Nombre oficial |
República Oriental |
Localización |
América del Sur, en su parte sur. Bañado por el océano Atlántico al sur, limita al norte con Brasil y al oeste con la Argentina |
Estado y gobierno¹ |
República presidencialista |
Idioma¹ |
Español (oficial) |
Moneda¹ |
Peso uruguayo |
Capital¹ |
Montevideo (1,6 |
Superficie¹ |
177.414 km2 |
Población² |
3.371.982. hab. (2010) |
Densidad demográfica² |
20 hab./km2 (2010) |
Distribución
|
Urbana (94,41%), |
Analfabetismo³ |
1,6% (2013) |
Composición étnica¹ |
Blancos (88%), mestizos (8%), negros (4%) amerindios (prácticamente inexistentes) |
Religiones¹ |
Católica romana (47,1%), cristianas no católicas (11,1%), no denominacional (23,2%), judaísmo (0,3%), ateos y agnósticos (17,2%), otras (1,1%) (2006) |
PBI (a precios constantes de 2010)⁴ |
US$ 45.170 millones (2013) |
PBI per cápita (a precios constantes de 2010)⁴ |
US$ 13.260,4 (2013) |
Deuda externa total⁴ |
US$ 22.860 millones (2013) |
IDH* |
0,790 (2013) |
IDH en el mundo |
50.º y 4.º |
Elecciones¹ |
Presidente electo por sufragio universal para un mandato de 5 años, sin derecho a la reelección consecutiva. Legislativo bicameral compuesto por la Cámara de Representantes, con 99 miembros, y por el Senado, con 31 miembros, electos por sufragio universal para un mandato de 5 años. |
Fuentes:
¹ CIA: World Factbook.
² ONU: World Population Prospects: The 2012 Revision Database.
³ ONU: World Urbanization Prospects, the 2014 Revision.
⁴ CEPALSTAT.
⁵ ONU/PNUD: Human Development, 2014.
Mônica Rodrigues (texto de actualización de la entrada, 2006-2015)
Se puede decir que Uruguay ha sido un país que ha estado obsesionado por el afuera del mundo y de la región. Si se tienen en cuenta los itinerarios de su historia social, si se repara en la evolución de su configuración demográfica, en el proceso de construcción de su cultura, en las modalidades colectivas de encarar la política o de incorporarse a los debates internacionales, en su mismo origen como Estado y su evolución posterior, difícilmente se pueda contradecir esa percepción. El afuera siempre fue, para los uruguayos, una “imagen constitutiva” y una “mirada constituyente”. El mundo (con base en una concepción muy eurocéntrica) y la región, en efecto, constituyeron una y otra vez una referencia de comparación, pero también fueron concebidos colectivamente como un lugar desde donde se “mira” al país y, por ende, desde donde también se lo “constituye”.
Desde el período de la última colonia hasta los combates de José Artigas y sus seguidores en la revolución por la independencia, el territorio uruguayo también experimentó una fuerte tensión entre el dilema de la autonomía o la integración regional. Esa dialéctica, que se podría calificar como constituyente de la experiencia colectiva de los uruguayos proyectó y proyecta varios dilemas y discusiones. Uno de ellos tiene que ver con los destinos y las orientaciones prioritarios del impulso integrador: la opción entre la asociación privilegiada con los vecinos de la región o el vínculo preferido con las naciones más desarrolladas; la frontera continental o la frontera transatlántica. En ese sentido, más de una vez en la historia uruguaya se propuso la consigna de “entrar en el mundo salteándose a los vecinos”.
Otro punto de partida para repensar el tema de Uruguay y su ubicación peculiar entre sus vecinos gigantes tiene que ver con la aceptación plena de su condición de país frontera. Por definición, la frontera es un terreno de ambigüedades, una zona de intercambio múltiple y complejo. Además, un país frontera tiene que percibirse a sí mismo como tal, con todo lo que ello implica. En la historia, Uruguay también asumió reiteradamente esa noción cuando repensó una dialéctica pendular en la relación con sus vecinos o cuando organizó su política exterior desde la clave configuradora de constituir el factor de equilibrio regional, especialmente, asumiendo un juego tácito de “árbitro o intermediario informal” entre Argentina y Brasil.
Su pequeñez y la consiguiente insuficiencia de la variable del mercado interno refuerzan otra premisa para considerar el problema de la integración económica y comercial con la región: Uruguay se ve impelido a volcar su economía hacia una orientación exportadora y depende cada vez más profundamente de su inserción competitiva en los mercados regionales y mundiales. En la misma perspectiva, la vocación integradora de Uruguay no puede articularse con una filosofía integracionista que conciba, por ejemplo, el bloque del Mercosur como una “zona ampliada de sustitución de importaciones”, sino que, por el contrario, debe asumir una filosofía de regionalismo abierto, concebida como instrumento para disputarse, más y mejor, otros mercados con sus vecinos de la región.
En la consideración de la evolución demográfica se encuentran también diversos impulsos integradores. La uruguaya fue, en gran medida, una sociedad aluvial, que se fue conformando a medida que llegaba el extranjero, el gran factor definitorio de la evolución social del país durante el siglo XIX y parte del siglo XX. Sin embargo, muchas décadas atrás, y con especial relevancia en las más recientes, Uruguay se constituyó también en un país de emigración, con el surgimiento de una “diáspora” muy importante en términos cuantitativos y cualitativos.
La integración al mercado mundial
Los uruguayos recrearon frecuentemente el mito de una ascendencia exclusivamente tributaria “de los hombres que bajaron de los barcos”, destacando su condición de “hijos de la inmigración europea” (básicamente española e italiana) y desvalorizando y menospreciando otros orígenes inmigratorios, así como otras fuentes raciales y culturales, como la del negro y la del indio. Sin multiculturalismos forzados, la pretensión de una homogeneidad europeizante y el cultivo de una ajenidad resistente con respecto a los países vecinos de la región y del continente parecen haber estado presentes en las raíces de ese emblema cultural simbolizado en la metáfora –ciertamente durante mucho tiempo rica en significado– de que Uruguay es como la “Suiza americana”.
Esa visión del “Uruguay ensimismado”, autárquico, educado en la “diferencia” y “para caminar solo”, antagonista de los “otros” de la región, se consolidó en el imaginario colectivo mucho antes de la efectiva integración de la república a los mercados mundiales. Ello sucedió en las últimas décadas del siglo XIX, cuando en la mayoría de los países latinoamericanos (entre ellos Uruguay desde su modernización agropecuaria iniciada por el llamado “ boom lanar” de la década de 1860) se conjugaron las condiciones externas e internas que posibilitaron los primeros procesos de modernización capitalista en la región.
La primera integración a esos mercados se dio la mano con la implantación de modelos modernizadores que privilegiaron el “desarrollo hacia afuera”, con despliegues fuertemente dependientes de los centros hegemónicos, por aquel entonces dirigidos por Inglaterra. En el caso uruguayo, esa orientación devino en la implementación de un proyecto básicamente agroexportador. La modernización capitalista inicial no parecía recorrer el mismo camino que la integración con la región, lo cual no podía dejar de traer aparejadas profundas implicancias.
Los uruguayos de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX vivieron la gran crisis financiera y económica de 1890 (no por casualidad iniciada en la City londinense) como un gran desafío prospectivo. La sociedad uruguaya en su conjunto asumió esa coyuntura decisiva como una invitación a repensar el país y su futuro. Esto, entre otras cosas, pasaba por configurar los relatos de la nación, confrontar los nuevos modelos de desarrollo a ser implementados en el futuro, tramitar los procesos de integración política y social, rediscutir cosmovisiones y encontrar los caminos efectivos de la integración política internacional del país, una vez más en esa doble pista del encuentro con el mundo y con la región. Comenzaba para Uruguay un tiempo de proyectos, de profundos conflictos, pero también de síntesis creadoras.
Un imaginario para la integración social
Fue durante las primeras décadas del siglo XX cuando la sociedad uruguaya pudo completar su primer modelo de configuración nacional, culminando así una tarea iniciada varias décadas atrás. Las nuevas generaciones de 1900 y del centenario –sin remitirnos aquí solamente a sus elites intelectuales y políticas– fueron, en esos aspectos, herederas directas de las ideas y tareas de figuras fundadoras del imaginario nacionalista como Francisco Bauzá, Juan Zorrilla de San Martín, Juan Manuel Blanes o José P. Varela, entre otros, a cuyo legado pudieron agregar una pauta de integración social que estuviera en condiciones de “anclar” efectivamente varias referencias culturales e institucionales de los uruguayos. Inscripta en diversos contextos que incitaban a consolidar una visión ciudadana de la nación, en esa nueva etapa la sociedad uruguaya ambientó la acción de varios productores de imaginario colectivo, que focalizaron su tarea –de modo tan obsesivo como disputado– en la integración del adentro. En el plano simbólico, sus esfuerzos pudieron asociarse con la experiencia histórica del primer batllismo –los dos mandatos presidenciales de José Batlle y Ordóñez (1903-1907 y 1911-1915)– y con las políticas públicas de índole reformista entonces aplicadas. Debe advertirse, empero, que pese a esa identificación, el proceso fue tan colectivo y plural como conflictivo.
De esa manera se pudo expandir, desde el Estado, un modelo endointegrador de base uniformizante, sustentado en una propuesta oficial que privilegiaba nítidamente la meta del “renacimiento de identidades” sobre un eventual intento de armonizar lo diverso con base en el respeto a las tradiciones preexistentes. Esa “sociedad hiperintegrada” (como la llamó Germán Rama) fue, en algún sentido, una nueva traducción de la idea del “país-modelo” del que había hablado Batlle y Ordóñez que, aunque hubiera tenido un éxito indudable en la formación de una nacionalidad inclusiva que impedía grandes marginaciones socioculturales o políticas, pagó también el precio de una integración social muy dirigida hacia la medianía y a ciertos estereotipos culturales, lo que, a menudo, terminó ambientando de forma indirecta la sanción a la diferencia y a la innovación.
Apogeo y decadencia de un modelo
El “Uruguay moderno” nació, así, en medio de conflictos y debates sobre las virtudes y los defectos de distintos modelos de integración del adentro y del afuera. El 31 de marzo de 1933, con el trasfondo de la crisis económica internacional instalada en el país, el entonces presidente Gabriel Terra impulsó un golpe de Estado e implantó una dictadura civil en la cual, a pesar de las expectativas de los sectores más reaccionarios de la coalición política que le había dado sustento, las medidas decisivas de desarticulación del modelo reformista desarrollado en las décadas anteriores no pudieron prosperar. Mediante un nuevo golpe de estado civil, llevado a cabo por el entonces presidente Alfredo Baldomir el 21 de febrero de 1942, y luego de un período de transición que duró cinco años, entre 1947 y 1951 el país retornó a una restauración batllista en el enfoque dominante de las políticas públicas, presidida por otro miembro de la dinastía de los Batlle, el sobrino de Don Pepe, Luis Batlle Berres.
Sin embargo, la restauración tenía alcances limitados, básicamente porque encontraba un contexto internacional muy diferente tras la Segunda Guerra Mundial. Uruguay era un país tomador de empréstitos, exportador de comodities, con una industrialización hija, casi por completo, de un proteccionismo no selectivo. El Estado, inflado y clientelístico, encubría las debilidades de un “capitalismo de ausencias”, redistribuyendo las divisas provenientes de contextos externos favorables a la exportación agropecuaria. No existían coaliciones sociopolíticas capaces de enfrentar coyunturas adversas e impulsar transformaciones estructurales, ni tampoco un modelo de desarrollo sostenible en el mediano plazo. Esto se puso de manifiesto cuando, a mediados de los años 50, el mundo profundizó cambios económicos adversos a los intereses uruguayos, transformando la simple reproducción del antiguo modelo de sustitución de importaciones en inviable, particularmente en lo que se refería a su pauta de inserción internacional.
