Colombia
Colombia

Colombia

Fernanda Morotti (texto de actualización de la entrada, 2006-2015)

Nombre oficial

República de Colombia

Localización

Norte de América del Sur, bañada por el mar Caribe entre Panamá y Venezuela y por el océano Pacífico norte, entre Ecuador y Panamá

Estado y gobierno¹

República presidencialista

Idiomas¹

Español (oficial)

Moneda¹

Peso colombiano

Capital¹

Bogotá 
(9,558 millones de hab. en 2014)

Superficie¹

1.138.910 km2

Población²

46,44 millones (2010)

Densidad demográfica²

41 hab./km² (2010)

Distribución de la población³

Urbana (75,04%) y
rural (24,96%) (2010)

Analfabetismo³

6,3% (2013)

Composición
étnica¹

Mestizos de blancos (84,2%), afrocolombianos (10,4%), amerindios (3,4%), gitanos (<0,01%), sin especificar (2,1%) (2005)

Religiones¹

Católica romana (90%); otras (10%)

PBI (a precios constantes de 2010)⁴

US$ 333.200 millones (2013)

PBI per cápita (a precios constantes de 2010)⁴

US$ 6.888,2 (2013)

Deuda externa⁴

US$ 91.92o millones (2013)

IDH5

0,711 (2013)

IDH en el mundo
y en AL⁵

98.° y 21.°

Elecciones¹

Presidente y vicepresidente electos por voto directo para un mandato de 4 años, con derecho a una reelección inmediata. Poder Legislativo bicameral compuesto por un Senado de 102 miembros, de los cuales 100 son elegidos en un distrito electoral único nacional y 2 por las comunidades indígenas; y una Cámara de Diputados (Cámara de Representantes) compuesta de 166 diputados electos directa y proporcionalmente en distritos electorales plurinominales. Senadores y diputados cumplen mandatos de 4 años.

Fuentes
¹ CIA: World Factbook.
² ONU: 
World Population Prospects: The 2012 Revision Database.
³ ONU: World Urbanization Prospects, the 2014 Revision.
  CEPALSTAT.
 ONU/PNUD: Human Development Report, 2014.

Luego de la ruptura de los lazos coloniales con España, Colombia inició, al igual que la mayoría de las sociedades latinoamericanas, su carrera hacia la construcción nacional, sin los antecedentes históricos del mundo continental europeo, pero con una ideología asociada a la modernidad capitalista.

En sus orígenes no había nada definido, ni como pueblo ni como territorio. Las delimitaciones políticas remitían a las divisiones coloniales españolas existentes en la época de la independencia (1810). A partir de tal circunstancia surgió la idea, por parte del libertador Simón Bolívar, de crear una nación integrada por los te­rritorios que, con algunas diferencias, se corresponden con los actuales Ecuador,VenezuelaPanamá y la costa occidental de Nicaragua, lo cual se concretó en la llamada Gran Colombia. Dicha integra­ción formaba parte del proyecto bolivariano de alcanzar una mayor unidad entre los pueblos y los espacios que habían sido colonizados por España. La Gran Colombia se disolvió en 1830 y el territorio que más tarde sería Colombia se organizó como Estado de Nueva Granada. Esa denominación fue modificada. Así, en 1858 pasó a llamarse Confederación Granadina y en 1863, Estados Unidos de Colombia. En 1886, durante el período político conocido como “La Regeneración”, liderado por Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro, se adoptó el nombre que el país tiene hasta la actualidad, República de Colombia, y se le otorgó al Estado un carácter unitario y central.

El 3 de noviembre de 1903 Colombia perdió una parte de su territorio, que pasó a conformar la República de Panamá. Tal separación se dio, en gran medida, como consecuencia del conflicto conocido como la Guerra de los Mil Días (1899-1902), el último de una sucesión de enfrentamientos civiles que caracterizaron a Colombia a lo largo del siglo XIX y que implicaron la oposición de los partidos y movimientos políticos, especialmente la de los tradicionales partidos Liberal y Conservador.

El interés geopolítico de los Estados Unidos por el istmo, en el cual se estaba iniciando la construcción del canal inter­o­ceánico, determinó efectivamente que la política del gran garrote implementada por el presidente Theodore Roosevelt provocara y apoyara la revuelta separatista, otro de los tantos hechos que conforman la corriente intervencionista norteamericana. La nueva República de Panamá celebró un tratado que les permitió a los Estados Unidos continuar con la construcción del canal interoceánico y asegurarse su explotación, reservándose la respectiva zona geográfica, que permaneció bajo control estadounidense hasta el 31 de diciembre de 1999.

En 1911 se redefinieron los límites con Perú y el país recibió, a cambio, extensas zonas entre los ríos Putamayo y Napo y una salida acotada al río Amazonas con el cual lindan Colombia, Perú y Brasil. La solución a un conflicto bélico con Perú, en 1932, ratificó dicha frontera.

Desde el punto de vista de la formación de un pueblo nacional, el largo y difícil trayecto por el siglo XIX (con innumerables guerras civiles y múltiples ensayos de formas de gobierno) condujo, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, a la conformación de una comunidad política integrada por una gran diversidad étnica y cultural, emergente de un mismo pasado histórico y con identidad propia. Actualmente, la población colombiana representa el 0,7% de la población mundial (cerca de 46 millones de personas en el año 2005). Es uno de los países menos densamente poblados del planeta: su densidad demográfica de 40 habitantes por kilómetro cuadrado es inferior al promedio mundial, lo que la coloca en el segundo grupo de las naciones menos pobladas. Sin embargo, es el tercer país en pobla­ción de América Latina, después de Brasil y de México, y el segundo de América del Sur.

Se estima que el 77,4% de los habitantes viven en núcleos urbanos, concentrados mayoritariamente en las zonas andina (70%) y atlántica (22%). En sólo cuatro departamentos (Bogotá-Cundinamarca, Antioquia, Valle del Cauca y Atlántico), territorio que representa menos de la décima parte de su superficie continental, se ubica la mitad de su población.

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La Séptima Avenida vista desde la Torre Colpatria, el edificio más alto de Bogotá, capital de Colombia (José David Parra/Creative Commons)

La población indígena es muy significativa: alcanza a cerca de 750.000 habitantes, distribuidos en 80 grupos étnicos y 11 familias indígenas. La población negra comporta aproximadamente 550.000 habitantes, sin incluir a los afrocolombianos (con influencia racial y cultural del África negra), que se estiman en 10 millones de personas. El conjunto de la población se distribuye más o menos en partes iguales entre los sexos (49,45% de hombres y 50,55% de mujeres). En los últimos veinte años aumentó la proporción de adultos, la cual ya asciende a más del 50%, y se redujo el porcentaje de jóvenes (40%). La tasa de expectativa de vida es de 69,2 años para los hombres y de 75,3 para las mujeres.

Esa unidad de territorio y pueblo nacionales fue concebida, al principio, bajo organizaciones jurídico-políticas de connotación federal, pues la realidad social y económica del siglo XIX imponía esa tendencia. No obstante, en la segunda mitad del siglo XIX y en los comienzos del XX, se dieron circunstancias que abrieron paso a una modalidad centralista o unitaria de gobierno y que fue formalizada por las Constituciones de 1886 y de 1910 y conservada hasta hoy con pocas modificaciones.

Industrialización y República Liberal 

A comienzos del siglo XX, la sociedad colombiana tenía una economía mercantil simple, basada en la actividad de productores independientes y de trabajadores directos sujetos a relaciones precapitalistas. Aquélla estaba inserta en una división internacional del trabajo, lo que le confería las funciones de abastecedora de materias primas para los países metropolitanos y de mercado de bienes de consumo personal no producidos localmente.

Sin embargo, poco a poco surgieron las bases para un desarrollo industrial incipiente, sobre todo debido a ciertas condiciones favorables como la mano de obra barata, los altos costos de transporte que encarecían los productos extranjeros y el abandono del mercado por parte de Inglaterra y Alemania a causa de la Primera Guerra Mundial. Los primeros sectores de la actividad manufacturera se centralizaron en torno a la producción textil, cervecera y tabacalera. Con el tiempo, otros sectores indirectamente productivos fueron progresando, entre ellos el del transporte y el del embarque de productos, lo que benefició a la infraestructura de las comunicaciones y de los puertos.

En la década de 1920 nuevas circunstancias favorecieron el proceso de industrialización. La expansión de la economía cafetera, los préstamos externos y la indem­nización reconocida por el Canal de Panamá le proporcionaron a la economía una significativa capacidad de importa­ción de bienes de capital para alimentar la naciente industria manufacturera. Sin embargo, fue la crisis mundial de 1929 la que definitivamente le abrió el camino al despegue industrial más significativo. Ante el menor flujo de capitales del exterior, de la repatriación de los capitales norteamericanos, de la reducción del valor y del volumen de las exportaciones de café, de la contracción de la capacidad de importación y de la ausencia de productos importados, la industria nacional adquirió nuevas posibilidades de controlar el mercado interno y de retomar las condiciones alcanzadas en los años anteriores.

Esas circunstancias afloraron en el escenario político con la llamada República Liberal, que se extendió entre los años 1930 y 1946, y cuya especial expresión se dio durante la Revolución en Marcha, liderada por el presidente Alfonso López Pumarejo (1934-1938 y 1942-1945). La estructura y el funcionamiento del Estado fueron reorganizados, y se crearon las condiciones necesarias para una serie de medidas.

En primer lugar, se definió una política agraria dirigida a la transformación de la hacienda tradicional por explotaciones de corte moderno. Las reivindicaciones y las organizaciones campesinas (en escena desde comienzos del siglo XX, sujetas a políticas represivas y hechos brutales como la Masacre de las Bananeras, que le dio un final sangriento a la huelga en las propiedades de la United Fruit Company, en Santa Marta, en 1982) fueron capitalizadas por el Partido Liberal en el gobierno (1934-1938) que promulgó la Ley N.º 200 de 1936. Dicha medida pretendía, esencialmente, atacar el latifundio improductivo y favorecer la introducción de relaciones capitalistas en el campo a través del mecanismo de la extinción del dominio. Sin embargo, con el tiempo se instituyó una jurisdicción especial para dirimir los conflictos por la tierra y proteger, hasta cierto punto, la economía campesina existente. Esta tendencia fue contenida pocos años después por la Ley N.º 100 de 1944, creada para amparar la modalidad de explotación tradicional conocida como aparcería.

Fue en este período, precisamente en 1942, cuando surgió la primera organización de carácter nacional, la Federación Campesina e Indígena, ligada a la Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC). La violencia bipartidaria, que se agravó a partir de 1946, acabó con dicha organización, y la mayoría de sus dirigentes perdieron la vida. Con el apoyo de la Iglesia Católica y de una nueva central sindical, la Unión de Trabajadores de Colombia (UTC), se creó la Federación Agraria Nacional (FANAL), con una orientación más cercana al Partido Conservador. Se estima que, en esa época, cerca de 2 millones de campesinos fueron desplazados y 200.000 asesinados, a la vez que se promovió una expropiación violenta de sus tierras.

La resistencia campesina se dio en regiones muy específicas, como los Llanos Orientales, Viotá, Sumapaz, el sur del Departamento de Tolima y el norte del Departamento del Valle del Cauca. Entre los dirigentes de esos años se destacaron Juan de la Cruz Varela, de Sumapaz, que luego pasó a ser miembro del Partido Comunista, y Pedro Antonio Marín, conocido más tarde como Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo, del sur de Tolima, líder histórico de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), organizada a mediados de los años 60.

