Finalizada la Segunda Guerra Mundial, la arquitectura en América Latina se debatía entre la continuidad de la herencia racionalista europea, la asimilación de las innovaciones tecnológicas norteamericanas y la búsqueda de un camino propio, basado en los recursos económicos disponibles y en las raíces culturales de cada país. Alternativas diferentes y entrecruzadas, cuyo desarrollo –en la década de 1950– dependió de cuán intenso fuera el vínculo entre centro y periferia.
En Brasil y en México, el mayor énfasis estuvo en la madurez de un lenguaje basado en la búsqueda de una expresión nacional en las obras públicas del “Estado de bienestar social”. Se le dio particular importancia al tema de la enseñanza universitaria, pues se la identificaba con el propio desarrollo intelectual, técnico y científico. La Ciudad Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), proyectada por un equipo dirigido por Mario Pani y Enrique del Moral (1947-1952), representó la integración entre el lenguaje del Movimiento Moderno y los elementos formales y decorativos de inspiración precolombina, visibles en la fachada de la Biblioteca de Juan O’Gorman. Interacción plástica también presente en el Centro Médico Nacional (1954-1961), de Enrique Yánez y Joaquín Sánchez Hidalgo. Más ortodoxamente vinculada a la herencia lecorbusiana se sitúa la espaciosa sede de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ), diseñada por Jorge Machado Moreira (1956-1957); pronto compactada en el lenguaje estructuralista del campus de la Universidad Estadual de Río de Janeiro (UERJ), diseñada por Flavio Marinho Rego y Luiz Paulo Conde (1968).
La síntesis integradora entre la vanguardia de las artes plásticas y la arquitectura fue el objetivo propuesto por Carlos Raúl Villanueva en la sede de la Universidad Central de Venezuela (UCV), en Caracas (1952-1955). En el Caribe, los edificios públicos asumieron los atributos que identifican al clima tropical: puede verse en la Feria del Mundo Libre, de Guillermo González (1955), en Santo Domingo; en el Tribunal de Cuentas, de Aquiles Capablanca (1955) en La Habana, y en los diferentes edificios de la Universidad de Río Piedras realizados por Henry Klumb, en San Juan de Puerto Rico.
En otro plano, en relación con el tema de la vivienda, surgieron soluciones originales, que buscaban no sólo su adecuación al contexto urbano o natural, sino también una expresión estética local y popular: el rescate del cromatismo colonial en la residencia de Luis Barragán, en Tacubaya (1949), y la “caverna” azteca de Juan O’Gorman (1952), en la ciudad de México; el ascetismo de la “casa sobre el arroyo” de Amancio Williams, en Mar del Plata (1945); el racionalismo tropical de Mario Romañach en la casa Cueto Noval, en La Habana (1949); y la curvilínea sensualidad de la residencia de Oscar Niemeyer, en Canoas (1953).
Años 60 y 70
Con la difusión mundial del International Style norteamericano en los años 60 y 70 del siglo XX sobrevino una reacción en los países desarrollados de Europa y Asia, que ejerció una fuerte influencia en la región. Como antítesis del modelo purista de Mies van der Rohe, las obras maduras de Le Corbusier –Chandigarh y la Iglesia de Ronchamp– influyeron en los jóvenes arquitectos latinoamericanos, identificados con el movimiento “brutalista”. En México, el Museo Nacional de Antropología e Historia, de Pedro Ramírez Vázquez, Jorge Campuzano y Rafael Mijares (1963-1964), se articuló en torno a un sombreado patio central: la Delegación Cuauhtémoc (1972), la sede del Infonavit (1973-1975) y el Colegio de México (1975).
El clímax del “expresionismo plástico” del hormigón armado fue alcanzado por Agustín Hernández y Manuel González Rul en el Heroico Colegio Militar, en Tlalpam (1971-1976). Una excepción fue la referencia magnificada de la herencia colonial concentrada por Ricardo Legorreta en el Hotel Camino Real, en la Ciudad de México (1968), así como el uso de los ladrillos en los complejos volúmenes de las Torres del Parque de Rogelio Salmona, en Bogotá (1965-1970).
