Racismo y razas

Razas, racialización, racismo, blancos, negros, mestizos: todos estos conceptos y actores sociopolíticos y culturales se asocian a la modernidad en América Latina y el Caribe. La diferencia racial y sus efectos en la estructura social y en la formación de subjetividades y repertorios culturales singulares constituyeron, durante todo el siglo XX, y especialmente en los últimos cincuenta años, dispositivos particulares y muy concretos que dieron color local al proceso de modernización, caracterizado justamente por su aspecto excluyente e injusto.

Hasta el siglo XIX, la esclavitud africana e indígena fue central para la producción económica y generó también sociedades racialmente jerarquizadas. En el siglo XX, las razas y los colores se metamorfosearon para permitir que la expropiación económica, la subalternización cultural y la proletarización continuaran produciendo sujetos sociales racializados; por otro lado, se planteaba el imperativo de la movilización política para esos mismos sujetos raciales. Un movimiento dialéctico, en el cual el eco de la exclusión es el racismo y la respuesta a la racialización deshumanizante y política reproduce la mística de las razas, profundamente arraigada en la experiencia de los individuos y de las sociedades. El aspecto particular que tomó en la región la dinámica racial, unida a la modernización, a la expansión del capitalismo y a la urbanización, también estuvo vinculado a la tradición de resistencia y lucha cultural de los pueblos afrodescendientes en las Américas. Si en la actualidad en el ámbito de las relaciones raciales se asiste a la intensificación de la marginalización de fondo racial, asociada al carácter predatorio de la acumulación capitalista, también se advierte la exuberante aparición de nuevos actores sociales negros o afrodescendientes. Éstos no sólo atribuyen nuevos significados a las diversas tradiciones culturales negras latinoamericanas, sino que también se apropian de otras tradiciones de la diáspora global africana, en un ambiente definido por la aceleración de los medios de transmisión de imágenes y mensajes y por los procesos de reconfiguración de la relación
tiempo-espacio.

No es posible, sin embargo, acceder a una comprensión adecuada de la vastedad de dichos procesos sin una comprensión previa de los significados de las razas y de sus conexiones con los sujetos sociales, respetándose las variantes locales. ¿Qué son las razas y quiénes son blancos, negros y mestizos en los diversos contextos considerados? El tema de las variantes locales es muy importante, ya que el modo como se viven las razas en lo cotidiano se vincula con la situación social prevaleciente. O sea, según cómo son vividas las razas contextualmente, al modificarse los contextos, su existencia social gana otro carácter. Lo que sucede es que aun así hay una gran coincidencia entre el señalamiento racial y la subordinación social. En los diversos contextos considerados, son los no blancos quienes están en la base de la pirámide social. Entonces tal vez sea posible decir que no es el estigma de la piel oscura lo que produce la subalternización, sino el plus de la piel clara lo que inevitablemente asegura privilegios y define el lugar estructural de la hegemonía racial encarnada en sujetos particulares.

El mestizaje étnico y cultural

América Latina y el Caribe, importantes territorios de mezcla, o mestizaje, cultural, presentan aspectos particulares en lo relativo a las formas de identificación racial, en fuerte contraste con los modelos norteamericanos y africanos. En esa singularidad, el mestizo ocupa un lugar central y altamente problemático.

Al contrario de lo imaginado durante mucho tiempo, Brasil está lejos de constituir un caso excepcional o único, en el cual la retórica de la nacionalidad se construyó sobre la base de discursos racializados de mestizaje tanto cultural como biológico. El peculiar aislamiento brasileño, favorecido por la exclusividad de la lengua y por las dimensiones continentales del país, ciertamente influyó en el proceso, pero también proporcionó ese distanciamiento el interés de las elites blancas en cultivar una imagen de excepcionalidad étnica y cultural. México, por ejemplo, es otro caso evidente de construcción de una imagen nacional mestiza, incluso con la cooperación de los intelectuales.

Luego de la Revolución Mexicana de 1905, los indígenas y los mestizos, las castas, de ser un elemento deletéreo para la integración y la integridad criolla pasaron a ser revaluados como imagen de la nacionalidad profunda. Los negros, incluso, parecen haber desaparecido del escenario cultural y racial, fenómeno semejante al ocurrido en países como Ecuador y Venezuela , en los cuales se produjo la virtual invisibilidad de los descendientes de africanos. A pesar de su obvia presencia física, éstos fueron despreciados en las representaciones dominantes, o calificados como residuales, vestigios casi arqueológicos de la cultura primitiva y de la esclavitud; por otro lado, se privilegió la construcción del indígena como el subalterno nacional por excelencia. Como clase intermedia, los mulatos fueron, en otros casos, reconocidos como una casta de libertos. Como ocurrió en Uruguay, donde los descendientes libres de los esclavos no serían ciudadanos plenos, sino “libertos” que formaron una casta separada hasta la abolición, en 1842.

Es importante señalar que el hecho carnal del mestizaje o de las relaciones sexuales entre individuos definidos como racialmente diferentes –construcción que sólo tiene sentido en el marco general del encuentro colonial– fue una constante en cualquier lugar donde haya existido una situación de contacto entre hombres dominantes y mujeres subalternizadas o inferiorizadas como nativas. A pesar de los relatos románticos, dicho encuentro tuvo una dirección históricamente determinada y fue del más fuerte hacia el más débil, el primero haciendo del segundo un objeto de satisfacción sexual y fuerza de trabajo racializada, que a su vez fue culturalmente incorporada a los cuadros jerárquicos de la estructura social colonial.

Dado el carácter ilegítimo de las uniones interraciales en el México colonial, el mestizo fue sinónimo de bastardo hasta que llegó la revolución, con su refundación del ideal nacional mexicano. La historia de la esclavitud y de la existencia de los negros en México se desvaneció poco a poco de la conciencia nacional. En la actualidad, hay una negación profunda entre los mexicanos a reconocer la presencia negra en el país. Aún así, muchos apellidos son producto del sistema de castas de la época colonial y denotan su origen africano, tales como “Pardo” y “Prieto”. Sólo recientemente los movimientos sociales de Costa Rica, donde existe la mayor concentración de individuos afrodescendientes, comenzaron a usar la etnicidad como herramienta de organización.

La población afromexicana incluye también los seminolas, grupo indígena con un acentuado mestizaje afronorteameriano. Muchos de ellos dejaron Florida luego de la ocupación británica del territorio (1763-1783) y emigraron hacia el actual estado mexicano de Veracruz. Además, es posible identificar más de cuarenta ciudades con nombres africanos en Veracruz, entre los cuales se encuentran Congo, Angola, Mozambique, Cabo Verde, Mandinga y Mocambo.

El blanqueamiento

La obsesión con el mestizaje parece antes que nada un corolario para la política cultural de blanqueamiento en América Latina. En México, Venezuela, Ecuador, Colombia y Brasil, por citar algunos casos, el poder público alentó la inmigración blanca europea como forma de sustituir la mano de obra indígena o africana y prohibió la entrada de negros o asiáticos.

En la actualidad, en la ciudad colombiana de Cali, por ejemplo, a pesar del amplio mestizaje, los patrones de segregación y discriminación social, e incluso espacial, están racialmente determinados; se estructuran zonas urbanas de gradación socioeconómica, marcadas por el continuum racial. El antropólogo Peter Wade describe cómo, a pesar de la desigualdad y la segregación, “Aún se difunde la idea de una ‘democracia’ racial en Colombia”. Ese proyecto mistificador está dirigido por las elites, que proyectan una imagen de la Colombia mestiza, con la paradójica consecuencia de volver a los negros invisibles. El blanqueamiento revela, de ese modo, el carácter profundamente jerarquizante del mestizaje en Colombia. El mestizo, en ese caso, es asimilado como la “salida de emergencia” en dirección al blanco, y como la negación del negro, en tanto sujeto político e identidad cultural.

El líder afronorteamericano Malcolm X observó que: “Toda vez que usted ve venir a alguien que se llama negro, ese alguien es un producto del contexto colonial occidental”. Su aparición se relacionó con la formación de las clases y la estructuración social correspondiente, adaptable a las diferencias culturales como engranajes necesarios para la reproducción desigual del sistema de privilegios, convenientemente llamado “cultura nacional”. Ello no quiere decir que el mestizaje como objeto ideológico, o aparataje discursivo estratégico, que acomoda las desigualdades sociales y las diferencias raciales en una estructura de transición y transigencia, haya quedado atrás en la modernización y la integración de América Latina a los flujos globales. Inversamente, aunque se hallen preservadas las marcas históricas coloniales, el mestizo, pieza central en la retórica de las razas de América Latina, ganó un nuevo impulso con el desarrollo de las literaturas nacionales, o diferentes literaturas populares, como las que produjo la industria de la comunicación de masas en el siglo XX. Dicho proceso está representado, por ejemplo, en la obra del brasileño Jorge Amado o en revistas como la ecuatoriana Vistazo, que, entre 1957 y 1991, se dedicó a representar determinada ideología racial, que instala al mestizo en su centro, pero que desea negar o “blanquear” al negro.

