Literatura

El concepto de América Latina nació en París, de dos fuentes distintas. La más difundida inicialmente provino de la política externa de Napoleón III a mediados del siglo XIX. Con el concepto, su diplomacia quiso justificar el apoyo a la instalación de un imperio en México, del que en 1864 fue nombrado emperador el archiduque austríaco Maximiliano. La tentativa fracasó: en 1867 los rebeldes mexicanos, liderados por Benito Juárez, depusieron y fusilaron al pretendido emperador, finalmente abandonado por su mentor francés. Pero el concepto y la palabra permanecieron. El continente americano abrigaría por lo menos dos “Américas”: bien al norte, la anglosajona; al sur, la latina.

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Francisco Bilbao Barquín, escritor, filósofo y político chileno a quien por sus ideas liberales lo llamaron el Apóstol de la Libertad (Reproducción/Wikimedia Commons)

La segunda fuente del concepto –que perdura hasta hoy– fue el difuso sentimiento de resistencia entre los intelectuales a la creciente influencia de los Estados Unidos al sur de su frontera nacional. Ya en 1856 –y por lo tanto antes de la trágica aventura de Maximiliano– el periodista, poeta y diplomático colombiano José María Torres Caicedo escribía en Venecia el poema Las dos Américas, donde se lee:

La raza de la América Latina Al frente tiene la sajona raza, Enemiga mortal que ya amenaza Su libertad destruir y su pendón.

Ese mismo año, el chileno Francisco Bilbao Barquín dio una conferencia en París en la que definió a América Latina incluyendo, además de América del Sur, a América Central y México.

Torres Caicedo vivió en París desde 1851 hasta su muerte, en 1889. En 1875, en un ensayo titulado Mis ideas y mis principios, señaló que ya desde el año 1851 se utilizaba el calificativo de “latina” para la América hispana. Y lo justificaba así:

Hay una América anglosajona, dinamarquesa, holandesa, etc.; hay una española, francesa, portuguesa. Y a ese grupo, ¿qué nombre científico darle, sino el de latina? Está claro que los americanos-españoles no somos latinos por lo indio, sino por lo español […].

Luego proseguía señalando que por entonces (1875) el uso de la expresión “América Latina” ya se había generalizado.

¿Latinos contando o no con Brasil?

Ensayistas franceses como Michel Chevalier (Lettres sur l’Amérique du Nord, 1837) y el padre Emmanuel Domenech (Journal d’un missionaire au Texas et au Méxique, 1846-1852) también mencionaron la existencia de dos Américas, siendo este último quien acuñó la expresión para aludir a América del Sur, América Central y México –concepto que luego fue utilizado por la diplomacia y la política de Napoleón III en relación con la región, postulando el “panlatinismo” para justificar su pretendido y fracasado imperio–.

Estas fuentes demuestran que el certificado de bautismo de América Latina fue emitido en París y redactado simultáneamente en español y en francés. Posteriormente, el concepto no sólo fue geopolítico o geográfico sino que ostentó un fuerte acento cultural. También es cierto que tenía un claro rasgo europeizante: “latino”.

A partir de entonces hubo un proceso de “repatriación” del concepto de América Latina, cuyo objetivo fue aproximarlo e integrarlo a la región real –con sus contradicciones y diversidad de fuentes culturales, con sus varias lenguas– contraponiendo o amalgamando, a las fuentes europeas de diversas extracciones, las fuentes nativas y africanas y de otras migraciones posteriores.

Es que, pese a las intenciones de proclamar la unidad de los pueblos de América Latina –o una unidad cultural que no anulase las diferencias–, el proceso fue lento y sigue vigente hasta hoy, porque la nueva diáspora de los pueblos de la región –sobre todo hacia América del Norte y Europa– y las migraciones internas cada vez mayores plantean nuevas fronteras para el concepto, lo que da prueba de su dinamismo.

Aunque desde un comienzo el concepto abarcó a los pueblos americanos cuyas lenguas nacionales tuvieran origen latino, el hecho es que Brasil quedó afuera desde el principio.

Los intelectuales brasileños del siglo XIX y comienzos del siglo XX, como José Veríssimo y Sérgio Buarque de Holanda, tenían ostensibles preocupaciones “americanas”; y los intelectuales del mundo hispanoamericano siempre miraron a Brasil con atención. El ensayista brasileño Manuel Bonfim llegó a publicar, en 1905, el libro América Latina: males de origem, donde criticaba la idea corriente de que el atraso de los países de nuestro continente derivaba de cuestiones de raza, clima o mestizaje, como era común creer por entonces. En cambio, denunció que la explotación de las colonias por las metrópolis era la causa histórica de ese atraso.

El crítico Uruguayo José Enrique Rodó hizo una contribución fundamental con su Ariel (1900) –que fue objeto de ensayo de Sérgio Buarque– y con El mirador de Próspero (1913), pues consideraba las diferencias entre la América Latina y la Sajona. En París, Ventura García Calderón y Hugo Barbagelata dirigieron –desde 1912 a 1914– la Revista de América, para la que pidieron colaboraciones a todo el continente americano. El poeta nicaragüense Rubén Darío, autor de la Oda a Roosevelt (1905), dirigió la Mundial Magazine y viajó a Brasil, la Argentina y Uruguay en busca de colaboradores. Pero ninguna de estas cosas hizo que se tomara conciencia de que la antigua línea de Tordesillas había sido derogada. De un lado y de otro, perduró por mucho tiempo la idea difusa de que el término “América Latina” se refería pura y exclusivamente a la América de habla hispana.

Conciencia literaria de la latinidad

Por circunstancias diversas, incluso políticas, los encuentros de intelectuales y artistas en los que se afirmaba la “unidad” de los pueblos latinoamericanos solían realizarse fuera de América Latina: en Francia, Italia, Canadá y hasta en los Estados Unidos. El punto culminante de esos encuentros fue el Congreso de Escritores Latinoamericanos de Génova, celebrado en 1965, cuando se creó la 1.ª Sociedad de Escritores Latinoamericanos, con Miguel Ángel Asturias y João Guimarães Rosa a cargo de la dirección.

El panorama sólo comenzó a cambiar radicalmente a partir de la Revolución Cubana de 1959. La reformulación de las actividades de la Casa de las Américas en La Habana –siguiendo una política deliberada de integración cultural– propició el encuentro sistemático en suelo americano de generaciones de intelectuales en plena madurez creativa y/o en formación. Bajo la dirección de Haydée Santamaría y Roberto Fernández Retamar, la Casa de las Américas publica desde 1965 la revista homónima y ha instituido el premio literario más importante de América Latina –que también incluye a los escritores brasileños como una categoría de su premio anual–.

Por otro lado, la sucesión de dictaduras apoyadas por los gobiernos de los Estados Unidos hizo que los intelectuales tomaran definitiva conciencia de un origen y un destino comunes en los frentes antiimperialistas que se formaron desde mediados del siglo XX. La literatura y los estudios literarios fueron parte esencial de ese proceso porque contribuyeron de manera notable a afirmar cierta perspectiva de la diversidad cultural de los países de la región, superando los prejuicios raciales, de género, nacionales y otros.

Desde el siglo XIX –con la formación de las naciones independientes en suelo americano y el derrocamiento de los imperios portugués y español en el continente– el tráfico de escritores, intelectuales y artistas entre los nuevos países se desarrolló en proporción geométrica, en particular en la América de lengua española. También creció la presencia de intelectuales y artistas –incluso brasileños– en Europa, sobre todo en la París “capital del siglo XX”, en palabras de Walter Benjamin.

Los viajes constantes tenían los más variados motivos: la dificultad de supervivencia en aquellos países (latinoamericanos) donde las instituciones de la vida intelectual eran frágiles y donde la práctica de la literatura era más una causa personal que una profesión; las fugas y los exilios provocados por la inestabilidad política; la fascinación por la herencia europea y por la riqueza de su vida intelectual.

De todos modos, fue entre esos viajes y retornos –a veces trágicos como el de José Martí, muerto en la lucha por la independencia de Cuba en 1895– que se forjó una conciencia más amplia y fundamentada de la existencia de lazos sutiles o evidentes de una posible unidad cultural latinoamericana –a pesar de las diferencias– en esa vasta América Latina poblada por indios, mestizos y descendientes de africanos y europeos.

La América hispana se integraba. Los ensayos de Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) –amigo del poeta brasileño Ronald de Carvalho, autor del poema Toda América – son un buen ejemplo de ello. Nacido en la República Dominicana, fue profesor y conferencista en su patria, Cuba, México, los Estados Unidos y la Argentina, país donde murió. En 1925 enunció “ La utopía de América ” en la Universidad de La Plata (Buenos Aires). Partiendo de su experiencia mexicana, afirmó que América aspiraba a la construcción de un “hombre universal” que supiese reconocer los matices, las diferencias y la multiplicidad que sedimentaban la unidad en vez de la uniformidad, definiendo a esta última como característica de los “imperialismos estériles”.

En otro ensayo, La colección latinoamericana (1934), señaló la relativa pujanza de las bibliotecas latinoamericanas en los Estados Unidos y algunos países de Europa frente a la precariedad de aquellas que estaban en suelo latinoamericano. También demostró conocer al dedillo la biblioteca de la Universidad Católica de América, en Washington, cuyo núcleo principal era la colección de libros del brasileño Manuel de Oliveira Lima.

