Desde los tiempos de la colonización, e incluso luego de transformarse en Estado soberano y separarse de Portugal en 1822, Brasil siempre tuvo su atención puesta, prioritariamente, en los países de la cuenca del Plata, o sea, en la Argentina, Uruguay y Paraguay. El concepto de América Latina virtualmente no existía, tan sólo el de América del Sur. Las relaciones internacionales de los países de América del Sur con México y los países de Centroamérica eran escasas. La mayor densidad se daba entre los propios países de la cuenca del Plata, con la participación, sobre todo, de Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos. La idea de una integración económica de Brasil con la Argentina se puede decir que surgió no en el siglo XX, sino a mediados del siglo XIX. En 1860, el industrial brasileño Irineu Evangelista de Sousa, vizconde de Mauá, comprendió precozmente que “la base económica, como ensayo, para afirmar, en un futuro no muy distante, las relaciones entre Brasil y el Estado Oriental (Uruguay), debería extender esa influencia al otro lado del río de la Plata”, y escribió al ministro Plenipotenciario de Uruguay, Andrés Lamas, informándole que pretendía instalar un banco brasileño en la Confederación Argentina de modo de
preparar el terreno para que una base económica –o los intereses de los pueblos del Río de la Plata con Brasil– entrara como principal elemento de la política de los gobiernos y entre pueblos vecinos, llamados a estrechar y desarrollar las relaciones entre sí, así como de buena vecindad con los comerciantes, industriales y financistas de lo cual se podían hacer recíprocos y ventajosos intercambios.
Desde el siglo XIX, cuando se hallaba bajo un régimen monárquico, Brasil siempre consideró que los países latinos de América del Norte estaban dentro de la zona de influencia de los Estados Unidos y nunca aspiró a tener ningún tipo de injerencia sobre ellos. Y, del mismo modo que la “secular rivalidad” con la Argentina, la “tradicional amistad” de Brasil con los Estados Unidos constituye, en gran medida, un estereotipo ideológico, manipulado, la más de las veces, con el objetivo de influenciar en su política exterior y pautar, de acuerdo a determinados intereses, las relaciones internacionales dentro del hemisferio. En realidad, las relaciones entre Brasil y los Estados Unidos nunca fueron tan amistosas, ni las relaciones con la Argentina tan ásperas, como se supondría. El gobierno brasileño, en el transcurso del siglo XIX, suspendió tres veces (1827, 1847 y 1869) las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, a pesar de que desde 1848 ya destinaba al mercado estadounidense la mayor parte de sus exportaciones, principalmente el café. Las relaciones entre los dos países sólo mejoraron a partir de 1870 y se acentuaron en ocasión del alineamiento con los Estados Unidos, durante la primera mitad del siglo XX, cuando pasaron a reflejar una situación de complementariedad económica, en la cual Brasil dependía en alrededor del 60 al 70% de las exportaciones de café y éstas dependían, en igual proporción, del mercado americano. No obstante, luego de la guerra por la provincia Cisplatina (Uruguay), Brasil se alió al general Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos, contra el dominio de Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires (1851-1852), favoreció la reintegración de la provincia de Buenos Aires a la Confederación Argentina (1859), de la cual se había separado en 1853, y se alió a la Argentina en la guerra de la Triple Alianza contra Paraguay (1864-1870).
La guerra de la Triple Alianza
Aunque en aquel momento no tuviera un núcleo importante de industrialización, América del Sur, como parte integrante de la economía mundial de mercado, acompañó la tendencia del capitalismo, que en su nueva fase de expansión, con el desarrollo de la industria pesada, exigía la estructuración nacional de estados viables, con el fin de unificar espacios económicos y garantizar la circulación de capitales y mercaderías mediante la ampliación de la red ferroviaria. Esa necesidad, al atizar otros factores regionales de conflicto, contribuyó a desencadenar la Guerra de la Triple Alianza. Intereses comerciales, asentados en el puerto de Montevideo, y las dificultades económicas de Paraguay –una especie de caricatura de Prusia, que necesitaba una salida al mar a fin de mantener su desarrollo y obtener recursos– convergieron para la formación de un solo estado, al cual se juntarían también las provincias argentinas de Entre Ríos y Corrientes. Dicho proyecto no sólo se contraponía a los esfuerzos de la burguesía mercantil de Buenos Aires, que aún luchaba para unificar e integrar el territorio de la Confederación Argentina, sino que también chocaba con las políticas del Imperio brasileño en la cuenca del Plata. En tales circunstancias, Brasil intervino manu militari en Uruguay, donde apoyó la instauración de un gobierno favorable a sus designios. Paraguay, en represalia, le invadió el territorio, en el estado de Mato Grosso, después hizo lo mismo en la Argentina, a fin de avanzar hacia Rio Grande do Sul, y desencadenó una guerra que no tenía condiciones económicas ni militares para vencer. Luego de cinco años de trágica resistencia, sucumbió ante las armas de la Triple Alianza, completamente destruido y con sus recursos humanos diezmados.
Brasil no ganó casi nada con la victoria en la guerra contra Paraguay, que, arruinado, ni siquiera pudo pagar una cuota de la deuda del conflicto. Ya unificado y centralizado como Estado-imperio, con soberanía sobre casi 8 millones de km² y una población de 11 millones de habitantes, sólo se garantizó la apertura del río Paraguay, necesaria para la navegación en función del abastecimiento y la defensa de la provincia (hoy Estado) de Mato Grosso y la anexión de la zona en litigio entre el río Uruguay y la sierra de Maracajú, rica en horticultura, pero sin efectos económicos inmediatos. Esa guerra, sin embargo, le costó sacrificios que desequilibraron sus finanzas durante un cuarto de siglo. A fin de costear una larga campaña contra el mariscal Francisco Solano López, dictador de Paraguay, el gobierno imperial tuvo que gastar 600.000 contos de réis, entre 1865 y 1870, tomando un préstamo de la Casa Rothschild, en 1865, del orden de los 6.963 millones de libras y emitiendo, hasta 1870, cerca de 459 contos de réis. El servicio de la deuda externa de Brasil pasó, desde entonces, a consumir más del 60% –en ritmo creciente– del saldo que su balanza comercial comenzó a presentar, a partir de 1861, con el incremento de las exportaciones de café a los Estados Unidos.
Además de comprometer así las finanzas de Brasil, la Guerra de la Triple Alianza también contribuyó a liquidar el sistema bancario brasileño, el más adelantado y el único relativamente autónomo de América Latina, al perjudicar los negocios de la Casa Mauá con Uruguay. Vinculado a las empresas Carruthers y McGregor de Gran Bretaña, ese banco, propiedad de Irineu Evangelista de Sousa, vizconde de Mauá, representaba una especie de embrión nacional de capitalismo financiero, que orientaba sus grandes inversiones hacia la industrialización, no sólo en Brasil, con la creación de diversas empresas (fundición y astillero de Ponta de Areia, ferrocarriles, fábrica de telas, curtiembres, etc.), sino también en Uruguay, donde tenía importantes inversiones (frigorífico, telégrafo, compañía de gas) y agencias en Salto, Paysandú, Mercedes y Cerro, y en la Argentina, con agencias instaladas en Buenos Aires, Rosario y Gualeguaychú.
Durante más de veinte años actuó como agente financiero de esos dos países, a cuyos gobiernos concedió cuantiosos préstamos. Pero, al sufrir pérdidas en Uruguay, donde desde 1865 enfrentaba situaciones políticas adversas, y al luchar, a causa de la São Paulo Railway, contra la Casa Rothschild, el Banco Mauá no sobrevivió a la gran depresión de 1874 y, un año más tarde, pidió una moratoria al Banco do Brasil, que, por una extraña decisión del gobierno imperial, le negó un préstamo de 3.000 contos , a pesar de la garantía de títulos de la Companhia Pastoril, por un valor de 6.000, para cubrir pagos cambiarios, entre ellos, 70.000 libras a favor del gobierno argentino que circulaban en Londres. La quiebra del Banco Mauá, que se decretó tres años después, hizo que Brasil, sin tener siquiera condiciones de ocupar económicamente Paraguay y mantenerlo en su órbita de influencia, perdiera la hegemonía en la cuenca del Plata.
Entretanto, durante el conflicto con Paraguay, la Argentina se fortaleció económica y políticamente, a pesar de las luchas civiles que la habían convulsionado durante ese período y que la atormentaron durante mucho tiempo. A partir de 1870, sin embargo, las relaciones diplomáticas entre Brasil y Estados Unidos mejoraron sensiblemente, a pesar de que la desconfianza no había desaparecido. En 1887, el presidente Grover Cleveland propuso a Brasil formar con los Estados Unidos un Zollverein , o sea, una unión aduanera. Francisco Belisário Soares de Souza, ministro de Hacienda, declaró que “no podría recomendar semejante aproximación con los Estados Unidos”, porque le parecía “el camino más corto hacia la proclamación de la República”. Aún así, el 15 de noviembre de 1889, cuando se realizaba en Washington la I Conferencia Panamericana, convocada por los Estados Unidos, el mariscal Deodoro da Fonseca y algunos otros militares promovieron un golpe de Estado, derrotando a la monarquía e instituyendo la República presidencialista y la federación, según el modelo creado por la Revolución Americana de 1776-1783. Al término de la I Conferencia Panamericana había concluido la divergencia entre regímenes en el hemisferio. No obstante, los Estados Unidos no lograron establecer el área de libre comercio, objetivo de la conferencia, debido a la oposición de la Argentina y de Chile, y el resultado más concreto fue la puesta en marcha del Bureau Internacional de las Repúblicas Americanas.