De este modo, en Ecuador, la “elite blanca o blanco-mestiza reprodujo una ‘ideología ecuatoriana’ de identidad nacional que proclama al mestizo como prototipo de ciudadano moderno ecuatoriano”, según lo demostró el antropólogo Jean Rahier. Esa ideología presupone la desaparición del negro o su representación subordinada y folclórica. En Venezuela, a su vez, la identidad nacional aparece metaforizada con la idea de “café con leche”, expresión difundida por el poeta y político Andrés Eloy Blanco, en 1944. Ese modelo de relaciones raciales coloca, obviamente, al mestizo en el centro de las representaciones y aboga por el emblanquecimiento de la población, dado que el polo blanco del continuum mestizado es visto como el más prestigioso. Además, prevé cambios y movilidad en dirección al blanco y a la integración, con el correspondiente repudio al africano y al negro. En ese caso, la inmigración blanca planificada también fue una pieza importante que utilizaron las elites en su proyecto –que a esta altura parece más hemisférico que solamente nacional– de consolidación de una identidad blanca y excluyente, a la vez que asimilacionista.

Las variantes de las relaciones sociales

Incluso en Venezuela, donde negros y mestizos tuvieron un lugar importante en la vida política nacional, el imperativo del blanqueamiento, corolario del mestizaje latinoamericano, impuso sus prerrogativas. En diferentes países, en el período postindependencia, las crisis políticas aparentemente pusieron a las elites criollas, o nacionales, en la difícil situación de tener que concertar con las masas populares y mestizas. Ese contexto tal vez haya favorecido, en el Caribe y en América Latina, la solución mestiza. En otros, tal composición no fue posible. Por ejemplo, en el ámbito de lo que el antropólogo holandés Harry Hoetink llamó “variante noreuropea”.

Al discutir comparativamente los patrones de las relaciones sociales, Hoetink propuso las variantes “ibérica” y “noreuropea” como parámetros para la comprensión de las modernas relaciones raciales existentes en el Caribe y sur de los Estados Unidos. En el caso norteamericano, habría sólo grupos raciales de blancos y negros. En el modelo caribeño, sin embargo, surgiría una categoría intermedia y separada de mestizos. Hoetink explicó esas variantes en el patrón racial mediante las diferencias de composición demográfica y principalmente de la posición de los blancos vis-à-vis de los negros, indígenas y mestizos. En el sur de los Estados Unidos, la presencia de una masa de blancos pobres que disputan espacio con los negros empujó a los mestizos hacia el mismo lado de los negros. En el Caribe, la presencia de una elite mestiza impuso a los blancos un tipo de ecuación más compleja.

La problemática de Hoetink se refiere a la cuestión de la homogeneización o de cómo una sociedad “multicultural segmentada” alcanza la integración. Las elites latinoamericanas y caribeñas (que en algunos casos, como en los de Jamaica y Haití, son mulatas) parecieron haber encontrado en la persona sociocultural del mestizo la “salida de emergencia” para sus propios problemas políticos y prejuicios raciales. No contaban, sin embargo, con la aparición de nuevas formas de identificación racial, que hoy pululan por todo el continente
y que rechazan la indefinición del mestizo a favor de formas enfáticas de identidad negra, muchas veces con connotación afrocéntrica y, en muchos casos, buscando reivindicaciones de autonomía territorial.

En fin, en diferentes situaciones el mestizo se transformó en una verdadera entidad supracontextual, una esencia definidora de la identidad nacional justamente como una identidad media o transitiva. Por más que esas identidades hayan sido al mismo tiempo transversalizadas por el ideal del blanqueamiento, común a diversas sociedades latinoamericanas, el mestizaje aparece como fundante de lo nacional. En verdad, es todavía muy fuerte la creencia de que en Brasil, como en Venezuela y otros países, se produjo una “solución” para el problema racial, la cual, a pesar de ser imperfecta, es menos perversa que otras, como las señaladas por Hoetink. Una solución que, además, sería placentera, creativa y amena, basada en el mestizaje, y en consecuencia en la sexualidad y la seducción. Ése sería el modelo latinoamericano de relaciones raciales, en el cual la sexualidad ocupa el lugar de un dispositivo central, que lo vuelve operativo, y en que el colonialismo es el telón de fondo. Es casi innecesario decir que todo ese discurso se sostiene en bases raciales abstractas materializadas.

Sincretismo

Entendido como discurso ideológico de homogeneización racial, el mestizaje se distingue del hibridismo, o sincretismo. Para el antropólogo Néstor García Canclini, el sincretismo en América Latina significa la incorporación creadora de nuevos códigos culturales, como una forma de reflexión y reacción de los pueblos indígenas y campesinos a la modernización, al avance de los medios y de la colonización de la vida cotidiana por la “mercancía”. En ese sentido, el sincretismo sería una de las formas de entrada de la modernidad en América Latina, “donde las tradiciones aún no se marcharon y la modernización no acaba de llegar”.

Dichas relaciones sociales hibridizadas pueden denominarse criollas, en analogía con las formas de lenguaje mestizas, surgidas en contextos en los cuales una lengua oficial –colonial– se ve “modificada” por el habla popular, nativa o negra, que sincretiza estructuras gramaticales subalternas con el léxico impuesto. Para el antropólogo sueco Ulf Hannerz, éstas tienen sentido en el contexto de la relación desigual centro-periferia, en el cual parecen ganar un contenido eminentemente colonial. De esa manera, es posible ver un fuerte énfasis teórico asociando hibridez, modernización y modificación cultural en contextos de cambio en el Nuevo Mundo. Entendida de esa forma, la hibridez tiene un carácter disyuntivo, que produce la diferencia y la diferenciación, crea fisuras en las representaciones dominantes, deforma o desvía significados estabilizados, introduce el cambio y la transformación y desestabiliza formulaciones cristalizadas e institucionalizadas. Se trata de un abordaje muy diferente del marcado por la asociación entre mestizaje y asimilación que define los discursos de la democracia racial en Brasil, Venezuela, Colombia y otros lugares.

En esos casos se observa una imposición de poder en el cual la nación, como institución política moderna, presupone una articulación determinada entre pueblo y territorio. Del lado del territorio, están las prerrogativas de la soberanía; del lado del pueblo, está la identidad nacional conformando comunidad de origen, destino y carácter. Esa fábula nacional sirvió para la constitución de los Estados latinoamericanos a través de la supresión de las diferencias culturales, de la subyugación política de pueblos dominados y de
la consolidación de ideologías nacionales, apoyadas en las armas y en los medios de inculcación disponibles, para servir a los intereses hegemónicos. El sociólogo peruano Aníbal Quijano ha hecho contribuciones fundamentales en ese campo, demostrando cómo el proceso de organización de los estados coloniales blancos o criollos llevó a la constitución de identidades sociales e históricas coloniales, como negro, indio, blanco, mestizo, etcétera. Esas identidades, como figuras de subordinación acopladas a la política expansionista del capital occidental, condujeron a la dominación política y a la subyugación cultural. Las elites nativas que llegaron al poder con las independencias nacionales del siglo XIX mantuvieron casi intactas las jerarquías coloniales, recreadas en términos nacionales. Así, Quijano habla de la “colonialidad del poder” alojada en el proceso de construcción de los Estados-naciones latinoamericanos, fenómenos “en su realidad y en su mistificación […] vinculados siempre a un proceso de colonización y de desintegración de algunas sociedades y de algunas culturas por otras”.

La producción cultural de los años 60, marcada por la angustia de la emancipación nacional, por la conciencia de la subalternización política global, por las luchas antiimperialistas, anticolonialistas y de afirmación campesina, por el mundo de las razas en rebelión, dio lugar a la expresión formalizada y estéticamente transgresiva de esa impasse entre el mestizaje y las razas. Y consolidó, como un desiderátum estético, las contradicciones de una elite que se quiere ver blanca en comparación con la masa negra o indígena, en un mundo revolucionado por el capital y la tecnología. Como en la aclamada Terra em transe del cineasta brasileño Glauber Rocha:

Mar bravío que me envuelve en este dulce continente. Puedo morder la raíz de las cañas, la hoja del tabaco, Puedo besar a los dioses. El milagro de mi piel morena-india A este olvido puedo darle mi triste voz latina, Más triste que revuelta, mucho más… Vomito en la calle el ácido dollar , Avanzando entre niños sucios Con sus ojos de pájaros ciegos, Veo que el Atlántico se dibuja de sangre Bajo una constante amenaza de metales a chorro, Guerras y guerras en los países exteriores. Puedo agregar que en la Luna un astronauta se dio por aludido. Todos los chistes son posibles en la tragedia de cada día. Yo, por ejemplo, me dedico al vano ejercicio de la poesía.

Modernidad, racismo y desigualdad

Hay que considerar ahora cómo, en la segunda mitad del siglo XX, las desigualdades sociales, manifestadas de diversas formas, reprodujeron y agregaron nuevas formas de discriminación y perjuicio de base racial en los distintos rincones del continente, contribuyendo en esa tarea a los modelos específicos y específicamente modernos de reproducción social desigual. De ese modo, la cuestión de la modernización desigual, que parece inextricablemente asociada al “problema racial”, sería reenviada a ese campo complejo. Un día, éste fue entendido como un residuo simbólico, signo del atraso y del pasado, con una existencia social asfixiada por el progreso, por la evolución del capitalismo y de la sociedad de clases, en fin, por la modernización.