En segundo lugar se promovió una clara política de apoyo y protección a la industria nacional, con medidas que garantizaban la libre circulación de la mano de obra, la redistribución de los recursos (con énfasis en los impuestos directos sobre los ingresos, el patrimonio y los bienes hereditarios) y la intervención en la demanda agregada mediante la orientación del gasto público.

Otra medida fue el estímulo a la elevación salarial para ampliar la capacidad de consumo y acelerar el proceso de desestructuración campesina. El gobierno de López Pumarejo adhirió a la tesis que propugnaba que sería necesario mantener un alto poder de compra para asegurar un buen nivel de consumo. Para ello, era necesario proceder a la regularización de la relación salarial y de los mecanismos de conducción de la conflictividad (régimen sindical y de contratación colectiva). Al mismo tiempo, se debía permitir la integración político-ideológica de la naciente clase obrera al régimen político dirigido por las medidas de fomento a la industrialización.

Los frutos de la obra liberal de los años 30 son perceptibles: entre 1933 y 1938 la tasa de crecimiento promedio fue de 10,8%, el número de establecimientos industriales se duplicó, el producto bruto industrial se elevó de manera significativa y la inversión pública aumentó a más del triple. No obstante, ese proceso de despegue encontraba sus límites, que derivaban de la reducida diversificación de la producción, de las dificultades para ampliar la producción de bienes de capital (que restringían la mejora de la capacidad productiva) y de la limitada producción agraria (que ocasionaba el gasto de divisas en la importación de materias primas). Tales dificultades se agravaron por los efectos de la Segunda Guerra Mundial, los cuales encarecieron las importaciones de los bienes de capital y provocaron el cierre de los mercados internacionales para las exportaciones nacionales, lo cual derivó en la caída de los niveles salariales y el aumento del desempleo.

Ruptura en la mitad del siglo XX 

Los años de la posguerra son considerados el momento del gran salto hacia el desa­rrollo capitalista colombiano. Esto es así porque, después de que terminaran las limitaciones impuestas por el conflicto bélico, fue posible asignarle las reservas acumuladas al consumo productivo (a la adquisición de bienes industriales). Las exportaciones mejoraron notablemente y, por consiguiente, también lo hizo la disponibilidad de divisas. Por tal motivo, la actividad industrial adquirió un dinamismo vertiginoso que se tradujo en una tasa de crecimiento de un promedio de 9,4% anual durante el período 1945-1953, proceso que fue acompañado por la profundización de sus rasgos monopolistas.

Tal situación se dio paralelamente a una profunda represión de las luchas reivindicatorias, al proceso de desnaturalización del régimen democrático y al fenómeno de la violencia bipartidista en el campo. Una expresión muy clara de dicha descomposición fue el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, el día 9 de abril de 1948, hecho que provocó una revuelta popular conocida como Bogotazo.

El proceso desembocó en el paréntesis de la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957). Ubicándose por encima de las diferencias entre los sectores económicos y políticos, el gobierno dictatorial anticipó la pacificación y puso un punto final a la violencia liberal-conservadora que ya se había descarrilado completamente. Se firmaron compromisos de paz con las guerrillas liberales de base campesina, se realizaron operaciones militares contra ellas e, incluso, muchos dirigentes que habían depuesto sus armas fueron asesinados. Tal es el caso del guerrillero de los Llanos Orientales, Guadalupe Salcedo, en 1957.

Los resultados de las políticas gubernamentales sobre el desarrollo económico también fueron importantes. Luego del agotamiento de la política de sustitución de importaciones de bienes de consumo y la consiguiente “fatiga industrial”, los ramos de productores de bienes intermedios y de capital comenzaron a exigir dinamismo. El desarrollo industrial se consolidó y aumentó su carácter monopolista: alrededor del año 1958, casi el 70% del valor agregado fabril y el 47% de los empleos estaban concentrados en apenas 367 establecimientos con más de cien trabajadores. Sin embargo, en el sector agrario se fortalecía la tendencia prusiana de transformación de las unidades latifundistas hacia formas de organización capitalista, generalizándose el pago de rentas por la tierra.

Por su parte, entre los obreros se acabó la tendencia organizativa que se había mantenido durante los gobiernos de la República Liberal. Se fortaleció el sindicalismo economista anclado en las orientaciones de la Iglesia Católica y de las mismas agrupaciones empresariales. Todo ello se daba sobre la base de medidas represivas de las luchas reivindicatorias y de contención significativa de los niveles salariales.

Frente Nacional y transición democrática 

El período de degeneración de la normalidad democrática fue concluido con un pacto entre los partidos tradicionales y los sectores económico-sociales a quienes ellos representaban. El acuerdo permitió la restauración institucional bajo el régimen conocido como Frente Nacional. Durante los dieciséis años (1958-1974) que duró el régimen, el acceso a las funciones públicas quedó reservado a los integrantes de los partidos tradicionales, a través de las reglas de su alternancia en la presidencia de la República y de la distribución paritaria de todos los cargos y empleos públicos.

Desde el punto de vista de la economía, se avizoraba el despegue de la producción nacional hacia la sustitución de bienes intermedios y de capital. Mientras tanto, el Estado emprendió un proceso de profunda reorganización, cuya mayor expresión fue la reforma constitucional de 1968, la cual introdujo el principio de la planificación en todos los niveles (con el fin de orientar y controlar las políticas públicas) y le atribuyó importantes funciones económicas al presidente del país.

La época también estuvo signada por la incidencia de diversos hechos significativos, como el renacimiento de las luchas reivindicatorias sindicales, la Revolución Cubana y la política norteamericana de la Alianza para el Progreso. También se dio la conversión de la antigua guerrilla liberal hacia un movimiento armado de connotaciones políticas y sociales, el cual dio origen a las FARC, ligadas al Partido Comunista, como consecuencia del ataque militar al pueblo rural Marquetalia, en mayo de 1964. Asimismo, aparecieron algunos movimientos de inspiración castrista, como el Ejército de Liberación Nacional (ELN), con el cual se relacionó el sacerdote Camilo Torres Restrepo en 1965, y otros de inspiración maoísta, como el Ejército Popular de Liberación (EPL), surgido en 1967.

Como parte de las políticas del Frente Nacional, se abrió paso a las tendencias agrarias de orientación reformista-redistributivista y se promulgó la Ley N.º 135 de 1961, de la reforma social agraria, bajo la responsabilidad de una entidad especializada: el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA). La ley continuó por el mismo camino de impulsar la consolidación capitalista en el campo a partir de la transformación de la gran propiedad tradicional, mejorando el procedimiento de extinción del dominio y presionando a los propietarios de tierras con el instrumento de la expropiación. Sin embargo, simultáneamente posibilitó algunos procesos de distribución y colonización de tierras.

En términos de la redistribución, el efecto fue claramente negativo pues no modificó en nada la estructura de la propiedad. Desde aquella época, entre el 3% y el 4% de los dueños de las tierras con más de 100 hectáreas ocupan entre el 55% y el 60% de la propiedad rural, mientras que la gran masa de propietarios con menos de 20 hectáreas (los que representan cerca del 80% del total) poseen solamente del 16% al 18% de las tierras. Esta situación se tornó aún más desigual a comienzos del siglo XXI, debido a la apropiación de tierras por parte de los narcotraficantes asociados a grupos paramilitares.

Años después de la reforma social agraria se manifestó la contrarreforma a través de las Leyes N.º 4 y N.º 5 de 1973, y aún más durante el gobierno de Alfonso López Michelsen (1974-1978), con la nueva política de Desarrollo Rural Integrado (DRI), destinada a preservar a los sectores muy importantes para la oferta de bienes agrarios de carácter alimenticio. En 1967 esas políticas dieron paso a una nueva organización, la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), que se dividió en dos líneas: la oficial y la liderada por movimientos de izquierda. En sus épocas de auge, dicha organización promovió la toma de tierras, lo cual se tradujo en más de seiscientas en el año 1971.

La década de 1970 comenzó con la controvertida elección del presidente Misael Pastrana Borrero, supuestamente fraudulenta, pues la voluntad popular favorecía al general Rojas Pinilla. Tal hecho provocó, a fines de 1973, la formación del grupo insurgente Movimiento 19 de abril (M-19), así llamado por asociación con la fecha de los controvertidos comicios electorales de 1970.

Durante ese período, el proceso de urbanización ocurrió de forma intensa y caótica, provocando, a fines de los años 70, grandes problemas de desempleo urbano. La principal respuesta fue la de fortalecer el sector de la construcción por su rol de generador de empleos. Con tal fin se organizó un sistema de acceso a la vivienda con financiación en Unidades de Poder Adquisitivo Constante (UPAC). En el ámbito universitario creció el debate ideológico-político (grupos maoístas, trotskistas y socialistas), luego sofocado por una ola represiva en las universidades públicas.

Finalizado el régimen restrictivo del Frente Nacional, los gobiernos de Alfonso López Michelsen y de Julio César Turbay Ayala (1974-1982) pasaron a poner más énfasis en la problemática del desequilibrio urbano-regional. Invirtieron la temática agraria con el fin de apoyar la producción campesina de manera que no sólo se volviese eficiente en cuanto a la oferta de bienes alimenticios, sino también para que contribuyera a contener el proceso migratorio. A ello se le sumó la preocupación por la reforma del régimen de las entidades territoriales (departamentos y municipios), para acercar la misión del Estado a las instituciones particulares y reorganizar la Justicia, superada por los altos índices de ineficiencia. Con tal fin se formularon reformas constitucionales en 1968 y en 1979, pero ellas no resultaron viables. El debate que se suscitó por todo ello se dirigió a un nuevo enfoque de las finanzas públicas y a la reorganización administrativa territorial (articuladas por la misión Bird-Wiesner, la principal precursora del nuevo régimen en esta materia), el cual fue adoptado por la Constitución Política de 1991.

Aún en este mismo período fueron dados los primeros pasos tendientes a revisar la estrategia de sustitución de importaciones, que presumía considerables niveles de protección a la industria nacional. Se redujeron las barreras tarifarias, exponiendo así a los fabricantes del país a la competencia internacional. Simultáneamente surgieron las primeras señales de la economía informal, ligada al narcotráfico, al contrabando y a la corrupción. Asimismo, las acciones del M-19 y de los demás grupos armados, como también la vitalidad de los movimientos sindicales y sociales (que en septiembre de 1977 llegaron a provocar una revuelta popular en Bogotá y en los principales centros urbanos) estimularon, durante el siguiente año, la adopción de un estatuto de seguridad con fuertes rasgos represivos.

Crisis económica y violencia agravada 

En la década de 1980, Colombia experimentó una crisis económica y financiera de proporciones significativas, asociada a la brusca caída del precio internacional del café, a las prácticas corruptas de importantes entidades bancarias y a los efectos de la recesión mundial. La crisis acarreó la adopción de un drástico programa de ajuste negociado con el Fondo Monetario Internacional (FMI), hecho que debilitó la capacidad de intervención del Estado y estimuló el libre funcionamiento de las fuerzas de mercado.

La vida en el país se vio notablemente alterada por el efecto catastrófico de graves fenómenos naturales (el terremoto que destruyó la ciudad colonial de Popayán, en 1983, y la tragedia de Armero, en 1985, provocada por una avalancha en el Nevado del Ruiz), y por el impacto del holocausto del Palacio de Justicia, ocurrido con la toma del recinto por el M-19 el 6 de noviembre de 1985.