La plena conciencia de esa circunstancia y de los desafíos que implicaba para la sociedad uruguaya constituyó –y sigue constituyendo– un tema político. El registro de los debates al respecto y el mínimo seguimiento de las políticas implementadas por parte de los distintos gobiernos en las últimas décadas trascienden los límites de este texto. Sin embargo, en lo que respecta al tema central de esta parte del relato, deben registrarse algunos procesos:
• la transformación radical –con severas restricciones y un efecto de estancamiento económico para el país– de las condiciones tradicionales de inserción internacional, principalmente después del primer shock petrolero de 1973;
• la adopción, en mayor o menor medida, por parte de los gobiernos que sucedieron a la victoria del Partido Nacional en 1958, de pautas y políticas económicas de perfil liberal, con un alineamiento –más o menos cercano, según el caso– al recetario clásico del FMI (Uruguay fue socio fundador de la entidad en 1944, aunque recién firmó su primera carta de intención con dicho organismo en 1960), en los marcos de una sociedad que no encontraba soluciones después de la reducción del Estado, el estancamiento económico, la emergencia de la inflación estructural y una creciente polarización en busca de un excedente económico inexistente;
• el debilitamiento institucional de la clásica democracia uruguaya, junto con la incapacidad de sus principales actores de darle una respuesta efectiva e innovadora a los problemas de la coyuntura;
• el surgimiento de procesos inéditos a distintos niveles, en una sociedad que, con el telón de fondo de un mundo y un continente en revolución como la de los años 60, parecía despertar abruptamente de la vieja vocación “insular”.
A la deriva rumbo al autoritarismo
En Uruguay, los años 60 reiteraron muchos procesos bien conocidos en la América Latina de la época. La crisis económica se tradujo en la visión disruptiva de una “industrialización sin horizontes”, de un “agro estancado” y sin mercados, de un “comercio exterior desequilibrado”, legados menos defendibles del país reformista y de su prosperidad frágil. La adopción de políticas ultraliberales, alineadas con el recetario del FMI, fracasó rápidamente. Tras la evidencia generalizada de la crisis de todo un modelo de desarrollo, la violencia política se instaló como instrumento de lucha por el poder, después de décadas en las cuales los conflictos internos parecían dirimirse en las urnas. La polarización ideológica llegaba a Uruguay, desprovisto por aquel entonces de sus viejos “amortizadores” (un Estado redistribuidor y “capitalista sustituto”, partidos “keynesianos” que regulaban en clave clientelística el mercado de trabajo y los precios internos, excedentes derivados de contextos favorables para la exportación de productos agropecuarios, etc.). La población comenzó a enfrentar problemas inéditos de pauperización, inflación descontrolada, publicidad de fenómenos de corrupción y políticas represivas de cara a la creciente protesta social.
No se puede decir que durante esa década y media, que transcurrió desde el triunfo del Partido Nacional en 1958 (con el consiguiente direccionamiento liberal en las políticas públicas) hasta el golpe de Estado de junio de 1973, no haya habido una búsqueda de alternativas por parte de los actores políticos y sociales. Cabe destacar algunas de las más importantes: los vaivenes de las políticas económicas, desde enfoques liberales ortodoxos hasta movimientos pendulares de orientación desarrollista; los cambios en el ámbito de los partidos tradicionales (derechización del Partido Colorado, principalmente después de la llegada a la presidencia de Pacheco Areco, en diciembre de 1967, y giro hacia la centroizquierda del Partido Nacional, bajo el liderazgo renovador de Wilson Ferreira Aldunate); la creación, en 1963 del Movimiento de Liberación Nacional (MLN) Tupamaros por Raúl Sendic, con su propuesta de guerrilla de cuño foquista; el proceso de unificación sindical que culminó con la creación de la Convención Nacional de Trabajadores (CNT) y la convocatoria al llamado Congreso del Pueblo (1965); la emergencia de grupos de derecha radical partidarios de la violencia; la consolidación de corrientes militaristas en el seno de las Fuerzas Armadas, en lucha permanente con agrupaciones constitucionalistas, liderados entonces por el general Líber Seregni; y el nacimiento, en 1971, de la coalición de las izquierdas, Frente Amplio (FA), competitiva en relación con los dos partidos tradicionales.
El proceso uruguayo sufrió una fuerte radicalización a partir de 1968, cuando el gobierno presidido por Pacheco impulsó una respuesta represiva frente a la militarización sindical y estudiantil. Asimismo, el gobierno realizó ese mismo año un ajuste autoritario en la política económica, con la constitución del llamado “gabinete empresarial” (con altos representantes del sector privado que desplazaron a los políticos “profesionales”) y el decreto de congelamiento de precios y salarios del 28 de junio de 1968. El crecimiento de la polarización desembocó en un aumento inusitado de la violencia política y social, con una secuela de civiles muertos y heridos sin precedentes desde la guerra civil de 1904. Con el trasfondo del incremento de los conflictos, las Fuerzas Armadas comenzaron a inclinarse claramente a favor de las opciones golpistas, apoyadas –como en el resto del continente– por los Estados Unidos.
El golpe de Estado
Las elecciones de 1971, que terminaron en un gran empate político y llevaron a la presidencia a Juan María Bordaberry, un católico integrista proveniente de las filas del ruralismo y con orientaciones ideológicas claramente antidemocráticas, no pudieron, como otrora, dilucidar las cuestiones de fondo. Ya con las primeras acciones de terrorismo de Estado en curso, con un gobierno débil encabezado por un presidente desleal a las instituciones y con una nueva ofensiva militar impulsada por el MLN en 1972, que acabó ese mismo año con la derrota total del movimiento guerrillero (anunciada oficialmente en octubre por las Fuerzas Armadas), la vía para el golpe militar apoyado por Bordaberry estaba abierta. El quiebre del orden institucional se daría, finalmente, al año siguiente y en dos tiempos. En una primera instancia de insubordinación militar, el día 9 de febrero (en la cual se aceptó la institucionalización de los militares como protagonistas del gobierno) y, a continuación, con la obra final, que comenzó en la madrugada del 27 de junio de 1973, cuando los dieciséis senadores presentes en la Cámara se anticiparon a condenar el golpe que se precipitaría horas más tarde.
Américo Plá Rodríguez, senador suplente de Juan Pablo Terra (Partido Demócrata Cristiano), observó que aquello parecía “un velorio, el velorio de la república”. Todos sabían lo que se avecinaba. El viernes 22 de junio, el presidente Bordaberry, junto con los comandantes de las Fuerzas Armadas y los generales, había decidido cerrar el Parlamento por tiempo indeterminado. A la 1:40 hs se dio por finalizada la sesión del Senado, después del pronunciamiento de Eduardo Paz Aguirre, el último orador. Para los militares, que escucharon el discurso por la radio, el Parlamento se había “autodisuelto”; el presidente y sus asesores, por su parte, acusaban al órgano legislativo de violar la Constitución por no haber inhabilitado al senador Enrique Erro el día 22, acusado de pertenecer al MLN Tupamaros.
El día 27, poco después de las 7 hs, en un “plan de diversión”, al frente del cual se encontraban los generales Esteban Cristi, Abdón Raimúndez y Gregorio Álvarez, los militares entraron en un Palacio Legislativo casi desierto: no había legisladores, apenas unos pocos empleados, entre los que estaba el portero Víctor Rodríguez Andrade, campeón de fútbol de 1950. El gobierno acababa de anunciar, a las 5:20 hs, por cadena nacional de radio, el Decreto N.º 646, que disolvía las Cámaras de senadores y representantes y prohibía “atribuirle al Poder Ejecutivo propósitos dictatoriales”.
Después del anuncio del decreto de disolución de las Cámaras, a las 6 de la mañana del 27 de junio, obreros y empleados de fábricas y de muchos otros lugares de trabajo comenzaron a poner en marcha el mecanismo de huelga general que la misma CNT había previsto en sus estatutos en 1964. Héctor Rodríguez, veterano dirigente del sector textil, recordó que la decisión de huelga general en caso de golpe de Estado había sido discutida desde décadas atrás. Más tarde, la CNT creó una comisión integrada por él mismo, Gerardo Cuesta, Gerardo Gatti y Vladimir Turiansky, en la que se había conversado sobre la eventual dispersión de las unidades de transporte colectivo y sobre el control de los combustibles y de los alimentos ante la eventualidad de la huelga general. La decisión de tomar ese camino no estuvo exenta de dramatismo y conflicto en el seno de la central. Se puede afirmar que hubo una pulsión espontánea de las bases sindicales que “superó la dirección”, entonces muy marcada por el Partido Comunista.
La paralización fue intensa y breve, pero sirvió, más adelante, como mito y relato heroicos para la refundación del movimiento sindical al final de la dictadura. En pocos días se rompió parcialmente la huelga en el sector clave del transporte y, el 30 de junio, los militares lograron ocupar la fábrica de combustibles de ANCAP, en La Teja. Muchas fábricas fueron desalojadas. La brutal represión militar de una manifestación callejera el día 9 de julio (en la cual, entre otros, caería preso por primera vez el general Líber Seregni) no sólo mostraría el alcance de la resistencia (tan importante y valiente como insuficiente), sino también la dureza del régimen impuesto, dando claros indicios de los tiempos que se avecinaban. El 11 de julio, la dirección de la CNT (todavía dividida acerca de la decisión que tomaría) resolvió dispersar. En el anuncio de la dispersión se señalaba:
arraigados con firmeza inmutable en la convicción de que, al fin de cuentas, los trabajadores y el pueblo triunfaron, miramos y debemos mirar la realidad actual, cara a cara, tal cual ella se nos presenta, y no deformada por deseos subjetivos, por generosa que sea su inspiración. Sabemos que el pueblo y su causa son inmortales e invencibles, en tanto son efímeros e imperdonablemente condenados al desprecio y al fracaso los tiranos que los enfrentan, y que la misma suerte tendrán quienes, directa o indirectamente, sostienen las tiranías. En las condiciones en las que se dio la batalla en nuestro país, la victoria de los trabajadores va a requerir aún, no obstante, una lucha prolongada y muy dura.
El desenlace de la crisis uruguaya, expresado en el golpe de Estado, adquirió un significado que trascendía los límites del país. Esta vez, como en pocas oportunidades, Uruguay quedaba asimilado a la pulsación dramática de América Latina y, aparentemente, enterraba su “singularidad”, que tantas veces había proclamado. En apenas algunos años, entre 1973 y 1976, el Cono Sur quedó completamente en manos de dictaduras militares (“la otra Santa Alianza”, según decía el periodista Carlos Quijano), que respondieron a parecidos estímulos externos, implementaron políticas públicas de similar tenor y, aunque teniendo en cuenta importantes diferencias, practicaron la misma sistemática violación de los derechos humanos. Paradójicamente, esa forma en que Uruguay se vinculó a la región (“latinoamericanización”, se llegó a decir) fue simultánea con un formidable proceso de transformaciones mundiales de las cuales el país permaneció relativamente aislado.
La “dictadura comisarial”: 1973-1976
De acuerdo con una periodización diseñada por el politólogo uruguayo Luis E. González, los doce años del régimen autoritario uruguayo (1973-1985) conocerían tres etapas claramente distinguibles:
• la etapa de la “dictadura comisarial”, entre 1973 y 1976;
• una segunda etapa que el autor denomina “ensayo fundacional”;
• y la última, de transición, iniciada en 1980, y que concluiría “formalmente” –aunque no en muchos aspectos sustantivos– con la asunción de las autoridades civiles en 1985.
Comisarial o policíaca fue la etapa inaugural del “proceso”, sumida en la perplejidad del poder recién conquistado e incapaz de construir un proyecto que trascendiera la tarea de poner “la casa en orden”, tan desquiciada por la muy denunciada “omnipresente subversión”. El “comisario” se mostró implacable y tenaz, casi no dejó resquicios y, en general, su gestión resultó un éxito. En ese marco se inscribieron la clausura de la actividad política tradicional, la declaración “quirúrgica” de ilegalidad de partidos y organizaciones de izquierda, la liquidación de la central sindical, la intervención de la universidad y el “saneamiento” de la administración pública, con miles de destituidos por razones ideológicas. La represión se desató y radicalizó el terrorismo de Estado iniciado antes del golpe. La política se “privatizó” al extremo (negando así su esencia) y lo político fue execrado públicamente.