En el umbral del siglo XXI, parece haber quedado claro que la tan esperada modernización ya llegó y no trajo consigo la redención de los sujetos sociales racializados, ni de los pobres, ni la disminución de la exclusión social o de la violencia endémica, como una pacificación social. La modernización de la estructura social debería implicar la modernización de los agentes sociales o la formación de sujetos sociales dotados de subjetividad y racionalidad modernas. ¿Pero cómo entender eso ante la persistencia de la desigualdad racial según está representada en los números que encontramos?

A partir de los años 50, Brasil, así como gran parte de América Latina, dejó de ser una sociedad agraria para convertirse en una sociedad de clases de tipo capitalista, francamente urbana, mediante un proceso caracterizado como “modernización conservadora”. Decir esto significa señalar que, a pesar de que una creciente parte de la población está mejor calificada y se halla inserta en procesos productivos en calidad de trabajadores “libres”, en contextos urbanos, la mayoría de la población no logró participar del desarrollo y de la riqueza producidos. En verdad, los niveles de concentración de ingresos no dejaron de aumentar.

Si el período 1950-1970 estuvo marcado por una significativa expansión de la economía y de la industrialización, los años 80 y 90 fueron de desaceleración económica, desindustrialización y crecimiento del desempleo. Principalmente en los años 90 se asistió a un viraje importante en la trayectoria del desarrollo, con una inédita apertura de las economías y la disminución de las actividades del Estado-nación, en el marco del famoso Consenso de Washington.

Las expectativas depositadas en el desarrollo económico, que liberaría fuerzas vivas guardadas en los medios de producción, acarreando la expansión efectiva de la modernidad, con sus corolarios de universalización, emancipación subjetiva, desencanto del mundo y destradicionalización, se vieron altamente frustradas. A cambio, el modelo específico de desarrollo histórico de las sociedades latinoamericanas combinó de manera particularmente nefasta desarrollo y empobrecimiento.

Tal como lo plantearon Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto en Dependência e desenvolvimento na América Latina (Dependencia y desarrollo en América Latina), el proceso de “internacionalización del mercado interno” podría, como una síntesis de procesos contradictorios, producir la expansión de los horizontes económicos y políticos nacionales, a la vez que crearía la dependencia con relación a los centros productores del capitalismo mundial. El crecimiento del mercado interno, debido a las inversiones internacionales, generaría la contradicción entre intereses imperialistas de explotación económica y proyectos nacionales de desarrollo de los países periféricos de América Latina. Los autores citados echan mano de la idea de “desarrollo dependiente asociado” para mostrar una solución de conciliación entre los intereses de las burguesías nacionales y los del imperialismo internacional.

Todo ese engranaje se presta para hacer visible el proceso efectivo de modernización de las naciones latinoamericanas, que contiene las contradicciones entre la universalización del capital y las instituciones modernas y los anhelos de preservación de la identidad y de los proyectos nacionales. Ahora bien, éstos se encuentran envenenados por el racismo, por la mística racial del mestizaje y por el emblanquecimiento. Esa combinación entre racismo y modernidad se manifiesta de diversas formas, como se verá a continuación.

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Acto “El alma no tiene color - No al racismo”, en la playa de Copacabana, en Río de Janeiro, en marzo de 2014 (Tania Rego/Abr)

El universo afrolatinoamericano

Se estima que los descendientes de africanos corresponden al 29% de los habitantes de América Latina, es decir, 150 millones de personas. Brasil y Colombia cuenta con informaciones relativamente confiables sobre sus respectivas poblaciones negras, pero en los demás países de la región los datos socioeconómicos desagregados por raza/color no están disponibles en la misma cantidad.

Los problemas de mensuración de la población afrodescendiente se relacionan, obviamente, con la dificultad en medir las desigualdades de base racial. Además, los países que investigan raza/color en los censos o investigaciones por muestreo lo hacen de manera diversificada, lo que impide las comparaciones.

Ya se ha dicho que Guatemala, Bolivia, Brasil, Colombia y Perú son aquellos que presentan los mejores datos. Los más recientes, para dichos países, se refieren a las siguientes investigaciones: Guatemala – Encuesta Nacional de Ingreso y Gastos Familiares, 1998; Bolivia – Encuesta Continua de Hogares, 1999; Brasil – Encuesta Nacional por Muestreo de Domicilios, 1999; Colombia – Encuesta Nacional de Hogares, 2000; y Perú – Encuesta Nacional de Hogares sobre Mediciones de Niveles de Vida, 2000. En esas y en otras áreas, el esfuerzo de recolección y análisis de datos de base racial es inseparable de la movilización social y política de las poblaciones afrodescendientes en torno al reconocimiento de sus demandas particulares, verificándose una asociación con sectores universitarios interesados en dicha problemática.

El caso de Brasil es paradigmático, en la medida que existe una fuerte tradición, en las Ciencias Sociales, de estudios de las relaciones raciales. El Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas (IBGE) ha mantenido una serie histórica razonable de datos raciales para todo el siglo XX, e incluso antes, recogiendo datos censuales sobre raza/color desde 1872, con significativas interrupciones en 1920, 1930 y 1970.

La preocupación por evaluar y medir en términos cuantitativos los datos sobre raza y etnia, además de estar impulsada por los movimientos sociales, ha logrado el apoyo de los organismos internacionales preocupados en combatir la pobreza en la región y que advirtieron el fuerte vínculo entre la desigualdad étnico-racial y la reproducción social de la pobreza y sus consecuencias. En ese sentido, en Cartagena, Colombia, con el apoyo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), se realizó en 2000 el evento “Todos contamos: los grupos étnicos en los censos”. En dicha ocasión, especialistas académicos y de organismos gubernamentales discutieron con activistas sociales la necesidad de incluir preguntas sobre raza y etnia en los censos nacionales.

Tanto en ese momento como en otros, la vigilancia militante de los activistas sociales constituye la base de esa lucha por el reconocimiento, como bien lo planteó la ONG afroboliviana Orboafro, citada en un documento del Minority Rights Group International (MRGI):

En el censo de 2001, nosotros [afrobolivianos] no hemos sido incluidos en el ítem 49 del censo, que pregunta: “¿usted cree pertenecer a uno de los siguientes grupos étnicos o indígenas”. […] Es así como se practica la limpieza étnica en un país multiétnico y pluricultural […] El último censo en el cual nos incluyeron se realizó en abril de 1900, durante el gobierno del presidente José Manuel Pando [… Estábamos] desperdigados por diferentes provincias del país, la mayoría en La Paz, donde éramos el 2,17% de la población [… Actualmente] el Instituto Nacional de Estadísticas escribió el epitafio de la muerte estadística de los afrodescendientes [… Esa] omisión intencional nos excluye de todas las demandas sociales, no [seremos] tenidos en cuenta en ninguna política socioeconómica que se proponga.

A pesar de la escasez de datos completos, seguramente es posible señalar un patrón de desigualdad de base racial que, con pocas variantes, prevalece en América Latina, determinando un lugar estructural de subalternidad y subordinación económica para las poblaciones afrodescendientes.

Racismo y pobreza

A pesar de ser un tercio de la población, los afrolatinoamericanos corresponden a más del 40% de los pobres de la región. Según la organización británica MRGI, la mitad de la población negra de América Latina vive por debajo de la línea de pobreza, y en Ecuador nada menos que el 81% se halla debajo de ese nivel. El cuadro no difiere mucho en otros países. Un estudio de la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina y el Caribe (CEPAL) reveló que en Río de Janeiro, uno de los polos urbanos más dinámicos de Brasil, el 15% de las mujeres blancas trabajan como empleadas domésticas, en tanto que el 40% de las mujeres negras ocupan esa función. En Uruguay, los negros ganan un promedio del 20% menos que los blancos, 40% de las mujeres negras trabajan en el servicio doméstico y la mitad de ellas no logró terminar la educación secundaria. También según el MRGI, los hombres afrodescendientes en zonas urbanas se dedican a las ocupaciones manuales, peligrosas, de baja calificación y asociadas a la subalternidad.

Las condiciones de salud son, por otro lado, preponderantemente adversas para los
individuos afrodescendientes en cualquier condición, pero para los que viven en zonas rurales o comunidades independientes (quilombolas), la situación es aún más grave. La mayor parte de los escasos datos disponibles sobre la salud de la población afrodescendiente en América Latina se refiere a la salud reproductiva. Investigando el problema en cuatro países, el antropólogo brasileño Livio Sansone puso de relieve la estrecha correlación entre pobreza, juventud, tensiones político-sociales y vulnerabilidades en el área de la sexualidad y la salud reproductiva. En la costa atlántica de Nicaragua, el abuso de drogas entre jóvenes es prácticamente dramático. De la misma forma, las comunidades de misquitos y de criollos están preocupadas con el aumento del embarazo adolescente, la prostitución de menores y otros rasgos generados por el encuentro acelerado y desigual entre modernización, urbanización, intensificación del turismo, por un lado, y por el otro, pobreza y modos de vida tradicionales.