La Guerra del Pacífico
También hubo guerra entre los países de la costa del Pacífico durante la segunda mitad del siglo XIX. La crisis económica en Chile, a mediados de la década de 1860, produjo una repentina disminución en la extracción de cobre, que era entonces la base de su industria minera. Sin embargo, el comercio exterior y las importaciones se incrementaron debido a la extracción de salitre, que se convirtió tanto en la base de su bienestar como en la razón de la guerra, en virtud de que los yacimientos de salitre se encontraban en el territorio de Atacama, en Bolivia, y Tarapacá, en Perú. Chile, entretanto, afirmaba que tenía títulos de posesión que demostraban que su jurisdicción se extendía hasta los 22° de latitud Sur, mientras que Bolivia reclamaba hasta los 25°. Los gobiernos de los dos países llegaron a un acuerdo sobre sus diferencias territoriales en 1866 y firmaron un tratado por el cual se fijaban los 24° de latitud Sur como frontera entre ambas naciones. Aún así, firmaron que se explotaría la zona en común y se repartiría en partes iguales todo lo que se recaudara por la explotación de las minas y yacimientos de nitrato y salitre que se encontraban entre los 23° y 25°, donde se halla la ciudad de Antofagasta, situada en el territorio de Bolivia, y que tenía una importancia vital, dado que constituía su única salida al mar. De esta forma, Bolivia, que otorgaba a las compañías de Chile las concesiones necesarias, había monopolizado la explotación de salitre y firmado con Perú una alianza estratégica para la fijación de precios al quintal de salitre.
A partir de 1878, Bolivia, con la economía arrasada debido al agotamiento de las minas de plata, se hundió en una secuencia de graves problemas, como sequía, hambre, peste, entre otros, agravados por un fortísimo terremoto que a fines de 1877 había devastado sus puertos en la costa del Pacífico (Tocopilla, Antofagasta, Cobija), localizados entre Taltal, al norte de Chile, y Arica, al sur de Perú. La Guerra del Pacífico (1879-1883) se desencadenó con una declaración de beligerancia, el 5 de abril de 1879. Los tres países andinos –Chile, Perú y Bolivia– entraron, pues, en un conflicto de graves consecuencias para el desarrollo de todos los involucrados, que marcó profundamente sus relaciones. Con todo, las consecuencias no fueron parejamente iguales. Perú y Bolivia sufrieron un gran revés económico, político y social, mientras que Chile, cuya economía se desarrolló gracias al territorio conquistado, rico en recursos naturales, como nitrato, cobre y plata, se consolidó como una potencia económica y militar en América del Sur, hasta la mitad del siglo XX. Pero Perú y Bolivia sufrieron la mayor derrota de su historia y perdieron una vasta fuente de riqueza en un momento en que enfrentaban una fuerte crisis económica y social.
La derrota en la Guerra del Pacífico, en la cual Perú se había aliado contra Chile, agravó aún más la situación de Bolivia, por haberla transformado en un país mediterráneo que ni siquiera tenía una salida hacia la cuenca del Plata. En realidad, Bolivia no se había beneficiado tanto del boom de los nitratos, cuando, entre 1866 y 1879, explotaba junto con Chile los yacimientos de salitre y los puertos de Tocopilla, Antofagasta y Cobija –perdidos durante la Guerra del Pacífico–, lo que le ayudó muy poco, dado que el país no disponía de grandes excedentes de exportación.
La Guerra del Pacífico creó, tanto en Perú como en Bolivia, un fuerte sentimiento de rechazo hacia Chile, que a partir de la conquista de esos territorios logró sustentar su desarrollo económico, ya que la región, llamada posteriormente Norte Grande, le dio todo el capital necesario para desarrollar al resto del país. Aunque los nitratos hayan sido prontamente reemplazados por el cobre como el producto más importante de su economía, es posible decir que el desarrollo de Chile no se habría dado de manera tan vertiginosa y eficaz sin la victoria contra Bolivia y Perú en la Guerra del Pacífico. El rechazo por Chile se debe, sobre todo, a su comportamiento y al objetivo de su ataque en 1879, que venía planificando pacientemente en las décadas anteriores y que después de 1876 entró en un compás de espera para, ante el menor pretexto, iniciar la invasión en 1878, cuando la Asamblea Constituyente de Bolivia decretó el impuesto al quintal de salitre producido y exportado.
Argentina, Brasil y Chile
Las tensiones entre Chile y la Argentina también se reavivaron en el transcurso de la última década del siglo XIX, con la controversia en torno a la región denominada Puma de Atacama, que alentó una carrera armamentista, cuyo ápice fue en 1898. El general Julio A. Roca, reelecto ese año presidente de la Argentina, declaró que las “desconfianzas recíprocas” de un lado y del otro de los Andes habían hecho que los dos países mantuvieran el “lujo destructivo de la paz armada”, y que la Argentina estaba “al borde la ruina” y Chile, “reventado”. En 1899, trató de visitar no sólo Santiago sino también Río de Janeiro, a fin de presentar un plan para unir a las tres naciones (Argentina, Brasil y Chile) mediante un pacto de defensa frente a posibles agresiones.
Argentina siempre temió y evitó quedar atrapada en una situación que la dejara política y militarmente comprimida entre Chile y Brasil, debiendo luchar en dos frentes, lo que la llevaría inevitablemente a la derrota y el desmembramiento. Toda vez que se deterioraban sus relaciones con Chile, adoptaba actitudes más flexibles hacia Brasil, y hacía lo inverso cuando recrudecían las tensiones en el Plata. Chile, por otro lado, buscó establecer una política de alianza, o una “íntima inteligencia”, con Brasil, que aceptaba, en tanto se evitara su formalización a través de algún pacto o tratado. De esta forma, cuando Brasil, luego de la proclamación de la República, firmó con la Argentina el Tratado de Montevideo, dividiendo el territorio de las Misiones, y patrocinó la sustitución del sistema imperial de preferencias por los principios de la “fraternidad americana”, que incluían el arbitraje obligatorio, Chile se inquietó, ya que parecía que Brasil lo estaba abandonando a su propia suerte y que quedaría aislado en los asuntos de frontera aún pendientes, tanto con la Argentina como con Perú y Bolivia. Hasta entonces, la paz había sido, en cierta medida, una derivación de las divergencias generalizadas sobre límites, que enfrentaban entre sí a casi todos los países de la región, y que inhibían los intentos de resolverlas mediante las armas. Con la excepción de Brasil, ningún país podía moverse contra el otro sin el peligro de sufrir un ataque por la retaguardia. La Argentina siempre temió que Brasil la atacara a causa de las Misiones, en caso de involucrarse en una guerra con Chile. Chile también evitaba la confrontación con la Argentina porque Perú y Bolivia podían intervenir a fin de tratar de recuperar Tacna y Arica. A su vez, Perú temía que Brasil lo acometiera a través de la Amazonia, aprovechándose de cualquier otro conflicto que se desencadenara con Chile. Así, antes de su viaje a Río de Janeiro, en agosto de 1899, el presidente Roca dijo: “Ahora que ninguna cuestión nos divide, conviene permanecer unidos y que esto se sepa en el exterior”.
El incremento del comercio con Brasil, que pasó a constituir un tercer mercado para las exportaciones argentinas, fue lo que realmente posibilitó el buen nivel de entendimiento al que habían llegado en ese momento los dos países. El cambio de régimen político –el emperador Pedro II había sido depuesto y se había instaurado la República– eliminó el fundamento ideológico de la sospecha de que Brasil, debido a su organización monárquica, se oponía a la Argentina y a los demás vecinos porque pretendía destruir la forma republicana de gobierno que todos adoptaban y expandir sus dominios. En verdad, las relaciones entre los dos países ya eran satisfactorias, incluso antes de la caída del emperador Pedro II, al punto de permitir que el litigio sobre las Misiones se resolviera mediante el recurso del arbitraje, con la firma de los tratados del 7 de septiembre y del 5 de noviembre de 1889.
Hacia fines del siglo XIX, Brasil perdió, ante la Argentina y Chile, la supremacía que había poseído hasta entonces como mayor potencia militar de América del Sur. Su Marina se encontraba en una situación muy precaria, tanto a nivel de personal como de armamentos. La Argentina aprovechó esa situación para atizar, tanto en Uruguay como en Paraguay, levantamientos contra los gobiernos a los que Brasil apoyaba, con el fin de disputar la hegemonía de la cuenca del Plata. Brasil, sin embargo, conservó su predominio en Uruguay, a través del Partido Colorado, a la vez que buscaba mantener la influencia política en Paraguay, donde, luego de la retirada de sus tropas en 1876, respaldó al Partido Nacional (posteriormente denominado Asociación Nacional Republicana), conocido como Partido Colorado, para contraponerse en 1887 al surgimiento del Partido Liberal, que llevaba el nombre Centro Democrático. La disputa entre esas dos organizaciones (de la misma forma que en Uruguay la disputa entre el Partido Nacional [Blanco] y el Partido Colorado), reflejó de cierta manera la rivalidad entre la Argentina y Brasil, que la instrumentaron. Aunque cultivara la memoria del mariscal Francisco Solano López, el Partido Colorado se alineó a Brasil y captó su simpatía, dado que se presentaba como baluarte de la resistencia a las ambiciones territoriales de la Argentina. Pero la victoria del Partido Liberal, con la Revolución de 1904, puso en línea al gobierno de Paraguay con el poder económico y con la nueva relación de fuerzas en la cuenca del Plata, bajo el predominio alcanzado por la Argentina, que pasó a ser más próspera y poderosa que Brasil.