A ambos lados, el de habla española y el de habla portuguesa, se hicieron esfuerzos significativos, casi siempre personales y asistemáticos, en busca de la comprensión y el reconocimiento mutuos. Poetas brasileños como Mário de Andrade, Carlos Drummond de Andrade y Manuel Bandeira buscaron contactos en Uruguay y Perú. En 1943, Bandeira fue nombrado profesor de literatura hispanoamericana de la Facultad Nacional de Filosofía de Río de Janeiro, y en 1949 publicó su libro Literatura hispano-americana.

El escritor Carlos Drummond de Andrade (de izq. a der.), el editor José Olympio y el escritor Manuel Bandeira (Difusión)

Como director del Departamento Cultural de la Unión Panamericana, organismo de la Organización de Estados Americanos (OEA), Érico Veríssimo fue uno de los primeros escritores brasileños en recorrer sistemáticamente los países de lengua hispana y, como resultado de sus travesías, escribió un clásico de la literatura de viajes: México (1956). Jorge Amado también conoció casi todos los países hispanoamericanos dando conferencias y presentando sus novelas. Ambos fueron traducidos y publicados en los países vecinos, como asimismo en otras partes del mundo; del mismo modo, en Brasil hubo un gran reconocimiento e interés hacia autores como Jorge Luis Borges, Rubén Darío y otros.

Del lado hispano, intelectuales como el mexicano Leopoldo Zea comenzaron a recorrer el continente –Brasil incluido– desde los años 40. El propio Henríquez Ureña ya había dedicado en 1935 un breve ensayo a la literatura hermana: Las letras brasileñas. Pero cuando el crítico uruguayo Alberto Zum Felde publicó en 1954 su Índice crítico de la literatura hispanoamericana –una contribución fundamental a los estudios literarios integradores del continente–, Brasil, como se percibe ya desde el título, quedó afuera; y lo mismo ocurrió en sus estudios sobre narrativa.

A pesar de los esfuerzos contrarios, la tendencia imperante en la reflexión y los estudios literarios en América Latina fue constituir dos universos separados. La crítica brasileña construyó, durante décadas desde fines del siglo XIX, estudios sistemáticos sobre la originalidad y la pertenencia de sus letras patrias a la literatura occidental –que tuvo su punto más alto en la generación de escritores y críticos modernistas posterior a la Semana de Arte Moderno del 22–. En 1952, poco antes del libro de Zum Felde, Wilson Martins publicó una Crítica literaria en Brasil integrando la visión histórica de los procesos críticos brasileños. Ésa continuó siendo la tendencia general en Brasil durante la primera década de posguerra.

Bases teóricas: de Candido a Rama

En los dos sectores lingüísticos predominantes en América Latina ya existía un corpus de estudios críticos, históricos y metodológicos (como los de Alfonso Reyes, Augusto Meyer y Lúcia Miguel Pereira) que ofrecía una sólida base reflexiva respecto de la organicidad y los desencuentros del propio mundo.

Ese estado de las cosas cambió a partir de 1960, a raíz del encuentro de dos sistemas de pensamiento. Uno fue el que había desarrollado el crítico Antonio Candido para analizar e interpretar el nacimiento de la literatura brasileña a partir del siglo XVIII, con el objetivo de construir una literatura autónoma en relación con las europeas sin dejar por ello de reconocer sus fueros de paternidad. Pero sólo de paternidad: el resto provenía de las culturas del continente, ya arraigadas o que se fueron arraigando con el tiempo.

El otro sistema había sido propuesto por el crítico uruguayo Ángel Rama para consolidar la idea de que las creaciones literarias de América Latina podían leerse dentro de los parámetros de una historia común. Rama se consagró a leer, viajar, mantener correspondencia con otros intelectuales y escribir, no sólo para transmitir la idea de una literatura latinoamericana, sino también para probar su existencia. Esa sería apenas la punta del iceberg ... o bien, invirtiendo la imagen, la simiente raigal de una identidad cultural definida como algo a construir, no como algo rescatado del pasado.

A partir de la década de 1960 –en sus artículos del semanario Marcha, de Montevideo, y hasta su muerte en 1983–, Rama proyectó una América Latina para el futuro, abriendo para nuestro continente la perspectiva de ser una respuesta secular a los procesos sucesivos de conquista y dominación –puesto que puede transformarse en un territorio de libertad solidaria fundamentado en una visión abarcadora de sus homologías culturales más allá de sus diferencias–.

Esa determinación y sus implicaciones indican que la crítica literaria veía su eje central definitivamente desligado del periodismo –que en un principio la había caracterizado en América Latina– y volcado hacia las universidades: una traslación que ya había comenzado a definirse, en términos continentales, desde la primera mitad del siglo XX. No obstante, en opinión de Candido y Rama no había que descuidar la dimensión pública de la crítica ni mucho menos descalificar al periodismo militante como campo y arma de pensamiento.

¿Sistema literario o manifestación literaria?

Los argumentos de Antonio Candido –expuestos en las primeras páginas de Formação da literatura brasileira: momentos decisivos (1959)– parten del concepto de sistema literario como opuesto al de manifestación literaria. Las manifestaciones literarias eran fenómenos eventuales –característicos de los primeros siglos de ocupación colonial en las Américas– que, antes que una articulación orgánica mutua o con algún proyecto de literatura propia en las tierras ocupadas, testimoniaban el trasplante de las prácticas europeas al nuevo paisaje. El sistema literario, en cambio, se caracteriza por la articulación orgánica, triangular entre un corpus de autores, obras y lectores (que debe incluir la mediación fundamental de la crítica).

La relación entre dos polos está mediada por un tercero. Así, la relación entre el corpus de lectores y una obra determinada está mediada por la imagen que los lectores se hacen del autor, creando expectativas (que pueden ser satisfechas, trastocadas o destruidas); de la misma manera, la relación del autor con sus lectores está mediada por sus obras. E, igualmente, la relación del autor con su obra está mediada por la imagen que éste tiene del lector, al que quiere complacer o incluso rechazar. De esta forma, la relación del autor –imaginaria o no– con su público –real o latente– pasa a ser también un factor interno de las obras literarias (y artísticas de modo general) que determina las elecciones estéticas.

Además de esa dimensión sincrónica, “espacial” que en determinado momento articula el triángulo autor–obra–público en un sistema literario, existe una dimensión diacrónica, “temporal”.

El sistema literario se constituye cuando los autores de una generación reconocen
a los autores, obras y lecturas de otras generaciones –y de su propia nación– como “lugar de pertenencia”; es decir, cuando se reconocen herederos de una tradición particular, ya sea para confirmarla, negarla o ambas cosas a la vez y en grados diversos. Esto no niega la articulación, las coincidencias, las influencias recibidas ni las intertextualidades con otras literaturas consideradas modélicas. Pero afirma el carácter orgánico y articulado de las propuestas de los intelectuales que resolvieron construir en su patria una literatura que respondiera a la imagen de los modelos europeos y fuese, al mismo tiempo, autónoma.

En el marco de una literatura nacional, el concepto de sistema implica también el reconocimiento de instituciones de apoyo como las academias, el sistema educativo –incluida la enseñanza superior–, las revistas, los premios y las editoriales.

En la medida en que se considera un sistema internacional progresivamente abarcador, el concepto se diluye. No obstante, algunas editoriales tienen proyección continental (sobre todo en el caso hispanoamericano), hay revistas y premios para todo el continente (la revista y el premio de la Casa de las Américas, de La Habana), y existe una demanda creciente por la integración de los sistemas universitarios. Pero sobre todo persiste la recurrencia a un repertorio común de fuentes, imágenes, metáforas y referencias que genera el sentimiento y la percepción de una historia y un ritmo comunes y peculiares de la vida intelectual.

Según la Formação... de Antonio Candido, el sistema literario se inició en Brasil con los arcadios del siglo XVIII y se concretó con las últimas generaciones románticas, ya en la segunda mitad del siglo XIX. La señal de que la literatura brasileña había adquirido plena autoconciencia fue el ensayo Instinto de nacionalidade, de Machado de Assis, publicado en 1873, que establece los eslabones y las rupturas entre los escritores brasileños de los siglos XVIII y XIX.

Tras haber conocido a Candido y su propuesta cuando éste viajó a Montevideo en 1960, Ángel Rama vio en aquella conceptualización la clave para elaborar una visión unitaria de los procesos literarios en América Latina, que respetase su carácter plural e incluyese a Brasil. Publicó varios ensayos sobre el tema, en diferentes y sucesivas versiones.

Algunos referentes de esa trayectoria son: Diez problemas para el novelista latinoamericano, publicado en la Revista Casa de las Américas en 1964; La formación de la novela latinoamericana, Canadá, 1973; Medio siglo de narrativa latinoamericana (1922-1972), publicado en Italia en ese mismo año; Los procesos de transculturación en la narrativa latinoamericana, Venezuela, 1974; El boom en perspectiva, Colombia, 1982; y el libro Transcultura­ción narrativa en América Latina, publicado en México en 1982, donde compila su pensamiento.