En Colombia existe una sólida tradición de estudios de las relaciones sociales, que enfoca las identidades negras, las territorialidades, la sexualidad y el género, las organizaciones comunitarias, etc. Diferentes estudios demostraron cómo las condiciones precarias de existencia, la segregación y los discursos ideológicos acerca de la negritud y de su sexualidad supuestamente exacerbada, así como la ideologización de las diferencias raciales y la retórica del mestizaje, crean condiciones de vulnerabilidad para los jóvenes negros de los barrios populares. En Brasil, muchas investigaciones ponen el énfasis en la correlación entre salud y condiciones de vida de la población negra, afectada por el racismo y por la desigualdad racial. Diversos autores han venido resaltando las diferencias de morbilidad y mortalidad precoz, y demostraron, entre otras cosas, cómo la mortalidad proporcional según franja etaria es superior entre los negros que entre los blancos. También existen registros de que algunas enfermedades tienen una incidencia no proporcional, o con mayor frecuencia o gravedad, entre la población negra: diabetes mellitus tipo II, hipertensión arterial, síndrome hipertensivo en el embarazo, miomas uterinos y anemia falciforme.

Por otro lado, los hombres negros jóvenes en Brasil y en otras partes de América Latina están extremadamente expuestos a la violencia, a la muerte por armas de fuego, al reclutamiento forzado por parte de las guerrillas y los grupos paramilitares, así como al VIH/sida. Algunos datos, proporcionados por el Programa Nacional de ETS/Sida de Brasil, permiten caracterizar en términos cuantitativos la vulnerabilidad de los jóvenes afrodescendientes.

Entre 1980 y 2004 se registraron 362.364 casos de sida en Brasil. En virtud del proceso conocido como pauperización de la epidemia, ésta creció entre grupos afrodescendientes, en general de baja escolaridad. Confirmando dicha tendencia, el 46,4% de los nuevos casos registrados en 2004 fueron de individuos que sólo habían cursado hasta la enseñanza básica. Según datos oficiales del gobierno brasileño, en el año 2000, los hombres negros (negros y pardos) correspondían al 33,4% de los casos de sida. En 2004, el porcentaje fue del 37,2%, lo que implica un aumento de casi un 1% anual. La proporción de mujeres negras (negras y pardas) en los casos de sida del año 2000 llegó al 35,6%. En 2004, ese porcentaje había crecido al 42,4%, casi un 8%.

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Mujeres negras en la movilización de la Marcha de las Mujeres Negras: Contra el racismo, la violencia y por el bien vivir, en Río de Janeiro, en marzo de 2015 (Tânia Rêgo/Abr)

Violencia y género

Para el caso brasileño se dispone, además, de datos bien documentados de la relación entre violencia, raza y género, especialmente entre los jóvenes. De esta forma, los homicidios juveniles representaban el 33,3% del total en 1993 y 38,7% en 2002. Ese año los homicidios, en general, representaron el 39,9% de todas las muertes juveniles. En algunos estados como
Pernambuco, Espírito Santo y Río de Janeiro, causaron más de la mitad de las muertes entre jóvenes en la franja comprendida entre los 18 a 24 años. En la gran mayoría de los casos, las víctimas eran hombres jóvenes y negros; la tasa de homicidios entre negros en Brasil llega a ser 65,3% superior a la de la población blanca. En Pernambuco, en el “pardo” Nordeste brasileño, ¡es 300% superior! En el Distrito Federal y su entorno, la proporción es de cuatro a uno. En todo Brasil, el 92,2% de las víctimas de homicidios pertenecen al sexo masculino. Entre los jóvenes, el 93,8% son hombres.

El economista Jonas Zoninsein agrupó datos sobre las poblaciones afrodescendientes e indígenas para Bolivia, Brasil, Guatemala y Perú, considerándolos de modo agregado. Ello permitió aislar los índices de los blancos, lo cual ayuda a comprender el argumento del privilegio blanco que prevalece sobre negros e indígenas, aunque con diferencias relevantes en cada contexto. En Bolivia, la población no blanca que participa de la población económicamente activa equivale al 49,32% del total; en Brasil, al 43,94%; en Guatemala, al 44,70% y en Perú, al 17,82%. En dichos países, los años de escolaridad media para no blancos y blancos son, respectivamente, 5,07 contra 9,11; 4,57 contra 6,67; 2,59 contra 5,52 y 5,87 contra 9,16. Las diferencias salariales, a su vez, se corresponden con a las diferencias por años de estudio entre blancos y no blancos. En Bolivia, el salario mensual promedio de los blancos es (en moneda nacional) de 1.308,63; de los no blancos de 650,14; en Brasil, 324,70 para afrodescendientes e indígenas, y 651,30 para blancos; en Guatemala, respectivamente, 827,66 y 1.560,79; y en Perú, 366,15 para negros e indígenas y casi el doble, 621,66, para blancos. En el caso de Brasil es posible obtener datos más completos, como lo muestra el gráfico abajo.

Los datos sobre la población negra brasileña probablemente son los más confiables de la región y cubren un intervalo de tiempo mayor, a la vez que exploran una diversidad de aspectos socioeconómicos y demográficos. Un número importante de investigadores, hace varias décadas, vienen construyendo análisis de base estadística sobre las desigualdades raciales brasileñas. Los datos sobre la expectativa de vida al nacer son elocuentes para describirlas.

Expectativa de vida al nacer
en Brasil (1999)

Raza/Color

Masculino

Femenino

Total

Blancos

70,31

77,71

73,99

Negros

64,16

71,65

67,87

Pretos

63,79

71,57

67,64

Pardos

64,35

71,79

68,03

Media

66,70

74,15

70,40

Fuente: Censo Demográfico, IBGE. Cálculos de Juarez Oliveira y Leila Ervatti/Observatorio Afrobrasileño.

 

El investigador brasileño Marcelo Paixão calculó el Índice de Desarrollo Humano (IDH) desagregado racialmente en Brasil. Dicho indicador, propuesto por la ONU, combina índices diversos para atribuir un valor al nivel de bienestar experimentado por determinadas poblaciones. Está formado por la composición de cuatro indicadores: tasa de analfabetismo, número medio de años de estudio, renta per cápita y esperanza de vida. El índice varía de 0 a 1, del menor al mayor desarrollo humano. El cálculo reveló un Brasil dividido entre una población con un nivel de vida semejante al de países medianamente desarrollados y otra población, la negra, con niveles de vida equivalentes a los peores del mundo.

Índice de Desarrollo Humano (IDH) en Brasil (2000)

Raza/Color

Masculino

Femenino

Total

Blancos

0,84

0,81

0,83

Negros

0,73

0,71

0,72

Pretos

0,72

0,71

0,72

Pardos

0,73

0,71

0,72

Amarillos

0,91

Indígenas

0,69

Media

0,79

0,77

0,78

Fuente: Censo Demográfico, IBGE; Observatorio
Afrobrasileño.

El caso colombiano

Existen también datos válidos e importantes en Colombia. La población negra del país se concentra en la costa del Pacífico, en la región del Chocó, en el valle del Cauca, en Cali y en la región de la costa caribeña. Según estimaciones de la Dirección de Encuesta Nacional de Hogares (Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas –DANE–), en 2001, entre los 43.035.394 habitantes del país, el 18,6% serían negros, concentrados principalmente en las regiones antes indicadas y que enfrentan las peores condiciones de vida (véase tabla abajo).

El conflicto entre el gobierno, los paramilitares y la organización guerrillera Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) ha provocado el desplazamiento de poblaciones tradicionales hacia otras regiones, principalmente las grandes ciudades, entre las cuales Cali ocupa el primer lugar. En esa ciudad, el 48% de la población afrocolombiana vive en condiciones de pobreza y el 14%, en situación de indigencia. Los niveles de ingresos de los negros colombianos reflejan las desigualdades educativas, y a su vez conducen a una concentración residencial en las regiones urbanas más pobres y desvalidas. Esto ciertamente favorece la reproducción social desigual, con las consecuencias de estigma y exposición a la violencia. Pero no es sólo en Cali. En las tres regiones colombianas con mayor concentración negra las condiciones de vida son inferiores a la media nacional (véase tabla abajo).

Estos datos permiten destacar otro aspecto de las desigualdades raciales latinoamericanas referente a la segregación urbana, común en muchos países multirraciales. Con 2,3 millones de habitantes, Cali, tercera ciudad de Colombia, está dividida en cuatro “corredores” como “regiones-morales”. Cada una presenta características distintas en cuanto a la calidad de vida, mejoras urbanas, criminalidad, etc.

Representando el 37,2% de las viviendas de Cali, los hogares afrocolombianos están subrepresentados en las regiones de mejor condiciones urbanas. En los barrios más pobres, a su vez, se concentra la mayoría de los negros, como por ejemplo en Charco Azul. Estos barrios son llamados por los grupos de rap locales “gueto”, como lo explica Fernando Urrea Giraldo:

Cuando se les pregunta a los jóvenes –entre 12 y 25 años– en el barrio Charco Azul qué significa la expresión “gueto”, usada frecuentemente por ellos en sus temas de rap, dan una serie de respuestas bien interesantes: “es el barrio bajo”, “barrio de negros”, “la gente de los barrios del distrito de Aguablanca”, “la gente del ambiente”, “donde hay muchos ladrones”, “la gente pobre o humilde”, “barrio donde se vive la violencia”, “gueto por ser negro y pobre, esos nombres los ponen en las invasiones [barrios precarios]”.

