbana y manufacturera. Son cuentos que ahondan en las contradicciones de los valores conflictivos de ese ruralismo en desintegración. En 1948, justamente cuando se iniciaba la transformación industrial del país, González publicó El hombre en la calle, libro por el cual fue considerado uno de los precursores de la literatura urbana en el Caribe. Los personajes principales de esos cuentos no eran los del proletariado clásico, sino figuras del populacho “plebeyo” de la industrialización dependiente. Dicha visión se vería confirmada, veinte años más tarde, por la mejor tradición sociológica latinoamericana, para la cual la migración, la marginalidad y la informalidad no constituían la base de un lumpen, sino fenómenos característicos de la clase trabajadora urbana, bajo las condiciones del desarrollo capitalista desigual en la periferia del sistema.
Característico del mundo popular del capitalismo dependiente, el nomadismo, presente en sus libros anteriores, se volvió más dramático en El hombre en la calle, que comenzó a difundirse con las primeras grandes olas migratorias puertorriqueñas a Nueva York. En ese libro apareció su cuento más célebre y alabado:La carta. El fenómeno migratorio y la condición inestable de la informalidad, junto a importantes referencias “étnico-raciales”, constituyen los temas centrales de su segundo cuento más difundido y celebrado: “En el fondo del caño hay un negrito”, que apareció en su libro de cuentos En este lado (1954). Es muy significativo que su tercer cuento más leído y popular –“La noche que volvimos a ser gente”, en Mambrú se fue a la guerra (y otros relatos), de 1972– se sitúe también en el contexto de la emigración puertorriqueña a Nueva York. Éste sí trata de un operario fabril; pero aquí rescata su humanidad, no en el ámbito de su mundo de trabajo, sino en la vivencia comunitaria con la vecindad.
Fue precisamente a Nueva York adonde González se mudó a fines de los años 40, con la intención de continuar su maestría en la New School of Social Research; el mismo interés lo llevó poco más tarde a vivir en Praga –como periodista comunista–, ciudad en donde se casó. Allí conoció de cerca las deformaciones burocráticas del socialismo estalinista. Con respecto a esa experiencia, también sufrió la represión macartista que imposibilitó su regreso a Puerto Rico. Se estableció, entonces, con su esposa checa, en México, donde nació su único hijo. Trabajó como traductor para las editoriales más prestigiosas de las ciencias sociales en la América Latina de entonces: ERA y Fondo de Cultura Económica. En los años 60 hizo accesible al lector hispano las más contundentes y eruditas críticas al estalinismo –según la perspectiva del socialismo democrático de izquierda–, las obras de Isaac Deutscher: su monumental trilogía sobre Trotsky, la Biografía política de Stalin y los libros La revolución inconclusa, 50 años de historia soviética y El marxismo de nuestro tiempo. Además de ello, tuvo como función en ERA la revisión de la traducción de los Cuadernos de la cárcel, de Gramsci, cuyo redescubrimiento a fines de los años 60 fue fundamental para la conformación internacional de la “nueva izquierda”.
González retornó figuradamente al suburbio de San Juan y a la inmigración puertorriqueña de Nueva York a través de la traducción del libro del antropólogo Oscar Lewis, La vida (1965). Muchos puertorriqueños que ya asumían al país como “moderno” y “desarrollado” se escandalizaron con la posibilidad de que los valores y las prácticas de una familia suburbana marginal de prostitutas fueran identificados con su país y su cultura. Sin embargo, esa cultura manifestaba una intensa vitalidad contradictoria, una (como lo señaló González para otro contexto) “plebeyez arriesgada y patética, insumisa y compasiva, desconfiada y solidaria”, una cultura popular rica y compleja. Por la familiaridad previa de González con ese mundo y sus formas expresivas, La vida es de esos pocos libros cuya traducción se lee mejor que el original.
Paralelamente a su trabajo como traductor, González finalizó en México su doctorado en sociología de la literatura. Se volvió un pionero latinoamericano en ese campo con los libros Poesía negra de América y Literatura y sociedad en Puerto Rico (ambos de 1973) y el ensayo Literatura e identidad nacional, incluido en el libro organizado por A. G. Quintero Rivera, Puerto Rico; identidad nacional y clases sociales (1979). Ocupó hasta su muerte la cátedra de Sociología de la Literatura en la Universidad Autónoma de México (UNAM). En los años 70 publicó varias antologías de cuentos –La galería (1972), En Nueva York y otras desgracias (1973) y Cuento de cuentos y once más (1973)–, que lo transformaron en uno de los escritores más destacados del género en América Latina.
En 1980 publicó El país de cuatro pisos y otros ensayos, su libro de mayor difusión en Puerto Rico. No era un libro de ficción, sino de ensayos de interpretación histórica y sociocultural. Además de la pertinencia de los temas abordados –tales como la compleja interrelación entre la cultura popular y la cultura de las clases dominantes en la constante reformulación de la cultura nacional; el carácter fundamental de la herencia afrocaribeña en la identidad puertorriqueña; sus repercusiones en las reflexiones y en los debates en torno al idioma; la importancia de la relación entre las identidades “étnico-raciales” y las clases sociales para el análisis cultural del Caribe; la necesidad imprescindible de tomar en consideración la migración y el exilio en los análisis de las culturas contemporáneas; y la importancia de la democracia para cualquier intento de reformulación de un proyecto político transformador–, su impacto se debió también a su propuesta, que prenunciaba una manera distinta de hacer política como intelectual, como figura pública crítica e independiente, sin un interés proselitista. La fuerza de sus argumentos estuvo, pues, indisolublemente vinculada a la integridad y a la complejidad de su vida pública como intelectual comprometido, interesado y dispuesto a cuestionar todo.
El impacto de El país de cuatro pisos se debió también a la perspectiva que intentó forjar, que combinaba el socialismo (el análisis basado en los antagonismos entre las clases sociales) con lo mestizo, caribeño y popular, propuesta híbrida que radicaba en la importancia analítica del concepto de plebeyez para el estudio clasista de la historia, del arte y de la cultura en el Caribe. Ante las poco ortodoxas sociedades coloniales dependientes del Caribe, era necesario adecuar los conceptos a la realidad, y no lo contrario.
La publicación de El país de cuatro pisos fue acompañada por dos (cortas) novelas históricas que complementaban literariamente los argumentos del ensayo: Balada de otro tiempo (1978) y La llegada (1980). Según argumentó en su correspondencia epistolar:
lo que debe hacer la literatura social e históricamente consciente, como ha de ser la literatura producida por un marxista, es percibir el futuro a partir de la comprensión crítica del presente […] Lo fácil, evidentemente, es decirlo; lo difícil, y valioso, es extraer artísticamente esa verdad de esa masa confusa y contradictoria de hechos, tendencias y acontecimientos que es la realidad.
Siguió, pues, enriqueciendo los argumentos de sus ensayos con su obra literaria: los cuentos compilados en Las caricias del tigre (1984) relatan sus experiencias con el estalinismo, y La luna no era de queso (1988), sus estupendas memorias de infancia. Murió en 1996, en México, pero fue enterrado en el pueblo natal de su padre, en Puerto Rico.