Rama veía en la América hispana una serie de manifestaciones literarias relativamente aisladas unas de otras debido a la precariedad de las instituciones culturales, la falta de profesionalización de la producción literaria, y la gran división en muchos países del antiguo imperio español –a diferencia de Brasil, cuyo territorio se había mantenido básicamente unificado–.

Resaltaba la precocidad constitutiva del sistema literario brasileño, ya consolidado en la segunda mitad del siglo XIX. En la América hispana, en cambio, los primeros sistemas se formaron en torno a las ciudades de Buenos Aires y México.

Consideraba la especificidad de Brasil al comparar el Movimiento Modernista de 1922 y las vanguardias literarias de la misma época en los países americanos de lengua española. El Movimiento Modernista, aunque en conexión permanente con las vanguardias europeas, se había mantenido orgánicamente autocentrado en el público interno, brasileño, quizás por estar “confinado” a la lengua portuguesa. Pero las vanguardias hispanoamericanas sustentaban la ambición constante de obtener el reconocimiento de colegas y públicos europeos.

La invención “común” del futuro

En la primera mitad del siglo XX se produjo un notable cambio integrador en el panorama de las letras latinoamericanas. Desde São Paulo y la Semana de Arte Moderno se constituyó una vanguardia orgánica en grupos literarios diseminados por el país; en la América hispana surgió una generación de creadores, sobre todo poetas (como ocurría en Brasil en aquel momento), que realizaron cambios “en conjunto” dando un sentido de simultaneidad a la producción literaria desde México hasta Tierra del Fuego.

Del lado brasileño, se reivindicó el nombre de Modernismo; en la América hispana los poetas y artistas se autodenominaron vanguardistas. El Modernismo había sido, en América hispana, un movimiento de renovación ocurrido a fines del siglo XIX, equivalente al Parnasianismo y el Simbolismo en Brasil. A pesar de los nombres diferentes, esos movimientos de renovación tenían un ritmo común, propósitos semejantes e interfases estéticas significativas. La propuesta de una perspectiva común para la literatura latinoamericana no anula la percepción de las diferencias, pero resalta la existencia de influencias, propósitos y ritmos semejantes que permiten el esfuerzo comparativo.

En toda América Latina, la producción literaria quedó bajo el dominio de lo “nuevo”. Las revistas y los manifiestos programáticos se multiplicaron. Los Nuevos fue el nombre dado a sendas revistas publicadas en Montevideo y Bogotá. En Brasil se destaca la Revista de Antropofagia, con el Manifesto Antropofagico. En México apareció Contemporáneos; en Perú, Amauta; en Cuba, Avance.

Lo novedoso de estos movimientos era que no sólo querían superar el pasado; también pretendían superar el presente proyectándose hacia el futuro.

En muchos países, los rápidos procesos de industrialización y urbanización conmovieron las raíces y tradiciones heredadas del pasado. Nuevas camadas de inmigrantes reorganizaron los espacios urbanos, rurales y el paisaje cultural. Las clases medias ganaron espacio y aumentaron sus reivindicaciones; las oligarquías tradicionales entraron en crisis financiera mientras crecían los poderes de una nueva burguesía industrial y mercantil; se formó un nuevo proletariado urbano: columnas de migrantes se dirigían a las ciudades, que se transformaron en metrópolis agitadas y vectores de modernización, mientras las poblaciones rurales reivindicaban la tierra y pedían mejores condiciones de vida.

El proceso iniciado por la Revolución Mexicana desde 1910 dio visibilidad mundial al tramado del continente, donde fueron creciendo paulatinamente la visión y el sentimiento de que era necesario superar el “atraso” alcanzando la “contemporaneidad” con las sociedades avanzadas. Progresivamente, esa forma de conciencia se politizó hacia la derecha y hacia la izquierda con la ascensión del comunismo en la Unión Soviética, del fascismo en Italia y del nazismo en Alemania.

Con su impulso radicalmente innovador, las vanguardias crearon una doble tendencia en América Latina. Por un lado, se buscó el reconocimiento del público europeo como público “universal”, “internacional”, cuyo modelo era deseable. Por otro, se buscó unificar el concepto de “nuestra” América Latina y de “nuestro” público, aunque todavía raro y disperso. Esas dos tendencias convivieron y se combinaron; Europa (París) seguía siendo un referente, como lo ilustra el caso del brasileño Oswald de Andrade, cuando proclama haber descubierto Brasil desde lo alto de la Torre Eiffel.

Volcándose a las marcas de sus herencias culturales para reconfirmarlas o negarlas, el vanguardismo –afirma Rama en Medio siglo de narrativa latinoamericana “no sólo inventó el futuro, sino que también rehizo su pasado”. Esa relectura del pasado explicaba la ruptura con el presente, con las formas establecidas del presente, y la búsqueda incesante de lo “nuevo” que, a veces, estaba en ese mismo “pasado” bajo la forma de tradiciones insospechadas, sumergidas como las indígenas y las de origen africano y hasta las de los inmigrantes más recientes, o en miradas olvidadas o repudiadas, como las de las mujeres.

Las vanguardias transmitieron –como legado para el futuro– la valorización de la excentricidad –que prosiguió durante todo el siglo XX en forma de continuos redescubrimientos de “olvidados” o “silenciados”, como los poetas Kilkerry y Soussândrade y el dramaturgo Qorpo-Santo en Brasil– y la valorización en el ámbito de los estudios literarios de las literaturas populares, como la de cordel, común en el Nordeste brasileño.

Impresos de literatura de cordel a la venta en Río de Janeiro, Brasil (Diego Dacal/Wikimedia Commons)

Durante las décadas de 1960 y 1970, en Ecuador se redescubrieron los textos
de Pablo Palacio; en Venezuela los de Julio Garmendia; en la Argentina los de Santiago Dabove y Macedonio Fernández, y en Uruguay los de Felisberto Hernández y Alfredo Mario Ferreiro. Se valorizaron las oralidades; las relecturas más recientes del indigenismo andino exaltaban como opción estética consciente lo que antes era visto como defecto a fin de dignificar la cultura popular, como lo hacen Agustín Cueva y Antonio Cornejo Polar en relación con Huasipungo (1934), del ecuatoriano Jorge Icaza. Incluso se ha llegado al enaltecimiento de las literaturas en lenguas indígenas, antes olvidadas.

Regionalismos y revolución narrativa

Si bien los movimientos vanguardistas, a partir de la década de 1920, se destacaron por la poesía, su relectura del pasado dio lugar a que se cuestionaran los regionalismos y las formas de las narrativas anteriores, marcadamente herederas del naturalismo francés. El cuestionamiento provocó una redefinición de los regionalismos y realismos en toda América Latina, dando paso a aquellos autores que se habían formado literariamente antes de, o durante, la Segunda Guerra Mundial y que alcanzaron el apogeo de su creatividad después de esa conflagración y durante la Guerra Fría llevando a cabo una gran revolución, de dimensiones continentales, en la “inteligencia literaria” de América Latina.

Estamos hablando de la generación cuyos corifeos en el plano narrativo son –según Ángel Rama– Guimarães Rosa, Juan Rulfo, Augusto Roa Bastos, José María Arguedas y Gabriel García Márquez, pero a la que debemos sumar, entre muchos otros, a Clarice Lispector, Antonio Callado, Érico Veríssimo, Carlos Fuentes, Miguel Ángel Asturias, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, además de numerosos poetas como Carlos Drummond de Andrade, João Cabral de Melo Neto, Nicolás Guillén, Pablo Neruda y René Depestre.

En el ámbito de la crítica y el ensayo, ésa es la generación de Rama y de Candido, y también la de Afrânio Coutinho, Benedito Nunes, Emir Rodríguez Monegal, Octavio Paz, Arturo Ardao, Noé Jitrik, David Viñas, José Luis Martínez, José Miguel Oviedo y muchos otros. Eran escritores, poetas y críticos de generaciones etarias e inclinaciones estéticas, políticas y culturales muy diferentes. Pero tenían en común el hecho de haber vivido con intensidad, ya plenamente maduros o recién despertando a su madurez literaria, los procesos de modernización ocurridos en América Latina después de la Segunda Guerra Mundial y durante la Guerra Fría.

Esa generación, con sus coincidencias y sus polémicas, consolidó la conciencia de “repatriación” del concepto de literatura (y cultura) latinoamericana. Renovó todas las artes después de la Segunda Guerra, y en los cinco continentes. La integración de numerosos intelectuales latinoamericanos con los africanos fue notable, ya fuera a través del movimiento de descolonización, de los movimientos ligados a la idea de negritud o de ambos, porque muchas veces uno se confundía con el otro. Los caribeños Aimé Césaire, Nancy Morejón, Nicolás Guillén, René Depestre y Edouard Glissant; los brasileños Abdias do Nascimento, Solano Trindade, y los africanos Léopold Sedar Senghor, Agostinho Neto, Samora Machel y Mário de Andrade (el poeta angoleño) comenzaron a crear o a ser leídos dentro de esos parámetros.

Rama vio en esa generación a los transculturadores de la literatura latinoamericana. El concepto de “transculturación” provenía de la antropología, del libro Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), de Fernando Ortiz, que lo opone al de “aculturación” para analizar los procesos de fusión cultural en escenarios de desigualdad social.