Peter Wade utiliza el término “orden racial” para referirse a la adaptación entre discursos de identidad nacional, estructuras de naturalización de desigualdades y patrones socioespaciales. Su caso empírico es Colombia, y en especial la región del Chocó, donde tradicionalmente se concentran los descendientes de africanos. Tal orden racial/espacial distribuye en el territorio nacional “estratos” de ese mestizaje, concentrando a los negros, o a los más oscuros, en zonas menos desarrolladas, y a los blancos, descendientes de europeos, en las regiones centrales o desarrolladas. El proceso, que también se da en países como Brasil –donde los negros y mestizos se concentran en las regiones Norte y Nordeste, mientras que los blancos son mayoría en las regiones Sur y Sudeste, las más desarrolladas– está bien documentado en el caso colombiano. En éste ya se mencio­nó la concentración de afrocolombianos en la región del Pacífico, en el Chocó, en el valle del Cauca y en la región de Cali. Y precisamente en Cali se puede percibir con claridad la correlación entre origen racial y lugar de residencia.

La nación mestiza

Proyectada como territorio, la nación mestiza es un mapa del imaginario racial que, por ejemplo, de modo flagrante en Cali o en Salvador (Brasil), teatraliza vínculos determinados entre cultura y lugar, historia e identidad, representación y normatividad. Con alrededor de 78% de negros y pardos en su población, Salvador presenta algunos de los más elevados índices de desigualdad racial de Brasil. La ciudad “extrae”, por así decir, su identidad de esa sedimentación de sentido, que conjuga una densidad histórica específica, resumida en el lugar (material) como lugar (estructural) que ocupa –en el interior del discurso nacional brasileño– el Estado de Bahía, “vieja mulata” o “Roma negra”. En ambos casos, la interpretación de la cultura bahiana como cultura mestiza por excelencia coincide con el mito de fundación nacional, al hacer converger historia, territorialidad e ideología en una misma configuración. Gilberto Freyre, que además de antropólogo era poeta, expresó con claridad ese aspecto:

Negras viejas de Bahía vendiendo mingau, angu, acarajé . Negras viejas de chal colorado, Pechos caídos, Madres de las mulatas más bellas de Brasil. Mulatas de gordos pechos en punta como para dar de mamar a todos los niños de Brasil.

Esas asociaciones entre discurso, territorio y racialización no nos muestran, sin embargo, solamente las características antes mencionadas. En algunos casos, como para los saramanka, de Surinam, adquieren las connotaciones trágicas de un verdadero genocidio.

La población saramanka es un grupo étnico constituido a partir de las rebeliones esclavas y del posterior acuerdo firmado entre los líderes quilombolas, o ma­roons, y el gobierno holandés. Vivía desde el siglo XVII de modo relativamente autónomo, cultivando sus propias tradiciones en comunidades organizadas en bases culturalmente estables. A partir de la década de 1960, esa minoría pasó a estar constantemente asediada. El gobierno colonial, en asociación con la multinacional ALCOA, envió en 1960 a aproximadamente 6.000 individuos para la construcción de una represa hidroeléctrica. A partir de 1975, con la independencia de Surinam, el nuevo gobierno llevó a cabo una política predatoria y agresiva con relación a las tierras y al modo de vida saramanka. Esa política culminó con una guerra civil, que duró de 1986 a 1992, entre el gobierno militar y autoritario de Desiré Bouterse y los descendientes de quilombolas. Actualmente, la población saramanka está bien organizada, incluso con importantes aliados internacionales, para hacer frente a la política de “nacionalización” de Surinam, que al fin y al cabo es, una vez más, una política de “limpieza étnica”.

Los múltiples rostros de una diáspora

La diáspora africana en el Nuevo Mundo es un fenómeno intrínsecamente vinculado al desarrollo del capitalismo y a las formas que la modernización socioeconómica, así como la modernidad cultural, asumieron en África, en Europa y en las Américas. El sociólogo inglés Paul Gilroy desarrolló el importante concepto de “Atlántico Negro” para dar cuenta de esas dinámicas, relacionadas con los intercambios que hubo entre África y el Atlántico norte. Ese “Atlántico Negro” sería un espacio metafórico y real, construido en función de la necesidad de la expansión capitalista que se manifestó en primera instancia en el tráfico esclavista y posteriormente en el intercambio de mercancías e informaciones. Un espacio dentro del cual se produjo también determinada contracultura de la moder­nidad, vinculada a los relatos de la memoria, del dolor y de la resistencia. Se trata de una versión indisociable de la modernidad europea, que muestra su otro rostro, en el cual la esclavitud y el racismo son partes constitutivas de la historia de Occidente, condición para su desarrollo, y no una excrescencia o residuo posmoderno.

La esclavitud, y sus ecos y consecuencias, serían, desde ese punto de vista, elementos esenciales y parte integrante de la modernidad como su contradicción interna, que produce de manera general, en tanto correspondientes dialécticos del propio movimiento de la modernidad, la música de origen africano y la cultura negra moderna. En ese sentido, las tradiciones culturales de la diáspora africana, construidas y negociadas en contextos de desigualdad y violencia, crearon también espacios de identificación y solidaridad para los grupos afrodescendientes. Asimismo se constituyeron como espacios de representación autónoma de identidades negras en América Latina, incluso con un fuerte sesgo asociativo, a través de organizaciones culturales que sobreviven hace décadas, como las escuelas de samba brasileñas o las comparsas lubolas uruguayas.

Obviamente, la historia de esas tradiciones es una historia de impureza y mezclas, pero lo importante es retener el principio de hibridización presentes en esas construcciones sincréticas. Por otro lado, esas formas culturales se desarrollaron en una relación más o menos tensa con instancias hegemónicas del poder blanco, en el Estado o en la universidad, que muchas veces, con supuesta buena voluntad, las transformaron en rasgos folclóricos, estáticos y políticamente inofensivos, o en supervivencias, residuos o souvenirs del pasado africano.

Mientras las poblaciones negras estuvieron circunscriptas a modos tradicionales de vida en contextos rurales, o sea, agricultura de subsistencia o pesca y recolección, las condiciones materiales de existencia impidieron la formación de identidades políticas y subjetivas asertivamente autorrepresentadas como negras o afrodescendientes. Con la urbanización y modernización de la segunda mitad del siglo XX, el desplazamiento hacia las ciudades, el acceso intensificado al mercado global de símbolos, la formación de redes políticas y de lazos trasnacionales de lealtad, dichos grupos pudieron representarse a sí mismos, de forma análoga a lo que había descrito Karl Marx, en 1852, en el 18 Brumario de Luis Bonaparte:

En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil, aquéllos forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase. […] No pueden representarse, sino que tienen que ser representados.

En términos de ese trabajo de representación (en el doble sentido de representación política y semiótica), las culturas negras y las identidades afrodescendientes conquistaron un papel central en la lucha por la superación del racismo y por la promoción de los derechos y la igualdad. De ese modo, a continuación se examinarán tanto esa reinvención de identidades y culturas negras como la politización de la identidad y de las nuevas formas de movilización política, especialmente en torno a las acciones afirmativas y al acceso a la tierra.

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Marcha de la Conciencia Negra en São Paulo, el 20 de noviembre de 2014 (Romerito Pontes/Creative Commons)

Relecturas

En muchos países de América Latina y del Caribe, las formas culturales afrodescendientes tienen una gran preeminencia. En casos como el de Brasil y de Cuba, dichas formas fueron elevadas, no sin contradicciones, al lugar de símbolos de la cultura nacional. En otros contextos, como la notable singularidad argentina, la cultura negra “desapareció” como tal, se volvió invisible o se metamorfoseó. Es importante señalar, además, hasta qué punto en la Argentina se consolidó una autorrepresentación racial que no parece ser exactamente real porque está basada exclusivamente en la blancura hegemónica, que de esa forma se ve investida de naturalidad.

En otros casos, como en Venezuela y Perú, existió el esfuerzo por volver invisibles las formas culturales e incluso a la población negra, escondida bajo las estadísticas o estereotipada por los medios de comunicación de masas. Por fin, casos como los de Colombia son notables, porque allí se asiste a un cambio importante, de la relativa invisibilidad al gran protagonismo político, en el cual se asocian la reinvención de las tradiciones, una cultura negra juvenil de inspiración trasnacional y la movilización política en torno a los derechos territoriales y políticos de las comunidades afrodescendientes rurales.

El proceso de relectura de las culturas negras tradicionales ganó en Colombia un gran impulso con la promulgación de una nueva Constitución en 1991 y, dos años después, con la llamada Ley de las Negritudes, o Ley de las Comunidades Negras (Ley 70 de 1993). Esa legislación reconoció el derecho a la tierra de las comunidades afrodescendientes tradicionales de la costa del Pacífico. El acceso a la tierra ganó un carácter de reconstrucción identitaria en el medio rural pero, en las ciudades, la reelaboración de la identidad tal vez haya sido aún más intensa. África, como “banco” de símbolos globales, ha sido invocada para garantizar espacios de identificación para jóvenes negros de barrios populares, que, por otro lado, han incorporado el imaginario del gueto para expresar, en sus propios términos, sentimientos de segregación, confinamiento y privación.