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La Plaza de Toros y el conjunto residencial Torres de Parque del arquitecto Rogelio Salmona, en Bogotá (Marcelo Druck/Creative Commons)

Pero fue también durante esa década cuando el tráfico de cocaína (obtenida por la transformación de la materia prima proveniente de Bolivia y Perú) hacia los Estados Unidos alcanzó niveles sin precedentes. Tal circunstancia contribuyó para que se agravara la violencia con la formación de bandas urbanas de asesinos, la creación de los paramilitares y el comienzo de la financiación de las organizaciones guerrilleras con recursos provenientes de los impuestos cobrados al narcotráfico. A su vez, el sistema de justicia se tornó cada vez más ineficiente, y una parte importante de los sistemas político y económico fue corrompida al tiempo que se constituían los poderosos cárteles del narcotráfico en Medellín y Cali, los dos centros urbanos más importantes después de Bogotá.

En ese clima de radicalización los traficantes asesinaron, entre 1984 y 1990, al ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, al procurador general Carlos Mauro Hoyos, al director del diario El Espectador Gui­llermo Cano Isaza y a Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia de la República por el Partido Liberal. También fueron asesinados, con la presumida participación de sectores de las fuerzas militares o policiales, los candidatos presidenciales de la Unión Patriótica (UP), Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo, y Carlos Pizarro, del M-19. Además hubo atentados contra el director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), la explosión delictiva de un avión de la compañía Avianca, con 110 pasajeros a bordo, y la de la sede del DAS, con un saldo de más de quinientos muertos y enormes estragos.

Todos esos hechos dieron por resultado una fuerte confrontación represiva, durante los gobiernos de Belisario Betancourt (1982-1986), y de Virgilio Barco (1986-1990), la cual restableció el procedimiento de la extradición hacia los Estados Unidos aunque sin abandonar la búsqueda de salidas negociadas para el conflicto. En 1985 se llegó a un acuerdo de tregua con las FARC, cuya ruptura posterior originó un proceso de exterminio de la UP, arrojando un saldo de más de 3.000 víctimas atribuidas a grupos paramilitares en connivencia con sectores de las Fuerzas Armadas gubernamentales. A fines de la década de 1980 se desarticularon dos de los más importantes grupos, el M-19 y el EPL, además de algunos otros, como el Movimiento Quintín Lame, de formación indígena, y la Corriente de Renovación Socialista.

En medio de esas circunstancias, los gobiernos de la época continuaron con el esfuerzo de ordenar la administración del Estado, sobre todo en lo que se refería a la descentralización. Fue en esa dirección que se encuadraron las reformas que instituyeron la elección directa de los intendentes y algunas formas de participación ciudadana en los centros urbanos. Dichas medidas aumentaron el volumen de transferencias fiscales a las entidades territoriales y dieron inicio a las primeras experiencias de reemplazo de algunas responsabilidades de la esfera nacional, transfiriéndolas a los niveles territoriales, principalmente en las áreas de salud, educación y servicios de agua y saneamiento básico.

Además de ello, en medio de la activa­ción de la lucha guerrillera, renació el movimiento campesino e indígena en la década del 80, con paralizaciones, marchas, éxodos en masa y nuevas invasiones de tierras. También surgió la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC). Todo ese proceso tenía fuertes vinculaciones con organizaciones políticas y sociales como la UP, A Luchar y el Frente Popular. En 1988 la ANUC fue redefinida y volvió a liderar marchas e invasiones de tierras. La respuesta estatal, además de la represión, fue el retorno de la política agraria a partir de la simple adquisición comercial de las propiedades, sin la mediación de procedimientos de expropiación y sistemas favorables de adquisición. El nuevo esquema fue conservado en lo esencial hasta comienzos de la década del 90, con la Ley N.º 160 de 1993, a pesar de los esfuerzos realizados por la Coordinadora Agraria, que integró a las principales organizaciones de campesinos e indígenas.

No obstante, desde el punto de vista del conjunto del desarrollo fue al final de aquella década, durante el gobierno de Virgilio Barco, cuando se sentaron las bases para los cambios sustanciales de fines de siglo, reiniciándose la liberalización de la economía, a lo cual se tendía desde los años 70. Esta vez, bajo el nombre de apertura económica y definidos como graduales, los cambios empezaron a apuntar a una mayor integración con la economía mundial.

Nueva Carta

Como resultado de los procesos de paz con algunos grupos guerrilleros, en particular el M-19 y el EPL, el orden constitucional pasó por una sustancial transformación. Anhelados hacía tiempo, esos cambios sólo adquirieron fuerza durante el final del gobierno de Virgilio Barco, después de las fracasadas tentativas de plebiscito tendientes a realizarlos. La participación ciudadana a favor de una reforma de la Carta Política, a través del instrumento conocido como la Séptima Papeleta, culminó en las elecciones de marzo de 1990 con la convocatoria a una Asamblea Constituyente, la cual obtuvo el aval de la Corte Suprema de Justicia, en medio de muchas controversias.

El resultado fue la adopción de una nueva Constitución Política en 1991, que introdujo diversas reformas sobre la que entonces regía desde el año 1986. Las líneas centrales de esa Carta Constitucional consagran una amplia y proficua declaración de derechos fundamentales y de todas las generaciones, la continuidad del proceso de descentralización territorial, la minimización de la organización del Estado y la nueva ideología de participación comunitaria y ciudadana en lugar de la democracia representativa. Ello significó un giro esencial en la misión del Estado, que dejó de ser el responsable por la prestación directa de bienes y servicios. En su lugar, en todos los campos se introdujo la participación del mercado, por sobre todo, a partir del reconocimiento explícito del proceso de internacionalización de la economía.

En ese contexto, en los últimos quince años la tendencia en el área de salud ha estado marcada por la organización de un sistema mercantil que distingue empresas aseguradoras de empresas prestadoras. Como consecuencia de ello, las unidades de carácter público son progresivamente debilitadas y liquidadas, para permitir el ingreso del sector privado concentrado y monopolista, con fuertes rasgos negativos en lo que se refiere a la cobertura real, a la eficiencia y a la equidad social. En el campo de la educación, a pesar de mantenerse el alto grado de participación pública en los niveles básico y medio, el sistema se somete a los principios de la lógica mercantil, que establece las condiciones para la asignación de recursos estatales y, al mismo tiempo, favorece a la creciente monopolización privada de la calidad, en beneficio de los estratos socioeconómicos altos. Por su parte, en la educación superior todo está orientado hacia la privatización y hacia la forma­ción de profesionales, de acuerdo con las exigencias del mercado de trabajo y en detrimento de la calidad y de las verdaderas necesidades nacionales.

La desvinculación del Estado de sus responsabilidades directas se refleja también en la creación de las condiciones para el accionar del sector privado en la presta­ción de servicios públicos, en la oferta de viviendas sociales, en la construcción y en la conducción de obras públicas, en el transporte y en la comunicación, además de la explotación de hidrocarburos y de otras fuentes de energía.

Desde el punto de vista del desarrollo económico, se abrió paso a la política de apertura económica, basada en los postulados neoliberales y en el llamado Consenso de Washington. Al abrir el mercado doméstico a la competencia internacional, el gobierno de César Gaviria (1990-1994) acabó con los pocos vestigios de la estrategia de sustitución de importaciones que quedaban, con medidas de orden cambiario, de comercio exterior y de relaciones laborales. A fines de la década de 1990 se vivía una recesión económica: en 1999 el PBI se redujo a -4,5% y el sector financiero atravesó una aguda crisis. Tanto el endeudamiento interno como el externo crecieron vertiginosamente, llegando a superar el 80% y elevando su monto a más del 50% del PBI. Paralelamente, el sector industrial, con un crecimiento negativo desde 1996, enfrentó una verdadera debacle. El poder de los monopolios y de los oligopolios se vio reforzado, el desempleo alcanzó cifras nunca antes vistas y las exportaciones tradicionales crecieron poco en relación con el significativo aumento de las importaciones. En resumen, se reemplazó el valor agregado interno por el externo. Durante el gobierno de Ernesto Samper Pizano, electo en 1994, el modelo de apertura experimentó una pausa, pero de resultados poco significativos, pues su administración se vio limitada debido a acusaciones sobre una supuesta financiación de campaña electoral por parte de las organizaciones del narcotráfico, lo que repercutió en muchos sectores. Esa época estuvo signada por actividades criminales que aún continúan impunes, entre las cuales se encuentra el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, en 1995, principal dirigente del Partido Conservador y uno de los artífices de la Convención Constituyente de 1991.

Políticas agrarias

En la esfera agraria se intensificó el conflicto armado y se profundizaron las actividades relacionadas con los cultivos ilícitos. En medio de ese panorama coexisten, en la actualidad, los cultivos tradicionales y un sector desarrollado. Este último se ampara en las políticas de sustitución de importaciones de materias primas, representado por la denominada agricultura moderna (sorgo, algodón, soja, maíz, cebada y arroz) y por la industria ganadera intensiva (avícola y porcina). Entre los cultivos tradicionales se destacan el café y otros con tendencia exportadora, como la banana y las flores, o los que presentan ventajas competitivas en el mercado doméstico (azúcar y palmera africana). Se incluyen también los cultivos de productos no exportables (frutas, hortalizas, tubérculos y legumbres). Sin sustento por parte de políticas sectoriales dirigidas al mercado interno, esos cultivos, típicos de la economía campesina, se desarrollan en espacios regionales pero vienen mostrando un gran dinamismo, progreso tecnológico y una cierta articulación agroindustrial. A esos cultivos se les debe sumar aún el sector de la cría extensiva de ganado bovino, en la frontera agropecuaria, amparada por el latifundio y gracias a la concentración de la propiedad de la tierra. En ese contexto, el sector agropecuario responde por una explotación productiva del 27,6% del territorio, lo cual equivale a aproximadamente 31,5 millones de hectáreas y representa cerca del 15% del PBI.

Las nuevas políticas agrarias giran en torno a cuestiones referentes a las dimensiones de la infraestructura básica y de la vivienda, a las alianzas productivas, al desarrollo científico y tecnológico y a los factores productivos y financieros. Sin embargo, el énfasis recae en determinadas zonas o regiones, las más ligadas a las políticas de seguridad pública y de control territorial contra las organizaciones armadas. Estas políticas no hacen ningún tipo de referencia a los problemas de la propiedad, el uso de la tierra, la atención a la producción campesina y la seguridad alimenticia.

Los conflictos campesinos continuaron, aunque se presentaron bajo nuevas formas organizativas y reivindicatorias. A fines de la década de 1990 el Consejo Nacional Campesino, que logró impedir nuevas leyes regresivas en asuntos agrarios, y la Coordinadora Nacional Agraria, representante de los campesinos minifundistas, junto con las Autoridades Indígenas de Colombia (AICO), guiaron una movilización por la reforma agraria, la cual se extendió durante cinco días, y lideraron manifestaciones significativas en trece lugares, a través de una convocatoria realizada en septiembre del año 2000.

Asimismo, se formó la Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria de Colombia, a partir de la Unidad Cafetera, agrupación que unió a los campesinos y a los pequeños productores del sector del cultivo de café y obtuvo importantes logros en cuanto a la remisión de deudas en el año 1995. A la Asociación también se integraron otros gremios minifundistas, pequeños y medianos propietarios, específicamente contra la política neoliberal de libre importación de productos agropecuarios.

Más recientemente, ante la gravedad de los efectos del conflicto armado, comenzaron a surgir organizaciones de campesinos desplazados y movimientos de las Comunidades de Resistencia, al sur del Departamento de Bolívar. Al mismo tiempo aparecieron las Comunidades de Paz, en la región de Urabá, cuyo objetivo central es proclamar su neutralidad y autonomía frente a las partes en conflicto, con el propósito de defender sus vidas y sus derechos fundamentales.

