Danza

Las danzas que se aprehenden difieren de las que se aprenden no sólo por la ausencia del cuerpo entrenado, sino también por todo lo que propone el papel protagonista del ciudadano-bailarín, que, sin formación académica, se presta a reflejar la sensación de danza del hombre común; una sensación que, al no pasar por filtros técnicos, documenta el simple ser-cuerpo-en-movimiento de cada colectividad. Un buen ejemplo de la absorción de nuevas formas de moverse lo constituyen las danzas populares en toda América Latina.

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Candombe en las calles de Buenos Aires, Argentina (Estrella Herrera/Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires)

Es difícil precisar desde cuándo y exactamente “cómo” se danzaba en cada lugar de América Latina y del Caribe cinco siglos atrás. La colonización arrasó con una buena parte de los hábitos corporales nativos y el tiempo continuó accionando una transformación inevitable; el folclore es el patrimonio coreográfico de un pueblo, y los pueblos cambian. La preservación de las danzas populares de distintos orígenes es una empeñosa acción de un importante sector de la población. No perder los “pasos” de los abuelos siempre fue motivo de orgullo.

A partir del siglo XVI, los cuerpos latinoamericanos cambiaron porque se modificaron su modo de vivir, su alimentación y su “pureza” étnica. Las danzas que antaño sirvieron para agradecer una buena cosecha, invocar a la lluvia o a un sinnúmero de instancias sociales, se cristalizaron en pequeñas secuencias que incidieron y se insertaron en las danzas populares del siglo XVIII y XIX. De las danzas de “ayer”, sólo quedaron algunas alegorías que decoran las danzas del “hoy”.

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Los Diablos de Yare en las calles de San Francisco de Yare, en Venezuela (Mjulianaf77/Wikimedia Commons)

Por ejemplo, entre 1609 y 1767, en las misiones jesuíticas se ejecutaban algunas danzas de origen guaraní, de las cuales algunos elementos se conservan en las danzas tradicionales paraguayas. Por otra parte, fueron muchos los casos en que las danzas cortesanas españolas, francesas y portuguesas llegaron a ejercer cierta influencia en sus formatos y desarrollos formales. A fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, en Paraguay se realizaban danzas seguidas de entremeses o pantomimas, interpretadas por nativos, con influencia de antiguos bailes españoles. Danzas populares locales del siglo XIX como El cielito, El Pericón y La Media Caña tuvieron influencia de la contradanza, que llegaba por el Río de la Plata y aparecía casi simultáneamente en Uruguay, la Argentina y Paraguay. Otras danzas, como el vals, el galope, la polca, la mazurca, el chotis y la habanera pasaron velozmente de los salones a los ambientes rurales. Ese proceso ocurrió, simultáneamente y de modo similar, en casi toda América del Sur y México.

Las danzas de origen africano fueron las más impermeabilizadas a la influencia europea tanto en Brasil (con la mayor riqueza y variedad de danzas de tal proveniencia), como en el Caribe e incluso en Uruguay, con su tradicional candombe.

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Representación de una cueca, en Santiago, Chile (Osmar Valdebenito/Creative Commons)

Muchas de esas danzas populares tienen curiosos mapas de influencia: se puede ver la presencia caribeña “continentalizándose” a partir de su danza. Así, el joropo, 
el tamunangue, el san Juan, el san Bento, el diablo de Yare y el calipso pertenecen tanto a Venezuela como a algunas regiones de América Central, Colombia y Ecuador.

El término “folclore” (enunciado por primera vez por el anticuario inglés William John Thoms, en 1846) agrupó diversas manifestaciones coreográficas tradicionales en la primera mitad del siglo XX, y en la segunda mitad fue la etiqueta adecuada para todas las danzas de tradición de un grupo étnico determinado, independientemente del grado de pureza que ostentase. El concepto de autenticidad en la reproducción de esas danzas tradicionales entró en jaque a mediados del siglo XX. Así, los folclores nacionales se ramificaron y apareció el folclore estilizado, el folclore de proyección, que toma la base de una danza tradicional y la transforma en producto escénico.