Según el concepto de “aculturación”, las culturas dominantes y hegemónicas asimilan, casi sin modificarse, elementos de culturas subalternas y relegadas a una suerte de “pasado de la humanidad”.

Según el concepto de “transculturación”, las culturas dominantes, al entrar en contacto con otras culturas, aunque subalternas, también se modifican. De ese proceso dialéctico resulta un nuevo universo cultural, que pasa a desempeñar el papel de una “nueva tradición”, con todas las contradicciones que contiene la expresión. Ortiz estudió la transculturación como proceso inconsciente, involuntario. Al trasladar el concepto al plano de la creación literaria, Rama incluyó en él los proyectos estéticos, culturales y políticos formulados conscientemente.

Dentro de ese molde conceptual identificó tres movimientos que dieron al proceso literario continental un ritmo (per)formativo común, a los que denominó “las tres irrupciones de la modernidad”. El concepto de “modernidad” se transformó en el “demonio particular” de las culturas latinoamericanas, en su fuerza inspiradora y –al mismo tiempo– en el límite que definió, durante dos siglos, las inclusiones y exclusiones, las reinvenciones del futuro y las reconfiguraciones del pasado.

La primera y más antigua irrupción de la modernidad fue la del siglo XIX, que comenzó con los procesos de independencia y búsqueda de autonomía cultural y culminó con el Modernismo hispanoamericano (Parnasianismo y Simbolismo en Brasil) en los albores del siglo XX.

La segunda irrupción de la modernidad fue la de las vanguardias, en el siglo XX, que combinó el deseo de reintegrarse al universo europeo con el impulso de redescubrir y redefinir la amplitud y las raíces de las culturas latinoamericanas, y cuya expresión más radical fue el Modernismo brasileño.

La tercera irrupción de la modernidad –ocurrida después de la Segunda Guerra Mundial– fue la de la transculturación de la novela, que abrió el espacio narrativo a la recuperación de las dimensiones míticas de la memoria, de las narrativas orales o inmemoriales, indagando lo imponderable de las experiencias individuales y las rearticulaciones colectivas.

Ése es el rasgo común de narrativas como Grande sertão: veredas (Gran sertón: veredas) (1956), de Guimarães Rosa, Pedro Páramo (1958), de Juan Rulfo, Los ríos profundos (1958), de Arguedas, Cien años de soledad (1967), de García Márquez, y Yo, el supremo (1974), de Roa Bastos.

Narrativas como ésas articularon, en el plano de la contemporaneidad de la novela, una peculiaridad distintiva (aunque no exclusiva) de las culturas y las sociedades latinoamericanas: la dramática construcción de fronteras de exclusión hacia un “pasado de la humanidad” para todo aquello que no forma parte de los sucesivos proyectos de modernización (social, no sólo literaria o cultural) liderados por las clases dominantes, y la recuperación de ese “arcaico rechazado” en el plano de la memoria.

Esas narrativas no se limitaron a intentar revoluciones o transformaciones en las formas de narrar con el objetivo de actualizarlas; también fueron parte –si no la punta de lanza– de la revolución narrativa de posguerra.

La narrativa latinoamericana alcanzó la autoconciencia de su propia contemporaneidad, de su carácter de vanguardia, mediante un proceso en el que afirmó su pertenencia a procesos culturales homólogos y análogos en los diferentes países. Su ocurrencia en el plano narrativo denotó su absorción por un vasto público lector formado por los estratos medios ascendentes que sustentarían, en el continente, el subsiguiente boom de la literatura latinoamericana que luego llegaría a Europa y los Estados Unidos.

Universidades y comarcas literarias

Paralelamente se produjo la creación de nuevas universidades en Brasil, y la reforma o refundación de las antiguas en la América hispana. La dinámica universitaria llevó al ejercicio de la crítica a una especialización antes inexistente o precaria. La vida editorial adquirió dinamismo con Sudamericana, Emecé y Losada en Buenos Aires; José Olympio, Companhia Editora Nacional y Livraria del Globo en Brasil; y Fondo de Cultura Económica en México.

En el caso de América hispana hubo un traslado de la fuerza editorial al continente, debido a la persecución contra las editoriales promovida por el régimen franquista en España. La dictadura salazarista en Portugal también expulsó a numerosos escritores y ensayistas portugueses hacia Brasil.

Una de las nociones más importantes que propone Rama es la de comarca, que define la existencia en América Latina de regiones culturales, multilingües y supranacionales dotadas de relativa homogeneidad o formas de creación artística que se influyen mutuamente.

Existen la comarca pampeana, que abarca parte de la Argentina, Uruguay y el sur de Brasil; la andina, que se extiende desde el norte de la Argentina hasta Colombia y Venezuela; la caribeña, que abarca la península de Florida, el sur de los Estados Unidos y el litoral atlántico de Colombia y Venezuela; la Amazonia es otra inmensa comarca, como asimismo la región del Pantanal entre Brasil y Bolivia; y América Central alberga otras comarcas de sustrato maya o azteca. Ampliando el concepto, actualmente se identifica una comunidad literaria limitada por el litoral brasileño y africano.

El concepto de comarca comprende y supera la dicotomía entre el mundo rústico y el urbano, las literaturas de inmigrantes y emigrantes, y las diferentes modalidades de escritura y género. Forman parte de la literatura de la comarca pampeana los cuentos fantásticos de Borges, Cortázar y Adolfo Bioy Casares; la producción de Silvina y Victoria Ocampo y del Uruguayo Francisco Espínola; O tempo e o vento (El tiempo y el viento), de Érico Veríssimo; los cuentos de Moacyr Scliar ambientados en el barrio judío de Porto Alegre; Las babas del diablo, de Cortázar, ambientado en París; El sur, del propio Borges, que transcurre entre Buenos Aires y la pampa argentina.

Realismo fantástico

Gracias a conceptos como éste es posible comenzar a observar tendencias supranacionales en las literaturas latinoamericanas, cuando antes la crítica buscaba sistemáticamente la comparación con las culturas europeas o norteamericana, por mucho tiempo consideradas “matrices” de los “desdoblamientos” ocurridos a este lado del Atlántico. Rama definió algunas de esas tendencias en sus obras, pero otras impusieron su presencia con el correr del tiempo y el pasaje al siglo XXI.

Durante la segunda mitad del siglo XX se desarrolló, en la comarca pampeana, una literatura fantástica; siguiendo caminos abiertos, entre otros, por Edgar Allan Poe, el género fantástico se sitúa en aquel fulgurar de la conciencia en el que los criterios de verosimilitud realista son puestos en duda pero no abandonados del todo.

El cuento “Las babas del diablo”, de Cortázar, aparentemente narrado por un muerto acostado boca arriba en la isleta de Saint-Louis, en París (y que inspiró la película Blow up, de Michelangelo Antonioni), es un buen ejemplo, puesto que no permite que el lector defina con exactitud el origen de la materia narrada. Borges, Horacio Quiroga y el propio Cortázar fueron maestros del género, asociado a la lectura de un mundo nuevo en el que subsisten viejas y antiguas forma de vida, creando una permanente sensación de extrañamiento e imposibilidad de leer los signos.

Ese modo narrativo hace resonar el sentimiento recurrente de una América Latina permanentemente asolada por procesos de modernización copiados del exterior, que transforman patrones consagrados en “pasados irreconocibles”. El género tuvo menos repercusión en Brasil, donde, no obstante, encontró cultores como Murilo Rubião (O pirotécnico Zacarias, 1974) y J. J. Veiga (A máquina extraviada, 1968).

En el Caribe floreció la literatura de lo real maravilloso, que incorporó a la novela los mitos y visiones heredados de las culturas nativas y de origen africano, y cuyo ejemplo clásico es El reino de este mundo, de Alejo Carpentier . Esa característica propició una prosa exuberante y llevó al autor a proclamar que la herencia barroca sería el eje central y común de las culturas latinoamericanas.

En toda América Latina surgió una narrativa realista crítica, concentrada en el creciente proceso de urbanización o el desarraigo de las poblaciones rurales o nativas de sus territorios de origen.

Encontramos herederos de los caminos abiertos por los escritores de la década de 1930 –como Graciliano Ramos en Brasil– en géneros muy diferentes, que van de la pura ficción al testimonio personal: Ernesto Sabato, José Revueltas, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Fernando Alegría, Carlos Fuentes, Rodolfo J. Walsh, Mario Vargas Llosa, Antonio Torres, Roniwalter Jatobá, Dalton Trevisan, Rubem Fonseca, la Clarice Lispector de A hora da estrela, Luís Vilela, Antonio Callado, Dionélio Machado, Érico Veríssimo, Caio Fernando Abreu, Lygia Fagundes Telles, Dalcídio Jurandir, y, también, el especialísimo caso de Maria Carolina de Jesus, mujer y negra. Su novela testimonial sobre su vida en una favela, Quarto de despejo, alcanzó proyección mundial. También señaló la creciente tendencia a la valorización de la literatura testimonial.