En Brasil, la idea de una envoltura rústica que delimita un espacio libre interior, aparece en 1961 en la caja de hormigón armado a la vista de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de São Paulo (USP), de João Vilanova Artigas. Su lenguaje se basa en la simplicidad de las formas texturizadas, cuyo precedente fueron las ciclópeas estructuras del Museo de Arte de São Paulo (MASP), de Lina Bo Bardi (1957), y del Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro (MAM), de Affonso Reidy (1953).
Las superficies desnudas de hormigón armado tuvieron una gran difusión en el Cono Sur. En Montevideo, Nelson Bayardo proyectó el Crematorio del Cementerio Norte (1963); en Buenos Aires, Clorindo Testa diseñó los espectaculares edificios del Banco de Londres y América del Sur, junto con el estudio Sepra (1959-1966) –ejecutor de la torre de Telefónica Argentina (1951-1964)–, y la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, con Francisco Bullrich y Alicia Cazzaniga (1962-1995); en Santiago de Chile, Carlos Bresciani Valdés, Fernando Castillo Velasco y Carlos Huidobro realizaron la Unidad Vecinal Portales (1956-1963), y Emilio Duhart imaginó la metafórica sede de la CEPAL, en Vitacura (1966).
Política, sociedad y arquitectura
En Cuba, con la llegada de la Revolución, la construcción de dos centros educativos definió tendencias estéticas divergentes: la libertad poética y romántica de las Escuelas Nacionales de Arte (1961-1965), de Ricardo Porro, Roberto Gottardi y Vittorio Garatti, y el orden cartesiano impuesto por la prefabricación en la Ciudad Universitaria José Antonio Echeverría (1961-1969), en La Habana, de Humberto Alonso, Manuel Rubio, Josefina Montalbán y Fernando Salinas.
Las décadas de 1970 y 1980 fueron agitadas y contradictorias por la coexistencia de democracias frágiles, procesos libertarios y férreas dictaduras. La arquitectura reflejó esas situaciones dispares, que van del esfuerzo educativo de la Revolución Cubana hasta la precaria supervivencia de Salvador Allende, en Chile, o el populismo de Velasco Alvarado, en Perú. A su vez, los gobiernos militares de la Argentina, Chile, Uruguay y Brasil apoyaron la asimilación indiscriminada de los modelos extranjeros –desde el high tech de los rascacielos en los centros urbanos hasta el cosmopolita historicismo posmoderno– y las experiencias tecnocráticas en los altares del progreso y la civilización.
Sería imposible citar todas las innumerables torres de acero y vidrio, así como las versiones “decoradas” posmodernas, que se levantaron en los centros de las capitales de la región. En Río de Janeiro, el pionero fue el Edificio Avenida Central (1957), de Enrique E. Mindlin, en su interpretación de la Lever House de Nueva York, repetida también en el Banco Sul-Americano do Brasil, en São Paulo, de Rino Levi, Roberto Cerqueira César y Roberto Carvalho Franco (1962), así como en la Torre Mirafiori, en Buenos Aires (1964), de R. Amaya, M. Devoto, A. Lanusse y A. Pieres, y en el Edificio Jaysur de Paseo de la Reforma, en la Ciudad de México, de Augusto H. Álvarez (1964).