¿Qué hacer una vez puesta “la casa en orden”? Para Bordaberry, antidemocrático confeso y admirador fervoroso de la dictadura brasileña y, poco tiempo después, del general Augusto Pinochet, la nueva ecuación política del Cono Sur suponía “un concepto radicalmente diferente del que se apoya en la clásica división de poderes de Montesquieu”. El golpe de Estado había significado el fin de tal “artificio” y dado cauce a la autoridad “natural y auténtica”. Por lo tanto, se trataba de “darle a aquello forma institucional”, “de recibir en la Constitución ese nuevo equilibrio”. Concluía el presidente sobre la necesidad de la existencia de una autoridad permanente y real, radicada, “con el beneplácito general”, en las Fuerzas Armadas. Si el poder público se resolvía de esa manera, no se debía insistir, en el caso del “poder privado”, en la fuente de desunión y disputa que, a su juicio, significaban los partidos políticos.
Finalmente, las Fuerzas Armadas optaron por un camino distinto: dilucidar la encrucijada tomando el rumbo menos costoso de continuar con la dictadura desde un discurso “democrático” y sin abandonar las pretensiones de restauración de un orden político “traicionado”. Los partidos habían construido la nación, los hombres –y no el sistema– la habían puesto en peligro. La “nueva república”, que sería fundada mediante decretos constitucionales, tendría partidos y no meras “corporaciones”, como defendía Bordaberry. Mientras tanto, la tutela militar crearía las condiciones para su correcto funcionamiento.
Las desavenencias entre Bordaberry y los militares generaron la crisis política de junio de 1976, que culminó con la remoción del presidente y la designación interina de Alberto Demicheli (un antiguo político de origen colorado conservador e ideas también neocorporativistas) para ocupar la primera magistratura. En un comunicado público, expedido por las Fuerzas Armadas, éstas declararon no querer “compartir […] la responsabilidad histórica de suprimir los Partidos Tradicionales […]”. Como primeras medidas de “su gobierno”, Demicheli procedió a firmar los Actos Institucionales 1 y 2, por los cuales se suspendía, “hasta nuevo pronunciamiento”, la convocatoria a elecciones generales y se creaba el “Consejo de la Nación”, respectivamente.
Continuidad
La evolución de la política económica en ese período marcó una de tantas continuidades relevantes entre los gobiernos de Pacheco y Bordaberry anteriores a 1973 y el régimen autoritario. El Plan Nacional de Desarrollo 1973-1977, formulado en 1972 por la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, fue definitivamente ratificado después del golpe, con algunos retoques secundarios. En realidad, la puesta en marcha efectiva del nuevo modelo –que suponía una severa radicalización de los programas liberalizantes anteriores– sería postergada por un año, cuando se desarrollara el nuevo impulso neoliberal con el advenimiento al Ministerio de Economía y Finanzas de Alejandro Vegh Villegas, en junio de 1974. Ese atraso en la aplicación de la estrategia diseñada reflejaba –entre otras cosas– la prioridad inicial que tuvo el régimen autoritario por la “normalización” política. La crisis petrolera de fines de 1973 y sus graves repercusiones para Uruguay generaron, incluso en el plano simbólico, ese marco traumático que necesita toda política económica extremista –y la que se estaba comenzando a aplicar así lo era– para un arranque vigoroso.
El examen de algunos de los resultados económicos verificados en el período 1973-1976 ilustra claramente los principales cambios operados en la sociedad y en la economía uruguayas. Entre otros procesos, tuvo lugar un crecimiento rápido y continuo del Producto Bruto Interno (PBI); se incrementó –a contramano del discurso oficial– el sector terciario de la economía, con un importante peso del Estado; se operó también una reestructuración del comercio exterior, con una reformulación importante de las exportaciones, pero con una balanza comercial con saldo negativo persistente; se profundizó la concentración del ingreso y se agravó la caída del salario real.
La distribución regresiva del ingreso determinó una creciente exclusión económica y social de los trabajadores, al mismo tiempo que se afirmó la rentabilidad de los empresarios y del capital extranjero (fundamentalmente financiero), verdadera “base social” del nuevo régimen. La estrategia del sobretrabajo apenas pudo disimular la creciente pauperización de amplios sectores de la población, a lo que se le sumó el auge dramático de la emigración. Según se jactaban los portavoces oficiales, poco quedaba en pie del Uruguay tradicional.
La fundación fallida
El veto a los ímpetus corporativistas de Bordaberry, con el alejamiento del presidente, marcó el comienzo del intento de construcción de un “nuevo orden” político-institucional. Los militares insistían en la idea de que ese cambio debería ofrecer, como sostén fundamental, la consolidación y la profundización del ajuste estructural de la economía, iniciado en los años anteriores.
Dominada entonces por un nuevo mesianismo y estimulada por ciertos éxitos en la evolución de algunos índices económicos (en especial, el crecimiento del PBI, con un promedio anual superior al 3% desde 1974), la corporación militar parecía hacerse cargo definitivamente de las premisas de un neoliberalismo a ultranza. El “ajuste estructural” suponía priorizar como objetivo de la política económica la reducción del costo de mano de obra y del presupuesto del Estado, para lo cual se hacía necesario disminuir la presión fiscal y terminar con las tradicionales políticas redistributivas.
Hasta 1978, la política económica se orientó, fundamentalmente, hacia la promoción de las exportaciones no tradicionales y la liberalización del mercado de cambio. A partir de 1978, y principalmente de 1979, se comenzó a implementar el proyecto denominado “Uruguay plaza financiera”, que suponía, entre otras cosas, la integración de Uruguay al mercado internacional de capitales, para lo cual se puso el énfasis en la estabilización de los precios mediante un manejo radicalmente monetarista de la balanza de pagos. A través de un fuerte rezago cambiario pautado por la voluntad oficial, se profundizó la apertura comercial y el movimiento de capitales. Se aceleró el ritmo de crecimiento del PBI (superándose el 6% en 1979), aunque todo ello al precio de un enorme abultamiento de la deuda externa (un crecimiento de casi el 30% en 1979) y de un pesado déficit en la balanza comercial: de US$ 71,2 millones, en 1978, a US$ 418,2 millones en 1979 y casi US$ 622 millones en 1980. El boom económico tenía cimientos frágiles.
Si la superación del histórico estancamiento en el producto contaba con inestables soportes económicos, los costos sociales del emprendimiento perfilaron, desde esa época, un cuadro dramático para los sectores más carenciados de la sociedad uruguaya. El salario real continuó cayendo. Las capas superiores se enriquecían cada vez más, sin que se diera un incremento significativo del ahorro y de la inversión productiva. Mientras tanto, el resto de la población se lanzó a la carrera del multiempleo, aunque sólo los sectores medios pudieran contener momentáneamente la reducción drástica de su poder adquisitivo. Las capas inferiores, sin refugio posible, sufrieron, hasta 1980, un proceso de pauperización creciente, pues recibieron el impacto de la supresión de las políticas redistributivas y del congelamiento de los gastos sociales del Estado.
En la esfera política, el “ensayo fundacional” estuvo signado por el intento de obtener la primera legitimación del proyecto militar, con la convocatoria a un plebiscito para reformar la Constitución. El 1.º de septiembre de 1976, Aparicio Méndez (un viejo político de larga militancia nacionalista) asumió la presidencia de la República. Una serie de Actos Institucionales preparó el camino para que, con su firma (negada por Alberto Demicheli, que por ese motivo había sido sustituido) cayera una pesada proscripción sobre el elenco político. Las inhabilitaciones políticas decretadas, más allá de sus gradaciones, estaban previstas para una vigencia general de quince años, lo cual mostraba las previsiones cronológicas de la dictadura. Se conseguía, además, la clausura formal de la vida partidaria, con la eliminación de toda la izquierda, sin el costo político de la supresión explícita de los partidos.
Uno de los terrenos en los que la fundación del “nuevo orden” encontró más dificultades fue el de las relaciones internacionales. El despliegue de denuncias de buena parte del exilio uruguayo, junto con el énfasis que el nuevo gobierno de los Estados Unidos, presidido por Carter, comenzó a demostrar en la región respecto a la problemática de los derechos humanos, obligó al gobierno a salir de la encrucijada con algunas definiciones. En septiembre de 1976, el Congreso de los Estados Unidos suspendió la ayuda militar a Uruguay, lo que motivó una dura respuesta de las jerarquías del “proceso” y la aprobación de un nuevo Acto Institucional que establecía la tutela del Estado a los derechos humanos y restricciones a los organismos internacionales de control.
“No” a la dictadura
Entre 1978 y noviembre de 1980, el régimen se mostró decidido a legitimar su actuación mediante la convocatoria –sin mediación partidaria– de los ciudadanos a las urnas, en un proceso que culminaría en un plebiscito constitucional. Los jefes castrenses, que aprovechaban todos los actos públicos para explicitar y fundamentar la continuidad de su tutela sobre el sistema político, luchaban por la consecución de una “prudente apertura” –según palabras textuales de uno de los generales de la época– en busca del apoyo de los ciudadanos, sobre la base de una reactivación política restringida y controlada. Las Fuerzas Armadas confiaban en que, si evitaban con sutileza la presión internacional y controlaban la influencia de los partidos políticos, su proyecto lograría recibir una legitimidad explícita de la población mediante el voto popular. Con tal fin pretendieron disimular la tutela con una propuesta constitucional que Luis E. González caracterizó como un “híbrido” de “raíces tradicionales”, por un lado, y “de doctrina de seguridad nacional”, por el otro.
Conviene repasar sumariamente los aspectos más relevantes del proyecto constitucional de 1980. Se eliminaban derechos y garantías fundamentales. En lo que se refería a la organización institucional, las Fuerzas Armadas asumían competencia directa en materia de “seguridad nacional”, para lo cual se institucionalizaba el Consejo de Seguridad Nacional (Cosena) y se creaba un Tribunal de Control Político con poderes para destituir, incluso, a autoridades partidarias. En cuanto a la soberanía y a los partidos, para la primera elección se imponía una candidatura única, al tiempo que para el futuro se eliminaba el doble voto simultáneo y se imponía la presentación de candidatos presidenciales únicos dentro de los lemas, se alteraba la representación proporcional integral (otorgándole al partido vencedor la mayoría absoluta) y se restringía el funcionamiento y la formación de partidos políticos.
Es razonable pensar que los pronunciamientos partidarios desempeñaron entonces un papel relevante. Entre los colorados, Unidad y Reforma, sector de Jorge Batlle, la 315, de Manuel Flores Mora, y algunos disidentes del pachequismo se definieron clara y rápidamente contra el proyecto constitucional. Lo mismo hicieron los Movimientos Nacional de Rocha y Por la Patria, del Partido Nacional (blancos), así como los sectores herreristas de Jorge Silveira Zabala y Luis Alberto Lacalle de Herrera. El “sí” al proyecto militar contó, por su parte, con la adhesión –desde su puesto de embajador en Washington– de Pacheco Areco, de algunos herreristas y de sectores orientados por Alberto Gallinal. La Unión Radical Cristiana dejó a sus adherentes libertad de elección, aunque sus principales dirigentes –como Humberto Ciganda– militaran a favor del “no”. En medio de la proscripción, el exilio y la prisión, la izquierda profundizó, desde la clandestinidad, su oposición radical al régimen.
El 30 de noviembre de 1980, los uruguayos asistieron masiva, pacífica y silenciosamente a votar en medio de sospechas de fraude. Votó más del 85% de los habilitados, manifestándose en contra del proyecto militar 885.824 ciudadanos (el 57,9%) y a favor 643.858 (42%). La relación de tres a dos contra el proyecto autoritario, si bien numéricamente no representaba un desequilibrio aplastante, tenía una enorme trascendencia política, que sorprendió tanto al gobierno como a sus opositores. Destinado por las Fuerzas Armadas a ser el punto culminante de su empeño de fundación, mediante la legitimación que acarrearía el voto popular, el plebiscito se convirtió, con la victoria de la oposición, en el marco del fracaso de dicho proyecto.
¿Cómo explicar que en un momento de fuerte –aunque asimétrico– arranque económico, con todos los medios de comunicación bajo su arbitrio, los militares uruguayos perdieran su primera prueba electoral? ¿Triunfo, otra vez, de la política sobre todas las demás dimensiones de la convivencia? El peso de la tradición liberal y antimilitarista, la influencia de la breve y velada convocatoria por el “no” y el descontento generado por los efectos de las políticas económicas y sociales contribuyen a la explicación. Pero también los militares, a causa de su perspectiva de continuismo dogmático y soberbio (que los inhibió, por ejemplo, de buscar apoyo en los partidos), equivocaron los caminos. Por los resultados inmediatos, se puede afirmar que las Fuerzas Armadas fueron más eficaces en las tareas comisariales que en las fundacionales, aunque también es cierto que nunca abandonaron completamente el primer trabajo con el fin de dedicarse al segundo.