Carolina Maria de Jesus en medio de las casillas de la favela de Canindé, en São Paulo, en 1958 (Difusión /Audalio Dantas)

La novela histórica, que revisita los orí­genes próximos o remotos de las formaciones culturales en el continente, es un género constante en América Latina, como ocurre con los brasileños Érico Veríssimo (O tempo e o vento), Luís Antônio de Assis Brasil (Um quarto de légua em quadro) y el paraguayo Roa Bastos (Yo, el supremo). El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, también puede ser considerado como tal.

Las relaciones entre literatura y periodismo desembocan en obras sumamente expresivas como las de Vargas Llosa en Perú, Tomás Eloy Martínez en la Argentina, y José Louzeiro en Brasil; o en novelas-reportaje como Operación masacre, de Rodolfo Walsh y Noticia de un secuestro, de García Márquez. También pueden rumbear hacia los relatos fragmentarios que recuperan y escanden momentos históricos, como No motor da luz, novela del brasileño José Almino.

Estilos brutales y populares

El advenimiento de las dictaduras y las dramáticas desigualdades sociales produjeron un estilo particularmente brutal en la narrativa, y también en la poesía y el teatro. Con frecuencia, como en el caso de los brasileños João Antonio, Luiz Ruffato y Paulo Lins y Ferrèz, aborda el doloroso mundo de las marginalidades urbanas. En el caso de los hispanoamericanos, no faltan obras contundentes de escritores como el puertorriqueño antiimperialista Pedro Juan Soto y la generación McOndo –surgida en 1996 con una colección de cuentos y representada, entre otros, por el chileno Alberto Fuguet–, que busca expresar la vida urbana con una mirada crítica sobre la globalización.

Estas obras tienen por protagonistas a los marginados nativos, como en el cuento “Meu tio, o iauaretê”, de Guimarães Rosa, que narra el exterminio de una cultura a través de la historia de un mestizo que cree convertirse en jaguar. O Balún Canán, de la mexicana Rosario Castellanos, que tematiza la problemática de los indígenas. También se destacan las denuncias del realismo social característico de la comarca andina, como la novela Huasipungo del ecuatoriano Jorge Icaza, rasgo al que tampoco es ajena Los ríos profundos, del peruano José María Arguedas.

Otros autores se dedicaron a satirizar los sistemas sociales y políticos vigentes por medio de textos humorísticos, como los brasileños Millôr Fernandes y Luís Fernando Veríssimo, el guatemalteco-mexicano Augusto Monterroso y el mexicano Jorge Ibargüengoitia.

La literatura popular tiene gran divulgación en América Latina. En Brasil también se la conoce como literatura de cordel, y ha sido largamente practicada en la región Nordeste por incontables poetas. Entre los más conocidos cabe mencionar a Leandro Gomes de Barros y el poeta popular Patativa do Assaré, “nombre de guerra” de Antônio Gonçalves da Silva. A partir de las últimas décadas del siglo XX, con la migración creciente hacia los centros urbanos, esa literatura ganó nuevos espacios y llegó a ser producida, por ejemplo, en São Paulo. En México, donde es heredera de los pliegos de cordel o pliegos sueltos de España, alcanzó contornos políticos con Amparo Ochoa, quien cantaba la memoria de la Revolución Mexicana.

Innovaciones a pesar de y contra la crítica

Aunque rechazados por parte de la crítica académica como cosa del pasado, parroquial y anacrónica, los regionalismos continuaron siendo fuerzas vivas en la producción literaria, y siguieron ampliándose y adaptándose a los nuevos moldes culturales –como se lee en la obra del brasileño Sérgio Faraco–.

A través de ellos se actualizaron tendencias como el indigenismo y el criollismo o se retomaron temas que se remontan al indianismo identitario del siglo XIX, aunque en forma de parodias o dislocamientos –como en el caso de Maíra (1976), de Darcy Ribeiro–. Pero aquí es el propio indio quien cuenta su historia, inmerso en el dilema entre una sociedad moderna triunfante que no lo acepta y su propia cultura, cuya dimensión él mismo ya ha perdido.

Se valoriza cada vez más aquella literatura que, además de estar ambientada en regiones específicas, pone en escena las aventuras más recientes o históricas de los inmigrantes, como Raduan Nassar (Lavoura arcaica) y Milton Hatoum (Relato de um certo oriente y Dois irmãos).

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El escritor amazonense Milton Hatoum en la apertura de un evento literario en São Paulo, en abril de 2015 (Heloisa Ballarini/SECOM)

En esas modalidades se produjo un extraordinario desarrollo del cuento, impulsado por las circunstancias que favorecen las lecturas fragmentadas, los medios impresos y el desarrollo de las revistas y los suplementos literarios durante algún tiempo (1950-1980), a pesar de su declive posterior. Junto con el cuento se desarrolló enormemente la crónica, practicada en casi todos los diarios y periódicos y en todas las regiones como género preferencial de lectura diaria.

En la narrativa se consolidaron dos polos creativos y extremos, aunque en ocasiones hayan convivido en un mismo escritor o escritora. Por un lado, algunos escritores se destacan por la creación de mundos; por otro, están aquellos que sobresalen por la creación de nuevos lenguajes. Entre los primeros cabe mencionar al brasileño Érico Veríssimo y el colombiano Gabriel García Márquez, con su Santa Fé (O tempo e o vento) y su Macondo (Cien años de soledad) tan presentes y marcadas por la historia como ficticias y enteramente creadas por la imaginación.

Entre los segundos, podemos nombrar a la brasileña Clarice Lispector, que desde sus primeras obras creó lenguajes innovadores para dar cuenta de los estados de alma de sus personajes, o al argentino Julio Cortázar, que muchas veces transformó sus novelas en verdaderos rompecabezas o modelos para armar.

No es raro que la convivencia armoniosa entre esas dos líneas creativas haya resultado en obras maestras como Grande sertão: veredas, de Guimarães Rosa, cuyo sertón es tan brasileño como imaginario y abierto a una pluralidad de culturas que llegan hasta la cábala y el Oriente, y cuyo lenguaje ha sido completamente reelaborado a la luz de los neologismos y los arcaísmos. Puede decirse lo mismo de Los ríos profundos, del peruano José María Arguedas, cuyos valles andinos son tan reales como absolutamente personales y cuyo lenguaje es un español recompuesto a la luz, no sólo de los términos y los temas, sino también de una prosodia venida del quechua.

Textos de resistencia y reivindicación

Por fuerza de las circunstancias, debido a las continuas dictaduras que se abatieron sobre los países de la región, con frecuencia, la literatura socialmente comprometida se transformó en literatura de resistencia, fenómeno que no sólo afectó a la narrativa sino también a la poesía, el teatro y la música popular.

En momentos en que el periodismo estaba censurado o proscripto y la historia no podía narrar su propia historia, la literatura asumió el papel de contar lo que no debía ser contado. En ese campo hubo un enorme desarrollo de la memorística, ya sea a través de novelas testimoniales, memorias o relatos de ficción, pero claramente anclados en hechos concretos y determinados: Recuerdos de la muerte, de Miguel Bonasso, O que é isso, companheiro?, de Fernando Gabeira, A festa, de Ivan Ângelo, ¿Quién mató a Rosendo?, de Rodolfo Walsh, Quatro-olhos, de Renato Pompeu, y En la cola de la lagarta, de Luisa Valenzuela.

Lo mismo puede decirse de textos como Week-end en Guatemala, de Miguel Ángel Asturias, o La casa de los espíritus, de Isabel Allende. La denuncia social y política y la protesta contra las formas de censura y autoritarismo en sociedades tan marcadamente desiguales como las latinoamericanas han sido una constante en la literatura de todo el continente.

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Gabriela Mistral, poetisa, educadora, diplomata y feminista chilena, premiada con el Nobel de Literatura en 1945 (Anna Riwkin/Wikimedia Commons)

Junto a esa literatura de resistencia se desarrolló otra de reivindicación, producida por y para grupos sociales emergentes ligados a etnias (negros, indios, inmigrantes) o a preferencias sexuales (lesbianas, gays). Un hito en el reconocimiento de la escritura femenina o de la conciencia femenina en América Latina fue el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a la escritora chilena Gabriela Mistral en 1945.

Pero fue a partir de los años 60 cuando surgió una producción literaria como forma de reivindicación de la conciencia del mundo femenino y de las características propias de su expresión. Autoras como Clarice Lispector, que no han escrito una obra feminista militante, son releídas de esa forma. La escritura y la crítica de y por mujeres ganaron una nueva y excepcional relevancia, aunque muchas veces hayan debido enfrentar prejuicios. Pero a fines del siglo pasado esa literatura tuvo un impulso especial que abarcó otros géneros –además de la ficción–, como el ensayo y la poesía.

En América Central se destaca la obra de las costarricenses Ana Cristina Rossi (Limón Blues; La loca de Guanduca) y Carmen Naranjo (Hacia tu isla ; Camino al mediodía) y la jamaiquina Velma Pollard, quien ganó el premio Casa de las Américas en 1992 con su novela Karl.

La escritura de grupos y autores volcados a la homosexualidad masculina y femenina y la pansexualidad obtuvo enorme relevancia en el continente, no sólo por denunciar prejuicios o reivindicar un espacio cultural propio, sino también por indagar en su identidad y dialogar con otras.