Peter Wade apuntó al hecho de que hasta los años 90 la figura del cimarrón (esclavo fugitivo) y del palenque (comunidad de negros que huyeron) eran las referencias más comunes para la población negra colombiana. Con la creciente urbanización, las ideas de africanidad y de gueto se fortalecieron, justamente por la conexión con los ideales de identidad norteamericanos y de la diáspora africana global. Actualmente, los negros colombianos organizados han venido introduciendo expresiones como “afrocolombianos” para identificarse política y culturalmente. Es obvio que la búsqueda de rasgos culturales africanos –que existen como tradiciones vivas en Colombia y en otras partes de América Latina– no implica que haya que considerarlos como estancos, sino como contextos variables de identificación y modelos de articulación subjetiva de las biografías individuales con la historicidad presente en las estructuras sociales racializadas.

Desde el punto de vista de los efectos de la política cultural en las organizaciones negras, surgieron grupos como el Proceso de Comunidades Negras (PCN), que precedieron e impulsaron los cambios constitucionales y el reconocimiento del carácter multiétnico de la sociedad colombiana. Otro de ellos fue el Grupo Ashanty, formado en 1992. Además de organización no gubernamental, el Ashanty es un grupo de rap. Sus miembros sufrieron influencias de la música norteamericana, así como de las imágenes de oposición racial sintetizadas, por ejemplo, en la figura de Malcolm X.

A partir de los años 50, el porro y la cumbia de la tradición musical afrocolombiana han sido crecientemente representados como cultura nacional o negra en el país. Esa música ha sido considerada tropical o costeña, por ser originaria de las regiones de la costa del Pacífico, mayoritariamente negras e indígenas. Es importante resaltar, también, que los mismos jóvenes que participan de la cultura hip-hop en Colombia muchas veces integran grupos folclóricos de danza currulao, por ejemplo.

En Cuba, la fuerte tradición musical de origen africano, representada principalmente en los rituales religiosos de origen yoruba, desarrolló un complejo de ritmos, coreografías, instrumentos musicales y performances específicas, asimiladas a la memoria nacional. En realidad, la tensión entre las tradiciones particulares –incluso, materializadas en sociedades secretas como las abakuá– y el ideal de nación es una constante.

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Ceremonia de santería, sistema de creencias que une la religión yoruba con la católica romana y tradiciones indígenas, en La Habana, Cuba (Jorge Royan/Creative Commons)

Culturas negras

Las tensiones entre los proyectos nacionales hegemonizados por la apropiación/ canibalización de las tradiciones africanas y las propias tradiciones, oscilantes entre su congelamiento folclorizante y las posibilidades de identificación étnica o contrahegemónica, pueden servir de guía para entender la relación entre las formas culturales de origen africano y el poder blanco en América Latina. La dialéctica hibridizante entre subordinación y emancipación se reproduce en la conservación de la tradición y en sus usos modernizados. Esta modernización antepuso nuevos usos para la cultura, siempre referidos a sus contextos locales, mirando desde hace mucho tiempo a África como fuente de simbología y como significante fluctuante del compromiso cultural.

Las manifestaciones culturales fueron y siguen siendo para los afrolatinoamericanos, inmersos en el ambiente ideológico del mestizaje y bajo el peso de las desigualdades raciales, la forma práctica de asociación e institucionalización. Así, los cabildos –hermandades negras– y otras instituciones semejantes, en la Argentina, Uruguay, Colombia, Cuba y Perú, fueron la base institucional e histórica a partir de donde se desarrollaron formas contemporáneas de asociación y representación como las comparsas, las escuelas de samba y otras.

Las canciones de la tradición afrodescendiente –formas discursivas complejas, llenas de referencias históricas, registros de hechos y evocación de personajes memorables– conforman una red densa de memoria de la experiencia de opresión y de las ansias de liberación. Son, pues, el registro dinámico y de múltiples significados de una experiencia colectiva e histórica. El aspecto performativo, recursivo y reiterativo de esas formas culturales, ya fue señalado, incluso, en estudios recientes, que han identificado en África elementos estructurales coincidentes con éstos.

En las brechas creadas por las circunstancias sociales e históricas envolventes, los grupos afrodescendientes han sido capaces de crear una tradición cultural de lucha, materializada institucionalmente en las organizaciones y en términos culturales organizada como discursos. Esa tradición no estuvo, sin embargo, depositada en sujetos determinados predefinidos, pero constituye a dichos sujetos de manera progresiva y abierta y con un nuevo vigor en las últimas décadas.

No se trata de presuponer, en ese sentido, la existencia de africanismos retenidos en el tejido social como estructuras de anterioridad hechas presentes sólo como evocación, sino de resaltar el carácter dinámico de esa manifestación de las culturas y sus contradicciones. Y también de llamar la atención hacia el movimiento de transición entre la localización de las formas culturales, como el candomblé, y el desplazamiento en dirección a la universalización y la apertura. Esa transición ha consolidado el vínculo electivo entre identidades y culturas negras como el trampolín hacia la conexión con la diáspora global y la reivindicación de derechos.

Existen diversos casos particulares en los cuales se pueden comprobar esas transformaciones, así como el carácter discursivo y formador de tales culturas.

Las comparsas lubolas de Montevideo, por ejemplo, existen hace por lo menos cien años y tuvieron un curioso origen. La primera comparsa que desfiló en el carnaval, en 1874, estaba integrada por blancos argentinos pintados de negro, que, repitiendo la tradición de su país de origen, imitaban los gestos que suponían caracterizaba a los negros. En la década de 1950 se fundaron nuevas organizaciones afrocarnavalescas, como la Morenada, en 1953, que existe hasta la actualidad. Las comparsas podrían haber tenido, según el sociólogo Alejandro Frigerio, el papel fundamental de reproducir discursos alternativos sobre el negro uruguayo, no obstante lo cual parecen repetir las mismas visiones estereotipadas que abraza la sociedad inclusiva blanca.

Tal vez el caso de la música reggae sea el más emblemático de esa confluencia de factores discursivos y sociológicos, que operan para producir la reconstrucción de identidades y discursividad afrodescendientes. La asociación entre reggae y rastafarismo y la relocalización de la “cultura reggae” en América Latina cerraron el ciclo en torno a la representación de la resistencia cultural como forma práctica de disenso.

En Brasil, la imagen mítica de Bob Marley y la simbología rastafari armaron el repertorio simbólico que estuvo presente en la creación de los bloques afro en Salvador. El bloque Muzenza, creado en 1980 como disidencia del ahora mundialmente famoso Olodum, marcó su identidad como “el bloque del reggae”, que incluso tiene un ala rastafari.

Los bloques afro de manera general, y el Muzenza en particular, representan espacios importantes para la coagulación de una identidad colectiva, constituyendo campos comunes de una sociabilidad que se agita en torno a valores marcados principalmente por la diversión y por la creación de una identidad objetiva (materializada) fundada en la valoración de la cultura negra. El Muzenza no sólo estaría ofreciendo oportunidades alternativas de sociabilidad para los jóvenes negros y pobres, más allá de los circuitos del mundo del esparcimiento blanco de Salvador, sino que también estaría creando esas condiciones en torno a la simbología de la afirmación negra. En el caso del Muzenza, esa simbología tiene una asociación directa con el reggae y con la figura de Bob Marley, llamado rey, en la canción “Brilho e beleza”, de Nego Tenga:

El negro sostiene su cabeza con la mano y llora Y llora, sintiendo la falta del Rey Cuando él explotó por el mundo lanzó su brillo de belleza Bob Marley para siempre estará en el corazón De toda la raza negra Cuando Bob Marley murió fue ese enorme llanto en la villa Robenval Muzenza presentando a Jamaica reventando en ese carnaval Adiós no, dime hasta pronto Adiós no, yo soy Muzenza del Reggae.

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Ritual de salida del bloque afro Ilê Aiyê, en Salvador, Bahía (Tatiana Azeviche/Setur)

Reinvención de las identidades negras

Si bien la música reggae encontró receptividad e interés entre los estratos populares de Salvador, de forma tal que constituyó una escena duradera y creativa, eso no podría haber ocurrido sin el concurso de mecanismos complejos, masivos y altamente difundidos y sofisticados de difusión y reproducción de circulación de mensajes. La integración mundial en términos de mercados culturales, por un lado, y por otro la constitución de una estructura local de producción de bienes simbólicos fueron las condiciones de acceso para que los jóvenes afrodescendientes realizaran una experiencia y desarrollaran una relación con la iconografía y la simbología de la cultura reggae trasnacional. Esa condición de acceso no es, sin embargo, lo que define la calidad que esa relación tomó, ni el significado que esos símbolos asumieron localmente; es muy probable que esos significados y esa relación hayan derivado del conjunto de prácticas sociales allí circunscriptas. El suelo histórico sobre el cual se han desarrollado esas prácticas también es el que está marcado por las disputas y reinterpretaciones culturales y políticas.