Cinco años de “dictadura transicional”
El período de la llamada “dictadura transicional” (1980-1985) asistió a la restauración de los partidos uruguayos como actores centrales de la vida política. Fue la civilidad, pacíficamente impuesta desde el plebiscito de 1980, la que cobró de forma creciente un papel protagónico, lo que llevó a los militares a plantearse la estrategia en los términos de hallar la “mejor salida”.
Entre diciembre de 1980 y julio del año siguiente, el gobierno elaboró un nuevo plan político. Preparado por una nueva Junta de Oficinas Generales, ese plan reconocía, de manera implícita, algunas de las razones del fracaso gubernamental en el plebiscito: proponía otra vez la búsqueda de cierto consenso de la sociedad civil, buscando la mediación de los partidos políticos (obviamente sin la izquierda).
Después de establecer los primeros contactos formales con la dirección de los partidos “habilitados”, el régimen comenzó a desarrollar su nuevo proyecto. Se confirmó una transición de tres años y, luego de tensas deliberaciones que denotaban divisiones entre los militares, la Junta de Oficiales Generales designó al general Gregorio Álvarez como nuevo presidente, en septiembre de 1981.
El año 1982 fue decisivo, si observamos que en su transcurso fue legalizada buena parte de la oposición política, a excepción de la izquierda; se confirmaron y alistaron nuevas oposiciones sociales y se comenzó a desencadenar la debacle económica y financiera. El esfuerzo de la dictadura por crear el ambiente para una “nueva sociedad” había fracasado y el régimen perdía credibilidad también entre las diversas fracciones de los sectores económicamente poderosos. Salvo los círculos financieros, aún alentados por las posibilidades de especulación, los demás grupos empresariales –industriales, comerciantes y, principalmente, los productores rurales–, fueron retirando su apoyo de manera cada vez más explícita, asumiendo incluso algunas actitudes contestatarias. Pero la resistencia a la dictadura se reforzaba y se organizaba fundamentalmente desde “abajo”: algunos sindicatos dieron importantes señales de reactivación y los estudiantes universitarios reiniciaron también su organización en núcleos. También se reanimó el movimiento cooperativo en el área de la vivienda.
En las elecciones internas de los partidos políticos permitidos por el régimen, celebradas en noviembre de 1982, los resultados llegaron a ser más adversos para el gobierno que los de 1980, pues la ciudadanía le otorgó el triunfo, con un amplio margen, a las fuerzas más nítidamente opositoras y democráticas de las posiciones tradicionales. Como elecciones partidarias, constituyeron un factor inédito en la historia del país: repolitizaron intensamente a la sociedad uruguaya y, al mismo tiempo, ayudaron a consolidar los partidos políticos tradicionales (la izquierda excluida se dividió entre los que, siguiendo la sugerencia de Seregni, votaron en blanco –aproximadamente unos 85.000 sufragios– y los que votaron en los sectores más opositores dentro de las posiciones permitidas). Más del 60% de los habilitados se acercaron a las urnas. Los años siguientes serían de conflicto y negociación, delimitados por la contradicción básica que surgía de las elecciones internas: los partidos políticos, con representación y legitimidad, pero sin gobierno, y el gobierno, una vez más, sin representación ni legitimidad alguna.
El “tacho de basura”
Mientras sucedían esos procesos políticos, el boom económico, que había alcanzado su auge en el bienio 1978-1980, llegaba a un drástico final. Con otros desequilibrios macroeconómicos, el atraso en la cotización del dólar –piedra angular del proyecto “Uruguay plaza financiera”– había agravado considerablemente la dispersión de los precios relativos. Muy pronto, el ensayo estabilizador caería preso de sus propios fundamentos: el agudo desequilibrio externo y una situación de virtual incapacidad de pago provocaron el derrumbe de la experiencia. La debacle fue pautada por un nuevo y considerable aumento del endeudamiento externo y por una profundización de la fuga de capitales y de la caída de las reservas internas netas.
Comenzaría entonces un durísimo ajuste recesivo de la economía uruguaya, cuyo programa sería diseñado a partir de la firma de una nueva carta de intención con el FMI, en febrero de 1983, en condiciones especialmente gravosas en diversos planos (intimaciones de la política interna, costos, plazos, período de carencia, etc.). Los objetivos prioritarios del nuevo ajuste estaban destinados a restablecer una situación mínimamente sostenible de la balanza de pagos, al tiempo que se continuaba aspirando a la estabilidad de los precios y a la reanudación del crecimiento, sin medir, para ello, los costos sociales. En diciembre de 1983, Vegh Villegas volvió a hacerse cargo del Ministerio de Economía y Finanzas, con la meta confesa de evitar que la dictadura le entregara a la democracia una situación económica que se equiparase –según sus propias palabras– a un “tacho de basura”. Los resultados de este terminal ajuste recesivo marcaron, sin lugar a dudas, un saldo muy negativo del proceso de radicalización del programa neoliberal. Se llegó a controlar relativamente la inflación y el déficit fiscal, pero los costos sociales y económicos fueron demasiado onerosos. Según ha estudiado Hugo Davrieux, la reducción de los gastos corrientes del Estado se realizó casi exclusivamente por medio de una disminución drástica del poder adquisitivo de los pasivos y, sobre todo, de las retribuciones de los funcionarios, que alcanzaron el nivel más bajo de las últimas tres décadas. Por su parte, el salario real cayó más de un 30% entre 1983 y 1984; la tasa de desempleo creció vertiginosamente; el endeudamiento interno se multiplicó, lo cual afectó gravemente a amplios sectores empresariales; las importaciones se vieron reducidas en casi un 30%; el gasto público sufrió una reducción (aunque el déficit haya persistido), mientras que los servicios financieros pasaron del 3,7% al 22,4% del gasto consolidado.
El año de las movilizaciones populares
En 1983, la escena política estaba dominada por el tramo final de una dictadura que perdía fuerzas, pero que enfocaba sus objetivos en pactar garantías para una retirada organizada. En ese sentido, se debe señalar que la reacción civil admitió también sus inflexiones. Si bien los partidos políticos demostraron su vigencia durante la instancia plebiscitaria y las elecciones internas de 1982, la “lucha contra la dictadura”, con nuevo impulso, redundó en un escenario muy propicio para la explicitación política de las fuerzas y organizaciones sociales, con perfiles más radicales en su resistencia al régimen militar. En ese sentido, puede definirse a 1983 como el año de las grandes movilizaciones populares, que por sus dimensiones lograron pesar de forma decisiva en las relaciones cada vez más distantes de los partidos de oposición con los militares. Empero, también es probable que la esencia del fenómeno le haya ocultado a grandes sectores –no a los colorados– la existencia de las “mayorías silenciosas”, cuya relevancia se demostraría en otros planos.
Las Fuerzas Armadas, por su parte, consiguieron definir una estrategia que suponía el total abandono del proyecto de creación de un “partido del proceso” y también del maximalismo expresado en las primeras negociaciones formales con los partidos en 1983. La tendencia por fin predominante era la que planteaba el problema de una salida para la cual se debería buscar el mejor atajo, que dejara a salvo, mediante una retirada organizada, a la corporación militar.
La gigantesca concentración popular del 27 de noviembre de 1983 –tal vez la mayor de toda la historia política del país– marcó el punto de máxima confluencia entre la movilización social y el consenso partidario detrás de un programa intransigentemente democrático. De ahí en más, la izquierda política quedó definitivamente integrada y acreditada en el frente de oposición, legalizada de hecho, pese a la permanencia de la proscripción impuesta por el régimen. Sin embargo, fue a partir de entonces que la “dictadura transicional” comenzó a vivir una segunda etapa, signada por la voluntad de acuerdo entre militares y políticos, y orientada crecientemente en dirección a la dinámica de la negociación, lo que les devolvía el timón a los partidos. Esa vocación negociadora desembocó en tres resultados de gran interconexión: relativizó la presión de la movilización social, electoralizó tempranamente la dinámica política (de cara a los comicios generales previstos para noviembre de 1984) y ajustó la salida a los términos de un “pacto” entre los militares y la mayoría de los partidos políticos. Tal vez, el problema central en el camino de la transición fueran la proscripción y la amenaza de prisión al exiliado líder de la mayoría del Partido Nacional, Wilson Ferreira Aldunate, y la persistente ilegalidad (cada vez más formal) del Frente Amplio y de sus principales dirigentes.
Al mismo tiempo en que el general Medina asumió el mando del Ejército, Wilson Ferreira Aldunate finalmente regresó al país, el 16 de junio, y fue detenido y procesado de inmediato por la justicia militar. La situación creada por su prisión generó, como era de prever, fuertes tensiones y dificultades en el seno del frente de oposición: por un lado, los blancos se negaban a cualquier tipo de negociación mientras su líder estuviera detenido; por otro, los demás partidos (incluso los de izquierda) se inclinaban a acelerar los trámites. El Partido Nacional fue marginado y tuvo que presenciar, “desde lejos”, inicialmente la distensión política que le siguió a los primeros encuentros (derogación de algunos Actos Institucionales, aceleración de procesos de presos políticos y revocación parcial de la proscripción del Frente Amplio) y, más tarde, el llamado Acuerdo del Club Naval, firmado en agosto de 1984. La marginación de los nacionalistas marcó a fuego su estrategia –y también su suerte– en el proceso político. El acuerdo concretado quedó finalmente expresado en el último Acto Institucional del gobierno militar, el Nº 19, en el cual se preveían normas transitorias (referencias al Cosena, Estado de Insurrección, jurisdicción militar, ascenso y nombramientos de jefes militares, etc.) que serían sometidas a plebiscito en 1985. Asimismo, se ratificó la convocatoria a elecciones para el 25 de noviembre.
Los efectos del pacto del Club Naval
En ese marco tan polémico, no fue difícil pronosticar entonces que el pacto del Club Naval continuaría siendo tema del debate político, en tanto su persistencia en escena tenía que ver con la fragilidad del sistema democrático por él creado. Además de un acuerdo de salida, el pacto pareció adquirir, con el tiempo, un carácter de gran continente, al cual los actores llenaron de valoraciones diversas y sucesivas, y que todos terminaron redefiniendo y reinterpretando. Si comparásemos las exigencias militares de las primeras negociaciones formales de 1983 con las del Club Naval en 1984, los efectos de esas últimas sugieren un retroceso evidente de las Fuerzas Armadas y de sus posiciones más duras, expresadas en el cada vez más solitario presidente Álvarez. Pero si observamos la cuestión desde la perspectiva de la “salida” de la institución militar, el resultado parece algo diferente. El retiro organizado y sin temores fue posible en la medida en que se logró cancelar las posibilidades electorales de Wilson Ferreira Aldunate y reservar un tiempo prudente de autonomía corporativa que evitó o dificultó las sorpresas de revisionismo.
Los “partidos del Club Naval”, por su parte, aseguraron el cauce electoral de la transición, fijaron los límites del Cosena, los mecanismos de nombramiento de los comandantes en jefe y aceleraron –¡vaya si esto reforzaba su legitimidad!– la liberación de los presos políticos y la “repatriación” de miles de uruguayos perseguidos. Sin embargo, al “entregar la cabeza” de su principal adversario electoral, todo quedó preparado para el triunfo colorado de Julio María Sanguinetti (un político relativamente joven, aunque experimentado, con una larga trayectoria en las filas del batllismo), que en medio de las negociaciones del Club Naval fue proclamado candidato a la presidencia. Por su parte, la izquierda, entonces “dueña” de las calles, reingresó de allí en más a la arena electoral. Finalmente, el Partido Nacional se pronunció con énfasis contra el acuerdo, aunque días más tarde sus principales dirigentes, reunidos en la prisión de Trinidad, donde estaba detenido Wilson Ferreira Aldunate, acordaron con el líder preso concurrir a las elecciones con una fórmula de reemplazo.