La producción es vasta y diversificada, e incluye casos como el de la argentina Silvia Molloy (El común olvido, 2001) y el también argentino Néstor Perlongher ( Alambres, 1987; Hule, 1989; El cuento de las iluminaciones, 1992); obras de la uruguaya Cristina Peri Rossi (Desastres íntimos, 1997) y la cubana Sonia Rivera Valdés –ganadora del premio Casa de las Américas en 1997 con Las historias prohibidas de Marta Veneranda–; de los cubanos Severo Sarduy y Reinaldo Arenas (Antes que anochezca, 1991) y el brasileño João Silvério Trevisan (Testamento de Jônatas deixado a David, 1976, y O livro dos avessos, 1992), y también la poesía de Ana Cristina César.

Una fuerte reivindicación, heredera o crítica de los tiempos de la negritud, provino de los movimientos que hoy se autodenominan de afrodescendientes. Estas manifestaciones abarcan todos los campos culturales, confundiéndose muchas veces con otras reivindicaciones y denuncias de prejuicios –como las relativas a la pobreza y la exclusión social en la obra de Serge Patient, de la Guayana Francesa–. Hoy proponen la búsqueda de un multiculturalismo y un poscolonialismo que no excluyan las diferencias, sino que, por el contrario, subrayen su existencia, como en los textos del martinico Patrick Chamoiseau.

No obstante, la perspectiva multicultural también valoriza el encuentro y la mixtura de diferentes culturas. Ese tipo de literatura tuvo su momento culminante con la entrega del Premio Nobel, en 1992, al conjunto de la obra del poeta caribeño Derek Walcott, que reivindica tanto la condición/soledad del escritor negro como el multiculturalismo de su isla natal, Santa Lucía.

Más prácticas y otros públicos

Durante todo este tiempo existió también una literatura volcada a lo insólito, a los estados inquietantes del alma, a lo indecible, lo nefasto, lo nefando, que Rama cierta vez llamó “la investigación de la basura”, de la decadencia y la decrepitud, y que podríamos también denominar como “estados de podredumbre”. A ella pertenece parte de la obra del chileno José Donoso y también de la de Carlos Fuentes, Salvador Garmendia y Salvador Elizondo; a éstas se suman partes de las obras de Rubem Fonseca y Dalton Trevisan, y la Clarice Lispector de O via crucis do corpo.

La inmersión en los estados del alma condujo a una original explotación del erotismo, donde también tuvo gran preponderancia la escritura de la conciencia femenina. Uma aprendizagem ou o livro dos prazeres (Aprendizaje o el libro de los placeres) (1969), de Clarice Lispector, fue pionero en ese aspecto. También se destaca la obra de la brasileña Hilda Hilst (Poemas malditos, gozosos e devotos, 1984) y la guatemalteca Ana María Rodas (Poemas de la izquierda erótica, 1973).

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Monteiro Lobato en la Companhia Editora Nacional (Reproducción /Wikimedia Commons)

La segunda mitad del siglo XX fue testigo del extraordinario desarrollo de la literatura dirigida al público infantil e infanto-juvenil. Ese tipo de literatura fue practicado por escritores y escritoras que se destacaban en los géneros para adultos, como la chilena Gabriela Mistral y el también chileno Antonio Skármeta, autor de la famosa novela El cartero de Neruda y de Ardiente paciencia. Skármeta ganó el Premio de la Paz Gustav Heineman de Literatura Infantil en 2004, en Alemania.

En Brasil son innumerables los autores del género que continúan el camino abierto por el extraordinario Monteiro Lobato y los personajes de su antológico Sítio do Picapau Amarelo, habiéndose destacado más recientemente Lygia Bojunga y Ana Maria Machado –quienes ganaron el premio internacional Hans Christian Andersen, de Dinamarca– y dibujantes como Ziraldo. En Colombia el género adquirió un excepcional desarrollo con las obras premiadas de Pilar Lozano, Leopoldo Berdella y Rubén Vélez, entre muchos otros.

Un tema recurrente en ese tipo de literatura en América Latina es la integración de los imaginarios de origen europeo y aquellos nativos de las Américas –como es el caso de la boliviana Yolanda Bedregal–, y también de origen africano.

El presente y el embate de las modernidades

En todas estas modalidades literarias, sean de reivindicación o no, los escritores experimentan la necesidad de “actualizar” la práctica literaria –como si ésta estuviese siempre persiguiendo su propia contemporaneidad, o venciendo un atraso, o recuperando algo que quedó perdido en el pasado, dejado indebidamente atrás por considerárselo desactualizado o sin futuro–.

Si existe un proceso común a los sucesivos momentos de creación literaria en América Latina, es, precisamente, el de la sucesiva búsqueda o construcción de “modernidades fugitivas”. La modernidad aparece como utopía y como condena; como ideal inclusivo y también exclusivo; de afirmación y de negación; de visión de futuro y de exclusión hacia el pasado de todo aquello que no cuadre a sus sucesivas versiones.

La búsqueda de la modernidad fue el ideal de integración del presente en el futuro, pero también de desintegración de las formas tradicionales del pasado o de aquellas que simplemente no coincidían con el ideario dominante. Fue tan grande ese empeño constante de búsqueda de la modernidad, o de las modernidades, que muchos críticos hoy lo consideran agotado, prefiriendo adherir a los criterios de Estados Unidos y Europa en cuanto a una polémica posmodernidad que, en un continente tan desigual y desde el punto de vista social y cultural, facilitaría la percepción de las diferencias borradas por los continuos esfuerzos de las nuevas síntesis hegemónicas.

Aquí corresponde, por dos razones, hacer un comentario más específico sobre las formas poéticas en América Latina: primero, porque siempre fueron asociadas de modo inmediato a esa búsqueda de actualización de la inteligencia en el continente; segundo, porque en ellas el embate de las modernidades –de los “pasadismos” a veces creados por ellas mismas– fue más constantemente dramático y abierto.

La poesía acompañó y en ocasiones lideró los procesos de modernización literaria en América Latina. El Modernismo hispanoamericano y el Parnasianismo y el Simbolismo brasileños fueron movimientos eminentemente poéticos, aun cuando tuvieran características propias en la prosa, el ensayo y la crónica, a los que revistieron a veces de preciosismo lexical y tonalidad poética. Convivieron sin rupturas dramáticas con el avance de las ideas positivistas y el estilo naturalista en la ficción.

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Mário de Andrade (primero desde la izq., arriba), Rubens Borba de Moraes (sentado, segundo desde la izq.) y otros modernistas, entre ellos Tácito, Mario y Guilherme de Almeida, Yan de Almeida Prado, en São Paulo, en 1922 (Reproducción /Wikimedia Commons)

Los movimientos de vanguardia y el Modernismo brasileño del siglo XX, aunque contaban con importantes prosistas en sus filas, comenzaron por innovar las prácticas poéticas. Durante un buen tiempo, el concepto de “vanguardia” permaneció asociado al de “poesía”; también, casi siempre a través de ésta y de la convivencia de los artistas en movimientos, manifiestos, cafés y militancia política, las vanguardias del siglo XX mantuvieron vínculos estrechos con las artes visuales, la música y el teatro, y posteriormente revelaron la importancia de un arte característico del siglo XX: el cine.

Manifestaron un creciente interés por el psicoanálisis y el marxismo, muchas veces valorizaron el tono coloquial en la escritura y mantuvieron un vínculo estrecho –si no orgánico en el caso de los poetas hispanoamericanos– con aquellos movimientos europeos que se internacionalizaron, como el Surrealismo y el Futurismo.

Fueron movimientos que, con el correr del tiempo, se escindieron en distintas tendencias y en ocasiones defendieron facciones políticas contrarias. En Brasil, por ejemplo, la Antropofagia, liderada por Oswald de Andrade y la pintora Tarsila do Amaral, tendía a la izquierda, mientras que el Movimento da Anta, que reunía a Plínio Salgado (prosista y líder político del Integralismo) y los poetas Cassiano Ricardo y Menotti Del Picchia, tendía a la derecha.

En la tercera irrupción modernista, posterior a la Segunda Guerra, los movimientos de vanguardia continuaron liderando el debate sobre la poesía y la creación poética con manifiestos y rupturas polémicas, y proponiendo continuas revisiones de los cánones pasados y presentes, como la Poesía Noigandres –después Poesía Concreta– en Brasil, liderada por Haroldo de Campos, Augusto de Campos y Décio Pignatari, y la Poesía Praxis, liderada por Mário Chamie.

Algunas figuras individuales desempeñaron un papel colectivo relevante, como fue el caso del chileno Nicanor Parra cuando publicó Poemas y antipoemas en 1954. Su “antipoesía” –que, volcada a lo coloquial y lo simple, rechaza el rebuscamiento de los antiguos modernistas de cincuenta años atrás y huye de las osadías retóricas de los vanguardistas y evita el tono épico que a veces impregna la poesía de Neruda– llamó la atención de los jóvenes y atrajo numerosos seguidores.

“Tentaciones” y renovaciones vanguardistas

Si bien la poética vanguardista tendía a la fragmentación, no por eso dejó de transmitir señales constantes. En un ensayo publicado en 1995 –“Las tentaciones de la vanguardia”–, el crítico argentino Noé Jitrik –reuniendo puntos de vista explorados antes por Juan Larrea y Emir Rodríguez Monegal, respectivamente, respecto de los chilenos Vicente Huidobro y Pablo Neruda– caracterizó dos actitudes como balizas o señales del comportamiento de las vanguardias poéticas.