Descentralización del Estado 

El giro en la misión del Estado dejó atrás el antiguo lema contra el gigantismo de la administración central nacional y la consiguiente necesidad de acercar el Estado al ciudadano en el ámbito de las entidades territoriales, principalmente las municipales. La descentralización (entendida como desplazamiento de competencias y transferencia de recursos) fue mantenida, aunque bajo directrices, orientaciones y controles centrales muy severos. Cada día que pasa se consolida más la idea de que las entidades territoriales tampoco deben asumir la producción de bienes y servicios, sino que deben pasar a operar como corrientes de transmisión e instancias de regulación del enfoque privado y mercantil en las actividades que otrora le correspondían al Estado.

Todo fue proyectado para que dichas entidades territoriales se sirvieran, necesariamente, de los recursos tributarios recaudados en cada ámbito local y regional, utilizando a los organismos privados como contratistas o concesionarios, y también para que los mismos individuos y las microcomunidades contribuyeran con recursos materiales, incluyendo allí los servicios personales para la satisfacción de sus necesidades básicas, apoyados en un orden y un sistema de ejecución que los tornasen responsables.

No obstante, aún se cree que es indispensable que haya una mayor reducción del tamaño del Estado que se extienda más allá de la supresión de las entidades nacionales y que transfiera responsabilidades a los ámbitos territoriales o que amplíe la esfera del sector privado. El avance en esa dirección llegó al punto de haberse reestructurado casi un quinto del total de las entidades públicas y liquidado casi tres decenas de las mismas, además de unificar siete ministerios en uno, crear nuevas entidades y extinguir otras, con el propósito de introducir el régimen mercantil en áreas como la salud y la vivienda.

Con todo ello se desarrolló un proceso de reestructuración de las finanzas públicas, dirigido al recorte de recursos, tanto los transferidos a las entidades territoriales como los destinados al pago de salarios de los servidores públicos o de los pensionados. El objetivo de ese proceso era reducir el aparato estatal a lo esencial, para cumplir sólo tareas de dirección, orientación, regulación y control. De esa manera, el Estado se constituyó en administrador y adjudicador de los fondos públicos que, por la vía de la oferta y la demanda, estimula la gestión privada en el sentido estricto del término, una novedad de las entidades oficiales adaptadas a la lógica mercantil. Como Estado nacional opera abiertamente en la dirección marcada por el nuevo orden global, pues no sólo sigue la estrategia norteamericana predominante en cuanto a conflictos, sino que también se aleja de los propósitos integracionistas de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), o desestima la posibilidad de alianza ofrecida por el Mercado Común del Sur (Mercosur), prefiriendo las supuestas ventajas de un Tratado bilateral de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos, dada la prórroga indefinida en la concreción del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Para ello, comparte la flexibilidad del mercado de trabajo, la desregulación indiscriminada de los flujos comerciales y de servicios, la apertura ilimitada para las inversiones extranjeras, la liberalización del capital financiero y la apertura interna a la privatización.

A ello se suma el complejo panorama del conflicto armado y del narcotráfico, que el Estado no sólo no logró resolver, sino que se está viendo en serias dificultades para superarlo. De hecho, durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) se afianzó la tendencia de negociación con el principal grupo guerrillero, las FARC, y, con menor intensidad, con el ELN, que atravesó un proceso similar bajo la administración presidencial anterior, durante el gobierno Samper Pizano. Sin embargo, por múltiples razones, entre las que se encuentra la ausencia de una política efectiva de negociación y de concepciones alternativas para el Estado y la sociedad, tanto por parte del gobierno como de las FARC, el proceso de diálogo desembocó en una ruptura en el año 2002.

El entonces secretario de Defensa de los Estados Unidos, Donald H. Rumsfeld, conversa con el entonces presidente de Colombia Andrés Pastrana reunidos en el Pentágono, en 2001 (DoD/R.D. Ward)

Génesis del régimen autoritario

Las explicaciones sobre el origen del régimen autoritario que se materializó durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, iniciado en agosto de 2002, remiten a múltiples factores y circunstancias. El primero es el agravamiento de la violencia a la que el país se ha visto sometido desde hace varias décadas. Muchos han intentado explicar el fenómeno recurriendo a diferentes conceptualizaciones: guerra civil, violencia generalizada o guerra contra la sociedad y el Estado. Por el contrario, el gobierno descarta esas calificaciones y reivindica la defensa de la democracia amenazada por el terrorismo, negando de manera absoluta la existencia del conflicto.

Más allá de la calificación del conflicto, el aspecto central es que esa amalgama de todos los tipos de violencia remite, en última instancia, a una causalidad social, explicable, si bien no mecánicamente, en términos de las características del orden social vigente. En Colombia, como en todas las sociedades contemporáneas, existe un conjunto de contradicciones sociales, que se expresan bajo la trágica especificidad de la violencia histórica. El conflicto armado, absolutamente descontrolado, unido a la indiscutible generalización de la inseguridad de todo tipo, tanto en el campo como en la ciudad, es la principal causa del regreso del autoritarismo. El detonador fue la ruptura del proceso de negociaciones con las FARC iniciado durante la administración del presidente Pastrana.

Durante más de tres años, ese proceso se desarrolló en forma paralela a ambiguos intentos de negociación con el ELN, mientras del otro lado se ampliaba la influencia de las organizaciones paramilitares. Los supuestos acuerdos no avanzaron más allá del lugar común y del vocabulario repetitivo, repleto de manifestaciones reales o simbólicas a favor de la paz, del clamor generalizado de existencia de voluntades coincidentes en interrumpir, aunque fuera temporariamente, las acciones bélicas y el intercambio de propuestas a partir de las cuales no se hicieron esfuerzos eficaces de acercamiento. Mientras tanto se sucedían acciones de efectos devastadores: masacres, desapariciones, desplazamientos de poblaciones, secuestros, asesinatos y atentados, exilios, destrucción de bienes públicos, agresiones al medio ambiente. Todo ello de cara a la impotencia y a la esterilidad absoluta de las voces, de las acciones y de los símbolos contra la violencia.

En ese marco, el punto crucial desde el cual se tornó imposible el proceso emprendido fue la indeterminación referida a la materia en negociación. Esa indefinición estaba estrechamente ligada a la ausencia de proyectos integrales de organización social y política. Parecía que no había nadie que pudiese gerenciar el Estado ni nadie que aspirase a administrarlo, mucho menos los grupos paramilitares, que simplemente tomaron su lugar, asumiendo un comportamiento militar.

En ningún momento se evaluaron verdaderas concepciones de Estado y de sociedad, sino que sólo se presentaron fórmulas, en muchos casos parciales y coyunturales, para resolver cuestiones o asuntos particulares a través de reformas o cambios aislados, sin ningún tipo de hilo conductor organizado.

Es necesario considerar que las organizaciones subversivas expuestas a la confrontación paramilitar, tolerada y en determinados casos promovida por el Estado, no contaban con ningún tipo de formulación coherente sobre el Estado y la sociedad y no tenían ninguna fórmula de transición a otros espacios de confrontación. Desligadas de la problemática económico-social y de las reivindicaciones y conflictos en las dimensiones urbana y rural y aferradas al hecho de que la negociación pudiera ser forzada por la presión violenta, cualquiera que fuese, esas organizaciones apelaron a fuentes de financiación socialmente inadmisibles como el secuestro, la extorsión y el narcotráfico. De esta manera, avanzaron de manera progresiva por el camino terrorista, comprometiendo indiscriminadamente a la población civil y perdiendo, con ello, sus bases de apoyo.

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El entonces presidente de Colombia, Álvaro Uribe, habla durante un evento en Washington, en los Estados Unidos, mayo de 2007 (Center for American Progress)

El Estado colombiano

Otro elemento que propició el régimen autoritario colombiano fue la desorganización generalizada de los aparatos estatales. Entre los motivos asociados al elevado grado de ineficacia e ineficiencia de la maquinaria estatal se destacan los siguientes: la burocratización, la duplicidad de funciones, la incompetencia de los servidores públicos, la ausencia de criterios racionales para el acceso a la función pública y la permanencia dentro de ella, la inexistencia o la deficiencia de instrumentos tecnológicos renovados de información y comunicación, la carencia de sistemas de planificación debidamente articulados con la ejecución de las propuestas, la ausencia de mecanismos idóneos de evaluación y control, y la impropia distribución y gasto de los recursos públicos.

En la gestión pública colombiana operan dos vicios inocultables: el clientelismo y la corrupción. El primero atravesó diferentes momentos. Al principio pasó del clientelismo tradicional (asociado a la antigua estructura agraria y al bipartidismo) al llamado clientelismo moderno, propio de la etapa del Frente Nacional y del esquema de mantenimiento del monopolio bipartidario y del crecimiento de los procesos de urbanización. Luego, pasó al clientelismo de mercado, es decir, a las prácticas de intermediación que lograron ponerse en marcha al amparo de las nuevas instituciones de la Constitución de 1991.

La corrupción, el segundo vicio, es un fenómeno definitivamente complejo, muy arraigado y de enormes magnitudes. Las estimaciones efectuadas por el mismo gobierno indican que, en 2001, el costo de la corrupción llegó a 2.240 millones de dólares, lo que equivale al 80% del déficit fiscal o al 2,6% del PBI de aquel año. En sobornos en las compras estatales o en las licitaciones, el costo de la corrupción fue de alrededor de 480 millones de dólares y los desvíos de recursos, de 1.760 millones de dólares.

Sin duda, todo ello deterioró ineludiblemente la legitimidad del Estado en todas sus esferas y acentuó el profundo descreimiento de la ciudadanía en las instituciones. Al mismo tiempo convirtió a los aparatos estatales en estructuras no idóneas para planificar o ejecutar planes y programas y presentar resultados, fueran cuales fueren las orientaciones políticas gubernamentales.

El bipartidismo

En otra dimensión, un factor importante para el establecimiento del régimen autoritario fue el debilitamiento de la integración e intermedia­ción partidaria y sindical. De la rigidez e irracionalidad del esquema bipartidario que prevaleció a lo largo de casi todo el siglo XX, se pasó a una crisis que atomizó y debilitó al máximo a los partidos tradicionales y posibilitó el surgimiento de múltiples movimientos y microempresas electorales, sin identidad ni función orgánica definidas. El régimen político, en cierta medida, se vio privado de un sistema de partidos, aunque el mismo fuera imperfecto, clientelista y corrupto como el que existía antes.

En cuanto a las organizaciones sindicales, la amplitud de las afiliaciones, además de haber sido siempre muy limitada, se redujo dramáticamente debido, principalmente, a las transformaciones de la organización productiva y a la política de destrucción de las organizaciones sindicales, en especial la de los servidores públicos, las únicas que aún conservaban cierta vitalidad reivindicatoria y de convocatoria social. De la misma forma como ocurre con los partidos, no existe un mecanismo de renovación de la estructura sindical en su papel de integración y cooptación. Sin embargo, en un escenario así, ya comienzan a representar un papel significativo las organizaciones nacidas de la ideología de la participación comunitaria (las ONG), que agrupan a ciudadanos en torno de múltiples identidades (étnicas y de género) o de temáticas específicas, como la paz, la defensa del medio ambiente o del espacio público, etc.

Finalmente, de un tiempo a esta parte y aún en la actualidad se ha vivido una crisis político-ideológica determinada tanto en lo que se refiere al cambio histórico como a la indefinición del rumbo de la misma crisis del régimen político. Es cierto que bajo el bipartidismo no se observaban tampoco alternativas realmente distintas, pero de alguna manera se transmitían diferentes propuestas programáticas en uno o en los dos partidos. A pesar del bajo grado de participación electoral, tales propuestas congregaban ideológicamente a importantes sectores de la población en torno a determinados dirigentes o tendencias generalmente conocidas como las socialdemocráticas o las autoritarias de centroderecha.