La cuestión del Acre
A comienzos del siglo XX, Brasil enfrentó problemas no sólo con Paraguay y Uruguay sino también con Bolivia. Un conflicto de fronteras, interrumpido varios años antes, volvió a agravarse. El conflicto era en la región amazónica, donde, en 1902, Plácido de Castro, de Rio Grande do Sul, encabezó otro levantamiento armado contra el dominio de La Paz en la región conocida como Acre, dado que había muchos más pobladores brasileños que bolivianos, y éstos eran prácticamente inexistentes. En consecuencia, se fue configurando un conflicto muy grave, no porque la Argentina parecía respaldar a Bolivia, sino porque involucraba intereses de los Estados Unidos. Hasta entonces Brasil nunca había reivindicado el territorio de Acre. Lo reconocía como parte de Bolivia, país con el cual estableció relaciones diplomáticas en 1831. Después de innumerables roces, en los años 1833, 1837, 1844, 1845, 1846, 1850, 1853 y 1858, el 27 de marzo de 1867 celebró el Tratado de Ayacucho. Pero Bolivia jamás había ocupado efectivamente esa parte de la Amazonia situada en su territorio, debido a las dificultades de acceso y al hecho de que la mayor parte de su población se concentraba en el altiplano. De esa forma, lejos de los centros políticos y administrativos, Acre nunca había estado habitado hasta 1869, cuando los brasileños empezaron a penetrar en ese valle, luego de la gran sequía que en 1877 asoló el Nordeste brasileño, en particular Ceará.
Una avalancha de protestas se generó en Brasil, cuando el gobierno de Bolivia, sin condiciones reales de ocupar Acre, concedió una vastísima región, que abarcaba gran parte del Alto Amazonas, a la explotación del Bolivian Syndicate, formado por las empresas Cary & Whitridge, United States Rubber Company y Export Lumbre, de los Estados Unidos. Paralelamente al momento en que la cuestión del Bolivian Syndicate alcanzaba su punto culminante, José Maria da Silva Paranhos, el barón de Rio Branco, asumía, en 1902, el ministerio de Relaciones Exteriores, nombrado por Francisco de Paula Rodrigues Alves, que había asumido la presidencia de Brasil. El barón de Rio Branco modificó inmediatamente la orientación que se había seguido hasta entonces, pasando a reivindicar la región para Brasil. Y, a comienzos de 1903, la guerra prevista –a partir del momento en que Brasil prohibió a Bolivia la navegación por el Amazonas, impidiendo cualquier intento del Bolivian Syndicate de instalarse en Acre– se presentó como inevitable. Pero el propósito de Rio Branco era forzar a Bolivia a negociar, ofreciéndole la compra del Acre por parte de Brasil, que asumiría el compromiso de entenderse con el Bolivian Syndicate, o la permuta de territorios. Brasil no aceptó someter la cuestión al arbitraje de Gran Bretaña.
La crisis entre Brasil y Bolivia se agravó a comienzos de febrero, cuando el general José Manuel Pando, presidente de Bolivia, partió de La Paz con sus tropas rumbo al Acre, a fin de sofocar la sublevación de Plácido de Castro. El presidente brasileño Rodrigues Alves ordenó la movilización de sus efectivos del Ejército y la Marina, con el objetivo de ocupar la región en litigio hasta el paralelo 10° 20’, defender a los brasileños y mantener el orden. El 23 de enero, la guarnición boliviana se había rendido, luego de seis meses de disputa y de nueve días de ataques por parte de las fuerzas de Plácido de Castro.
Esa victoria de Plácido de Castro, que tomó cerca de trescientos prisioneros y los envió a Manaus, contribuyó a mostrar a los Estados Unidos la imposibilidad de llevar adelante el alquiler del territorio. El Bolivian Syndicate se manifestó preparado para aceptar la cancelación del contrato por una suma menor a la de US$ 1 millón que reclamaba, y el general Pando, con la cuestión ya decidida en el campo de batalla, se vio compelido a aceptar el acuerdo, al percibir que no podía tener ningún control sobre Acre y que era mejor aceptar las compensaciones que Brasil proponía a cambio de la región en litigio. De esta forma, el 18 de noviembre de 1903 se celebró el Tratado de Petrópolis, mediante el cual Brasil adquirió de Bolivia entre 150.000 y 170.000 km², permutando dicha área por otra de 3.100 a 3.200 km² (cerca de 2.500 km², excluyéndose el agua) y 2 millones de libras, según permitía el tratado de 1867. Y la Casa Bancaria N. M. Rothschild envió a Bolivia, algunos meses después, un adelanto de 1 millón de libras, debitando ese monto en la cuenta que Brasil debía pagar, con los respectivos intereses.
La cuestión del Acre no quedó totalmente cerrada, dado que Perú reivindicaba igualmente aquella región de la Amazonia. Pero el barón de Rio Branco rechazó cualquier acuerdo que implicara una compensación financiera. A diferencia de Bolivia, Perú no poseía títulos válidos y definidos y no había firmado ningún tratado que le concediera el menor derecho sobre Acre. Luego de varios años de tensiones, el 8 de septiembre de 1909, Perú firmó el tratado que le permitió a Brasil extender su soberanía sobre una superficie de 152 km², cinco veces mayor que Bélgica y un poco mayor que Inglaterra (con el país de Gales).
La carrera armamentista
En la primera década del siglo XX, Brasil y la Argentina enfrentaban crecientes dificultades. El esfuerzo de Brasil por renovar su flota de guerra, que hasta 1890 era la más poderosa de América del Sur, e incluso superior a la de Estados Unidos, ya se imponía desde finales del siglo XIX. La mayor parte de ésta había sido destruida como consecuencia de la rebelión de la Marina, en 1893, contra la dictadura del mariscal Floriano Peixoto (1891-1894).
En tales circunstancias, a partir de 1906, no sólo se intensificó nuevamente la carrera armamentista naval sino que al mismo tiempo la situación del Cono Sur se vio perturbada aún más en virtud de la competencia entre Alemania, Francia y Gran Bretaña, que intensificaron la ofensiva sobre los mercados de América Latina a fin de orientarlos hacia sus respectivas industrias. Las grandes industrias siderúrgicas, los fabricantes de material bélico y los astilleros, como Krupp, de Alemania, Schneider-Creusot, de Francia, y Vickers-Armstrong, de Gran Bretaña, junto con otras, comenzaron a explotar las antiguas rivalidades, acicateando el antagonismo entre la Argentina y Brasil, con intrigas entre ambos países, y alentando la carrera armamentista, casi al punto de provocar el estallido de una guerra.
Brasil, sin embargo, no tenía interés en ninguna guerra, y la organización de la flota sólo respondía a objetivos defensivos. Su deseo, conforme manifestó su canciller, el barón de Rio Branco, era proceder siempre de previo acuerdo con la Argentina en todos los casos en que estuviesen comprometidos intereses argentinos y brasileños, como en las cuestiones de la independencia de Panamá, y las revoluciones en Uruguay y en Paraguay. Rio Branco creía en la necesidad de mantener unidos a la Argentina, Brasil y Chile y era partidario de la idea de celebrar un convenio entre los tres países para llegar a un acuerdo que garantizara la paz en el Cono Sur, complementando el trabajo de arbitraje y ampliando las reglas de previsión que facilitaran la acción conjunta de dichos países en todo asunto de interés común o que pudiese comprometer las relaciones de amistad. Sería el primer paso para la formación de la Triple Alianza, que se conocería como Pacto ABC (la Argentina, Brasil y Chile), que Rio Branco le propondría a la Argentina el 5 de septiembre de 1905. Dichos diálogos prosiguieron a lo largo de 1907 y los tres países, aparentemente, tendían a circunscribir sus zonas de influencia a América del Sur. A Brasil, según constaba, le cabría toda la cuenca amazónica, incluyendo las partes pertenecientes a Bolivia y Perú, mientras que la Argentina reivindicaba Uruguay y las regiones meridionales de Paraguay y de Bolivia, y Chile reclamaba una completa libertad de acción, en particular sobre las provincias de Tacna y Arica, cuyo destino estaba en suspenso desde la paz de Ancón, que dio por concluida en 1883 la Guerra del Pacífico. Según la Delegación de Francia en Río de Janeiro, lo que los tres países pretendían era repartir América del Sur. Y habrían llegado a un entendimiento si Estanislao Zeballos, ministro de Relaciones Exteriores de la Argentina, no lo hubiera subordinado a la limitación del poderío naval y militar de Brasil.