Los sucesivos “milagros” económicos se vieron representados por los altos edificios de oficinas de Catalinas Norte, Buenos Aires –Torre Conurban, de E. Katzestein, E. Kakourek y C. Llórens (1973); por la sede de IBM Argentina, de Mario Roberto Álvarez (1983)– y por el Edificio Hansa, de Juan Carlos Calderón, en el centro de La Paz (1975). En los años 70 la disponibilidad de “petrodólares” facilitó la construcción, en Caracas, de uno de los mayores conjuntos arquitectónicos de América Latina: las torres de oficinas de 56 pisos sobre el nivel del suelo y los cuatro bloques residenciales de 44 pisos, en el Parque Central, de Siso & Shaw. Concentración funcional que se multiplicó en los gigantescos centros comerciales –en Buenos Aires, las Galerías Pacífico y el Patio Bullrich, de Juan Carlos López (1987)– y en los núcleos financieros de la década de 1990: el centro empresarial Corporativo Arcos Bosques, en Santa Fe (México), de Teodoro González de León, Francisco Serrano y Carlos Tejeda (1998); el conjunto de oficinas en el barrio El Golf de Santiago de Chile, en el que se destaca el Word Trade Center, de S. Amunátegui y D. Alamos (1995), y el centro financiero de Lima, en Miraflores, identificado por la reciente torre Interbank, del arquitecto austríaco Hans Hollein (1999).
Posmodernismo y resistencia
El posmodernismo echó pocas raíces en la región, pues fue asumido más como actitud de crítica al establishment estético consolidado que por una identificación con el historicismo vacío. Llamaron la atención por su agresiva presencia en el paisaje suburbano de Córdoba algunos centros de participación comunitaria (CPC, 1990), de Miguel Ángel Roca, y el estridente Centro de Apoyo Turístico de Belo Horizonte, de Éolo Maia, Jó Vasconcelos y Sylvio de Podestá (1985).
En contraposición, surgió una arquitectura “de resistencia”, basada en silenciosas e introvertidas experiencias locales, orientadas hacia la solución de problemas de los sectores más humildes de la población. La creación del sistema de escuelas secundarias y vocacionales en Cuba –diseñadas por el equipo formado por Josefina Rebellón, Fernando Salinas, Andrés Garrudo, Heriberto Duverger, Reynaldo Togores, entre otros (1970-1980)– diseminó por el territorio de la isla un conjunto de edificios cromáticos y transparentes, articulados por extensas galerías.
Además de realizar obras de corte social, en Chile y en Perú se trató de marcar la orientación progresista de los nuevos gobiernos a través de monumentales íconos urbanos: la sede de la Unctad (United Nations Conference on Trade and Debelopment) –Edificio Gabriela Mistral–, en Santiago (1971), de S. González, J. Medina, J. Covacevich, J. Echenique y H. Gaggero, símbolo de la Unidad Popular; los “brutalistas” ministerios de Pesca (1970) en Lima, de M. Cruchaga, M. Rodrigo y E. Soyer, y la Petro-Perú (1969), de D. Arana y W. Weberhoffer.
Esa “otra” arquitectura –parafraseando al chileno Enrique Browne– escapó del lenguaje cosmopolita proveniente del Primer Mundo y trató de reafirmar una vocación regionalista, tanto geográfica como expresiva de la cultura de las comunidades locales. Los profesionales y críticos que defendieron dicha tendencia se reunieron en los Seminarios de Arquitectura Latinoamericana (SAL), celebrados regularmente desde el primer encuentro realizado en Buenos Aires, en 1985, hasta la conmemoración del vigésimo aniversario (2005), en la Ciudad de México. En Chile, además de las comunas del citado Fernando Castillo, Edwin Rojas utilizó la tradición de la madera cromática de las casas de Chiloé (1988), en tanto que Fabio Cruz y Juan I. Baixas elaboraron inéditas formas arquitectónicas en la Cooperativa Amereida, en Valparaíso (1989).
En la Argentina, el desarrollo de un lenguaje de vocación autóctona creó el movimiento de las “casas blancas”, cuyo principal protagonista fue Claudio Caveri, impulsor de la Cooperativa Tierra, en la provincia de Buenos Aires. En Uruguay, Eladio Dieste integró tradición y contemporaneidad en las leves capas de ladrillos de las iglesias Cristo Obrero y Nuestra Señora de Lourdes, en Atlántida (1958), y en mercados y almacenes. La particularidad de la selva amazónica aparece en la obra de Severiano Porto –en el campus de la Universidad del Amazonas, en Manaus (1984)-, así como la identidad establecida por los bananales en Costa Rica, en las sucursales del Banco de San José, obra de Bruno Stagno en la capital costarricense (1997).