Como las circunstancias se modificaron drásticamente en virtud de los cambios estructurales de la etapa actual del capitalismo, con o sin conocimiento de causa, se pueden encontrar propuestas idénticas en todos los partidos y movimientos, con raras excepciones. Fue debido a ello que el contenido de la Constitución Política de 1991 logró introducir, sin mayores debates de fondo, los lineamientos centrales del nuevo Estado. Gracias a ello, el Congreso también trató y aprobó reformas de todo tipo y carácter y, sin mayores reacciones, al presidente de la República le fueron conferidos poderes extraordinarios para que las implementara libremente.

En lo referente al futuro del régimen político, el acuerdo es casi absoluto, principalmente desde el momento en que se desencadenó la reducción armada de la insurgencia y se estableció la llamada política de seguridad democrática. No hay barreras o límites de concepción que permitan siquiera hablar de partidos en formación. Y en este contexto, la voz de la oposición fue paradójicamente forzada a desempeñar un rol defensivo, sin que de sus pocos portavoces y organizaciones se oyeran propuestas programáticas alternativas, aunque fuera como parte del juego democrático. Sin duda, la nueva época del capital produjo en ella efectos destructivos, de modo tal que no se les puede endilgar la responsabilidad a los individuos sino a las circunstancias históricas por las que atraviesa el país.

Gobierno Uribe Vélez

Todas las condiciones ya mencionadas condujeron, a partir del 2002, a la instauración de un gobierno de marcado carácter autoritario como el de Álvaro Uribe Vélez, quien, en la práctica, desestimó todas las alternativas de solución política negociada del conflicto armado. Por el contrario, decidió optar por la confrontación armada, la llamada política de seguridad democrática, que agigantó la función presidencial frente a las demás ramas del poder público. Se trata de un gobierno que ha intentado implementar un esquema con el fin de configurar un nuevo sistema de partidos y que ha avanzado en los lineamientos centrales del mismo proceso de cambios de las misiones del Estado y de estrecha vinculación con los procesos derivados de la globalización.

La inflexión autoritaria del régimen político representa en la actualidad, como ya sucedió a mediados del siglo XX, una pausa que, de una manera diferente, suspende el ideal democrático. No obstante, no se trata de un llamado a la participación directa de las cúpulas militares, sino más bien de una readecuación que fortaleció, de manera excepcional, el brazo ejecutivo del poder público. Esto se evidencia en las iniciativas en curso, en la imposibilidad de retomar las negociaciones políticas con las organizaciones insurgentes, en el acercamiento y en el acuerdo fáciles con los grupos paramilitares, en el nuevo lenguaje que transforma en ilegítima a cualquier voz que discuta la urgencia del orden y el control mediático de la información.

Esa inflexión encontró en el presidente Álvaro Uribe Vélez el personaje que, por sus orígenes y condiciones, mejor representa las necesidades de cambio del régimen de excepción. El carácter excepcional del nuevo régimen se manifiesta en los hechos, en la realidad concreta de su funcionamiento, en el refuerzo exacerbado de la institución presidencial y en el ejercicio casi personal del poder, sin admitir disensos ni competencias alternativas por parte de otros brazos o instituciones del poder público.

Esta característica se manifestó casi inmediatamente, al comienzo del período presidencial, con la declaración del estado de conmoción interna a efectos de fundamentar constitucionalmente la estrategia de seguridad democrática adoptada contra las organizaciones guerrilleras y paramilitares. Con tal propósito, contó con una fuente de financiación excepcional, aceptada y aplaudida casi sin discusión por todos los sectores gremiales de la economía, que eran sus principales y prácticamente únicos contribuyentes. De igual forma, el presidente fue explícito al subordinar al Congreso advirtiéndole que tendría la facultad de solicitarle a la población su revocatoria si el mismo se opusiera a sus formulaciones programáticas. Álvaro Uribe Vélez les anunció simultáneamente al Congreso y al Poder Judicial las reformas necesarias, dirigidas a eliminar el papel obstaculizador de tales poderes en las decisiones y directivas gubernamentales. Y así presentó su iniciativa, anunciada durante su campaña electoral, de realizar un referendo para erradicar los vicios de la politiquería, el clientelismo y la corrupción.

El gobierno asumió una clara dirección ideológica en busca de un Estado comunitario. En la práctica ello significó una efectiva incorporación de la sociedad civil bajo la férrea autoridad presidencial: en primer lugar en las funciones represivas del Estado, y en segundo lugar en el desarrollo acelerado de las tareas agendadas del nuevo orden neoliberal. Siguiendo esa orientación se creía que era necesario liquidar los viejos partidos y sus prácticas (entiéndase la clase política ligada a la corrupción y al clientelismo) y reestructurar los aparatos del Estado para tornarlos eficientes.

En lo que se refiere a la estrategia militar y policial, el punto central es que no se trataría sólo de un problema del Estado, sino que todos deberían involucrarse como informantes, ya sea remunerados o voluntarios, y practicar sacrificios de todo tipo con el propósito de alcanzar la tan deseada paz, sin permitir que la autoridad presidencial se viera perjudicada o afectada de modo que sus programas y acciones pudieran tener consecuencias efectivas en la vida cotidiana.

Los vicios y las imperfecciones del sistema político fueron considerados un enemigo de las inequidades y de las injusticias sociales, sin ningún tipo de atisbo de una explicación más profunda de las contradicciones sociales y económicas. Una vez corregidas esas falencias sería posible esperar la prosperidad, y entre los remedios para esos vicios e imperfecciones estaría la profundización de las orientaciones neo­liberales, las cuales también eran presentadas como propuestas para resolver los problemas fiscales que asfixiaban al Estado.

El régimen político se enfrenta al desafío, entre otros, de reorganizar los sistemas electoral y partidario. Para lograr alcanzar ese objetivo, se encuentra en proceso de aplicación una reforma política que tiende a reducir la atomización reinante estableciendo límites porcentuales de participación electoral relativamente estrictos para el reconocimiento jurídico de los partidos. Tal medida impediría el acceso, en la actualidad relativamente fácil, de las minorías al Parlamento. La reforma pretende introducir aún más claramente el principio de la democracia interna en los partidos reconocidos y regular mejor la financiación estatal de las campañas, estableciendo reglas para la publicidad política y la utilización de los medios de comunicación. Asimismo, prevé el mecanismo de bancadas para fomentar aún más la consolidación de los nuevos partidos, con el fin de que los debates sean más eficientes y también de reemplazar el sistema de cociente electoral por el método de cifra repartidora.

Las políticas del régimen tampoco dejaron de lado la organización de la Justicia en dos instancias: la primera, estrechamente ligada a la coyuntura crítica de la violencia y, por consiguiente, a la estrategia de seguridad democrática; la segunda, orientada a satisfacer las exigencias de la nueva fase del capitalismo, las cuales aún no pudieron ser atendidas en virtud de las vicisitudes del régimen y de la misma estructura de la organización judicial y del sistema normativo.

En cuanto a la urgencia de la represión de las diferentes formas de violencia, se ha estado intentando legitimar la interven­ción de los cuerpos armados y de seguridad en las investigaciones penales, a través del perfeccionamiento del sistema de acusa­ción, de la reforma fiscal y de la adaptación de los nuevos códigos penales y de proceso penal. También se pretenden incorporar, como ya se hizo con la controvertida ley de justicia y paz, los mecanismos que favorecen la negociación (principalmente con los grupos paramilitares) y su tratamiento penal con altos índices de impunidad. En la segunda instancia, las iniciativas reformistas tratan de contener las tendencias sociales de la jurisprudencia, así como de flexibilizar y privatizar el servicio de la justicia.

Álvaro Uribe Vélez fue reelegido presidente con amplia mayoría en la primera vuelta de las elecciones del 28 de mayo de 2006.

Reforma del Estado

La Constitución Política de 1991 es un obstáculo para el desarrollo de la opción autoritaria del régimen. Con el objetivo de convertir sus orientaciones en realidad, el gobierno obtuvo la aprobación de una reforma que permite la reelección inmediata del presidente en ejercicio e introduce de manera plena el sistema acusatorio en materia penal. Además, modificó la Carta con el fin de permitir la adopción de un estatuto antiterrorista, que incluya restricciones importantes a las libertades personales y a las garantías del proceso, y restablezca competencias judiciales a las autoridades militares. La Corte Constitucional declaró que esa modificación era inejecutable, pero el gobierno trató de incorporar otros cambios a través de un referendo, aunque su intento fue derrotado en las urnas. Sin embargo, continuó insistiendo con modificaciones de la Carta Magna para limitar la acción de la Corte Constitucional, sobre todo en lo que se refiere a las acciones de tutela y al alcance de sus decisiones de inejecutabilidad, por considerar que las mismas favorecerían a las tendencias sociales y democráticas.

Empero, el régimen no se agota en las tendencias autoritarias sino que atiende, con eficiencia, a la necesidad de acelera­ción de las transformaciones inherentes a la nueva fase del capital, en el marco de una limitada y reducida economía. En tal sentido, sus principales esfuerzos se centran en reducir el tamaño del Estado, agotar el gasto público, adecuar el régimen tributario, modificar las legislaciones laboral, de pensiones y de seguridad social, todo ello abandonando definitivamente su preocupación por el escenario social, aunque siempre proclame lo contrario.

Por lo tanto, el régimen coopera con ese proceso estructural que, además de las reformas políticas, jurídicas e institucionales, impone una inversión radical en la misión del Estado, buscando eficiencia y eficacia al menor costo. Para ello, lo aleja de la producción y de la prestación de servicios y lo transforma en un agente regulador de los nuevos procesos productivos y definidor de las nuevas formas de ingreso de capitales, con el objetivo de reestructurar el modelo de finanzas públicas. Tal misión incluye, además, el establecimiento de nuevos mecanismos de participación y de comunicación con la comunidad.

El empeño en la reestructuración del Estado avanza en esa dirección sin limitaciones ni barreras, y ello se torna evidente por las supresiones, fusiones y transformaciones de diversos ministerios y otras entidades, por la consecuente reducción del número de los servidores públicos y por la privatización de las principales empresas públicas. Además de reducir sustancialmente el gasto estatal con el funcionalismo, de realizar reformas para disminuir los gastos en pensiones y de proponer una nueva regulación de las transferencias a las entidades territoriales, periódicamente se ha insistido en realizar reformas tributarias para reducir los limitados ingresos de la población mediante la elevación y extensión del Impuesto al Valor Agregado (IVA), ampliando así la base de los contribuyentes y agravando la situación irrisoria en la que se encuentran los ingresos de los jubilados y pensionados.

El proceso es francamente avasallador, ya que avanza sin que se le oponga ningún tipo de resistencia y sin que ninguna voz se atreva a criticarlo. Todo acaba siendo legitimado por el lema general de que es necesario combatir la corrupción, la politiquería y el clientelismo. Si se extingue alguna entidad, se explica que ello ocurre porque la misma es ineficiente y alimenta privilegios excesivos de ciertos servidores públicos. Si se aumentan los impuestos, ello se justifica diciendo que todos deben contribuir con la lucha al terrorismo que impide el desarrollo. Si el gasto público con fines sociales se ve disminuido, es porque el déficit fiscal así lo requiere o porque aquél le abriría las puertas a la inflación. La urgencia autoritaria por alcanzar la seguridad sirve para justificar todo. Nadie puede discutirla pues, quien así lo hiciera sería acusado de complicidad o connivencia con los grupos insurgentes.