La Argentina y Brasil estuvieron al borde de la guerra en 1908. A los Estados Unidos no les convenía el estallido de una guerra, ya que ésta afectaría sus intereses comerciales, por más que en general alentasen las desavenencias entre esos países, para poder incrementar su influencia. De esta forma, el gobierno de Washington anunció que enviaría una escuadra al puerto de Belém do Pará en caso de que la Argentina insistiera en realizar maniobras en la costa de Brasil. A pesar de todas las tensiones, Brasil retomó el conjunto de acciones con la intención de establecer un entendimiento con la Argentina y Chile (Pacto ABC). El canciller brasileño, barón de Rio Branco, siempre advirtió las “ventajas de una cierta inteligencia política entre Brasil, Chile y la Argentina”.
El Tratado ABC
En 1909, un acontecimiento movilizó a los tres países. Los Estados Unidos, estrenando la llamada “diplomacia del dólar”, reavivaron un viejo y controvertido reclamo contra Chile referido a la empresa Alsop & Co, lanzándole un ultimátum para que pagara en el plazo de diez días la suma de US$ 1 millón a titulo de indemnización. Brasil percibió la intención de humillar a Chile para justificar una intervención a favor de Perú en la cuestión de Tacna y Arica y se mostró dispuesto hasta a romper relaciones con los Estados Unidos, en caso de que éste ejecutara el ultimátum. Brasil y la Argentina se unieron, entonces, en defensa de Chile, en gran medida para no perder la influencia sobre un país que constituía una importante pieza de la política regional. Esa cooperación correspondía al espíritu del Pacto ABC.
El presidente de la Argentina, Roque Sáenz Peña, de la misma forma que el barón de Rio Branco, estaba convencido de que sólo se podía preservar la paz en América del Sur mediante un firme entendimiento con Brasil, y su primera iniciativa de política exterior, luego de asumir el gobierno, fue una visita de Estado a Río de Janeiro, en donde proclamó: “Todo nos une; nada nos separa”. El barón de Rio Branco, posteriormente, volvió a proponer el Pacto ABC mediante la celebración del Tratado de Cordial Inteligencia Política y Arbitraje con la Argentina y Chile. La idea del Pacto ABC fructificó. Las relaciones de confianza permitieron que la Argentina, Brasil y Chile opusieran resistencia común a la actuación de los Estados Unidos en el caso Alsop, en la elección presidencial de Panamá, en la revolución de Nicaragua, en la garantía de préstamo a Honduras, etc.
El clima de entendimiento entre la Argentina y Brasil, establecido a partir de 1910, posibilitó que los dos países se uniesen a Chile y actuasen conjuntamente, configurando el bloque conocido como ABC. La oportunidad se dio cuando, en 1914, cerca de mil fusileros navales y marineros norteamericanos invadieron México, ocupando la ciudad portuaria de Veracruz, con el pretexto de capturar un cargamento de armas alemanas destinadas al gobierno del general Victoriano Huerta, en lucha contra las fuerzas revolucionarias de Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila. Esa intervención casi provoca una guerra entre los Estados Unidos y México. Y, para evitar la conflagración, la Argentina, Brasil y Chile ofrecieron, en conjunto, sus buenos oficios. La guerra no estalló, en gran medida gracias a la mediación del bloque ABC, que ayudó a que la Conferencia de Niagara Falls arribara a un acuerdo mediante el cual el general Huerta renunciaba a la presidencia de México y para que se instituyera un gobierno provisorio efectivamente favorable a la reforma agraria y a los cambios políticos.
El relativo éxito de coordinación de los tres países para evitar la guerra entre los Estados Unidos y México alentó a la Argentina a aprovechar las circunstancias favorables y a aceptar negociar con Brasil y Chile para la celebración del Tratado de No Agresión, Consulta y Arbitraje, conocido como ABC, cuyo texto definitivo se redactó en Santiago de Chile, pero no tuvo carácter de alianza, como lo pretendía el barón de Rio Branco, ni abordó la cuestión del desarme. Solamente estableció que las controversias que surgieran por cualquier motivo entre dos de las partes contratantes y que no pudiesen resolverse por vía diplomática o arbitraje deberían someterse a la investigación y decisión de una comisión permanente, antes de cualquier posibilidad de comienzo de hostilidades. El Tratado ABC fue firmado en Buenos Aires el 25 de mayo de 1915, y causó desagrado en los Estados Unidos, donde fue recibido como una maniobra inglesa o alemana para frenar la política norteamericana en el Caribe y se suponía que facilitaría una especie de pacto económico entre los tres países, con el establecimiento de un régimen preferencial y de concesiones recíprocas. Los estados sudamericanos tampoco vieron con simpatía la unidad de los “tres grandes”; el Tratado ABC encontró una fuerte oposición de la opinión pública de Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela, Uruguay y Perú, cuyos diarios sostuvieron la tesis de que una política panamericana no debería hacer exclusiones ni fundarse en preponderancias inaceptables, sino inspirarse en los principios del derecho y el respeto mutuo. En la Argentina, el Tratado ABC tampoco fue bien recibido y no se lo ratificó.
La guerra en Europa, iniciada en 1914, ayudó también a provocar la desintegración del Pacto ABC y a avivar las tensiones en la cuenca del Plata. La Argentina y Chile se mantuvieron neutrales. Pero Brasil no sólo rompió relaciones con Alemania sino que, al declararle la guerra, permitió que la flota de los Estados Unidos utilizara sus puertos, medida posteriormente extensiva a las flotas de Gran Bretaña, Francia e Italia.
La Guerra del Chaco
La versión más difundida y generalizada sobre la Guerra del Chaco (1932-1935) fue que la Standard Oil Of New Jersey y la Royal Dutch Shell utilizaron, respectivamente, a Bolivia y a Paraguay, para que disputaran, con las armas, la posesión de yacimientos petrolíferos que podrían llegar a existir en esa región. En otras palabras, lo que prevaleció fue la percepción esquemática y simplista de que ese conflicto reflejó, sobre todo, la rivalidad entre dos potencias imperialistas, Estados Unidos y Gran Bretaña, representadas, respectivamente, por la Standard Oil y la Royal Dutch Shell.
Aunque admitiera que el petróleo constituía uno de los factores del conflicto, el gobierno de Brasil no creía que la Standard Oil (sobre la cual recaían las sospechas) y la Royal Dutch, que se hallaban en crisis y limitaban la producción, fuesen a comprometer enormes masas de dinero en una guerra, sólo con la esperanza de encontrar algunos yacimientos más allá de las líneas paraguayas. La Standard Oil había invertido mucho capital en la explotación de petróleo en el sudoeste de Bolivia, pero el único que ofreció buen rendimiento fue el localizado en la zona de Bermejo, donde la producción alcanzaba los 2000 barriles diarios. Así, frente a resultados tan insatisfactorios, las instrucciones dadas a partir de 1931 fueron que cesaran las perforaciones.
La cuestión del petróleo asumió una importancia fundamental como un factor de la Guerra del Chaco, pero más a nivel del imaginario político de la época que de la realidad económica. La necesidad de obtener una salida al mar se unió con la suposición de que en el Chaco existía un vasto manto de petróleo, lo cual alimentaba la ambición de los dirigentes tanto de Bolivia como de Paraguay y de la Argentina, y constituía el factor conflictivo más importante para el estallido de la Guerra del Chaco. La Argentina creía que en el subsuelo de Bolivia, en la región del río Parapeti, fronteriza con el Chaco Boreal y adyacencias, había inmensos depósitos de petróleo y temía una competencia comercial capaz de destruir la producción de Comodoro Rivadavia, en la Patagonia. Por esa razón apoyó a Paraguay, bajo la fachada de lo que denominó “neutralidad benévola”, mientras que Brasil discretamente respaldaba a Bolivia. Los dos países una vez más mostraron divergencias, a pesar de la cordialidad en sus relaciones diplomáticas durante la primera mitad de la década de 1930.
La contienda en torno del Chaco sólo llegó a un desenlace con el Tratado de Paz, Amistad y Límites que Paraguay y Bolivia firmaron el 21 de julio de 1938. Pero Paraguay no logró quedarse con la zona del petróleo, en el río Parapeti y adyacencias, ni Bolivia pudo expandir su territorio hasta las márgenes del río Paraguay, donde sólo obtuvo una zona franca y libre tránsito para sus mercancías. De esta forma, los grandes vencedores en la guerra entre Paraguay y Bolivia fueron Brasil y la Argentina, ya que, al firmarse los tratados de vinculación ferroviaria entre Santa Cruz de la Sierra y Corumbá y Santa Cruz de la Sierra y Yacuiba, recibieron enormes concesiones para explotar un petróleo que se comprobó no poseía un gran volumen comercial.
La Segunda Guerra Mundial
No obstante los temores militares, Brasil tenía creciente interés en la Argentina, guiado por el principio de que sería totalmente conveniente y de mutuo beneficio la compatibilidad de las dos economías, en lugar de la pelea en que estaban empeñados. En el esfuerzo por llegar a ser totalmente independientes, pretendió que los dos países firmaran un acuerdo, abierto a los demás vecinos de América del Sur, que les asegurara a todos garantías de comercio al finalizar la guerra en Europa, iniciada con la invasión de Polonia por la Alemania nazi, en septiembre de 1939.