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Presentación del Ballet Folclórico Nacional Argentino (Juan Diego Castillo/Creative Commons)

El relieve alcanzado por las danzas folclóricas en la segunda mitad del siglo XX no es comparable a ningún otro tipo de danza en las regiones de América Latina y del Caribe. La mayor parte de los países dispone de varias compañías oficiales de danzas folclóricas, es decir, compañías financiadas total o parcialmente por gobiernos federales, estaduales, provinciales, municipales o departamentales. A eso se suman innumerables agrupamientos particulares, de asociaciones o instituciones diversas, y grupos que abastecen las necesidades del mercado turístico.

Existen, actualmente, más de mil compañías profesionales y semiprofesionales de danzas folclóricas y populares en América Latina y en el Caribe. Cientos de ellas con trayectoria internacional y una, particularmente famosa: el Ballet Folclórico de México de Amalia Hernández, un ejemplo de profesionalismo y proyección internacional.

Brasil tiene las danzas populares más variadas de América Latina. En su folclore existe una fuerte marca de las diferentes etnias, que le atribuyen dimensión continental.

En la región Norte, carimbóretumbãomaracaibo y batuque; en el Nordeste, frevoxaxadomaracatuciranda y capoeira; en el Centro-Oeste, catira, chupim, cururu y siriri; en el Sudeste, sambaticumbícongo(o congadas) y moçambique y catopês; y en el Sur, chimarritapezinhorancheira chula; sólo por citar algunas.

Esas danzas encuentran escenarios en las grandes fiestas populares como el Boi-Bumbá, de Parintins, y el Círio de Nazaré, de Belém, en el Norte; el Bumba-meu-boi, de Maranhão, y la Lavagem da Igreja do Bonfim, de Bahía, en el Nordeste; y el monumental carnaval carioca, en el Sudeste. En esas fiestas, circulan millones de ciudadanos-bailarines, adornando las danzas que su tradición y su contexto les enseñaron.

Nuevos cuerpos para viejos ballets

Aunque pueda registrarse el comienzo de una cierta danza teatral en América Latina en el siglo XVI, en festividades públicas como el Corpus Christi y en las primeras “casas de comedias”, fue en el siglo XVII cuando comenzaron a ser mencionados, en el teatro, bailarines profesionales, como los españoles Melchor de los Reyes Palacios y su hijo, que trabajaron en México y en Perú. En el siglo XVIII, la presencia de bailarines se hizo más notoria e, incluso, sin una gran formación académica, ellos comenzaron a mostrar más habilidades físicas. La primera danza de escenario que se desarrolló y ganó credibilidad en el nuevo continente fue el ballet. En 1796, llegó a México el coreógrafo y primer bailarín Juan Medina –hermano de la famosa bailarina austríaca María Medina Vigano, retratada en grabados de la época como la musa de la danza, y cuñado del coreógrafo italiano Salvatore Viganò– para dirigir la Compañía del Coliseo de México, donde permaneció hasta 1816. Fue responsable de la reposición coreográfica de los primeros ballets de Noverre, Angioloni y Jean Dauberval, vistos en América Latina y el Caribe.

Quienes hicieron el ballet latinoamericano sabían que sería artísticamente ingenuo pretender absorber, a corto plazo, lo que los europeos venían elaborando hacía ya más de tres siglos. El ballet clásico y romántico pertenece a los cimientos mismos de la cultura coreográfica europea, y es también el inductor de las características esenciales de la producción coreográfica de gran parte del siglo XX de aquel continente. El desafío del ballet en el nuevo mundo era conseguir decir lo que Europa decía, aunque los biotipos y la falta de tradición hubiesen sido obstáculos conscientemente insorteables. El ballet en las Américas, como la ópera, fue consecuencia de una mímesis más que de una necesidad de expresión de valores propios, y esa mímesis tuvo su precio: la evolución natural del cuerpo danzante académico regional pasó a segundo plano, los cuerpos latinoamericanos forzaron su propia naturaleza para parecerse a los europeos. En síntesis, forjaron un nuevo cuerpo para danzar antiguos ballets. El modelo en que se calcaban quienes releían el ballet a partir de una formación que no contenía el cuerpo implicaba que cada significante de ese difícil código académico fuese velozmente asimilado o readaptado para cumplir su función.