En el campo de la política social, el Estado abandona progresivamente su misión de intervención, la cual pretendió ejercer en otras épocas, en medio de declaraciones y manifestaciones sobre la angustiante situación social de las mayorías y la insignificancia de los programas para atender el desempleo y la indigencia. Lo que importa es que existan mecanismos de regulación racionales para una intervención sabia del mercado, sin modificaciones nocivas provenientes del sistema jurídico o de operadores heterodoxos, como la Corte Constitucional. La normatividad y la Justicia no pueden elevar los costos de las multinacionales y tampoco pueden modificar irracionalmente la vida de las relaciones de intercambio.

Con esa política contribuyen las reformas del Instituto de Seguros Sociales, de Ecopetrol, de Telecom y de la Caja Nacional de Previsión Social, orientadas a introducir modalidades no estatales de gestión. La responsabilidad no es del Estado, sino del sector privado (el cual presumiblemente le sirve a la Nación) y de la comunidad (que debe renunciar a sus privilegios y asumir los riesgos como si fuera socia de la gestión pública). La misma Justicia debe dejar de ser una misión del Estado para convertirse en un servicio financiado por sus propios usuarios, con instituciones y mecanismos no necesariamente estatales.

El régimen preconiza que la misión del Estado como benefactor de la sociedad, y principalmente de los más débiles, es una pretensión inadmisible. Por el contrario, él debe ser un regulador neutro, capaz de apelar a la responsabilidad de los ciudadanos y a su cultura participativa. Educación, salud, vivienda, seguridad social, empleo y servicios públicos no son problemas del Estado, sino de la misma comunidad, de la intangible sociedad civil, del mercado.

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Centro Internacional de Bogotá, en Colombia (Peter Angritt/Wikimedia Commons)

La dramática cuestión social

Independientemente de las discrepancias técnicas sobre la metodología analítica empleada, en Colombia la pobreza superó en mucho al 60% de la población y la indigencia alcanza al 25%, incluso considerando diferencias regionales. El coeficiente de concentración de la riqueza e ingresos en la actualidad es más elevado que a fines de la década de 1970. Más del 60% de la población económicamente activa se encuentra en la informalidad. El ingreso per cápita en dólares cayó un 25% en los últimos años. De un total de 12,2 millones de campesinos, 10,6 millones son pobres. Alrededor de 176.000 niños de entre 7 y 17 años trabajan, y muchos lo hacen en condiciones infrahumanas. A comienzos del siglo XXI, las tasas de desempleo se acercan al 20%, aunque ha habido una leve mejoría en los últimos años.

El analfabetismo absoluto (mayores de 15 años que no saben leer ni escribir) alcanza un promedio del 8,4%, porcentaje que se eleva si se considera el analfabetismo funcional. La cobertura de la educación básica primaria (porcentaje del grupo de edad que asiste a los establecimientos educativos) es del 80% y varía de acuerdo con la región. La cobertura de la educación básica secundaria presenta variaciones más sensibles, pues solamente cinco regiones superan el 80% mientras que casi todas las restantes apenas pasan del 40%. En la educación universitaria, en el año 2002 el índice de estudiantes llegó a 22 por cada mil habitantes, con la particular característica de que, a diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos, el 58% de la población asiste a instituciones privadas.

Los homicidios son la primera causa de mortalidad, seguidos por tumores y enfermedades cardíacas, aunque existan diferencias significativas entre las diversas regiones. La tasa de mortalidad infantil es de 26,3 por cada mil nacimientos con vida. Se cree que la desnutrición global alcanza al 8,4% de los niños menores de 5 años y la desnutrición crónica, al 15%.

En lo que a la salud respecta, según el Sistema General de Seguridad Social en Salud, sólo el 56,7% de la población está protegida (el 31% a través del régimen contributivo y el 25,7% a través del régimen subsidiado). Esto significa que más del 43% de los colombianos están desprotegidos. Además, la cobertura es altamente desigual: mientras que entre el 20% más rico de la población, tres de cada cuatro personas están afiliadas, entre el 20% más pobre ello solamente ocurre con dos de cada cinco personas. A esa desigualdad se le suma la circunstancia de que el grupo más pobre siempre es el que tiene menores probabilidades de ser atendido.

La cobertura de los servicios públicos es satisfactoria en cuanto a la energía eléctrica, pero se muestra deficiente en lo que se refiere a las redes de agua y cloacas, con las obvias consecuencias que ello implica: problemas de insalubridad pública y de enfermedades transmisibles. Además de eso, como es posible observar en muchas áreas, las tasas de cobertura son altamente desiguales en el territorio.

En cuanto a la violencia, Colombia presenta una de las tasas de homicidios más altas del mundo. En los últimos 15 años, la tasa de homicidios pasó de 51 a 78 por cada 100.000 habitantes. Aunque la elevación del índice debido a la violencia política sea evidente, los estudios muestran que dicho factor sólo representa el 20% del total de homicidios, lo que pone de manifiesto a la violencia común.

El Índice de Desarrollo Humano (IDH) del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que presentaba un crecimiento más o menos continuo hasta 1996, comenzó un franco declive hasta que alcanzó el 0,764% en 1998, lo cual indica un notable deterioro en los últimos años.

Con niveles de crecimiento económico similar al actual, que llegan sólo al 4% por año, las eventuales políticas sociales adoptadas de ninguna manera pueden ser sostenidas. El problema se puede agravar aún más si se mantienen las condiciones desiguales de los sistemas tributario y redistributivo, pues se han privilegiado las urgencias militares (el gasto en las áreas militares y de control social es superior al 50% del PBI), a punto tal que el monto de los gastos sociales, ubicado en alrededor del 10%, ha decrecido y se ha estancado.

Trabas para la solución del conflicto armado

Aunque la orientación gubernamental niegue la existencia de un conflicto (pretendiendo de esa manera caracterizar la situación como una agresión terrorista, más acorde con la política internacional), lo cierto es que la violencia se relaciona con las condiciones histórico-sociales, que son sus verdaderas causas.

Los paramilitares entran en negocia­ción con el gobierno bajo un formato jurídico-político para tratar el tema de su desmovilización (ley de justicia y paz), lo cual no se corresponde con las exigencias internacionales de verdad, justicia y reparación. Dado que la ley es muy blanda, ello culmina en un alto grado de impunidad de los delitos de lesa humanidad y de los crímenes relacionados con el narcotráfico. Las víctimas no son indemnizadas por los daños que sufrieron y no resulta verdaderamente posible conocer la organización de estas agrupaciones criminales ni quiénes son sus financiadores ni sus cómplices. Además de ello, no existe garantía real de que el fenómeno paramilitar vaya a desaparecer, ya que podría subsistir bajo formas renovadas.

Por el contrario, con el caso de las históricas organizaciones guerrilleras FARC y ELN, la posición del gobierno ha sido de enfrentamiento militar, negando cualquier posibilidad de solución negociada, salvo que se diera el caso de una rendición incondicional. Ni siquiera se ha intentado viabilizar acuerdos humanitarios para la liberación de miles de secuestrados, aunque se hayan pronunciado a su favor importantes dirigentes políticos y hasta la Iglesia Católica. La estrategia militar, adoptada con el apoyo económico, técnico y militar de los Estados Unidos, demanda enormes recursos, que han sido estimados en un 4,2% del PBI en el año 2005.

A pesar de que las acciones gubernamentales han conseguido un relativo éxito, principalmente desde el punto de vista de la sensación colectiva de seguridad, la capacidad de insurgencia guerrillera no se vio realmente perjudicada y, periódicamente, compromete el orden público. La prolongación de la guerra por un período de tiempo relativamente amplio es admitida por los analistas, con las consecuencias económicas que la misma representa, sobre todo en lo que respecta a las políticas públicas de alcance social.

Más inciertas aún son las perspectivas en relación con la situación posconflicto, después del éxito de la acción bélica o de una eventual −si bien improbable− negociación. La reconstrucción de las relaciones en vastas zonas del país y la incorporación a la vida civil y política de todos los involucrados con los grupos armados, es decir, de amplios sectores de la población, acarrean desafíos de considerable magnitud, cuya solución exigirá recursos iguales o superiores a los que eran destinados a la guerra. A ello se le deben sumar los efectos producidos por la ausencia de políticas sociales y por la exposición de la economía a las tendencias del nuevo orden global durante el lapso prolongado de vigencia del conflicto.

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Marcha por los secuestrados por el ELN que mobilizó a personas en varias ciudades de Colombia y el mundo, el 20 de julio de 2008 (Julián Ortega Martínez/equinoXio)

Crisis de la economía cafetera

Originario de Arabia, las primeras semillas de café llegaron a América de manos de los franceses, que las trajeron a sus colonias de Guayana y de las Antillas. Fue introducido en Colombia durante el siglo XVII por la Compañía de Jesús, pero la primera exportación comercial data de 1835, de la región de Santander, desde donde se expandió rápidamente hacia otras regiones como Cundinamarca, Tolima, Antioquia y el Valle del Cauca. De una pro­ducción limitada de sólo 30.000 o 40.000 sacos en 1860, a fines del siglo XIX pasó a los 600.000 sacos, gracias al incentivo de los altos precios. Luego, a pesar de que los precios cayeron a comienzos del siglo XX, durante su primera década se dio un crecimiento muy significativo de la economía cafetera. La participación en el mercado mundial pasó del 3,5% (a principios de siglo) al 10% (a fines de la década de 1920), gracias a un cambio significativo en la unidad productiva: la hacienda tradicional relativamente extensa dio lugar a la explotación mediana y pequeña, sobre todo en las regiones de Antioquia y Caldas. En lo que se refiere a la producción mundial, en el período de la Segunda Guerra Mundial se alcanzó el 20%, estabilizándose en un 13% en los años 60.

Desde 1962 la economía cafetera comenzó a ser regulada por convenios internacionales entre productores y consumidores, quienes estipulaban la producción y los precios internacionales, administrados por la Organización Internacional del Café (OIC) e, internamente, por la Federación Nacional de Cafeteros. La OIC promovió y mantuvo, durante décadas, la política de pacto o convenio entre países productores y consumidores, determinando los volúmenes que se podían exportar y los precios del producto. El pacto entró en crisis en el año 1989 y, en consecuencia, derrumbó estrepitosamente la industria cafetera. En sólo un año (de 1999 a 2000), los ingresos se redujeron en un 50%. El Fondo Nacional del Café (sistema financiero dirigido por la Federación de Cafeteros y por el gobierno) debió disminuir su patrimonio en aproximadamente 1.000 millones de dólares, y sus pérdidas acumuladas ascendieron a 2.000 millones de dólares. Todo ello ocasionó un gran impacto, pues la Federación de Cafeteros no pudo mantener sus programas sociales, ambientales y de infraestructura en las zonas de cultivo.

Actualmente, después de un largo período en el cual el café fue prácticamente el único producto de exportación de Colombia y, por lo tanto, el proveedor de divisas para el desarrollo económico y social, la importancia del producto se redujo progresivamente debido a la diversificación de las exportaciones. Desde 1970 hasta 2002, el café pasó del 50% del total de las exportaciones a apenas el 6%, siendo ampliamente superado por otros productos como el petróleo, el carbón, los textiles, las sustancias químicas, la maquinaria y los equipamientos. Como consecuencia de este relegamiento, también se redujeron la superficie cultivada y la producción de café. Las exportaciones cayeron al 13%, el área cultivada decreció un 32%, la producción lo hizo en un 28% y el valor de sus exportaciones representa, actualmente, apenas el 6,4% del total exportado.

De esta manera, el país se enfrenta a una verdadera crisis de la economía cafetera que, de acuerdo con los últimos estudios, puede llegar a excluir del mercado a casi un cuarto de los productores de café. Esto acarrearía efectos negativos tanto en los niveles de producción y empleo, que serían de 0,8% y 1,96% respectivamente, como en el crecimiento de la oferta de trabajo y de la informalidad, en las condiciones de vida en las zonas cafeteras, en el aumento de la indigencia y en la disminución de la inversión social.