Argentina y Brasil completaron sus negociaciones, manifestando, por medio de un tratado firmado el 21 de noviembre de 1941 por los ministros Oswaldo Aranha (Brasil) y Enrique Ruiz Guiñazú (Argentina), el propósito de
establecer en forma progresiva un régimen de libre intercambio que permita llegar a una unión aduanera […] abierta a la adhesión de los países limítrofes, lo que no sería obstáculo para cualquier amplio programa de reconstrucción económica, que en base a la reducción o eliminación de derechos y otras preferencias comerciales, ayudara a desarrollar el comercio internacional, basado en el principio multilateral e incondicional de nación más favorecida.
Pocas semanas después, el 7 de septiembre de 1941, Japón bombardeó la base norteamericana de Pearl Harbor. La acción otorgó al presidente Franklin D. Roosevelt el pretexto que éste necesitaba para vencer las tendencias aislacionistas e involucrar directamente a los Estados Unidos en la guerra contra el Eje. Brasil rompió relaciones con Alemania e Italia, así como otros países de América del Sur. México, los países de Centroamérica y del Caribe también. Pero la Argentina y Chile, sin embargo, no acompañaron a los Estados Unidos, lo que provocó varios incidentes diplomáticos.
México le declaró la guerra al Eje en mayo de 1942. Después que los submarinos de Alemania e Italia comenzaron a atacar naves brasileñas (entre febrero y agosto de 1942, hundieron cerca de veinte), el gobierno del presidente Getúlio Vargas, frente al clamor público, tuvo que abandonar la neutralidad y formalizar el estado de beligerancia contra esos países. Esa decisión separó a Brasil políticamente de la Argentina, y la continuidad de los acontecimientos hizo inviable toda tentativa de constituir una unión aduanera y extenderla a los países limítrofes de América del Sur.
Los golpes militares en La Paz y Buenos Aires (1943) alteraron el clima político en América del Sur debido a la política de los Estados Unidos de no reconocer ni aceptar que las demás repúblicas del continente reconociesen los gobiernos de Bolivia y la Argentina, sospechando que los golpes militares habían sido alentados por los nazis. En verdad, tanto en Bolivia, como en la Argentina y en Brasil, el nacionalismo autoritario y estatizante configuró un proceso revolucionario, al permitir la consolidación o el avance de las conquistas sociales, juntamente con los esfuerzos de desarrollo económico contra el predominio extranjero, especialmente de los Estados Unidos, cuyas relaciones con América Latina estaban planteadas en términos neocoloniales, o sea, en el intercambio de productos industriales por materias primas. Y, gracias a la actitud del presidente Getúlio Vargas, que resistió a las presiones de los Estados Unidos, pues entendía que Brasil no debía tener roces con los países vecinos (especialmente con la Argentina), el conflicto armado no se extendió hacia la cuenca del Plata. La Argentina, bajo presión de los Estados Unidos, tuvo que declarar la guerra al Eje cuando el conflicto ya estaba virtualmente terminado, de modo que pudiera participar de la Conferencia de San Francisco y de la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
La creación de la OEA
Como en el Pacto de la Liga de las Naciones en 1919, los Estados Unidos trataron de excluir a América Latina de la jurisdicción inmediata de la ONU, basándose en la Doctrina Monroe. Aunque verbalmente condenaran a la política de esferas de influencia y de equilibrio de poder, apelando a una era de paz apoyada en la seguridad colectiva de la ONU, los Estados Unidos no tenían el propósito de renunciar a la hegemonía en América Latina, e hicieron lo posible por evitar que la ONU pudiera ejercer directamente algún papel en el hemisferio occidental. El artículo 52 de la Carta de San Francisco legitimó la “existencia de acuerdos u organismos cuyo fin sea entender en los asuntos relativos al mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales” y el artículo 53 estableció que dichos acuerdos fuesen utilizados por el Consejo de Seguridad para emprender acciones coercitivas bajo su autoridad. De esta forma, al dejar en pie la Doctrina Monroe, los Estados Unidos se reservaron el derecho a tratar unilateralmente los asuntos del hemisferio occidental, sin riesgos de enfrentar el veto del Consejo de Seguridad de la ONU, y emprendieron la modernización del sistema interamericano. En 1947 celebraron con todos los países de América Latina, incluso con la Argentina, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), o Tratado de Río de Janeiro. Éste no sólo consideraba cualquier ataque al territorio de un Estado americano como un ataque a todos los demás –que a su vez se comprometían a resolver sus disputas internas antes de recurrir a la ONU– sino también demarcaba la zona de seguridad del hemisferio entre el Polo Norte y el extremo sur de la Patagonia. Al año siguiente, 1948, la IX Conferencia Interamericana se reunió en Bogotá, en medio de violentos disturbios provocados por el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, y recreó la Unión Panamericana con el nombre de Organización de los Estados Americanos (OEA).
La OEA fue, desde entonces, instrumentada para legalizar y legitimar las intervenciones en los asuntos de los Estados americanos, con el pretexto de combatir el comunismo. En 1954, los Estados Unidos convocaron a la Reunión de Consulta de los cancilleres americanos con la intención de proponer la intervención colectiva en Guatemala, con los auspicios de la OEA, apoyándose en el Tratado de Río de Janeiro, para derrotar al gobierno de Jacobo Arbenz, acusado de ser comunista.
La declaración de Caracas, aprobada en la X Conferencia Interamericana de la OEA, extendió al campo ideológico la Doctrina Monroe al establecer que el dominio o el control de las instituciones políticas de cualquiera de los Estados americanos por el movimiento comunista internacional, “extendiendo a este continente el sistema político de una potencia extracontinental”, constituiría una amenaza a la soberanía y a la independencia política de los Estados americanos, poniendo en riesgo la paz de América y “exigiría una Reunión de Consulta para considerar las medidas adecuadas, de conformidad con los tratados existentes”. El gobierno del presidente Dwight Eisenhower (1953-1961) percibió que no contaría con los votos necesarios para una intervención militar y promovió el derrocamiento de Jacobo Arbenz mediante una invasión organizada secretamente por la CIA, suprimiendo el artículo 15 de la Carta de la OEA, contrario a la intromisión directa o indirecta de un Estado o grupo de Estados en los asuntos internos del otro.
El 18 de junio de 1954, el coronel Carlos Castillo Armas, al frente de un pequeño ejército organizado y financiado por la CIA, atravesó la frontera con Honduras, a la vez que, desde Nicaragua y piloteados por norteamericanos, aviones B-26 (el C-46) y P-47 Thunderbolt bombardearon algunos puentes y ciudades de Guatemala. El gobierno de Jacobo Arbenz finalmente fue derrotado. Poco más de dos meses después, el 24 de agosto de 1954, Getúlio Vargas, presidente de Brasil, en su segundo período de gobierno (1951-1954), para no tener que renunciar o ser depuesto, se suicidó, denunciando la “campaña subterránea” de los grupos internacionales que se aliaron a grupos nacionales “sublevados contra el régimen de garantía de trabajo” y la “violenta presión” sobre la economía brasileña para obligarlo a ceder. Juan Domingo Perón no resistió en el gobierno más de un año. La situación en la Argentina se había deteriorado a tal punto que lo obligó a renunciar a la presidencia de la República, el 19 de septiembre de 1955, y refugiarse en la cañonera Paraguay , después de cuatro días de una sangrienta rebelión conjunta de la Marina y el Ejército.
La cuestión de Cuba
En 1958, tras violentas manifestaciones contra el vicepresidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, durante su visita a capitales de América del Sur, sobre todo en Lima y Caracas, Juscelino Kubitschek, presidente de Brasil (1956-1961), le escribió una carta al presidente Eisenhower en la cual, expresando su solidaridad ante los agravios sufridos por Nixon, le advirtió acerca de la necesidad de revisar “fundamentalmente la política de entendimientos en este hemisferio”, por medio de un “examen de lo que se está haciendo a favor de los ideales panamericanos, con todas sus implicancias”. Kubitschek, con el fuerte respaldo de Arturo Frondizi, presidente de la Argentina (1958-1962), promovió entonces la Operación Panamericana (OPA), como modo de presionar a la administración del presidente Dwight Eisenhower, mediante la movilización de los demás países latinoamericanos, a tomar una actitud de mayor cooperación con el desarrollo continental. Según declaró en 1958, la Operación Panamericana representaba “precisamente, una protesta contra la desigualdad de condiciones económicas en este hemisferio, una advertencia pública y solemne en lo tocante a los peligros latentes en el actual estado de subdesarrollo de América Latina”, que podría aproximarse a los países comunistas, si los Estados Unidos no modificasen su política.