En México, Carlos González Lobo se integró a las comunidades indígenas radicadas en las zonas rurales para mejorar su ambiente cotidiano al construir, junto con los propios usuarios, las infraestructuras técnicas y de servicios; en Venezuela, Fruto Vivas, utilizando una estructura de acero y paneles livianos, creó el sistema de construcción de casas de bajo costo: “árboles para vivir”, con una gran calidad espacial interior. En Jamaica, Patrick Stanigar convirtió el Palacio de las Convenciones de Kingston (1983) en un emblema de la cultura ambiental local, tal como lo hizo Oscar Imbert en el aeropuerto de Punta Cana (1982), en la República Dominicana, cubriéndolo con un tejado indígena hecho de guano y bambú.
Globalización y nuevas tendencias
La dinámica generada por la globalización económica y cultural terminó con las antítesis centro-periferia y cosmopolitismo-regionalismo. Los arquitectos “veteranos” en actividad se adaptaron a la dinámica del final del siglo XX, establecida por el neoliberalismo y por la desaparición del “Estado de bienestar”, el que fue reemplazado por una sofisticada y exclusiva iniciativa privada.
De esta forma, las nuevas generaciones de profesionales estuvieron marcadas por la “despolitización” de la arquitectura y por una mayor concentración en el trabajo proyectual. Esto puso fin a la disputa entre “antiguos y modernos”, y, a la vez, concretó un deseo expreso de los jóvenes de pertenecer al mundo y no encerrarse en obligados provincianismos. Esta actitud estuvo asociada a la organización de premios y bienales internacionales –el Premio Mies van der Rohe (1998) y las Bienales Iberoamericanas de Arquitectura (1998), ambas promovidas por España–, los cuales expresaron su reconocimiento a obras de calidad, independientemente de la edad de los autores: el primer Mies (1998) se otorgó al “joven” mexicano Enrique Norten, quien diseñó el edificio de usos múltiples de Televisa; el segundo (2000), al “veterano” Paulo Mendes da Rocha, por su intervención en la Pinacoteca del Estado de São Paulo. En Londres, codo a codo con Toyo Ito, Daniel Libeskind y Zaha Hadid, el “joven” Oscar Niemeyer, con sus 97 años, proyectó el leve y sinuoso pabellón de la Galería Serpentine (2004). Y el Hotel Unique (2002), del paulista Ruy Ohtake (1938), fue incluido por el crítico norteamericano Paul Gardberger entre las siete obras más importantes del mundo realizadas a comienzos del siglo XXI.
En los últimos años, vienen surgiendo nuevos valores, identificados por el rigor técnico de las obras realizadas con materiales locales, el diálogo con el contexto urbano y el deseo de liberarse de la dinámica de consumir modas y estilos externos, así como de los falsos estereotipos representativos de la identidad nacional. Ellos rechazan también la incultura generalizada de la dinámica especulativa, que domina la mayor parte de la producción constructiva del continente.
Es posible destacar algunos nombres: en la Argentina, Juan Pablo Beitía, Rafael Iglesia y Claudio Vekstein; en Chile, Mathías Klotz, Alejandro Aravena, José Cruz Ovalle y Sebastián Irrarazával; en Uruguay, Martha Kohen, Gastón Boero y Juan Gustavo Scheps; en Brasil, Angelo Bucci, Fernando Rihl, André Mafra y Márcio Kogan; en Colombia, Daniel Bonilla, Simón Hosie Samper y Ana Elvira Vélez; en Perú, Ruth Alvarado y Alexia León Angell; en México, Felipe Leal, Alberto Kalach, Javier Sánchez y Mauricio Rocha Iturbide; en Cuba, José Antonio Choy; en Puerto Rico, Andrés Mignucci Giannoni; en República Dominicana, Gustavo Luis Moré, entre otros. Todos ellos constituyen el cambio de guardia que definirá el camino de la arquitectura latinoamericana del siglo XXI.
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