Los resultados electorales de noviembre de 1984 evidenciaron una reproducción relativa del cuadro de 1971, lo cual ratificaba, entre otras cosas, la estabilidad de la tendencia electoral y la voluntad “restauradora” que parecía insinuar la transición democrática. Las variaciones mayores se produjeron en la correlación de fuerzas en cada corriente (especialmente en el Partido Colorado y en el Frente Amplio), y se mantuvo casi congelado el porcentaje de votos globales de cada partido. Entre los colorados, el porcentaje de votos totales se mantuvo en el 41% pero, internamente, los sectores batllistas dejaron en clara minoría el pachequismo. Por su lado, los blancos alcanzaron el 35% de los sufragios, descendiendo un 5% con relación a sus guarismos de antes de la dictadura, para lo cual contribuyeron tanto la ausencia de su líder máximo en la campaña como la fuga de votos conservadores frente a la consolidación de una mayoría progresista en el Partido Nacional. Además de ver confirmada su identidad luego de once duros años de represión y del fracaso del proyecto militar de eliminarlo para siempre, el Frente Amplio (22% de los votos) volvió al Parlamento con importantes modificaciones en su seno: la espectacular votación del entonces Movimiento por el Gobierno del Pueblo (de izquierda moderada, encabezado por Hugo Batalla), que relegó al Partido Comunista al segundo puesto, era señal de importantes cambios en esa dirección. A diferencia de lo sucedido durante el resto del proceso político bajo la dictadura (especialmente en el plebiscito de 1980, en las elecciones internas de 1982 o en las movilizaciones de 1983), fueron las famosas “mayorías silenciosas” las que definieron la contienda.
Más que la impunidad para los militares delictuosos el pacto estableció una correlación de fuerzas y, principalmente, un espacio a recorrer para su confirmación o modificación, y un territorio más inclinado a la contingencia que a la necesidad histórica. Quien mejor expresó tal resultado fue el mismo general Medina (último comandante en jefe del “proceso” y figura crucial en las negociaciones): “Dejemos que contesten los hechos”. Entre avances y retrocesos de civiles y militares y con algunas graves cuestiones pendientes de resolución, Uruguay ingresó, desde marzo de 1985, en una etapa de transición efectiva rumbo a la democracia, mucho más reconocible con la perspectiva que confiere el transcurso de los años.
Uruguay, nunca más
Los crímenes de la dictadura uruguaya quedaron registrados en una serie de publicaciones. Entre ellas merece ser destacado el informe Uruguay nunca más, editado en 1989 por una organización no gubernamental, el Servicio Paz y Justicia (Serpaj). La publicación señala que, mientras que la dictadura de Augusto Pinochet privilegió el fusilamiento como principal forma de lucha antisubversiva y el régimen argentino, la desaparición forzada de 30.000 personas, la modalidad preferida por la dictadura uruguaya fue la prisión prolongada. “Nuestros soldados tomaban prisioneros, no había muertos en este país. Uruguay tiene en este momento 1.600 problemas porque no tiene 1.600 muertos”, afirmó el coronel Federico Silva Ledesma en septiembre de 1979, al reasumir el cargo de presidente del Supremo Tribunal Militar. Según lo explica el texto del Serpaj, el régimen trataba de evitar la sanción ética de la comunidad internacional. “A una sociedad legalista y creyente en el valor de la vida, no le era posible, en un país donde todo está cerca y todos se conocen, eliminar físicamente a sus opositores, incluso cuando los muestra dotados de los peores atributos y haya quien así lo crea.”
Los procesados por la justicia militar fueron detenidos en dos grandes olas: la primera entre 1972 y 1974, centrada básicamente en los militantes del MLN, derrotados antes del golpe de Estado. La segunda entre 1975 y 1977, dirigida contra los militantes del Partido Comunista. En total sumaron 4.933; los detenidos sin proceso llegaron a ser, aproximadamente, 3.700. De todos los presos, el 75% era menor de 34 años y alrededor del 45% tenía estudios universitarios. Una relación de 31 detenidos políticos por cada 10.000 habitantes ubicaba entonces a Uruguay en un deshonroso primer lugar en América Latina.
Se destacaban algunas tristes situaciones, como la de los presos desaparecidos (183 de acuerdo con la lista publicada en el “Informe de Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos”, incluido en el libro A todos ellos), algunos en el país y muchos otros en los países vecinos, en los marcos de la famosa operación “Cóndor”, coordinada por las dictaduras de la región; y también asesinatos no ocultos, como, por ejemplo, los de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, William Whitelaw, Rosario Barredo y Manuel Liberoff, ocurridos en mayo de 1976, sin hablar de los miles de presos políticos sometidos a la “justicia militar” y de la tortura indiscriminada en las cárceles.
El caso de los llamados “rehenes” merece especial mención. Poco después del golpe de Estado, los principales dirigentes del MLN-Tupamaros, nueve hombres y ocho mujeres, fueron sacados del penal de Libertad y Punta de Rieles para ser trasladados permanentemente de cuartel en cuartel y sometidos a un sistema especial de reclusión. En principio, se convirtieron en la garantía de que su organización no realizaría ninguna acción. Las mujeres, Alba Antúnez, Estela Sánchez, Cristina Cabrera, Flavia Schilling, Graciela Dry, Jessie Macchi, Raquel Cabrera, María Elena Curbelo y, desde 1974, Elisa Michelini, regresaron a la cárcel de Punta de Rieles en 1976. Los hombres todavía tendrían que esperar hasta abril de 1984 para ser reintegrados al penal de Libertad. Henry Engler Golovchenko, Eleuterio Fernández Huidobro, Jorge Manera Lluberas, Julio Marenales Sáenz, José Mujica Cordano, Mauricio Rosencof, Raúl Sendic, Adolfo Wasem Alaniz (fallecido ese mismo año) y Jorge Zabalza Waksman fueron sometidos durante diez años y medio a pesadas condiciones de rigor carcelario.
En los batallones, los lugares de reclusión podían ser desde calabozos exiguos, con techos que goteaban y escasa ventilación (como en Santa Clara de Olimar) hasta un pozo de cuatro o cinco metros, sin luz, cerrado, con humedad permanente, donde se bajaba la comida a través de una cuerda. Años más tarde, Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof narraron sus experiencias en el libro Memorias del calabozo. Ambos se encontraban alojados en lugares contiguos e inventaron un sistema de comunicación con golpes en la pared limítrofe. El 14 de marzo de 1974, fecha de cumpleaños de Fernández, Rosencof le regaló un poema: “y si este fuera/ mi último poema/ insumiso y triste/ raído pero entero/ solamente una palabra escribiría:/ compañero”.
La transición democrática
En términos generales, desde una perspectiva histórica, sería posible identificar tres grandes ciclos a lo largo de estas dos décadas de democracia en Uruguay:
• la transición democrática (1985-1989), que prácticamente monopolizó las tareas de gobierno y la atención de la primera administración del Dr. Julio Sanguinetti;
• los impulsos y frenos de las reformas (1990-1999), signo que abarcó la administración presidida por el Dr. Luis Alberto Lacalle Herrera y la segunda presidencia del Dr. Sanguinetti, y que concluyó básicamente con la crisis brasileña, iniciada en enero de 1999, con el consiguiente despliegue de la recesión en Uruguay;
• la recesión, el colapso y la reactivación económica (1999-2005), que configuran las claves de algunas de las principales transformaciones del último gobierno liderado por el Dr. Jorge Batlle.
El inicio de la verdadera transición democrática puede ser delimitado por la asunción de las autoridades constitucionales electas en las mutiladas elecciones de 1984 (con personas y partidos proscriptos). Amnistía a los presos políticos, investigación y derivación a la justicia sobre la autoría y responsabilidad de las gravísimas violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura, restitución o compensación a los funcionarios públicos destituidos y regularización del funcionamiento de las instituciones en un Estado de Derecho pleno. Todos esos temas integraron la agenda del primer gobierno democrático posdictatorial.
Dejando rápidamente atrás lo que fuera acordado en la Concertación Nacional Programática (Conapro) por los partidos y los principales actores sociales, el presidente Sanguinetti instituyó lo que dio en llamarse “gobierno de entonación nacional”, con el establecimiento de un acuerdo limitado (aunque operativo) con el Partido Nacional, entonces liderado por Wilson Ferreira Aldunate. La consolidación de la transición democrática, que los militares habían dejado fuertemente inconclusa, finalmente se realizó de modo polémico y en el marco de grandes controversias, particularmente con la sanción parlamentaria de la llamada Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, votada en diciembre de 1986. Dicha norma fue objeto de severas acusaciones por parte de la oposición de izquierda y de sectores blancos y colorados, que la consideraron una “ley de impunidad” y apoyaron a las organizaciones de derechos humanos y, especialmente, a la de “Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos”, a efectos de concretar los instrumentos legales para someter la ley aprobada a un referendo popular. Luego de un proceso convulsionado de junta de firmas, el referendo pudo finalmente concretarse en abril de 1989, con la victoria de los que bregaban por la ratificación de la ley, por 55,44% contra 42,42%.
La ley le entregaba al Poder Ejecutivo la autoridad sobre cualquier investigación y búsqueda, además de la decisión sobre qué casos se investigarían y quién los llevaría adelante. En ese marco, se le encomendó al Consejo del Niño la tarea de investigar el destino de los niños desaparecidos (lo que sobrepasaba por completo las posibilidades y los recursos de dicho organismo) y se le confió la investigación sobre la situación de los detenidos desaparecidos nada menos que ¡a un fiscal militar! La voluntad política de concluir todo debate sobre este punto quedaba claramente de manifiesto.
Ante esta situación irregular, los familiares de los detenidos desaparecidos se negaron a presentarse ante el fiscal militar designado. Según lo denunció la organización de Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos, se había llegado a la absurda contradicción de que,
aun en los casos que el Poder Ejecutivo declaró comprendidos en la ley (que sólo ampara a militares y policías) […], el fiscal dictaminó que no existían pruebas de la participación de unos y otros […]
con el resultado, más que previsible, del archivo de los procesos. Incluso en el caso de denuncias de las desapariciones ocurridas antes del período de facto y, por lo tanto, no comprendidas en la ley, los jueces competentes se negaron a actuar y despacharon los expedientes al Poder Ejecutivo para que éste determinara si esos hechos no estaban amparados en la “caducidad”.
Con estas cuentas pendientes, pero también con la legitimidad del pronunciamiento popular de abril de 1989, y el beneficio de mejores desempeños y logros en otras áreas (reintegro de miles de funcionarios públicos y reconstrucción de un clima de libertades, por ejemplo), la mayoría de blancos y colorados –aunque con disidencias internas, en especial entre los primeros– dio por concluidos los temas de la transición. El gobierno comenzó a dedicar sus esfuerzos, esencialmente, a la búsqueda de un proceso de reordenamiento y “normalización general” y a la administración de la crisis económica heredada de la dictadura, juzgada como gradualista incluso dentro del mismo Partido Colorado. De todos modos, se logró avanzar en la recuperación de algunos equilibrios macroeconómicos (aunque al futuro gobierno se le dejó un elevado déficit fiscal), el PBI creció, hubo un aumento efectivo del salario real, se impulsó el retorno de la negociación colectiva tripartita en el ámbito privado, la inflación descendió, se lograron mejoras importantes en los índices sociales más relevantes y se promovió la expansión de las inversiones en diferentes áreas.
Ciclo de las reformas: impulsos y frenos
Desde 1988 se fueron dando algunos cambios en el escenario político uruguayo. La muerte de Wilson Ferreira Aldunate en marzo de ese año, le dejó el camino más libre al ascendiente Luis Alberto Lacalle, del Partido Nacional. Entre los colorados, Jorge Batlle venció a Enrique Tarigo, en las filas de un batllismo cada vez menos unido política e ideológicamente. Por su parte, la izquierda atravesaba la dramática ruptura de su unidad, con la separación del Partido por el Gobierno del Pueblo (PGP) y del Partido Demócrata Cristiano (PDC), que formarían el Nuevo Espacio con aliados menores. En las elecciones de 1989, los dos candidatos favoritos, Luis Lacalle y Jorge Batlle, defendían posturas similares, de orientación liberal. Fue tarea del vencedor Luis Lacalle concretar en el país las propuestas del llamado Consenso de Washington, inherentes a la interpretación dada por los organismos financieros internacionales a la nueva etapa del capitalismo globalizador. Después de una ardua negociación, se concretó el acuerdo del cual emanó el llamado gobierno de “coincidencia nacional”, lo que le otorgó mayoría parlamentaria.