El clima de comprensión entre la Argentina y Brasil, que trataron de armonizar sus políticas exteriores, fue el que posibilitó, en ese momento, la creación del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC). Inspirado en la Operación Panamericana, pero desvirtuando su objetivo, el presidente John F. Kennedy (1961-1963), que sucedió a Eisenhower, lanzó la Alianza para el Progreso. No hubo, sin embargo, cambios significativos en la política exterior de los Estados Unidos y la previsión de Kubitschek se confirmó. La implantación de un régimen comunista en Cuba, luego del triunfo de la revolución dirigida por Fidel Castro en 1959, constituyó una reacción a la política de los Estados Unidos, que no aceptaron la reforma agraria cuando ésta llegó a las tierras de la United Fruit, transformando las contradicciones de intereses nacionales en un problema del conflicto Este-Oeste, sin respetar los principios de soberanía nacional y autodeterminación de los pueblos. La CIA promovió la invasión a Cuba, en Playa Girón (1961), tal como la que antes había organizado contra el gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala. Esta nueva invasión fue derrotada por el Ejército de Fidel Castro. Los Estados Unidos convocaron la Conferencia de Punta del Este, en 1962, y lograron expulsar a Cuba de la OEA, a pesar de la oposición de Brasil, México, la Argentina y otros países. Pero no logró el apoyo para una intervención militar bajo el manto de la OEA, ya que no quería efectuarla unilateralmente por temer una represalia de la Unión Soviética contra Berlín Occidental, Irán o Turquía. La oposición de Brasil y México fue fundamental.
Algunos meses después, los Estados Unidos pusieron en práctica el bloqueo a Cuba (llamado cuarentena) para forzar a la Unión Soviética a retirar los misiles que estaba instalando en la isla. Ante la amenaza de una guerra nuclear, que nadie quería, las dos superpotencias hicieron un quid pro quo: la Unión Soviética retiró los misiles y los Estados Unidos no sólo se comprometieron a no invadir Cuba, sino que también retiraron los misiles que habían instalado en Turquía. Desde entonces, la Guerra Fría comenzó a declinar, dado que ninguna de las dos potencias se disponía a arriesgar su existencia, quizás la de la civilización.
Los golpes militares
La tendencia de las Fuerzas Armadas a intervenir en el proceso político por medio de golpes militares en los países de América Latina no surgió sólo de factores endógenos. Constituyó mucho más un fenómeno de política internacional continental que de la política nacional argentina, ecuatoriana, brasileña, etc., dado que estuvo determinada, en una amplia medida, por el cambio que promovieron los Estados Unidos, a partir de comienzos de los años 60, dentro de su estrategia de seguridad hemisférica, redefiniendo las amenazas –ahora era prioritario el enemigo interno–, y difundiendo las doctrinas de la contrainsurrección y de la acción cívica a través de la Junta Interamericana de Defensa (JID). Prueba de ello es el hecho de que las Fuerzas Armadas pasaron a dictar decisiones diplomáticas, a modificar lineamientos de política exterior, principalmente en los países cuyos gobiernos se negaban a romper relaciones con Cuba. De allí la irrupción militarista, con la propagación de golpes de Estado que tenían como fuente principal de inspiración la JID.
La obsesión con la que los Estados Unidos trataron de aislar a Cuba y aplicarle sanciones colectivas, incluso militares, constituyó, cada vez más, la mayor amenaza para el funcionamiento del régimen democrático en los países de América Latina. El golpe militar contra el gobierno de Frondizi, en la Argentina, que se había aliado a Brasil durante la Conferencia de Punta del Este, inauguró una era de ruptura de la legalidad que la CIA y el Pentágono instigaron y apoyaron en diversos países de América Latina, con la finalidad de obligarlos a someterse a su voluntad, cambiando su política exterior y colaborando con los esfuerzos por aislar a Cuba.
En 1962 hubo un intento de golpe militar en Brasil, a fin de impedir el ascenso de João Goulart al gobierno, vacante a partir de la renuncia del presidente Jânio Quadros, pero fracasó. En 1962, después de la Conferencia de Punta del Este, los militares depusieron al presidente Frondizi, en la Argentina. El mismo año, hubo un golpe militar en Perú, después de las elecciones presidenciales. En 1963 sendos golpes militares triunfaron en Guatemala y Ecuador. En 1964, respaldado por los Estados Unidos, que incluso organizaron la Operación Brother Sam para intervenir militarmente a Brasil, el gobierno constitucional de João Goulart fue tumbado por un golpe militar, así como el gobierno de Víctor Paz Estenssoro, en Bolivia, siete meses más tarde. En 1965, los Estados Unidos, unilateral e ilegalmente, efectuaron una intervención militar en la República Dominicana y sólo a posteriori convocaron la X Reunión de Consulta para legitimar la ocupación de Santo Domingo, con la cual colaboraron Brasil y otros países ( El Salvador, Costa Rica, Nicaragua y Honduras), bajo dictaduras militares. Los Estados Unidos, sin embargo, no lograron que la OEA aprobara la creación de la Fuerza Interamericana de Paz (FIP), en carácter permanente, para intervenir en cualquier país de América Latina donde hubiese algún movimiento insurreccional visto como comunista.
La América militar y el Pacto Andino
El régimen de contrarrevolución permanente, por cuyo gobierno las Fuerzas Armadas brasileñas se atribuían la responsabilidad directa, se respaldaba en la doctrina de que el conflicto político e ideológico entre los dos polos de poder internacional –los Estados Unidos y la URSS– se había deslizado hacia el interior de cada país, asumiendo la forma de subversión y lucha revolucionaria, dado que el desarrollo de las armas nucleares y de su capacidad de destrucción no sólo superaba la guerra convencional sino que prácticamente volvía inviable la confrontación militar entre dichas superpotencias. Al defender la revisión del concepto de soberanía y la creación de la stad-by force, mediante la institucionalización de la JID como órgano de la OEA, la Argentina –donde en 1966 otro golpe de Estado había derrotado al gobierno civil del presidente Arturo U. Illia– trató de establecer con Brasil un término de entendimiento. El general Juan Carlos Onganía, que asumió el gobierno, dijo que había una América militar con un “sistema de comunicaciones, no sólo mecánico, sino también mental”. Y el Proceso de Reorganización Nacional comenzó retomando los mismos lineamientos económicos de la Revolución Libertadora (1955) y de la Revolución Argentina (1966), que tenía como uno de sus objetivos frenar las actividades industriales en el país, a fin de liquidar la base social de la Confederación General del Trabajo (CGT) y del peronismo.
El temor de que la Argentina y Brasil formaran un eje autoritario e implantaran una supremacía dual sobre el resto de América del Sur, tanto económica como política y militar, contribuyó a que Chile, Venezuela, Perú y Ecuador, cuyos gobiernos democráticos presentaban cierta semejanza programática de corte reformista y nacionalista, firmasen en 1966 la Declaración de Bogotá, mediante la cual los cinco países no integrantes de la cuenca del Plata manifestaban el propósito de crear, en el ámbito de la ALALC, un mercado subregional que se cristalizaría en 1969 con el Acuerdo de Cartagena (Pacto Andino). A inicios de 1967, Brasil, bajo el gobierno del general Humberto Castelo Branco, le propuso a la Argentina, gobernada por el general Juan Carlos Onganía, formar una unión aduanera, pero el proyecto no se concretó.
Golpes en Bolivia, Chile y Uruguay
El abandono, por parte de Brasil, de la doctrina de las “fronteras ideológicas” como justificativo para la intervención en otros países –que la Argentina también había pasado a defender– no significaba que el gobierno militar toleraría normalmente el surgimiento de un gobierno de izquierda, revolucionario, en los países vecinos; sobre todo en los países situados dentro de la región del Plata, donde sus intereses se concentraban más. Bajo un régimen autoritario, que llevaba a cabo una política interna de seguridad y represión de todo movimiento de impugnación, Brasil tendería, incuestionablemente, a exportar la contrarrevolución, interviniendo, manu militari, o por cualquier otro medio, más allá de sus fronteras.
A comienzos de la década de 1970, la represión interna, que el gobierno militar intensificó contra todo tipo de oposición, se proyectó a nivel internacional sobre todos los otros países de América del Sur, bajo la forma de intervenciones más o menos encubiertas, sin invocar la justificación doctrinaria de las fronteras ideológicas. Bolivia, donde la convocación a Asamblea Popular de fines de 1970 les pareció a los militares brasileños un intento de formación de un soviet, fue el primer país en sufrir otro golpe, respaldado por Brasil, país que proporcionó dinero, armas, aviones, todo el apoyo logístico necesario, incluso mercenarios. Pocos meses después, en diciembre de 1971, Uruguay, una vez más, estuvo igualmente ante la inminencia de sufrir una intervención militar de Brasil con la puesta en marcha de la Operación Treinta Horas (tiempo necesario para la ocupación de todo el país). Y, cuando los militares finalmente dieron el golpe de Estado, en 1973, poniendo término al proceso de implantación de la dictadura, Brasil, que había influenciado directa o indirectamente para que ello ocurriera, le envió al Ejército uruguayo centenas de vehículos, mientras que la Argentina les proveía gasolina y otros combustibles. En la misma época, Brasil colaboró con los Estados Unidos en la preparación del golpe militar contra el gobierno constitucional de Chile, cuyo presidente, Salvador Allende, intentaba implantar el socialismo por la vía democrática.