Narcotráfico y perspectivas del régimen

En 1997 Colombia pasó a ser la primera productora mundial de coca, superando y reemplazando a otros países andinos. Las campañas de erradicación, especialmente a través de la fumigación con glifosato, provocaron la reducción del área de cultivo en los últimos años. Sin embargo, la extensión real ocupada por el cultivo no puede ser determinada, debido principalmente a las estrategias de dispersión y movilidad de la producción y a su combinación con plantaciones tradicionales. Los cultivos ilícitos están asociados a las actividades de transformación y de comercialización, que tienen una repercu­sión muy grande en los procesos políticos y económico-sociales, sobre todo en lo que se refiere a la violencia.

Los datos de la evolución de la economía del narcotráfico, en especial los referentes a la superficie cultivada y a los volúmenes de las exportaciones y de los ingresos de divisas, ponen de manifiesto el pequeño efecto real de las políticas dirigidas contra ella en los últimos quince años, a pesar de que la ayuda económica norteamericana a la política de antinarcóticos fue de casi 1.000 millones de dólares durante la década de 1990.

Considerando este panorama, todo indica que las políticas puestas en práctica son ineficaces y que, en caso de que logren superar el conflicto armado con la gue­rrilla y con los paramilitares, las causas y circunstancias sobre las cuales está edificada la actividad del narcotráfico aún subsistirán. Por su parte, el Estado colombiano continuará expuesto a las mismas consecuencias monetarias, económicas, sociales, ambientales, políticas, de empleo y de corrupción existentes en la actualidad. Incluso es posible que en el futuro lo esté aún más, porque las medidas de la política penal, incluida la extradición, no tienen el poder de impedir o de amenizar un negocio que, por sus características altamente rentables, puede soportar todos los costos que aquello implica y, además, permite una reproducción y circulación mucho más amplia de sus agentes.

Si bien el régimen político avanza, el mismo no alcanza a percibir los riesgos que corre. La euforia autoritaria impide que se aprecien las consecuencias de las orientaciones políticas en curso. De parte del régimen político es posible rediseñar el Estado a imagen y semejanza de la orientación represiva que exige la seguridad democrática, sin mayores disensos y con el aval de la opinión pública, como lo vienen registrando todas las encuestas. Por otro lado, en lo que se refiere a las transformaciones estructurales del Estado y a su integración a la globalización imperial, seguramente sus políticas y acciones tendrán éxito.

Por más debilitados que estén la sociedad, sus sujetos y sus organizaciones sociales y políticas y aunque en este momento se encuentren ciegos ante el “hechizo” del régimen e inhibidos por el lema antiterrorista, su pasividad tiene un límite objetivo, que está marcado por las condiciones reales de existencia.

En contra de las advertencias de diversos portavoces ortodoxos y de las recomendaciones de ajuste fiscal del FMI, más que el déficit fiscal, lo que inquieta es el perjuicio social, evidenciado por la tasa de pobreza, por la desigualdad en la distribución del ingreso y por los cinturones de miseria que se ubican en torno a las ciudades.

Aún es prematuro imaginar los escenarios que se podrán presentar. Por el momento, el régimen autoritario no vislumbra obstáculos para su ampliación y profundización, mientras la posición terrorista de los grupos subversivos no se modifique y mientras no surjan alternativas capaces de sustraerse del discurso ideo­lógico dominante, liberándose del maniqueísmo de la seguridad democrática. El régimen vigente se encuentra frente a múltiples posibilidades de despegue y de desarrollo, si bien no exentas de amenazas, pues es cierto, como ya fue alertado por algunos, que el exceso de autoritarismo puede saturar la simpatía popular; el afán de unanimidad puede asfixiar a toda la oposición, incluso en el ámbito propiamente democrático, y la obsesión por la seguridad democrática puede continuar ignorando la pobreza y las pésimas condiciones de vida de la población.

En síntesis, la coyuntura colombiana llevó a su régimen político a transitar por el camino del estado de excepción, bajo la modalidad civil autoritaria. Los límites temporales de su transitoriedad aún son indefinidos. Empero, los posibles escenarios que lo sucederán, sin lugar a dudas tendrán que ver con la consolidación de la nueva misión del Estado, con la reorganización del equilibrio entre las ramas del poder y sus diferentes aparatos, con nuevos sistemas de intermediación democrática, de carácter partidario o de otra naturaleza, con la definición de tendencias y orientaciones político-programáticas, encuadradas o no en el marco del orden global y con otras modalidades de expresión y organización de los sectores populares.

Los efectos del proceso de globalización

El Estado nacional colombiano sigue de manera abierta y confesa la misma dirección del mundo imperial contemporáneo. La coyuntura interna lo coloca del lado de la posición antiterrorista y así logra, sin dudas, adquirir algunas ventajas y beneficios por parte de los Estados Unidos y de los miembros de la comunidad internacional que comparten con el país del norte la dirección política actual del imperio. El gobierno colombiano apoyó y apoya sin restricciones o explicaciones válidas, la intervención bélica en Iraq y comulga con las mismas posturas políticas respecto al conflicto palestino-israelí.

Bush_Uribe.jpg
El presidente de los Estados Unidos George W. Bush con el presidente Álvaro Uribe durante su visita a Colombia, en marzo de 2007 (Paul Morse/White House)

La articulación con el imperio y su principal agente, los Estados Unidos, es absoluta. No hay dudas de que el Estado colombiano, con la ayuda eficiente de su actual régimen autoritario, asume y acepta el lugar subordinado que le cabe en el imperio. Por lo tanto, es indiscutible que, por fuera del conflicto interno que determina el curso del régimen político y de las políticas estatales, Colombia no escapa a las consecuencias del inexorable proceso de globalización, que restringe la tradicional soberanía en muchos campos, principalmente en el monetario, en el comercial, en las características de sus actividades industriales y agropecuarias, en la calificación y en el uso de su fuerza de trabajo, en el control de su territorio y de su patrimonio natural y cultural, en las particularidades de su propio orden jurídico interno y en sus formas de administración de la justicia.

Ese panorama alejará, como obsoletas, a las incipientes modalidades de integración con los países del área andina (Comunidad Andina de Naciones) o de otras regiones, y afectará su autonomía en las relaciones bilaterales o multilaterales para dar paso a las innovadoras formas de libre comercio, como el TLC con los Estados Unidos, cuya suscripción es inminente, o el ALCA.

En contraposición con los que evalúan las ventajas y beneficios derivados de dicho proceso, se discute, como en otros países, si el resultado será negativo en términos de crecimiento del PBI, de la distribución de la riqueza y los ingresos, de la modificación de la injusta situación social y de la generación de empleos, mejora de los niveles salariales y protección ambiental y cultural.

La declinación de las luchas laborales

Aunque las especificidades de países como Colombia sean innegables, las transformaciones operadas en la época conocida como posfordista también tuvieron consecuencias en el mundo del trabajo. Esos efectos determinaron la pérdida de importancia del trabajo formal asalariado, pues las unidades fabriles tradicionales cedieron lugar a las redes que actualmente integran múltiples espacios y momentos de la vida social. En ellas prevalecen otras formas de empleo de la fuerza de trabajo, caracterizadas por la movilidad, la precariedad, la interinidad, la subcontratación, la ausencia de vínculo patronal y la rela­ción salarial, y por el control a distancia, con la tendencia general contemporánea de que cada vez se torna menos necesario el trabajo vivo sobre los elementos materiales y prevalece el trabajo de informa­ción, comunicación y servicios.

Es por ello que la realidad se aleja cada vez más de las formas tradicionales de empleo, aunque de manera obstinada se insista en que será posible rescatarlas con medidas como las reformas laboral y tributaria. Las estadísticas oficiales de julio de 2005 mostraban que, por primera vez, la cifra de subempleados (trabajadores en establecimientos con menos de diez empleados, en servicios familiares o domésticos o por cuenta propia) superó los 7 millones, lo cual representa una elevación de la tasa de subempleo del 33,9%, más de un millón de individuos en el último año. Según las mismas fuentes oficiales, el sistema productivo está creando más subempleo e informalidad que el empleo propiamente dicho, todo ello como resultado del cambio producido en el conjunto de las unidades fabriles, dentro de las cuales el 70% (cerca de 700.000) son microempresas con menos de diez trabajadores, la mayoría de ellas altamente informales.

Las transformaciones por las cuales atravesó la sociedad colombiana en los últimos veinte años provocaron la declinación de las tradicionales luchas reivindicatorias laborales, reemplazadas últimamente, tanto en las ciudades como en el campo, por las protestas sociales contra la violación de los derechos humanos y el contenido regresivo de las políticas públicas.

Sus actores principales son ahora los pobladores urbanos, los desplazados por la guerra, los sectores campesinos e indígenas, las mujeres, los encarcelados y las minorías étnicas y sexuales. Las problemáticas más sensibles se presentaron en relación con los anhelos de paz, las modificaciones antidemocráticas de la Constitución Política y de la legislación, las reformas tributarias, las negociaciones del TLC con los Estados Unidos, los programas de erradicación de las plantaciones ilícitas con pulverizaciones que afectan las condiciones de vida y el medio ambiente, la liquidación o reestructuración de entidades públicas, las crisis del sector hospitalario público, los cambios en el sistema educativo, la situación de los desmovilizados y desplazados, las acciones indiscriminadas de los cuerpos armados y el derecho de reclamar autonomía y neutralidad frente al conflicto.

(actualización) 2005 - 2015

por Fernanda Gdynia Morotti

Los gobiernos Juan Manuel Santos

Cuando Álvaro Uribe fue elegido presidente por primera vez en 2002 por una disidencia del Partido Liberal, rompió con el bipartidismo que dominaba las contiendas electorales en Colombia desde los años 1950. Reelecto en 2006, gobernó durante ocho años consecutivos y fue coherente con su principal promesa de campaña: combatir la violencia. Finalmente, los crímenes perpetrados durante varias décadas por los carteles del narcotráfico, por las guerrillas y por grupos paramilitares dominaron la vida cotidiana colombiana. Uribe, literalmente, atacó el problema.

Así, la impronta autoritaria de su gestión fue muy costosa y el precio que se cobró en vidas fue muy alto. Como comunicador hábil, el presidente ocupó casi exclusivamente el centro de la escena política colombiana y mantuvo su popularidad hasta el último día de gobierno ­–su aprobación al final del segundo mandato llegó al 70%-. Él solo no consiguió imponerse a la Corte Constitucional, que le negó un tercer período en la presidencia. Sin embargo, en 2014 fue elegido senador e impulsó el triunfo de veinte parlamentarios de su partido, el Centro Democrático.

En la lucha contra la violencia, Uribe encontró en los Estados Unidos un compañero generoso. Según un informe del Congreso norteamericano, el país del norte invirtió durante la gestión Uribe casi US$ 18.000 millones en ayuda militar, que estuvieron destinados principalmente a combatir la guerrilla. De esta manera las FARC vieron a su contingente de combatientes caer a la mitad y el ELN fue reducido a su mínima expresión. También disminuyeron los grupos paramilitares.

En su ensañamiento antiguerrilla Uribe llegó a invadir países vecinos para atacar bases enemigas, lo que provocó graves crisis diplomáticas con Venezuela y Ecuador. Las relaciones estuvieron a punto de romperse, hasta que el entonces recién fundado Consejo Sudamericano de Defensa, vinculado a la Unión de las Naciones Sudamericanas (Unasur), consiguió intermediar en los conflictos y alcanzar un acuerdo de paz.