A pesar de las múltiples transformaciones de la coalición, que pronto dejaron al gobierno de Lacalle en posición minoritaria y en situación de aislamiento, éste logró avanzar en algunas de sus iniciativas y reformas, algunas previstas en su programa electoral y otras emergentes de una adaptación pragmática con relación a los caminos integracionistas de la región. Entre las últimas se destaca la incorporación de Uruguay al Mercosur, que de hecho se había iniciado como una alianza entre Brasil y la Argentina en los años anteriores. Dicha iniciativa, que inicialmente había sido promovida por Itamaraty y que pronto consolidó su articulación con la Argentina, generó un fuerte impacto en el recién instaurado gobierno uruguayo, el cual promovió de manera acelerada la incorporación de Uruguay al acuerdo regional, consciente de que permanecer al margen generaría pesadas consecuencias negativas para el comercio uruguayo (desde hacía algún tiempo muy localizado en la región), además del efecto de aislamiento del país. Finalmente, se llegaría a la firma solemne del Tratado de Asunción, el 26 de marzo de 1991, entre los presidentes de la Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay. Los cuatro partidos uruguayos con representación parlamentaria estuvieron de acuerdo con la aprobación del tratado (con muy pocas disidencias de la izquierda), con la expectativa, tal vez, de que la integración regional pudiese desbloquear los rumbos internos del país en su propio beneficio.
A pesar de las dificultades de la herida “coincidencia nacional”, otro ejemplo de cambio fue la fuerte inflexión generada a partir de 1991 en la desregulación del mercado de trabajo, alcanzado no por el recurso de modificar la ley vigente, sino por el de no cumplirla.
El gobierno de Lacalle encontró sus principales frenos en dos temas considerados decisivos: la Ley de Empresas Públicas y la reforma de la Seguridad Social. En el primer caso, las fuerzas del gobierno pudieron obtener en el Parlamento la sanción del texto legal, cuyo principal contenido consistía en la habilitación de la Administración Nacional de Telecomunicaciones (ANTEL) para la asociación con capitales privados. Sin embargo, la ley fue impugnada por sectores y partidos, así como por organizaciones contrarias al contenido de la norma. Una vez cumplidos los requisitos legales para someterla al recurso del referendo popular, éste fue celebrado el 13 de diciembre de 1992, y la ley anulada por números concluyentes: el 71,58% contra el 27,19%. Con respecto a la reforma de la Seguridad Social, el fracaso político fue más contundente, ya que ni siquiera se logró la aprobación de una ley.
Las reformas del gobierno de coalición
En las elecciones de 1994, prácticamente se obtuvo un triple empate entre el Partido Colorado (vencedor), el Partido Nacional y el Frente Amplio-Encuentro Progresista, en ese orden. Basta decir que entre el primero y el tercero, la diferencia fue de apenas un 1,7% de los votos válidos. Nuevamente en la presidencia, el Dr. Julio Sanguinetti apostó de inmediato a una negociación con el fin de obtener el respaldo para una coalición de gobierno con bases más sólidas y duraderas que las que había logrado su antecesor. Sanguinetti encontró un interlocutor valioso en el nuevo presidente del directorio del Partido Nacional, Alberto Volonté, de claro perfil negociador y convencido partidario de la concreción de una coalición que impulsase reformas en varios campos.
Fue así como, sobre bases sólidas, se fundó el llamado “gobierno de coalición”, contando con 84 legisladores a su favor en la Asamblea General (el 64%). Los resultados del acuerdo superaron todos los tiempos de los ciclos de cooperación alcanzados por los gobiernos anteriores. Una breve y poco exhaustiva reseña de la productividad legislativa obtenida por la coalición durante el período 1995-1998 ofreció una prueba manifiesta de dicho aspecto: ajuste fiscal, Ley de Seguridad Ciudadana, Ley de Reforma de la Seguridad Social, Ley de
Presupuesto Nacional, Ley de Desmonopolizaciones de Alcoholes, rendiciones de cuentas con gasto cero, Ley de Inversiones, Ley del Marco Regulatorio del Sistema Energético (cuya impugnación no logró alcanzar los requisitos exigidos para la aplicación del recurso del referendo), reforma constitucional sancionada por el Parlamento y después aprobada en plebiscito por un margen mínimo del 50,4% de los votos el 8 de diciembre de 1996, entre otras iniciativas.
En el paquete aprobado por la coalición se pueden destacar cuatro puntos:
• reforma de la Seguridad Social, por medio de la efectivización de un régimen mixto que combinó el régimen universal provisto por el Banco de Previsión Social con un sistema complementario de ahorro y capitalización individual;
• reforma educativa, con propuestas como la descentralización de centros de formación docente en el interior del país, la universalización de la cobertura preescolar para niños de cuatro y cinco años, la extensión de escuelas de jornada completa en zonas pobres con provisión de alimentación diaria, el rechazo persistente de las autoridades educativas a la aplicación de políticas descentralizadoras y promotoras de la iniciativa educativa a nivel privado, la modificación, siempre controversial, de planes y programas, todo ello sin embargo, bajo una implementación con un perfil poco participativo y sin la efectiva mejora de los salarios de maestros y profesores, etc.;
• continuación de la reforma del Estado, caracterizada por el énfasis en contenidos como focalización, gerencia descentralizada, flexibilidad en las reservas, impulso en la competitividad y productividad, incentivo a la reducción de personal de planta de funcionarios públicos, etc.;
• reforma constitucional, con grandes modificaciones en el sistema electoral uruguayo clásico, conocido como “Ley de Lemas” y transformaciones menores en lo que se refiere al régimen de gobierno y a la relación entre poderes.
A este cuadro de situación habría que sumarle el registro de otros dos aspectos que también distinguen el período 1995-2000: en primer lugar, el freno de las mejoras y luego el aumento moderado (con altibajos al final de la década) de los niveles de pobreza, pese a la persistencia del crecimiento económico y de la continuidad de la mejora de otros índices sociales (la tasa de mortalidad infantil y la universalización de la enseñanza preescolar, principalmente); en segundo lugar, una fuerte reanudación de las controversias en torno al tema de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura y la búsqueda de la verdad sobre lo ocurrido.
En lo que se refiere al retorno del tema de la violación de los derechos humanos durante la dictadura en el segundo gobierno de Sanguinetti, cabe señalar que la controversia sobre tal “cuenta pendiente” del régimen autoritario fue impulsada por motivos locales e internacionales. Ante ello fueron lanzadas varias gestiones e iniciativas concretas para viabilizar una renegociación del problema con los militares y el gobierno, centrada en el punto del esclarecimiento de los hechos y en la necesidad de que las Fuerzas Armadas y el Estado asumieran la responsabilidad institucional por lo ocurrido. Sin embargo, todas las iniciativas en ese sentido chocaron con una actitud francamente contraria del gobierno y de los militares, lo cual terminó por bloquear una nueva tramitación del tema. La respuesta de los oficiales superiores frente a estas cuestiones fue tan unánime como cerrada. En abril de 1997, los generales afirmaron el mantenimiento de “una misma línea” contraria a la formación de comisiones que investigaran el pasado y a “entrar en revisionismos que no condujeran a ninguna buena salida”.
Recesión, colapso y reactivación económica
La reforma constitucional aprobada en 1996 tuvo su primera experiencia de aplicación en 1999. En esa oportunidad, contrariando muchos pronósticos, en su quinta postulación a la presidencia de la República, el Dr. Jorge Batlle logró finalmente la victoria. Después de ganar las internas del Partido Colorado y firmar un acuerdo programático con el Partido Nacional, Batlle venció en la segunda vuelta del 28 de noviembre con el 52,26% de los votos contra el 44,53% que fueron para el Encuentro Progresista, encabezado por Tabaré Vázquez. Colorados y blancos eran, en aquel momento, la segunda y la tercera fuerzas políticas. En coalición, disponían de mayorías parlamentarias exiguas (55 diputados de 99 y 17 senadores de 31) en partidos con notorias diferencias internas.
Al principio, el gobierno adoptó iniciativas populares como la creación de la Comisión para la Paz, con el consiguiente reconocimiento de un problema que, como el esclarecimiento de las violaciones a los derechos humanos sucedidas durante la dictadura, sus antecesores habían insistido en dar por finalizado. Sin embargo, pronto el país padeció lo que el mismo presidente denominó “siete plagas” (irrupción de la aftosa, desequilibrios monetarios con la región, crisis financiera, desacomodamiento de los mercados internacionales, etc.). En ese contexto, Jorge Batlle y su gobierno vieron caer vertiginosamente no sólo su popularidad, sino también su credibilidad. Con esta circunstancia contribuyeron los errores del presidente en el terreno de la comunicación política, no solamente con la opinión pública, sino también con interlocutores tan poderosos como otros presidentes de la región y la prensa nacional e internacional. El estallido de la crisis, que se venía anunciando y finalmente se desató con toda su virulencia en el año 2002, encontró un gobierno debilitado en varios frentes. Los fundamentos de la reforma constitucional de 1996 (crear reglas electorales que incentivaran coaliciones fuertes y duraderas y presidentes con fuerza política y respaldo propios) manifestaron su inconsistencia en aquella encrucijada. La coalición se rompió en el peor momento y el centro presidencial alcanzó, en esa coyuntura crítica, una debilidad tal que lo llevó casi a la inmovilidad. No faltaban conspiraciones que buscasen la interrupción del mandato de Batlle y la realización de elecciones anticipadas, hipótesis catastrófica que se pudo evitar gracias a la lealtad institucional y al civismo manifestados por todos los actores restantes.
En el momento más crítico de 2002, la asunción del senador Alejandro Atchugarry al Ministerio de Economía estableció una suerte de corrimiento tácito del liderazgo del gobierno hacia un “primer ministro” que sostenía la gobernabilidad por medio de acuerdos parlamentarios y con la obtención de apoyo de los líderes partidarios más significativos. No es exagerado decir que aquél fue el período más difícil y, al mismo tiempo, de mayor éxito de toda la administración Batlle, aunque los tiempos de la cosecha llegaran después.
La crisis tuvo una magnitud inusitada. La recesión se prolongó desde enero de 1999 hasta mediados de 2003. El análisis de índices como la caída vertical del PBI entre 1998 y 2003 (en términos globales y per cápita), los niveles de desempleo que se acercaron a la cifra récord del 20%, los problemas de ocupación que afectaron a la mayoría de los activos, la gran caída del salario real, el aumento de la inflación, el crecimiento de la deuda pública en relación con el PBI, el descenso también vertical de las exportaciones, la caída de la industria manufacturera, la profundización del endeudamiento agropecuario, la crisis devastadora del sistema financiero, entre otros procesos, llevaron al país a los umbrales del default, que finalmente logró ser evitado.
Sin embargo, quedaban las terribles secuelas sociales de la crisis. En sólo cuatro años, emigraron más de 100.000 uruguayos, lo cual superaba la brecha entre nacimientos y defunciones durante ese período. Según datos oficiales, la pobreza ascendió al 30,9% a fines del año 2003, con el 56,5% de la población entre 0 y 4 años y más del 50% de la población menor de 18 años en esa condición. La tasa de deserción escolar se mantuvo elevada, al tiempo que se revelaron porcentajes considerables de jóvenes que no estudiaban ni trabajaban. La tormenta puso al desnudo las falencias del Estado en la atención de una situación de emergencia social, evidenciando que la “sociedad hiperintegrada y el Estado escudo de los débiles” habían quedado atrás.
La campaña electoral tuvo un prematuro arranque con el referendo sobre la Ley de la Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland (ANCAP), realizado el 7 de diciembre de 2003. El resultado (del 62,3% de los votos a favor de la derogación de la norma), en realidad constituyó un plebiscito aglutinante en torno a la impopularidad del gobierno y también de las figuras más significativas de ambos partidos tradicionales, Sanguinetti y Lacalle, a un año y medio de las elecciones. No obstante, el marco internacional se volvía cada vez más favorable a la consolidación de la reactivación económica iniciada en el país, con la locomotora de un sector agropecuario que encontraba muy buenos precios y posibilidades de mercado. Los índices económicos comenzaron a evidenciar un ritmo creciente de recuperación, aunque su transferencia al campo social y su influencia política resultaron más lentas y limitadas. Como prueba de ello, a pesar de que el PBI uruguayo creció entre el 12% y el 13% en 2004, la pobreza aumentó en el mismo período.