Después del golpe militar en Chile, los servicios de inteligencia de Chile, la Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, con el conocimiento y la asistencia de la CIA, empezaron a colaborar entre sí, y en 1975 instituyeron la Operación Cóndor, nombre dado al acuerdo para emprender acciones conjuntas con el objetivo de coordinar la represión y eliminar a los adversarios de los regímenes dictatoriales existentes en los países del Cono Sur. Pero la base de acción de la Operación Cóndor consistía en la formación de equipos especiales en los países miembros, a fin de que viajaran por todo el mundo y pusieran en práctica acciones que incluían asesinatos contra presuntos terroristas o quien apoyara a sus organizaciones, o sea, contra adversarios políticos de los regímenes militares en el Cono Sur.
La Guerra de las Malvinas
Durante la segunda mitad de la década de 1970, además de la continua violación a los derechos humanos –lo cual llevó a los Estados Unidos, durante la presidencia de Jimmy Carter, a suspender la provisión de armamentos– y del litigio con Gran Bretaña en torno a la soberanía sobre las islas Malvinas –a la vez que enfrentaba la amenaza de guerra con Chile a causa del canal de Beagle–, la Argentina, bajo dictadura militar, mantuvo relaciones extremadamente tensas con Brasil, que se había asociado a Paraguay para la construcción de la represa de Itaipú. Tal situación la llevó, en 1979, a solucionar sus divergencias sobre la construcción de las represas de Corpus e Itaipú, solución que surgió de los propios militares argentinos y brasileños, quienes trataron de establecer directamente el diálogo, mediante acciones diplomáticas paralelas a las cancillerías, a fin de aliviar la crisis en la cuenca del Plata. En 1979 se firmó el Acuerdo Tripartito entre la Argentina, Brasil y Paraguay.
Brasil, en aquel momento, ya había celebrado el Tratado de Cooperación Amazónica (1978), que implicaba un esfuerzo común de integración física con Bolivia, Ecuador, Perú, Colombia, Venezuela, Surinam y Guyana, y ya estaba en proceso de transición hacia la democracia. Pero la Argentina, en medio de una fuerte depresión económica, estaba hundida en una grave crisis política, la imagen de la dictadura se había desgastado ante la gente, los militares estaban desmoralizados por los escándalos y acosados por los espectros de los muertos y desaparecidos, cuyas madres reavivaban todos los días la resistencia de la sociedad civil en la Plaza de Mayo. A fines de 1981, la junta militar, por motivos aparentemente oscuros, solicitó al general Roberto Viola que renunciara y, como éste se negó, lo destituyó de la presidencia, entronizando en su lugar al general Leopoldo F. Galtieri, cuyo ascenso fue articulado por el general americano Vernon Walters con el fuerte respaldo de Jeanne Kirkpatrick, embajadora ante la ONU, y Roger Fontaine, del Consejo de Seguridad Nacional de los Estados Unidos.
Los Estados Unidos, durante la administración de Ronald Reagan, del Partido Republicano, realizaban maniobras para impedir que Brasil, cuya presencia se consolidaba en el África occidental –especialmente en Angola, Guinea Bissau y Cabo Verde–, contribuyendo a sostener regímenes de izquierda, en tácita alianza con la Unión Soviética y Cuba, ampliara y fortaleciera su posición estratégica en el Atlántico sur, mediante un acuerdo con la Argentina, que tendió a profundizarse aún más en 1981. El general Galtieri clausuró, entonces, la limitada apertura política iniciada por Viola, restableció las directrices ortodoxas y neoliberales en la economía, prometió un alineamiento incondicional con los Estados Unidos, y también reactivó la propuesta, inspirada por el Departamento de Estado, de establecer un pacto político-militar en el Atlántico sur, que incluía a África del Sur.
Al mismo tiempo, la Argentina empezó a cooperar estrechamente con la política del presidente Reagan en América Central, hacia donde envió asesores en contrainsurgencia y agentes de sus servicios de inteligencia con experiencia en guerra sucia, a fin de entrenar a las tropas de El Salvador en su lucha contra las guerrillas del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) y participar en operaciones secretas contra el régimen sandinista de Nicaragua. De esa íntima colaboración, la junta militar dedujo que la administración de Washington estaría también interesada en una solución favorable a la Argentina en el litigio sobre las Malvinas, dado que, en tales circunstancias, Gran Bretaña no podría admitir que los Estados Unidos instalasen en el archipiélago una base militar, que funcionaría como un cerrojo para el Atlántico sur, permitiendo el control del transporte de petróleo originario de Oriente y bloqueando cualquier pretensión que Brasil pudiera tener en relación a la Antártida. No hay dudas de que los Estados Unidos, a través de algunos elementos vinculados a Reagan, indujeron a la junta militar de Buenos Aires a creer que le prestarían asistencia a la Argentina en la reivindicación de las Malvinas y que Gran Bretaña se limitaría a la protesta verbal. Con esa expectativa, el general Galtieri se sintió autorizado a ordenar la invasión del archipiélago. Reencendía militarmente una causa casi sagrada para el pueblo argentino, de manera de crear un enemigo externo y promover la cohesión nacional, diluyendo así las presiones internas.
Brasil reiteró su antigua posición en defensa del derecho de la Argentina sobre las islas Malvinas, asumió la representación de sus intereses en Londres y trató de evitar que Gran Bretaña emprendiera ataques a su territorio continental. Sólo por discordar de la acción armada como medio para resolver el litigio, Brasil mantuvo una posición de neutralidad, pero una neutralidad imperfecta, o sea, favorable en la práctica a la Argentina, a la cual proporcionó incluso aviones de patrullaje y reconocimiento –BEM 111, fabricados por Embraer–, piloteados, sigilosamente, por oficiales de la Fuerza Aérea Brasileña. Esa participación directa e indirecta no llegó a alcanzar una mayor proporción –con el abastecimiento también de cohetes del Sistema Balístico Aire-Tierra (SBAT-70) de 2,75 pulgadas, tanques y otros pertrechos bélicos– porque el conflicto terminó rápidamente con la victoria de Gran Bretaña. La Argentina fue derrotada en sólo 85 días, y la dictadura no tuvo condiciones de mantenerse. Luego de un breve gobierno militar de transición, el de Reynaldo Bignone, se restauró el régimen democrático.
El Mercosur
El hecho de que la dictadura argentina fuera derrotada al mismo tiempo que el régimen autoritario brasileño se diluía en una lenta y gradual transición hacia una democracia, creó condiciones para que los dos países volvieran a considerar la necesidad de una integración económica, intentada varias veces, incluso por el presidente Juan Domingo Perón, que en 1949 le propuso al presidente Getúlio Vargas la formación de una unión aduanera entre Argentina, Brasil y Chile.
Los presidentes João Batista Figueiredo, de Brasil, y Jorge Rafael Videla, de la Argentina, habían iniciado un proceso de entendimiento, continuado por el presidente Roberto Viola e interrumpido por el general Galtieri, que se alineó a los Estados Unidos y emprendió la aventura de las Malvinas. Pero luego de la restauración de la democracia, los presidentes Raúl Alfonsín (1983-1989), de la Argentina, y José Sarney (1985-1990), de Brasil, decidieron, en 1986, integrar los dos países en un mercado común, abierto a otras naciones de la región. El mercado común quedó establecido el 29 de noviembre de 1988 por el Tratado de Integración, Cooperación y Desarrollo, mediante el cual los dos países se comprometieron a formar un espacio económico común, en un plazo de diez años. Los presidentes Carlos Menem (1989-1995 y 1995-1999) y Fernando Collor de Melo (1990-1992) decidieron acortar el plazo a cinco años, o sea, para el 31 de diciembre de 1994, adaptando los objetivos del tratado de 1988 a las políticas de apertura económica y reforma aduanera, de modo de acelerar el ritmo de liberalización comercial en ambos países. El proceso de integración, hasta entonces más o menos dirigido a través de protocolos sectoriales, asumió un carácter librecambista, de apertura general, sin protección sectorial y sin comercio administrado (salvo el automotriz), aunque con excepciones. Uruguay y Paraguay se unieron entonces a la Argentina y a Brasil en la celebración del Tratado de Asunción, del 26 de marzo de 1991, que determinó la eliminación de impuestos y demás restricciones al comercio y la fijación de un arancel común, como máximo antes del 31 de diciembre de 1994.
El proyecto Mercosur no era formar una simple área de libre comercio, sino constituir el embrión de un futuro mercado común y, durante el gobierno del presidente Itamar Franco (1992-1995), el canciller Celso Amorim dio inicio a las negociaciones para armar una red de acuerdos de libre comercio con los estados de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y crear, en diez años, el Área de Libre Comercio de América del Sur (ALCSA). Dicho proyecto desarrolló y amplió la iniciativa amazónica que Brasil había lanzado en 1992, luego de que los Estados Unidos, Canadá y México celebraran el Tratado de Libre Comercio de América del Norte –North American Free Trade Agreement (NAFTA)–. El anuncio hecho por el presidente Itamar Franco (1992-1995), en octubre de 1993, probablemente influyó, entre otros factores, para que el presidente Bill Clinton (1993-1996 y 1997-2001) buscara revivir la Enterprise for the Americas Initiative, y que también propusiera a los jefes de gobierno de las repúblicas americanas, a fines de 1994, la formación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA); ésta, en efecto, una ampliación del NAFTA que abarcaría todo el hemisferio.