Es fundamental, en ese sentido, observar cómo se ha constituido un ambiente cultural que, a partir de interconexiones trasnacionales, colaboró en el proceso de recreación de la identidad negra contemporánea. Más de un autor señaló la importancia de la repercusión, entre los afrobrasileños, de las luchas políticas y estéticas internacionales llevadas a cabo en África y en la diáspora africana, con al menos tres focos: el movimiento Black Power, la descolonización de África y la soul music. Así también la música reggae se desarrolla como una manera de construir una perspectiva de la modernidad occidental que sería la contrapartida vivida y experimentada desde el punto de vista de los esclavos y sus descendientes, tal como lo hace, por ejemplo, el canto afrobahiano de Edson Gomes.

Las ideas del rastafarismo propagadas por la música reggae profesan: Dios es negro; el paraíso terrestre es la victoria de los africanos y de sus descendientes; el infierno es el mundo en que vivimos, la Babilonia, una realidad palpable representada por la policía, la política, el racismo, la industrialización y el capitalismo. En el repertorio asociado a la cultura reggae, además de los colores panafricanos, de la bandera de Jamaica, de la hoja de marihuana, de la foto de Selassie –que antes de ser emperador de Etiopía se lo denominaba Ras Tafari Makonnen, origen del término “rastafari”– y del León de Judea, se encuentra otro símbolo poderoso: la efigie de Bob Marley. El cantor jamaiquino, fallecido en 1981, es el mayor representante de los valores vinculados a la cultura rastafari, y es visto como profeta por sus seguidores. Además, claro, Bob Marley es el nombre de una marca que vende millones de discos, camisas, toallas de playa, gorras e incluso libros, en todo el mundo. Así, su inserción como mercadería conecta su representación al flujo de los capitales mundiales, a la vez que su propia imagen, contrastante con los patrones dominantes de presentación de sí mismo, provee el combustible para la reinvención de la imagen y de la autoimagen de jóvenes afrodescendientes en un contexto jalonado por las corrientes del “Atlántico Negro”. El reggae, como el rap, ha entrado en la “danza” entre lo local/tradicional y lo global / moderno justamente como un elemento de mediación y de identificación propagadas para el ambiente complejo y multideterminado de las identidades negras.

Rap y rebeldía

Es importante, por otro lado, destacar los aspectos modernos de esos lenguajes críticos y populares, diseminados por los barrios pobres de América Latina, que seduce a los jóvenes afrodescendientes. En el caso del reggae y del rap, por ejemplo, es evidente la importancia de la tecnología, apropiada en forma creativa por los DJ, así como la utilización de los sistemas ambulantes de sonorización.

El antropólogo Livio Sansone está en lo cierto al afirmar que la diseminación de géneros musicales negros no implica una coincidencia para los sentidos que dichos géneros asumen en diferentes contextos. También parece adecuado destacar los aspectos creativos de la relación de los jóvenes de países periféricos, como Brasil o Colombia, con los discursos culturales originarios de los centros mundiales productores de cultura. Por otro lado, es importante percibir cómo esos estilos culturales se asocian a las contingencias de cada contexto.

Cabe destacar cómo esos discursos musicales-culturales interactúan con la estructura de relaciones de poder y sirven como instrumentos para la objetivación de identidades y posiciones antagónicas en un campo determinado. Exactamente como hace Sansone al articular, por un lado, las condiciones de transformación de las nuevas realidades urbanas, vinculadas al tránsito hacia un mundo de trabajadores “no garantizados”, globalización y cultura de consumo, y, por el otro, a la construcción de la identidad negra como forma de acceso a la ciudadanía política o “consumista”.

La música rap, de este modo, ha tenido un papel importante como catalizadora de esas nuevas identidades negras juveniles, desarrolladas en esa relación tensa con el mercado y la ciudadanía. Entre los jóvenes negros pobres de Cali, de São Paulo y de decenas de otras metrópolis latinoamericanas, la escena hip-hop creció con vigor a partir de los 90. Cada gran ciudad brasileña tiene hoy decenas de grupos, en algunos casos con una organización verdaderamente política, incluso con bases territoriales, consustanciadas con la idea de “propiedad”, o sea, un grupo de jóvenes del barrio organizados políticamente en torno a la lucha por los derechos y vinculados unos a los otros por las condiciones de vida y por la pasión por el hip-hop en sus tres componentes: breakdance, grafiti y rap.

El grupo más importante de Brasil, los Racionais MC’s, combina talento artístico con posiciones políticas agresivas y una postura desafiante, “no cooperativa”, con los medios y la gran prensa. Está formado por cuatro jóvenes afrodescendientes de los suburbios de São Paulo (Ice Blue, Mano Brown, Edi Rock y DJ KL Jay). El grupo hace lo posible por destacar su origen pobre y su condición negra. En realidad, ésos son temas recurrentes en las letras de sus canciones, voz de los que no tienen voz, de los excluidos de la representación dominante del país. El grupo se presenta a sí mismo como prestador de un servicio a la comunidad pobre del suburbio y como una lente por donde se filtra la “realidad” de un Brasil excluyente y racista. Como en la letra de la canción “Fim de semana no parque ”:

Mira ese club exclusivo. Mira esa cuadra. Mira ese campo, mira. Mira cuánta gente, hay heladería, cine, piscina caliente. Mira cuánto boy , mira cuánta mina (ahoga a esa maldita dentro de la piscina). Hay carrera de kart, se puede ver. Es igualito a lo que vi ayer por la TV. Mira ese club exclusivo. Mira al negrito viendo todo del lado de afuera. Ni recuerda el dinero que tiene que llevarle A su papá, muy loco, gritándole dentro de un bar. Ni se acuerda de ayer, de hoy y el futuro. Él sólo sueña, a través del muro. […] Hay un cuerpo en las escalinatas, la tía desciende del morro. Policía: la Muerte. Policía: ¡Socorro! Aquí no veo ningún club polideportivo, para que los chicos vayan, ni un incentivo. La inversión en esparcimiento es muy escasa, El centro comunitario es un fracaso. Pero ahí, si quisieras destruirte estás en el lugar correcto, hay bebida y cocaína siempre cerca. En cada esquina 100, 200 metros. No siempre es bueno ser muy vivo. […] ¡Estoy harto de esta porquería! De toda esta pavada, alcoholismo, venganza, trampa, malandras. Madres angustiadas, hijos problemáticos, familias destruidas, fines de semana trágicos. El sistema quiere eso, los jóvenes tienen que aprender. Fin de semana en el Parque Ipê.

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Mano Brown, vocalista del grupo Racionais Mc’s en el Circo Voador, en Río de Janeiro, noviembre de 2008 (Alex Carvalho/Creative Commons)

Conquista y afirmación de derechos

Los cambios en la forma de organización de los grupos afrodescendientes en América Latina tal vez puedan sintetizarse en dos aspectos. Primero, la importancia de la identidad negra, o sea, de bases culturales y sociales objetivas de afirmación de sujetos políticos y de subjetividades; en segundo lugar, la influencia de factores locales y trasnacionales que favorezcan cambios en la legislación en algunos países, de forma tal de prever y garantizar derechos antes negados.

La Constitución brasileña de 1988, redactada en el escenario del proceso de redemocratización luego de dos décadas de dictadura militar, afirma en su artícu­lo 68: “A aquellos que quedaron de las comunidades de los quilombos que ocupen sus tierras se les reconoce la propiedad definitiva, debiendo el Estado otorgarles los títulos respectivos”. Las batallas jurídicas, culturales e incluso la violencia física desencadenadas en torno a esos derechos han aportado nuevas tensiones a la relación entre cultura y política, territorio e identidad para los negros de Brasil. Las tradicionales “tierra de negro”, comunidades rurales formadas por poblaciones descendientes de africanos, más o menos diferentes culturalmente de su entorno inmediato, comenzaron a reivindicar el derecho a la tierra, en interacción compleja con movimientos negros urbanos y organizaciones no gubernamentales. Lo hacen basándose en la autenticidad cultural de la que serían portadoras, en determinados relatos históricos, en la donación de tierras por parte del antiguo señor, o, más clásicamente, en la transformación en el siglo XIX de esas comunidades a la condición de núcleos de resistencia al esclavismo, o sea, de quilombos.

En Colombia, la Ley de las Comunidades Negras, de 1993, incorporó principios “multiculturales” y significó un reconocimiento por parte del Estado de la diversidad étnica y racial, así como de la necesidad de contar con políticas inclusivas o de discriminación positiva. Básicamente, la ley colombiana garantiza derechos territoriales comunitarios y derechos de autodeterminación y autogobierno análogos a los existentes para las poblaciones indígenas. Todo el movimiento que antecedió inmediatamente a la promulgación de la ley y sus desarrollos políticos posteriores, en las regiones de concentración negra, estuvieron envueltos en una gran movilización política y en una “reetnización” de las poblaciones afrodescendientes. La articulación entre demandas étnicas territoriales y ecológicas ha configurado un caldo de cultivo fecundo para las organizaciones negras de carácter nacional y con fuertes conexiones transnacionales, como el ya citado PCN.