La reestruturación política uruguaya
Las elecciones internas del 27 de junio de 2004 mostraron, para sorpresa de muchos, la anticipación de un escenario de segunda vuelta, con un Partido Nacional renovado en cuanto a sus liderazgos y con aspiraciones de competitividad acrecentadas frente a la izquierda. Aún así, meses después se confirmaron los pronósticos más generales: el triunfo en la primera vuelta, el 31 de octubre, del Encuentro Progresista-Frente Amplio-Nueva Mayoría (EP-FA-NM), luego de una campaña electoral sin errores y en la cual siempre tuvo la iniciativa. Los resultados electorales de octubre de 2004 fueron coronados por una verdadera avalancha de votos para la izquierda, lo que le dio la mayoría en ambas Cámaras Legislativas.
La victoria del EP-FA-NM y de su candidato presidencial Tabaré Vázquez en la primera vuelta de las elecciones nacionales de 2004 constituyó un vuelco profundo en la historia política de Uruguay. De esta manera, se cambiaba una hegemonía de 175 años de gobiernos colorados, nacionalistas o de dictaduras cívico-militares, que administraban el país con alternancias esporádicas (con una clara supremacía del liderazgo gubernamental del Partido Colorado sobre el Partido Nacional, aunque con un formato coparticipativo y en algunas oportunidades de coalición). La victoria de la izquierda llegó en un momento en que el declive electoral de los lemas (partidos y grupos dentro de los partidos) tradicionales se venía confirmando desde la formación del Frente Amplio, en febrero de 1971, pero que se aceleró a un ritmo vertiginoso en la última década y, principalmente, durante los últimos cinco años. Cabe advertir que la obtención de la mayoría legislativa en las dos Cámaras constituyó también un hecho relevante, inédito desde la redemocratización en marzo de 1985, y mucho antes de eso, si se tiene en cuenta el período anterior a la dictadura iniciada en 1973. Observemos los resultados de las elecciones y la composición del mapa parlamentario emergente de ellas (cuadro a continuación):
Composición del Parlamento (2004)
Partidos |
Cámara Baja |
Senado |
EP/FA/NM |
52 |
17 |
Partido Nacional |
36 |
11 |
Partido Colorado |
10 |
3 |
Partido Independiente |
1 |
0 |
Total |
99 |
31 |
Fuente: Área de Política de Relaciones Internacionales del Banco de Datos de la Faculdad de Ciencias Sociales (UdelaR).
Desde una perspectiva histórica más extensa se observa la envergadura de los cambios producidos. La izquierda ha mantenido, pese a la ruptura producida entre 1988 y 1989, un crecimiento sostenido y permanente desde el final de la dictadura militar, particularmente significativo en la última década. Observemos en el gráfico a continuación la evolución seguida entre el caudal de los votantes de los “partidos tradicionales” (blancos y colorados) en relación con los llamados “partidos desafiantes” (básicamente la izquierda). Las tendencias no podrían ser más claras: al continuo retroceso de blancos y colorados en su conjunto se le confronta el aumento sistemático y continuo de la izquierda, desde cuando estuvo dividida (en 1989, con la escisión del llamado Nuevo Espacio), hasta su reunificación en 2004 bajo el lema Encuentro Progresista-Frente Amplio-Nueva Mayoría (gráfico abajo).
Si limitamos la serie de registros electorales al registro de la evolución de los votos válidos por partido en los últimos veinte años, veremos que el gran cambio en el comportamiento electoral de la ciudadanía uruguaya se produjo precisamente en ese período, y además, lo hizo de forma permanente y con magnitudes incrementadas, como ya fue señalado (cuadro a continuación).
Significados de la victoria de la izquierda
Definitivamente, desde una perspectiva más global que tenga en cuenta los itinerarios del sistema político durante las dos últimas décadas, podríamos registrar algunas tendencias:
• el cambio profundo fue, efectivamente, el rasgo dominante de la trayectoria política del país en los últimos veinte años;
• a diferencia de otros países de la región, las reformas liberales se implementaron de forma más moderada y gradual, con el mantenimiento resistente del peso del Estado como rasgo definitorio del nuevo equilibrio público-privado;
• pese a los frenos adoptados, a menudo se disimularon cambios y ajustes relevantes, consolidados también durante esas dos últimas décadas.
Para explicar las razones de la espectacular victoria de la izquierda en las urnas y del crecimiento sostenido en las elecciones anteriores que la hizo posible, en los últimos tiempos se multiplicó, tanto en el ámbito político como en el académico, la postulación de diversos factores. Distintos autores señalaron un cúmulo de razones más o menos conjugadas y prioritarias: entre otras, una especie de determinismo demográfico sobre el crecimiento del electorado de izquierda, explicado por su llegada más consistente a los sectores más jóvenes; la cosecha de los dividendos de un creciente tradicionalismo y la nacionalización de la izquierda, con el consiguiente aumento de su producción simbólica y cultural como factores de atracción de votos; una moderación de sus propuestas ideológicas y programáticas, con su consiguiente aproximación al centro del electorado; la fuerza carismática de sus líderes y su relativa facilidad de renovación en los últimos años (lo que no significa una disminución de la edad promedio de su elenco de dirigentes, que muestra índices de envejecimiento); una mayor y más flexible adaptación a los cambios ocurridos en el país y en el mundo en diversos niveles de lo que se podría calificar como la cultura política más en uso; el respaldo tácito de la adhesión generalizada a la izquierda, proveniente de circuitos socializantes aún muy relevantes en el país (sistema educativo, redes laborales, grupos territoriales, etc.); y el acierto de las estrategias políticas de corto y mediano plazos implementadas por las fuerzas políticas progresistas, en claro contraste con cierta “apatía cultural” y un espíritu de derrotismo que comenzó a acaparar a los llamados “partidos históricos”, particularmente durante la última década. Aunque todas esas razones hayan sido objeto de debate y no hayan recibido adhesión unánime, también es cierto que cualquier explicación que venga a privilegiar en exceso una sola de las causas expuestas aparecerá como insuficiente. No obstante, sí existe una postulación mayoritaria (aunque también contestada), de que la mayoría de las razones de la primacía progresiva de las izquierdas en el país debe ser buscada en el terreno de la competencia política, y no fuera de ella.
Sin embargo, tras la amplitud de las cifras del 31 de octubre de 2004, no se puede incurrir en el error o en la ingenuidad de olvidar, siquiera por un instante, el trasfondo social dramático que configura también un marco central en el que se produce este último impulso del crecimiento y, finalmente, la concreción de la victoria electoral de la izquierda.
Resumiendo, a pesar del carácter prioritariamente político del fenómeno, sería equivocado, y hasta peligroso, menospreciar esos datos sociales a la hora de interpretar las razones del último crecimiento y del triunfo de la izquierda en Uruguay. Una elección, por más espectaculares que sean los cambios que produzca, nunca es un fin de historia: en la democracia no existen victorias finales. Sin embargo, bien se podría decir que, si la revolución nacionalista de 1904 puede ser vista como el punto de inflexión en el que acabó el siglo XIX uruguayo y comenzó para el país el siglo XX, la última elección del 31 de octubre y la transición política que le siguió tal vez puedan ser interpretadas como el marco que separó, en la historia de la política nacional, el siglo XX del siglo XXI. Después de largas décadas y varias generaciones, portadora de una tradición expresada en la historia de hombres y mujeres y no apenas en la trayectoria más abstracta de un grupo de ideas, la izquierda uruguaya, acostumbrada a “perseverar sin triunfar” (virtud que Carlos Quijano destacaba al revisar la trayectoria cívica de Emilio Frugoni, fundador del Partido Socialista uruguayo), asumió el gobierno nacional en circunstancias muy difíciles para el país.
Los discursos del nuevo presidente Tabaré Vázquez durante el comienzo de su mandato fueron moderados, pero claros, en la perspectiva de que su gobierno buscaría lo que él mismo calificó como “cambios posibles, responsables, continuados, progresivos, con sentido de nación y teniendo a las personas como centro y norte”. El gobierno, en suma, enfrentaría tareas de una magnitud que trascendería las posibilidades que otorgan las mayorías parlamentarias. Había miles de compatriotas, cuyas necesidades no dejaban espacio para esperas, y mucho menos para postergaciones, la mayoría de los cuales no estaban siquiera organizados ni podían ampliar sus reivindicaciones ni aprovechar plena y rápidamente (sin capacitación adecuada para las nuevas demandas del mercado de trabajo) las oportunidades de una economía en crecimiento. La ciudadanía dio muestras de enojo; votó enojada en el referendo sobre la Ley de Asociación de la ANCAP, en diciembre de 2003, y en las elecciones de junio y octubre de 2004. Y no es fácil gerenciar el voto enojado, sobre todo para el vencedor, a quien lógicamente se le requerirá más que a nadie. Es cierto, sin embargo, que en los días de campaña, así como también durante la elección, se pudo percibir una ciudadanía que quería creer y que parecía cansada de agnosticismos cívicos, de democracias rutinarias y desencantadas, que no exhibían virtudes republicanas.
Actualización (2005 - 2015)
por Mônica Rodrigues
El primer mandato de Tabaré Vázquez
Después de 175 años de gobiernos colorados, nacionalistas o de dictaduras cívico-militares, la izquierda uruguaya llegó al poder con Tabaré Vázquez, electo presidente en 2005 por el Frente Amplio. Fue una victoria rotunda. Y las fuerzas que apoyaban al nuevo mandatario también conquistaron la mayoría en ambas Cámaras Legislativas. Pero Vázquez heredó un país en recesión y hundido en una profunda crisis social, con la tasa de desempleo golpeando la puerta del 20% de la población.
Durante su administración, la economía volvió a crecer, gracias a una coyuntura que favoreció a los precios de exportación de los productos uruguayos y, sobre todo, debido a la reactivación económica promovida por la distribución de la renta que fue impulsada por las políticas sociales gubernamentales. Éstas se convirtieron en la prioridad para Vázquez. El presidente creó el Ministerio de Desarrollo Social, responsable de la implementación del Plan de Atención Nacional de Emergencia Social (Pasen). Y con un presupuesto inicial de US$ 200 millones, el Pasen distribuyó alimentos y dinero a las familias carentes, que “pagaban” la ayuda con servicios comunitarios. De esta forma, aproximadamente 200.000 personas que vivían debajo de la línea de pobreza resultaron beneficiadas por el programa.
Además, casi el 90% de los jubilados y el 80% de los trabajadores dejaron de pagar impuestos por sus ingresos o vieron reducidas las alícuotas después de que el gobierno promovió un ajuste fiscal. Incluso estuvo acompañado de una ley aprobada por el Parlamento que instituyó el piso salarial nacional. El monto sirve de base para el cálculo del salario mínimo y también para el piso de cada categoría profesional. En general, durante el gobierno de Vázquez el salario creció 19%. Y la pobreza extrema fue reducida a menos de la mitad –de 4,7% a 1,7%–, mientras la pobreza disminuyó casi un tercio –de 32% a 21%–. Así pues, al final de su mandato, el presidente celebraba haber sacado de la pobreza a casi 260.000 personas, y de la pobreza extrema a 59.000.
El gobierno también se valió del escenario internacional favorable para reducir el peso de la deuda externa en relación con el PBI, que pasó de 69%, a comienzos del mandato, a 39% al final. Es más, Uruguay se libró de las deudas con el FMI y las necesidades de financiamiento externo también cayeron de 23% a 6% del PBI.
En 2007, el país se convirtió en la primera nación latinoamericana en legalizar la unión civil entre personas del mismo sexo. En 2009, el Congreso aprobó la adopción de niños por parte de parejas gays. Y ese mismo año, se aceptó la eutanasia en aquellos casos en que el paciente expresa su voluntad de recurrir al procedimiento.
De esta forma, Tabaré Vázquez terminó el mandato con la popularidad en alza. En las elecciones previas para escoger al candidato del Frente Amplio para la presidencia, apoyó a Danilo Astori, su ministro de Economía, pero el elegido terminó siendo Pepe Mujica, ministro de Agricultura y Pesca, quien encabezó la lista con Astori como vicepresidente. Mujica fue elegido en segunda vuelta con casi el 52% de los votos.