ALCA versus Mercosur
La cuestión ALCA/Mercosur se convirtió en el nervio central de la rivalidad entre Brasil y los Estados Unidos, por implicar profundas contradicciones, en las cuales se entrelazan intereses económicos, políticos y estratégicos. El establecimiento del área de libre comercio en América del Sur, teniendo como núcleo el Mercosur, no era conveniente para los Estados Unidos. Pero, por otro lado, el ALCA no le interesaba a Brasil, que no podía permitir, como hizo la Argentina, que su parque industrial se desmantelara y se convirtiera en chatarra y, bajo una nueva y devastadora reducción arancelaria, soportar crecientes saldos negativos en su balanza comercial. El embajador Samuel Pinheiro Guimarães, uno de los encargados de las negociaciones de los acuerdos de integración Brasil-Argentina, en 1986-1987, cuando aún era consejero de la División Económica de Itamaraty, denunció al ALCA como parte de la estrategia de mantenimiento de la hegemonía política y económica de los Estados Unidos, “que realizaría su designio histórico de incorporación subordinada de América Latina a su territorio económico y a su zona de influencia político-militar”, e insistió en que el gobierno brasileño debería abandonar las tratativas para su implementación.
La crisis que sufrieron Brasil, Argentina y todos los demás países de la región a fines de los años 90 afectó la consolidación del Mercosur. Dicha crisis no comenzó con la implementación del programa neoliberal del Consenso de Washington, sino que era preexistente. No obstante, las condiciones económicas, sociales y políticas, que en los años 60 y 70 habían generado los movimientos de insurgencia, se agravaron al final de una década de políticas neoliberales, llevadas a cabo por gobiernos elegidos democráticamente. La deuda externa siguió siendo un problema en toda América Latina. Brasil siempre tuvo conciencia de las pérdidas que podría sufrir con la implantación del ALCA, de allí su resistencia, a pesar de continuar con las negociaciones.
América del Sur y no Latina
En virtud de la preocupación de gran parte del empresariado brasileño con los riesgos que implicaba la propuesta americana y ante las crecientes dificultades creadas dentro del Mercosur a partir de la devaluación del real, la moneda brasileña, en 1999, el entonces presidente Fernando Henrique Cardoso trató de poner el énfasis en el concepto de América del Sur, incorporado dentro del proyecto del ALCSA, promoviendo en Brasilia una reunión de jefes de Estado de la región, llevada a cabo el 1.º y 2 de septiembre de 2000.
La ampliación del comercio con los países de América del Sur implicaba una serie de proyectos para la integración regional, sobre todo en lo relacionado con las interconexiones energéticas y viales. Fernando Henrique Cardoso, poniendo de manifiesto su objetivo político, resaltó que
la vocación de América del Sur era la de ser un espacio integrado, un mercado ampliado por la reducción o eliminación de las dificultades y obstáculos para el comercio y por el perfeccionamiento de las conexiones físicas en los transportes y comunicaciones.
Fernando Henrique Cardoso acentuó el carácter estratégico de la Cumbre de Brasilia al decir que era
el momento de reafirmación de la identidad propia de América del Sur como región donde la democracia y la paz abren la perspectiva de una integración cada vez más intensa entre países que conviven en un mismo espacio de vecindad.
Y la integración política pasaba, necesariamente, por la perspectiva de integración del espacio económico de América del Sur, mediante el acercamiento entre “el Mercosur ampliado y la Comunidad Andina (CAN), con una creciente aproximación a Guyana y a Surinam”.
Ese objetivo político de la integración económica de América del Sur quedó aún más explicitado cuando Fernando Henrique Cardoso declaró, en 2001, que el “Mercosur es más que un mercado; el Mercosur es, para Brasil, un destino”, aclarando que el ALCA es “una opción” a la cual se podrá adherir o no. El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, lo apoyó en sus críticas al ALCA y asistió a la Cumbre del Mercosur, realizada en Asunción, entre el 21 y el 22 de junio, cuando, al formalizar el pedido de ingreso de Venezuela en el Mercosur, afirmó también que el ALCA era una opción; el Mercosur, nuestro destino. Henry Kissinger, en Washington, percibió que el Mercosur se inclinaba a representar las mismas tendencias manifestadas en la Unión Europea, que buscaba definir una identidad política europea no sólo distinta de la de los Estados Unidos sino en manifiesta oposición a ese país.
La segunda reunión de presidentes de América del Sur se realizó en Guayaquil, Ecuador, entre el 26 y 27 de julio de 2002, cuando se aprobó el Consenso de Guayaquil sobre Integración, Seguridad e Infraestructura para el Desarrollo, que manifestaba el propósito de construir “un futuro de convivencia fecunda y pacífica, de permanente cooperación” y declaraba a “América del Sur como Zona de Paz y Cooperación”.
La política exterior de Lula
La llegada de Luiz Inácio Lula da Silva y del PT al gobierno constituyó el cambio más significativo en el escenario político no sólo de Brasil, sino de toda América del Sur, donde ningún partido reconocidamente de izquierda había ganado las elecciones a nivel nacional desde el golpe militar que acabó con el gobierno socialista de Chile, presidido por Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973. Este acontecimiento representó un desafío para la política exterior de los Estados Unidos dentro de su propio hemisferio, amenazado por la inestabilidad política y por una severa crisis económica, social y financiera, que afectaba a todos los países, luego de una década de libre mercado y políticas neoliberales aplicadas por gobiernos de centro o centroderecha democráticamente electos.
El presidente Lula da Silva, desde el inicio de su gobierno, en 2003, demostró que la política exterior de Brasil trataría de robustecer la alianza estratégica con Venezuela y de profundizar los vínculos con la Argentina, su principal socio en el Mercosur, y que la integración de América del Sur era su prioridad número uno. Comprendió que la base económica, y no la exclusivamente política, debería sustentar el liderazgo de Brasil en América del Sur y que ello exigía el aumento de los intercambios comerciales, en un contexto regional más equilibrado. El Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) desempeñó un importante papel al dar densidad a dicha política. Se abrió una línea de crédito para financiar la venta de máquinas, componentes y piezas fabricadas en el Mercosur –en especial en la Argentina– al mercado brasileño, a la vez que se preveía dar un tratamiento semejante a los productos nacionales y a los financiamientos de bienes finales de capital fabricados en la Argentina, Uruguay y Paraguay. El BNDES también aprobó un crédito de US$ 200 millones para la ampliación de un gasoducto para la Argentina, así como para la construcción y montaje de los tubos en un tramo de 508,85 km para expandir la capacidad de transporte de gas natural de la Companhia de Empreendimentos de Energia (CIESA), vinculada a la filial de Petrobras (Petrobras Energia SA, ex Pérez Companc) a través de los gasoductos General San Martín y Neuba II, y ampliar la oferta de gas natural y electricidad en la región del Gran Buenos Aires.
El presidente Lula no pretendía, sin embargo, promover una política de confrontación con los Estados Unidos, país con el cual Brasil debía mantener buenas relaciones y buen entendimiento. Eso lo manifestó y lo dejó demostrado. En 2002, poco después de su visita a Buenos Aires, donde reafirmó que la Alianza con la Argentina era prioritaria para Brasil, viajó a Washington, y allí fue recibido con honores de jefe de Estado antes incluso de haber asumido esa función. La reunión con el presidente George W. Bush superó las expectativas, a pesar de que los dos representaban tendencias políticas e ideológicas opuestas. Y luego, después de su charla en la Casa Blanca, dijo que regresaría a Brasil con la tranquilidad de que puede “contar con el presidente Bush como un aliado”.
La recepción que el presidente Bush le dio a Lula da Silva indicó un cambio en su postura. Pero las relaciones entre Brasil y los Estados Unidos no serían muy cómodas. La dificultad de un entendimiento acerca de diversos puntos fue mayor que durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso. Los intereses, objetivos económicos, comerciales y políticos de los dos países eran contradictorios. Y, a pesar de haber moderado sus posturas radicales, Lula modificó las políticas neoliberales puestas en práctica por el presidente Fernando Henrique Cardoso y manifestó su discordancia con las políticas de Washington, relacionadas con la formación del ALCA, el bloqueo a Cuba, las operaciones en Colombia, el golpe en Venezuela, el asedio económico y financiero a la Argentina o la acción militar unilateral contra Iraq.
Con alrededor de un 10% del comercio de la región, y cerca de los dos tercios dentro del Mercosur, Brasil era, a pesar de las grandes asimetrías, el único país al sur del hemisferio occidental en condiciones de rivalizar con los Estados Unidos, debido a su extensión territorial, su masa demográfica, su parque industrial diversificado, por ser el mayor del denominado Tercer Mundo, por el volumen de su PBI y su posición estratégica en la subregión, por tener fronteras con todos los países, excepto Chile y Ecuador, y por su posición frente a la costa occidental de África. De allí que no haya aceptado las cláusulas que los Estados Unidos trataban de imponer, como la apertura de las compras estatales, el retiro de las empresas americanas de la jurisdicción de los tribunales nacionales y la propiedad intelectual. La resistencia de Brasil y la Argentina, juntamente con los demás países del Mercosur, terminó por abortar el proyecto del ALCA.
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