En Ecuador también se introdujo un nuevo capítulo en la Constitución, denominado “Derechos Indígenas y Negros o Afroecuatorianos”, que reza en su artículo 83: “Los pueblos indígenas, que se autodefinen como nacionalidades de raíces ancestrales, y los pueblos negros o afroecuatorianos, forman parte del Estado ecuatoriano, único e indivisible.” En ese caso se reconoce también el derecho a la tierra. En Perú, el artículo 2. o de la Constitución señala que el Estado debe velar contra la discriminación y menciona explícitamente el término “raza”. En Belice, en Guatemala y en Honduras, a la población garifuna también se le reconocen derechos particulares.

Es importante resaltar la creciente articulación que los movimientos negros han alcanzado en la región, especialmente en el proceso que precedió a la III Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y Otras Formas Relacionadas de Intolerancia, realizada en Durban (Sudáfrica), en 2001. En esa ocasión, países como Brasil se comprometieron oficialmente con la promoción de la igualdad racial y con la implementación de medidas concretas de lucha contra el racismo y la desigualdad racial. Esa mayor vinculación se refiere también a la profesionalización del activismo negro, dentro del modelo de las organizaciones no gubernamentales, que renuncian, de cierta forma, a ser movimientos sociales nacionales representativos para constituirse en escritorios bien preparados de activistas profesionales, con capacidad de elaboración, reflexión crítica, vinculación internacional e influencia en las esferas públicas.

En mayo de 2003, la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU realizó en Montevideo el Taller Regional para la Adopción de Políticas Afirmativas para Afrodescendientes de América Latina y el Caribe. El encuentro procuró reflejar las decisiones tomadas durante la Conferencia Regional contra el Racismo, realizada en Santiago de Chile, en 2000, que constituyó una etapa preparatoria del continente para la conferencia de Durban.

Actualmente, en Brasil asistimos a un gran debate nacional, cuyo núcleo más candente gira en torno a la cada vez más frecuente adopción de políticas de acción afirmativa para el acceso a la enseñanza superior por medio de cupos raciales, en algunos casos combinados con cupos “sociales”, que favorecen a alumnos egresados de escuelas públicas. Algunas universidades federales y muchas estaduales ya cuentan con sistemas de reserva de vacantes para negros. El propio gobierno federal, inicialmente en el período de Fernando Henrique Cardoso, pero también y tal vez con mayor énfasis en el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, que creó una Secretaría Especial para la Promoción de la Igualdad Racial, ha tenido un papel positivo en ese proceso, presentando leyes al Congreso y adoptando medidas en la administración federal. Aunque relativamente tímidas, dichas iniciativas son inéditas y han causado incomodidad en una parte de la opinión pública, que, sedada por la ideología del mestizaje y cómoda dentro de sus propios privilegios e imágenes idealizadas de Brasil, se resiste a considerar a la raza, fantasma amenazante que sobrevive a siglos de exorcismo, como un factor relevante en la producción de la desigualdad y, consecuentemente, como elemento de consideración decisivo en la lucha por su superación.

Mapas y Gráficos

Cuadros estadísticos

Diferencias en el porcentaje estimado de población afrodescendiente

País

% de población
afrodescendiente

Estimación
máxima

Estimación
mínima

Argentina

Sin información

Sin información

Sin información

Bolivia

2

158.000

158.000

Brasil

46-70

111 millones

73 millones

Chile

Sin información

Sin información

Sin información

Colombia

30-50

17 millones

10 millones

Costa Rica

2

Sin información

66.000

Cuba

34-65

6,8 millones

Sin información

Ecuador

5-10

1,1 millones

550.000

El Salvador

Sin información

Sin información

Sin información

Guatemala

10-15

Sin información

Sin información

Honduras

2-50

2,8 millones

112.000

México

0,5-10

9 millones

450.000

Nicaragua

10-50

2,3 millones

599.000

Panamá

14-77

1,9 millones

350.000

Paraguay

3,5

162.000

162.000

Perú

5-10

2,3 millones

1,1 millones

Puerto Rico

23-70

2,4 millones

Sin información

República Dominicana

90

7 millones

Sin información

Uruguay

3-6

192.000

96.000

Venezuela

14-70

14 millones

3,1 millones

Fuente: MRGI – Minority Rights Group International, 1995.

 

Dos estimaciones de población afrocolombiana a nivel nacional y en el valle del Cauca: ECV (2003) y CIDSE-IRD (2001)

Grupos
é
tnico-raciales

Total
nacional

Nacional
urbana

Nacional
rural

Valle de Cauca

Total

Valle
urbano

Valle
rural

Afrocolombianos

ECV (2003)

3.445.622

7,9%

2.278.495

7,1%

1.167.127

10,1%

949.047

21,6%

861.587

22,8%

87.460

14,6%

CIDSE-IRD

% sobre el total de la población (2001)

7.990.049

18,6%*

5.714.339

18,6%

2.275.710

18,5%

1.062.343

25,0%

964.598

26,5%

97.745

16,2%

Indígenas y gitanos

ECV (2003)

941.197

2,2%

410.125

1,3%

531.072

4,6%

32.023

0,7%

28.245

0,7%

3.778

0,6%

No étnica

ECV (2003)

39.288.936

89,9%

29.391.829

91,6%

9.897.107

85,3%

3.405.609

77,7%

2.896.188

76,5%

509.421

84,8%

Total de la población

ECV (2003)

43.675.755

100,0%

32.080.449

100,0%

11.595.306

100,0%

4.3865.679

100,0%

3.786.020

100,0%

600.659

100,0%

Total de la población en 2001

Proyecciones DANE**

43.035.394

100,0%

30.745.073

100,0%

12.290.319

100,0%

4.246.896

100,0%

3.643.387

100,0%

603.509

100,0%

Fuente: Procesamiento CIDSE ECV 2003; y BARBARY, Olivier; RAMIREZ, Héctor; URREA, Fernando; VIÁFARA, Carlos, en: BARBARY, Olivier; URREA, Fernando.
Gente negra en Colombia. Dinámicas sociopolíticas en Cali y el Pacífico, p. 78.
* Estimaciones conservadoras. Según el mismo estudio, posiblemente estaría entre el 20 y 22% del total de la población colombiana. | ** Proyecciones DANE estimadas el 30 de junio de 2001. | CIDSE-IRD = Centro de Investigación y Documentación Socioeconómica-Institut de Recherche pour le Développement; ECV = Encuesta de Calidad de Vida.

Distribución de la población ocupada por grandes grupos de profesión, género y tipo de hogar en Cali (mayo-junio de 1998)

Tipo de hogar

Hogar afrocolombiano

Hogar no-afrocolombiano

Total

Género

Número observ.

Género

Número observ.

Género

Número observ.

Hombre %

Mujer %

Hombre %

Mujer %

Hombre %

Mujer %

Profesionales especializados
y ejecutivos

8,6

12,2

1.677

9,6

11,7

38.412

9,4

11,8

54.489

Profesores

1,1

2,8

2.938

0,8

6,3

10.360

0,9

5,1

13.298

Personal administrativo
y
office boys

5,7

7,7

10.384

6,3

8,8

26.221

6,0

8,5

37.005

Secretarias

0,2

6,5

4.590

0,1

15,0

20.846

0,1

12,2

25.436

Vendedores, comerciantes
y ambulantes

11,6

14,5

20.367

13,1

15,2

51.157

12,7

14,9

71.524

Asalariados y empresas
de servici
os

11,6

14,0

20.021

10,4

9,3

36.703

10,7

10,8

56.724

Servicio doméstico

4,2

25,4

21.083

3,5

14,2

27.569

3,7

17,9

48.652

Maestros operarios manufactura
y agropecuaria

21,6

8,8

25.691

19,0

8,5

55.623

19,7

8,6

81.314

Artesanos, choferes y pintores

18,2

39,0

25.081

12,5

31,0

29.149

11,5

34,6

91.746

Trabajadores de la construción
y zapateros

17,1

1,2

16.431

12,8

1,0

30.836

14,0

1,1

47.257

No sabe, no responde

0,2

147

0,0

147

Total

100

100

159.001

100

100

368.591

100

100

527.602

Fuente: Investigación CIDSE-IRD: Movilidad, urbanización e identidades de poblaciones afrocolombianas en Cali, 1998.

Bibliografía

  • BARBARY, Olivier; URREA, Fernando (ed.): Gente negra en Colombia. Dinámicas sociopolíticas en Cali y el Pacífico, Medellín, IRD-CIDSE-Univalle-Colciencias, 2004.
  • BUVINIC, Mayra; MAZZA, Jacqueline; DEUTSCHE, Ruthanne (comps.): Inclusão social e desenvolvimento econômico na América Latina, Río de Janeiro, BIRD-Elsevier-Editora Campus, 2005.
  • MINORITY RIGHTS GROUP (ed.): No Longer Invisible: Afro-Latin Americans Today. Minority Rights Group, Londres, Minority Rights Publications, 1995.
  • TELLES, Edward: Racismo à brasileira . Uma nova perspectiva sociológica, Río de Janeiro, Relume-Dumará, 2003.
  • WRIGHT, Winthrop R.: Café con leche. Race, Class, and National Image in Venezuela, Austin, University of Texas Press, 1996.
por admin Conteúdo atualizado em 03/06/2017 15:48