Larrea cuenta la fuga de Huidobro en automóvil, vestido de chofer, llevándose o “secuestrando” a su joven amada Ximena en 1928 a través de la cordillera de los Andes hasta llegar a Europa. Monegal cuenta cómo Neruda, en 1949, en pleno mandato de senador por el Partido Comunista y casado, cruzó la cordillera a caballo para huir de la policía llevando en las alforjas invalorables originales poéticos. Jitrik señala que de cada una de esas aventuras nacería un texto seminal para las generaciones posteriores: el Altazor (1931) de Huidobro y el Canto general (1950-1951) de Neruda, cuyos originales logró pasar de contrabando al fugarse por la frontera.

Jitrik designa a esas actitudes como “tentaciones” de las vanguardias: el gesto espectacular, aparentemente apolítico, absolutamente desafiante, innovador (como el detalle futurista del automóvil); y el compromiso histórico, profundo, radical del cuerpo y la palabra (como el detalle criollista del caballo).

Los movimientos poéticos de vanguardia conjugaron esas “tentaciones” durante todo el siglo XX, dividiéndose entre las innovaciones contundentes del lenguaje y las manifestaciones revolucionarias o de reformas sociales profundas en las sociedades latinoamericanas. En ocasiones hubo polémicas acerbas entre los líderes de las “tentaciones” –en el caso brasileño, entre los “concretos” y los “comprometidos” (como Ferreira Gullar, que antes había sido “concreto”) en los años 60, a medida que las situaciones políticas se radicalizaban–.

Pero, en líneas generales, a partir de los años 60 los movimientos de vanguardia fueron disminuyendo, diluyéndose o integrando movimientos más amplios en torno a –o dentro de– la publicidad y los medios de comunicación. Los poetas cuya vida y actividad poética, por sí solas, ya eran un verdadero “manifiesto” referencial para los más jóvenes mantuvieron posiciones individuales relevantes. En algunos casos, como el del mexicano Octavio Paz, la conjunción llegó a tal punto que su actividad poética se volvió casi ensayística, mientras sus ensayos cada vez estaban más cargados de resonancias poéticas.

Dentro de espectros ideológicos y estéticos muy variados, la transformación del perfil propio del poeta en signo de su palabra acompañó el trabajo y el destino de Borges y Neruda, el legado de Gabriela Mistral, de Mário y Oswald de Andrade, de Cecília Meireles y Mário Quintana con sus presencias nimbadas de resonancias simbolistas, de Leopoldo Marechal, de la poesía de Nicanor Parra, de Nicolás Guillén, de Ernesto Cardenal, de la poesía de Lezama Lima, de Manuel Bandeira, de Carlos Drummond de Andrade, de Murilo Mendes, de Vinicius de Moraes, de Jorge de Lima, de João Cabral de Melo Neto
y de tantas y tantos poetas que atravesaron las vanguardias en su época de apogeo, como otros antes citados, para convertirse en referencias individuales de una posteridad en la que los movimientos colectivos habían declinado.

Muchos de esos poetas pasaron a integrar movimientos más amplios en el teatro o la música popular, como Vinicius de Moraes con relación a la bossa nova o los hermanos Campos con relación al Tropicalismo de Caetano Veloso, Gilberto Gil, Leila Pinheiro y otros.

En toda América Latina la canción popular, contrariamente a la tradición predominante en Europa, adquirió un estatus poético igual al de la poesía erudita a través de los movimientos de la Nueva Canción, con Eduardo Falú y Jorge Leguizamón en la Argentina, Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti en Uruguay, Violeta Parra y Víctor Jara en Chile, Pablo Milanés
y Silvio Rodríguez en Cuba, Chavela Vargas en México y los autores brasileños ya citados, además del letrista Fernando Brant y el compositor Chico Buarque de Holanda.

Continuó habiendo tendencias demarcadoras del comportamiento literario, pero sólo desde el punto de vista de una acción programática común basada en una propuesta estética definida. Fue el caso –en el Brasil de los años 70 y ya durante la dictadura militar – de la Generación del Mimeógrafo, cuya producción fue reunida en la antología 26 poetas hoje (1976), organizada por Heloísa Buarque de Hollanda. Liderados por Antônio Carlos de Brito (Cacaso) –y contando en sus filas con poetas como Ana Cristina César, Chacal, Zulmira Ribeiro Tavares y otros–, el rasgo común que los identificaba era la protesta creativa contra los criterios poco innovadores de las editoriales.

Publicaban y vendían de mano en mano sus propios poemas en plaquetas impresas en gráficas de amigos o cerca de sus casas, valorizaban el tono coloquial y eran “hijos” de las grandes innovaciones de la época –la fotocopia y la impresión en offset . Los medios masivos de comunicación e internet produjeron otra innovación en la literatura internacional. También la popularización de libros y diarios como Ocas –periódico brasileño del que participan ex presidiarios residentes en grandes ciudades–. La renovación del lenguaje basada en los medios de comunicación contemporáneos también caracteriza producciones como la del argentino Manuel Puig (Boquitas pintadas).

Presencias grupales o colectivas

Los movimientos de vanguardia, al declinar, dejaron espacio para otros tipos de escritura cuyo referente son las “presencias colectivas”: la escritura de la conciencia femenina, de los movimientos negros, de las diásporas emigrantes o inmigrantes, de los pueblos indígenas, que se expandieron por todos los países de América Latina estableciendo integraciones no sólo con Europa y los Estados Unidos, sino también con África, Medio Oriente y Oriente. Pero, en líneas generales, esas nuevas “presencias” ostentan la marca contundente de ciertos perfiles individuales –en Brasil se destacan Adélia Prado en relación con la presencia femenina, y Manoel de Barros en relación con la región del Pantanal–.

En la América hispana puede decirse lo mismo de Ana María Rodas, Yolanda Bedregal y Gioconda Belli (de Nicaragua) en cuanto a la presencia femenina, y del argentino Manuel J. Castilla en lo atinente a la presencia de un mundo regional específico, el norte de su país, más cercano a la comarca andina que al mundo de Buenos Aires.

Aunque diluyéndose poco a poco hacia fines del siglo XX, los movimientos vanguardistas –incluso el Modernismo brasileño y sus descendientes– dejaron, en una América Latina marcada por los nacionalismos de derecha e izquierda, un nítido legado internacionalista heredado de sus congéneres europeos.

Ese legado se hizo sentir en todos los rincones de “nuestra América”, no sólo como un contacto con movimientos de otros continentes o de América del Norte sino en la propia práctica del texto literario. Se valorizaron los lenguajes innovadores y la mezcla de géneros; la incorporación de prácticas discursivas antes no consideradas literarias; lo coloquial, lo visual y la oralidad en la expresión de la palabra; a veces el silencio expresivo, a veces la performance oral y corporal conjugadas para dar un sentido dramático a lo lírico y a los vestigios de lo épico.

En ese campo, las vanguardias introdujeron en la literatura –junto con el reclamo del derecho a experimentar – el concepto de que todo aquello que no es literario puede llegar a serlo.

Esa apertura abrió camino a las innovaciones individuales, pero –en la medida en que los movimientos de vanguardia en sentido estricto entraban en la historia y se disolvían las fronteras entre los géneros y también entre los países– también dio paso a las nuevas reivindicaciones colectivas.

En su continua renovación de las lecturas del pasado con el objeto de romper los límites del presente, las prácticas literarias recurrieron a los sistemas marginales u olvidados, excéntricos a los sistemas nacionales canónicos. Los estudios académicos o para-académicos desempeñaron un papel fundamental, aunque no exclusivo, en ese campo. Ya en el pasado se habían hecho antologías, compilaciones y reflexiones sobre los pueblos indígenas de las Américas que recogían cuentos, leyendas, mitos, fábulas, ritos, narrativas, etc. También hubo toda clase de aproximaciones a las literaturas populares, como en México y los Andes, y también con los contadores de historias de la pampa argentina y los cantadores del Nordeste brasileño.

Todo eso mantuvo más o menos vigente el deseo de proteger las muestras de culturas y palabras evanescentes – o condenadas, en la expresión de Augusto Roa Bastos (Las culturas condenadas, 1980)–. Pero lo que comenzó a valorizarse fue la práctica misma de las lenguas “olvidadas” en la literatura. Uno de los casos más evidentes es la existencia de una literatura contemporánea en guaraní en Paraguay.

“Ideas fuera de lugar” y nuevos proyectos

Es cierto que el concepto de una literatura latinoamericana, con una historia común y propia, sólo se constituyó orgánicamente –Brasil incluido– con los estudios de Ángel Rama posteriores a su encuentro con Formação da literatura brasileira momentos decisivos, de Antonio Candido. Juntos, y con la ayuda de otros investigadores, los dos críticos crearon otros proyectos fundamentales.