Sin lugar a dudas, Uribe impuso derrotas considerables a las guerrillas y las debilitó. Pero ese resultado es relativo cuando se lo analiza a la luz de los números, como los de los secuestros. Según estudios de la Universidad de La Sabana, desde 2000 a 2007 se registraron 14.676 secuestros en el país. Hasta septiembre de 2007, todavía había 1933 personas que habían sido capturadas como rehenes de los guerrilleros, esto sin tener en cuenta los casi 1.500 prisioneros no contabilizados en las estadísticas oficiales. Y, al combatir a las guerrillas, Uribe también combatía las drogas, ya que los guerrilleros terminaron involucrándose con las plantaciones de marihuana y coca. Pero hay que aclarar que no fueron sólo ellos, porque las drogas echaron raíces en todas las esferas de la vida colombiana. Y hoy, casi 160.000 hectáreas del territorio están destinadas al cultivo de marihuana y cocaína, y las transacciones comerciales relacionadas con los narcóticos mueven anualmente US$ 20.000 millones. Semejante fuerza en dinero se traduce en poder de trueque, influencias y beneficios en todas las instituciones, incluso las del Estado.

Además, el presidente reformó el sistema político haciéndolo más plural, superando de una vez el bipartidismo y debilitando los dos partidos más tradicionales del país, el Liberal y el Conservador. La economía registró un crecimiento medio del 5% al año, la inflación quedó controlada y el consumo interno prosperó, lo mismo que las exportaciones. Sin embargo, el buen momento de la economía no se reflejó en la creación de empleos. Sobre todo en los grandes centros urbanos, la masa de los excluidos sociales continuó siendo considerable.

Al ver denegado su pedido para presentarse al tercer mandato, Uribe dio lugar a quien siempre fue su segundo hombre en el mando y quien a lo largo de sus ocho años de gobierno ocupó diferentes ministerios: Juan Manuel Santos. Electo en 2010, Santos dejó en claro que consideraba cumplida la etapa del gobierno de Uribe. Según su opinión, era hora de que Colombia ingresara en una nueva etapa política. Así, la lucha contra la violencia continuaría, pero la prioridad, entonces, sería un proceso de pacificación interna y externa.

Durante su gobierno entró en vigencia el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, que ya había sido firmado durante el gobierno de Uribe. En el primer año que el acuerdo estuvo en vigor, el intercambio con aquel país aumentó un 20%. La influencia norteamericana siempre fue fuerte en Colombia, que relegaba la relación con los vecinos continentales a un segundo plano. Pero el gobierno Santos cambió esa dinámica. El comercio con Brasil, por ejemplo, tuvo un incremento importante. Colombia había roto relaciones con Venezuela desde los últimos tiempos de la gestión de Uribe. Sin embargo, después de la asunción del mando, Santos se dirigió al entonces presidente venezolano Hugo Chávez y normalizó la relación entre los dos países. Incluso la tímida participación colombiana en la Unión de las Naciones Sudamericanas (Unasur) también prosperó.

Sin embargo, la prioridad fundamental de Santos fue firmar el acuerdo de paz con las FARC, y esta negociación se llevó a cabo en La Habana, capital cubana. Los primeros acercamientos ocurrieron en 2013, todavía durante el primer mandato de Santos, y prosiguieron en 2015. Y de los cinco puntos de la agenda de negociación, las partes ya han llegado a un acuerdo sobre tres de ellos: reforma agraria, representación política de las FARC, y drogas y cultivos ilícitos. Todavía se están discutiendo la reparación de las víctimas y la entrega de las armas. Las FARC anunciaron un cese del fuego unilateral en 2014 e hicieron un pedido público de perdón a las víctimas de la guerrilla. Por otro lado, Santos también reconoció la responsabilidad del Estado en las violaciones de los derechos humanos ocurridas durante medio siglo de conflictos armados. Finalmente, el ELN, en una carta abierta publicada en septiembre de 2014, también se mostró dispuesto a negociar la paz.

Por otro lado, Uribe usó las negociaciones con las FARC para romper con Santos. Justificó su posición en el hecho de que el presidente, a su modo de ver, hacía la voluntad de los guerrilleros. Uribe fundó su propio partido, el Centro Democrático, y se convirtió en la principal voz opositora. En las elecciones de 2014, Santos se presentó en la reelección teniendo como principal opositor al candidato del Centro Democrático, Óscar Iván Zuluaga Escobar, un ex ministro de Uribe. Con la promesa de dejar de negociar con las FARC en cuanto fuera elegido, Escobar venció en la primera vuelta con una ligera ventaja sobre Santos. Sin embargo, el presidente tramó una alianza política con los candidatos derrotados y terminó venciendo por poco en la segunda vuelta, en una elección que registró 60% de abstenciones.

En este segundo mandato, Santos busca créditos para la reparación de las víctimas del conflicto. Hasta comienzos de 2015, 8.210 personas figuraban en el Registro Único de Víctimas. De ese modo, Colombia fue el primer país del mundo en reparar a los campesinos expulsados de sus tierras por las guerrillas. El gobierno ya dio comienzo a la entrega de tierras, empezando a atender a una parte de los 55.000 pedidos de restitución.

La comisión de paz del Congreso colombiano calcula que serán invertidos en todo ese proceso, en los próximos diez años, aproximadamente US$ 45.000 millones. Y los Estados Unidos anunciaron una ayuda de US$ 160 millones, por intermedio de la Agencia Norteamericana para el Desarrollo Internacional (USAID). El Banco Alemán de Desarrollo, por su parte, ofreció un crédito de US$ 100 millones.

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El presidente reelecto, Juan Manuel Santos, su esposa María Clemencia Rodríguez de Santos, y sus hijos, llegando al acto oficial de su asunción, en agosto de 2014 (Luis Ruiz Tito/Presidencia República Dominicana)

 

Datos Estadísticos 

Indicadores demográficos de Colombia

1950

1960

1970

1980

1990

2000

2010

2020*

Población
(en mil habitantes)

12.000

16.006

21.345

26.935

33.307

39.898

46.445

52.379

• Sexo masculino (%)

49,78

49,79

49,81

49,78

49,61

49,34

49,21

49,08 

• Sexo femenino (%)

50,22

50,21

50,19

50,22

50,39

50,66

50,79

50,92 

Densidae demográfica 
(hab./km²
)

11

14

19

24

29

35

41

43 

Tasa bruta de natalidad 
(por mil habitantes)**

47,41

43,88

34,62

30,33

26,34

21,98

18,9*

16,10

Tasa de crecimiento
poblacional**

2,84

2,96

2,34

2,21

1,87

1,58

1,29*

0,96 

Expectativa de vida 
(años)**

50,64

57,94

61,75

66,85

68,66

71,68

73,9*

75,90 

Población entre
0 y 14 años (%)

42,66

46,38

45,84

40,85

36,57

32,84

28,76

25,40 

Población con
más de 65 años (%)

3,40

3,20

3,43

3,83

4,27

4,73

5,62

8,0 

Población urbana (%)¹

32,70

45,03

54,82

62,12

68,28

72,08

75,04

77,77 

Población rural (%)¹

67,30

54,97

45,18

37,88

31,72

27,92

24,96

22,23 

Participación en la población
latinoamericana (%)***

7,15

7,26

7,42

7,40

7,48

7,58

7,79

7,92 

Participación en la población
mundial (%)

0,475

0,529

0,578

0,605

0,626

0,651

0,672

0,679 

Fuentes: ONU. World Population Prospects: The 2012 Revision Database 
¹ Datos sobre la población urbana y rural tomados de ONU. World Urbanization Prospects, the 2014 Revision. 
* Projecciones. | ** Estimaciones por quinquenios. | *** Incluido el Caribe.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos o en los documentos indicados.

 

Indicadores socioeconómicos de Colombia

1960

1970

1980

1990

2000

2010

2020*

PBI (en millones de US$ a 
precios constantes de 2010)

147.218,5

192.491,2

287.018,1

... 

• Participación en el PBI 
latinoamericano (%)

5,56

5,38

5,77

... 

PBI per capita 
(en US$ a precios
constantes de 2010)

4.419,9

4.824,3

6.179,3

... 

Exportaciones anuales 
(en millones de US$)

727,7

3.986,3

7.079,0

13.759,6

40.815,8

... 

• Exportación de productos 
manufacturados (%)

8,0

19,6

25,1

32,5

23,9

... 

• Exportación de productos 
primarios (%)**

92,0

80,4

74,9

67,5

76,1

... 

Importaciones anuales
(en millones de US$)

4.283,4

5.108,0

11.089,6

38,475,3

... 

Exportaciones-importaciones 
(en millones de US$)

-297,1

1.971,0

2.670,1

2.340,6

... 

Inversiones extranjeras 
directas netas 
(en millones de US$)

51,1

484,0

2.111,1

-146,6

... 

Población Económicamente 
Activa (PEA)

...

...

8.381,625

12.350.892

18.224.961

23.006.776

27.512.105 

• PEA del sexo masculino (%)

...

...

70,67

65,09

58,63

57,03

55,60

• PEA del sexo feminino (%)

...

...

29,33

34,91

41,37

42,97

44,40

Tasa anual de 
desempleo urbano (%)

...

...

12,70

...

Gastos públicos en 
educación (% del PBI)

1,73

...

3,51

4,83

...

Gastos públicos en salud 
(% del PBI)¹

...

...

4,68

5,00

... 

Deuda externa total 
(en millones de US$)

6.805,0

17.992,9

36.129,9

64.723,4

... 

Analfabetismo en la 
población con más de 15 años (%)

...

...

...

...

6,60

...

• Analfabetismo 
masculino (%)

...

...

...

...

6,70

...

• Analfabetismo 
femenino (%)

...

...

...

...

6,50

... 

Matrículas en el
primer nivel

3.286.052

4.168.200

4.246.658

5.221.018°

5.084.972

...

Matrículas en el
segundo nivel

750.055

1.733.192

3.568.889°

5.079.732

...

Matrículas en el 
tercer nivel

85.560

271.630

487.448

934.085°

1.674.420

...

Profesores

139.995

252.652

469.041

...

Médicos

5.970

9.299

16.600

30.743

49.406

75.008

... 

Índice de Desarrollo
Humano (IDH)²

0,557

0,596

0,655

0,706

...
 

Fuentes: CEPALSTAT 

¹ Calculado a partir de los datos de Global Health Observatory de la Organización Mundial de la Salud
² Fuente: UNDP. Countries Profile 
* Projecciones. |** Se incluyem las reexportaciones en al año 2010. | ° A partir del año 1998 los datos de matrícula pasaron a ser calculados según nueva clasificación, siendo los datos hasta 1997 no estrictamente comparables a los datos de los años siguientes
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos o en los documentos indicados.

 

Mapas

  

Bibliografía

  • GRAN ATLAS Y GEOGRAFÍA DE COLOMBIA. Bogotá: Intermedio, 2004.
  • INFORMES Y ESTUDIOS DEL BANCO DE LA REPÚBLICA DE COLOMBIA, vários anos.
  • INFORMES Y ESTUDIOS DEL DEPARTAMENTO NACIONAL DE ESTADÍSTICA (DANE). República de Colombia, vários anos.
  • INFORMES Y ESTUDIOS DEL INSTITUTO DE INVESTIGACIONES ALEXANDER VON HUMBOLDT, Colombia.
  • INFORMES Y ESTUDIOS DEL PROGRAMA DE LAS NACIONES UNIDAS PARA EL DESARROLLO, (PNUD), vários anos.
  • NUEVA HISTORIA DE COLOMBIA. v. 8. Bogotá: Planeta, 1989.
por admin publicado 01/09/2016 16:30, Conteúdo atualizado em 05/07/2017 15:47