El gobierno Pepe Mujica
Ex líder guerrillero de los Tupamaros, capturado cuatro veces por las fuerzas de represión del régimen dictatorial, Pepe Mujica pasó en total trece años en prisión, casi todos en una celda solitaria. Asumió el gobierno en 2010, continuando en líneas generales el legado de Vázquez. En consecuencia, las políticas de inclusión social y de distribución de la renta siguieron siendo la prioridad.
Heredó un país que crecía a una tasa del 10,4% con un desempleo del 6,2% de la población económicamente activa. Sin embargo, promediando su mandato, el vigor de la economía se enfrió, como en la mayoría de los países de la región que reflejaban la recesión internacional. Con todo, las políticas sociales mantuvieron su ritmo de expansión garantizando la popularidad del presidente.
Durante el gobierno de Mujica, Uruguay se deshizo de la fama de paraíso fiscal sudamericano. El país firmó acuerdos relacionados con el intercambio de datos fiscales que se materializaron en el informe presentado al Foro Global de Transparencia Fiscal e Intercambio de Información. Otra iniciativa fue calificar como hediondos y, en consecuencia, imprescriptibles, los crímenes de violación a los derechos humanos cometidos durante los doce años (de 1973 a 1985) de la dictadura militar.
Con todo, la característica más destacable del mandato de Pepe Mujica –junto a la fascinación de los medios de comunicación por su forma de vida simple y austera, que contrasta enormemente con gran parte de los dirigentes políticos– fue el avance en el cambio de las costumbres. Uruguay aprobó la legalización del aborto, así como la descriminalización del consumo de la marihuana. La ley uruguaya regula el consumo, el cultivo, la distribución y el comercio de la hierba. Todos están bajo la supervisión estatal. Se estima que entre 150.000 y 200.000 usuarios de marihuana comenzarán a recibirla del Estado. La “ley de la marihuana”, como era de esperar, estuvo en las primeras planas de la prensa local y mundial, pero opacó otra iniciativa tanto o más importante: la aprobación de la ley de democratización de los medios de comunicación, cuyos puntos principales son:
- Ninguna persona o entidad puede tener más de seis licencias de TV en todo el país, o más de tres si una de ellas estuviera localizada en la capital, Montevideo;
- Los concesionarios de los medios deben pagar una tasa para utilizar el espectro de ondas, y sufrirán penas monetarias si no respetan las reglas vigentes;
- Todo partido político tiene derecho a un espacio de propaganda electoral gratuita en la TV, proporcional a su desempeño en la elección precedente;
- Por lo menos el 60% del contenido de la TV pública debe provenir de la producción uruguaya o de una coproducción con participación de empresas nacionales;
- Por lo menos el 30% de la programación nacional de TV debe ser generada por productores independientes. Ningún productor será responsable de más del 40% de la programación de una emisora de radio;
- Se establece la creación de un Consejo de Comunicación Audiovisual compuesto por cinco miembros: uno designado por el gobierno y los demás por el Congreso, con mandatos de seis años que pueden ser renovados por tres años sólo una vez.
- Se prohíbe exponer a los niños a publicidades relacionadas con el alcohol, el tabaco o cualquier otro “producto perjudicial para la salud”.
- Ningún proveedor de servicios de TV podrá tener más del 25% del total de sus abonados en domicilios de la zona rural.
Al dejar la presidencia en enero de 2015, Pepe Mujica asumió su mandato en el Senado.
El segundo mandato de Tabaré Vázquez
En marzo de 2015 Tabaré Vázquez ganó en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, y el Frente Amplio consiguió nuevamente la mayoría en el Congreso. Raúl Fernando Sendic Rodríguez, hijo del más conocido dirigente tupamaro, Raúl Sendic, fue elegido vicepresidente de la lista de Vázquez, como representante de sectores más hacia la izquierda dentro del Frente Amplio. El presidente también anunció que Danilo Astori asumiría la conducción de la economía, como en su primer gobierno, y que sometería a evaluación la ley de liberalización de la marihuana.
Mapas
Cuadros Estadísticos
Evolución de la pobreza urbana por hogares (1986-1994)
Fuente: Katzman y Filgueira, Panorama de la infancia y la familia en Uruguay. 2001. Base de la ECH, INE.
Evolución de la pobreza urbana por hogares (1994-1999)
Fuente: Katzman y Filgueira, Panorama de la infancia y la familia en Uruguay. 2001. Base de la ECH, INE.
Evolución electoral del sistema de partidos uruguayos por bloques partidarios
(1984-2004)
Fuente: Área de Política y Relaciones Internacionales del Banco de Datos de la Facultad de Ciencias Sociales (UdelaR).
Indicadores demográficos de Uruguay
1950 |
1960 |
1970 |
1980 |
1990 |
2000 |
2010 |
2020* |
|
Población |
2.239 |
2.539 |
2.810 |
2.916 |
3.110 |
3.321 |
3.372 |
3.482 |
• Sexo masculino (%) |
50,58 |
50,04 |
49,70 |
49,05 |
48,50 |
48,40 |
48,27 |
48,42 |
• Sexo femenino (%) |
49,42 |
49,96 |
50,30 |
50,95 |
51,50 |
51,60 |
51,73 |
51,58 |
Densidad demográfica |
13 |
15 |
16 |
17 |
18 |
19 |
19 |
20 |
Tasa bruta de natalidad |
21,23 |
21,90 |
21,12 |
18,34 |
18,16 |
15,94 |
14,5* |
13,5 |
Tasa de crecimiento |
1.16 |
1.19 |
0,15 |
0,65 |
0,72 |
0,03 |
0,34* |
0,31 |
Expectativa de vida |
66,11 |
68,34 |
68,77 |
70,98 |
73,03 |
75,31 |
77,1* |
78,7 |
Población entre |
27,88 |
27,86 |
27,90 |
26,93 |
26,01 |
24,55 |
22,51 |
20,7 |
Población con |
8,23 |
8,16 |
8,91 |
10,52 |
11,64 |
13,09 |
13,88 |
14,9 |
Población urbana (%)¹ |
77,93 |
80,24 |
82,37 |
85,39 |
88,97 |
92,03 |
94,41 |
95,97 |
Población rural (%)¹ |
22,07 |
19,76 |
17,63 |
14,61 |
11,03 |
7,97 |
5,59 |
4,03 |
Participación en la población |
1,33 |
1,15 |
0,98 |
0,80 |
0,70 |
0,63 |
0,57 |
0,53 |
Participación en la |
0,089 |
0,084 |
0,076 |
0,066 |
0,058 |
0,054 |
0,049 |
0,045 |
Fuentes: ONU: World Population Prospects: The 2012 Revision Database.
¹ Datos sobre la población urbana y rural tomados de ONU: World Urbanization Prospects, the 2014 Revision
* Proyecciones. | ** Estimaciones por quinquenios. | *** Incluye el Caribe.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos indicada.
Indicadores socioeconómicos de Uruguay
1960 |
1970 |
1980 |
1990 |
2000 |
2010 |
2020* |
|
PBI (en millones de US$ a |
…
|
… |
… |
20.908,3 |
28.154,1 |
38.881,0 |
... |
• Participación en el PBI |
… |
… |
… |
0,79 |
0,79 |
0,78 |
... |
PBI per cápita (en US$ a |
… |
… |
… |
6.722,9 |
8.477,6 |
11.526,3 |
... |
Exportaciones anuales |
… |
232,5 |
1.058,5 |
1.692,9 |
2.383,8 |
8.030,7 |
... |
• Exportación de productos |
… |
20,0 |
37,9 |
38,8 |
41,9 |
26,0 |
... |
• Exportación de productos |
… |
80,0 |
62,1 |
61,2 |
58,1 |
74,0 |
... |
Importaciones anuales |
… |
… |
1.668,2 |
1.266,9 |
3.311,1 |
8.557,7 |
... |
Exportaciones-importaciones |
… |
… |
-609,7 |
426,0 |
-927,3 |
-527,0 |
... |
Inversiones extranjeras |
… |
… |
289,5 |
… |
274,1 |
… |
2.348,8 |
Deuda externa total |
… |
… |
1.659,8 |
3.928,7 |
8.894,9 |
18.425,2 |
... |
Población Económicamente |
... |
... |
1.168.685 |
1.355.251 |
1.569.144 |
1.651.652 |
1.778.242 |
• PEA del sexo |
... |
... |
67,92 |
61,97 |
57,54 |
56,20 |
55,15 |
• PEA del sexo |
... |
... |
32,08 |
38,03 |
42,46 |
43,80 |
44,85 |
Tasa anual de |
… |
… |
... |
8,9 |
13,5 |
7,0 |
... |
Analfabetismo |
… |
... |
... |
... |
... |
1,90 |
... |
• Analfabetismo |
… |
... |
... |
... |
... |
2,40 |
... |
• Analfabetismo |
… |
... |
... |
... |
... |
1,50 |
... |
Matrículas |
… |
354.096 |
331.247 |
346.416 |
360.834° |
341.885 |
... |
Matrículas |
… |
168.083 |
... |
265.947 |
303.883° |
287.381 |
... |
Matrículas |
… |
… |
36.298 |
71.612 |
91.175° |
163.156 |
... |
Profesores |
… |
... |
... |
... |
... |
66.734 |
... |
Médicos¹ |
1.164 |
3.070 |
5.400 |
9.061 |
12.362 |
15.049 |
... |
Índice de Desarrollo |
… |
… |
0,658 |
0,691 |
0,740 |
0,779 |
... |
Fuentes: CEPALSTAT
¹ Los datos de 1960 se refieren solamente al Ministerio de Salud.
² UNDP: Countries Profiles.
* Proyecciones. | ° A partir del año 1998 los datos de matrícula pasaron a ser calculados según la nueva clasificación, por lo tanto los datos hasta 1997 no son estrictamente comparables con los dos años siguientes.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos o en el documento indicado.
Elecciones del 31 de octubre de 2004
Total |
% sobre |
% sobre votos emitidos |
% sobre votos |
|
Partido EP/FA/NM |
1.124.761 |
45,21 |
50,45 |
51,7 |
Partido Colorado |
231.036 |
9,29 |
10,36 |
10,6 |
Partido Nacional |
764.739 |
30,74 |
34,30 |
35,1 |
Partido Independiente |
41.011 |
1,65 |
1,84 |
1,9 |
Partido de los Trabajadores |
513 |
0,02 |
0,02 |
0,0 |
Partido Intransigente |
8.572 |
0,34 |
0,38 |
0,4 |
Partido Liberal |
1.548 |
0,06 |
0,07 |
0,1 |
Partido Unión Cívica |
4.859 |
0,20 |
0,22 |
0,2 |
Suma de votos válidos |
2.177.039 |
87,50 |
98 |
100,0 |
Votos en blanco |
31.031 |
1,25 |
1,39 |
… |
Sobres con hojas anuladas |
21.383 |
0,86 |
0,96 |
… |
Votos observados anulados |
158 |
0,01 |
0,01 |
… |
Total de votos emitidos |
2.229.611 |
89,61 |
100,00 |
… |
Total de habilitados |
2.488.004 |
100,00 |
… |
… |
Fuente: Área de Política y Relaciones Internacionales del Banco de Datos de la Facultad de Ciencias Sociales (UdelaR).
Votos válidos por partido en % (1984-2004)
Partido |
Partido |
U. Cívica/ |
Frente Amplio |
Nuevo Espacio |
Otros |
Total |
|
1984 |
41,2% |
35,0% |
2,5% |
21,3% |
… |
0,0% |
100% |
1989 |
30,3% |
38,9% |
… |
21,2% |
9,0% |
0,6% |
100% |
1994 |
32,3% |
31,2% |
… |
30,6% |
5,2% |
0,7% |
100% |
1999 |
32,8% |
22,3% |
… |
40,1% |
4,6% |
0,2% |
100% |
2004 |
10,6% |
35,1% |
2,1% |
51,7% |
… |
0,5% |
100% |
Fuente: Área de Política y Relaciones Internacionales del Banco de Datos de la Facultad de Ciencias Sociales (UdelaR), sobre la base de datos de la Corte Electoral.
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