El primero, iniciado cuando Rama todavía estaba exiliado en Venezuela, fue el de la Biblioteca Ayacucho con apoyo del gobierno venezolano. Creada en 1974 para conmemorar los 150 años de la batalla decisiva por la independencia de las colonias hispanoamericanas que le dio nombre, la biblioteca es una colección de obras latinoamericanas de la más variada especie, pero con énfasis en la literatura; aunque también debería otorgar un énfasis proporcional a las poblaciones de América Latina. De acuerdo con el plan inicial, aproximadamente un tercio de las obras debía ser brasileño para llevar al público de lengua española al encuentro con un universo que corresponde, en área y población, a casi un tercio de la región. La colección ya cuenta con más de una centena de volúmenes.

Los dos críticos también imaginaron la creación de una historia de la literatura latinoamericana, escrita a varias manos pero orgánica, centrada en el discernimiento de puntos de contacto dentro de la vasta perspectiva de la producción literaria de América Latina, que incluyese el análisis de obras y tendencias particulares y concretas. Ese proyecto quedó en los papeles, interrumpido por la muerte de Rama.

Años más tarde la crítica chilena Ana Pizarro, que alcanzó a participar de las primeras formulaciones, realizó, a partir de él, un proyecto paralelo publicado en 1995: América Latina: palabra, literatura y cultura, en tres volúmenes con 83 ensayos de otros tantos autores –además de prefacios e introducciones– sobre los más variados aspectos históricos y actuales de las literaturas de América Latina. Si bien no es una historia orgánica y unificada, ha sido un gran paso en esa dirección, incluso porque –por primera vez en una obra de ese porte– los textos aparecen alternadamente en portugués y español, según la nacionalidad de sus autores.

Desde su creación y fundamentación, el concepto de literatura latinoamericana no ha hecho más que crecer. Ángel Rama y Antonio Candido tuvieron predecesores, pero otros estudiosos aportaron innumerables contribuciones –a veces hasta en forma de aportes críticos a los puntos de vista que ellos habían desarrollado– a la sedimentación de una perspectiva latinoamericana en la lectura de las obras producidas en esta parte del mundo. Más recientemente se acentuó la propensión a buscar estudios particularizados de momentos precisos –como los de las vanguardias– y tendencias definidas –como el multiculturalismo, el poscolonialismo y el hibridismo en ciertos autores o regiones y comarcas–.

Otros críticos hicieron contribuciones a los estudios de sus literaturas nacionales que luego resultaron ejemplares o inspiradoras para los estudios literarios en el continente: como la interpretación de las “ideas fuera de lugar”, del crítico Roberto Schwarz, en relación con la obra de Machado de Assis.

Otros retomaron las lecturas de Candido y Rama, reviéndolas, ampliándolas y hasta polemizando con ellas. O profundizaron los estudios de las relaciones de los autores y las obras con los mundos culturales de herencia africana y los pueblos primitivos del continente. O bien desarrollaron estudios comparados entre las literaturas específicas de determinados países. Y algunos realizaron estudios sobre las diásporas latinoamericanas en otros lugares, como la de los hispanoamericanos, en particular los mexicanos, en los Estados Unidos.

Lo cierto es que hubo una gran pulverización de los estudios críticos y sus metodologías en el continente, por lo que hoy resulta muy difícil elaborar grandes perspectivas abarcadoras.

No es posible citarlos a todos; pero, además de Ana Pizarro y de los ya nombrados, cabe mencionar, entre los que comenzaron a trabajar o intensificaron sus actividades a partir de los años 70 y 80, por lo menos, a Jorge Schwartz, Raúl Antelo, Saúl Sosnowski, Tomás Eloy Martínez, Mabel Moraña, Maximilien Laroche, Nicolás Rosa, Osvaldo Pelletieri, Agustín Martínez, Adolfo Colombres, Susana Zanetti, Hugo Achugar, Pablo Rocca, Rogelio Rodríguez Coronel, Márgara Russotto, Beatriz Sarlo, Arturo Arías, Walter Mignolo, Jacques Leenhardt, Silvia Molloy, Serge Gruzinski, Ambrosio Fornet, Josefina Ludmer, Jorge B. Rivera, Jorge Lafforgue, Abril Trigo, Jorge Panesi, Julio Ramos, Pierre Rivas, Mario González, Ana María Shua, Josebel Fares, Amarílis Tupiassu, María del Carmen Bianchi, Sonia Mattalía, Grinor Rojo, Amaryllis Chanady, Wladimir Krysinski, Alfredo Bosi, Carlos Appel, Davi Arrigucci Jr., Flora Süssekind, Wander de Melo Miranda, Roberto Schwarz, Walnice Nogueira Galvão, Teresa Cristófani Barreto, Zilá Bernd, Maria Helena Martins, Tânia Maria Carvalho, Lea Masina, Gilda Neves Bittencourt, Irlemar Chiampi, Bella Jozef, Benedito Nunes, Luiz Costa Lima, Silviano Santiago, Sandra Nitrini, Daniel Balderston, Alberto Moreiras, Beatriz Pastor, Gonzalo Aguilar, Graciela Montaldo, Lígia Chiappini, David Foster, Jean Franco, Berthold Zilly, Jorge Ruffinelli, Álvaro Fernández-Bravo, Sylvia Saítta, João César de Castro Rocha, Roberto Vecchi, Ettore Finazzi-Agró… la lista no tiene fin.

La profusión de nombres, que se extiende por todo el continente latinoamericano e incluye también a los Estados Unidos, Canadá y Europa, muestra que en las últimas décadas la orientación crítica predominante tomó la dirección de los estudios comparados. También prosperó un género ensayístico marcado por la libertad y la creatividad del lenguaje, que conjuga crónica e historia y cuyo maestro e inspiración para las nuevas generaciones es el escritor uruguayo Eduardo Galeano.

El escritor uruguayo Eduardo Galeano en la inauguración de la Bienal del Libro de Brasilia, en abril de 2014 (Fábio Rodrigues Pozzebom/Abr)

Conceptos en busca de lugar

Los conceptos mismos de literatura latinoamericana y de América Latina –y sus límites– están en constante movimiento. Es tradicional en los estudios latinoamericanos, y de larga data, considerar la literatura de los viajeros europeos o de otros que recorrieron el continente como parte constitutiva, aunque auxiliar, de la identidad latinoamericana.

Con el tiempo también empezó a considerarse la literatura de viaje de los propios latinoamericanos –por el continente o allende sus límites– y la de los inmigrantes recién llegados. También floreció una literatura de los varios exilios políticos a que fueron sometidos escritores y escritoras y militantes de las más variadas tendencias ideológicas, y hasta de los exilios voluntarios, que no por serlo eran menos exilios que los otros.

Actualmente hay una literatura de las diásporas latinoamericanas producida para el público que permanece en sus propios países, pero también dedicada al público de esas diásporas. Este tipo de literatura surgió en los cinco continentes, aunque los casos más numerosos se han dado en los Estados Unidos y Europa. Incluso alcanzó reconocimiento internacional cuando el escritor Rolando Hinojosa-Smith, nacido en la frontera entre los Estados Unidos y México, que vivió y escribió en aquel país, ganó el premio Casa de las Américas.

Esa literatura, potenciada por internet, ha vuelto a poner en cuestión la identidad o las identidades latinoamericanas; los brasileños residentes en Nueva York, por ejemplo, no se identifican como “latinoamericanos”; los mexicanos, por su parte, quieren seguir siendo mexicanos. Otras veces, los clivajes ideológicos vuelven a crear fronteras culturales infranqueables, como ocurre con la mayoría de los cubanos exiliados en los Estados Unidos, cuya identificación con las políticas conservadoras muchas veces los apartan de sus coterráneos latinoamericanos.

El concepto cultural de América Latina en un comienzo estuvo anclado en la América hispana. Primero absorbió a Brasil y luego fue absorbiendo a los pueblos de “lenguas olvidadas” y las contribuciones africanas de larga data y las de los inmigrantes más recientes. Atravesó las fronteras y alcanzó las poblaciones de habla francesa, creole, inglesa y holandesa, siempre bajo el signo del acriollamiento de las lenguas. Con las inmigraciones recientes llegó a los Estados Unidos, Canadá, Europa y los otros continentes.

Ya se han hecho encuentros de literaturas latinoamericanas en los que participaron escritores del Québec francófono. Hoy es un concepto mundializado. Allí por donde viaja, lleva consigo la noción de una literatura latinoamericana comprometida con el juego de las identidades mutantes y abiertas del continente. Muchos escritores de América Latina figuran en las listas de los grandes best-sellers mundiales, como el brasileño Paulo Coelho y la chilena Isabel Allende.

En todas partes donde ha florecido, el concepto ha llevado consigo un resabio de persecución a la modernidad. Fue contrarrestado, en su carácter de heredero de las tradiciones sintetizadoras del iluminismo, por un concepto de posmodernidad que intentó rescatar de modo más constante la percepción de las diferencias. Mientras tanto, él –el concepto– y ella –la literatura latinoamericana– siguen siendo los herederos de ese impulso hacia los ideales de una modernidad ya no a imitar sino a construir bajo el signo del arraigo, del rescate de los olvidados y la palabra de los condenados de la tierra.

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Feria Internacional del Libro en Guadalajara, México, en diciembre de 2013 (Enrique Vázquez)

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por admin Conteúdo atualizado em 19/05/2017 18:39