Las décadas de colonización coreográfica 

Las primeras visitas de la “gran danza escénica” a América Latina fueron determinantes para la asimilación de esos códigos y para la construcción de los paradigmas que sustentaron los pioneros.

Esas danzas, provenientes de otros contextos, tuvieron una presencia a cuentagotas durante tres siglos y, en el siglo XX, alcanzaron una inserción profunda en el imaginario y en los lenguajes técnicos ­de los creadores de cada polo generador de América Latina y el Caribe. Las danzas étnicas, el ballet y la danza moderna desembarcaron con una galería de intereses estéticos que germinarían velozmente en el nuevo suelo, en una fusión entre las formas eruditas del Viejo Mundo y los cuerpos y las sensibilidades latinoamericanos.

De la larga lista de visitas en la primera mitad del siglo XX, algunas fueron verdaderos hitos, como la de Anna Pavlova, que mostró su repertorio en extensas giras por América Latina en 1917, 1919, 1924-1925 y 1928, y que fue la musa inspiradora de cientos de artistas latentes en el área de la danza; entre ellos un adolescente ecuatoriano, que, al verla danzar, decidió su carrera y más tarde se convirtió en uno de los coreógrafos más importantes de la historia del ballet académico británico: Sir Frederick Ashton.

El contrapunto de Pavlova fue Isadora Duncan, cuyo paso por Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro, en 1916, no fue tan significativo como se esperaba. Isadora terminó haciendo sus espectáculos en un circuito periférico de espacios que no estaban a la altura de su merecida divulgación.

La visita más trascendente para la evolución estilística del ballet latinoamericano fue la de Les Ballets Russes de Diaghilev, en 1913, repetida en 1916. La compañía realizó funciones conjuntas con el Ballet Estable del Teatro Colón, de Buenos Aires, e impuso una estética que se mantendría vigente por más de medio siglo.

Otras compañías y artistas ejercieron una notable influencia en creadores y directores latinoamericanos, como los Ballets Russes de Montecarlo (encabezados por Leonide Massine), en 1940; el American Ballet (ex Ballet Caravan), de George Balanchine, en 1941; el Ballet Russe du Colonel de Basil (encabezado por Tamara Grigorieva, Tatiana Leskova y Yurek Shaboevsky, quienes serían parte importante del desarrollo del ballet en América Latina), en 1942 y 1944; y el Ballet de Alicia Alonso (después Ballet de Cuba), en 1949, 1954 y 1959.

Las visitas de Serge Lifar y de George Balanchine contribuyeron también a la formación de un determinado gusto por la técnica del ballet, aplicado a un universo mayor de temas que el que proponía el repertorio clásico y romántico conocido hasta ese momento.

Las danzas populares recibieron su primera gran influencia del siglo con las sucesivas visitas, de 1917 a 1935, de la bailarina española Antonia Mercé, “La Argentina”. Se presentó en toda América del Sur, México y en parte de América Central con su célebre El amor brujo. La gira de Carmen Amaya, en 1953, también dejó marcas.

La danza moderna –que tuvo su primera presencia en América Latina con la visita de Loie Füller a México, en 1897– recibió en la primera mitad del siglo XX dos giras de gran impacto en la producción local: en 1940, el Ballet Jooss (Dance Theatre Darlington Hall, Inglaterra) con dos programas mixtos que incluían su célebre La mesa verde (1932), que dejó marcas estilísticas indelebles en varios coreógrafos; y, en 1942 y 1946, los hermanos Sakharoff (Clotilde y Alexander). A raíz de esas giras, ambos fueron contratados por Ernst Uthoff­ (del Ballet Jooss) de la Universidad del Chile para crear una escuela de danza, y se fundó la compañía de danza de Clotilde y Alexander Sakharoff, en Buenos Aires –que estuvo apenas un año de actividad–.

En 1950, Katherine Dunham y, en 1959, Harald Kreitzberg causaron una gran impresión. Lo mismo ocurrió con Dore Hoyer, que se presentó en varios países en 1951 y 1953, y terminó creando su compañía de danza en La Plata (Argentina), en 1960.

En ese mismo año se presentó por primera vez en América Latina el Ballet del Siglo XX, de Maurice Béjart, que visitó sólo la Argentina, Uruguay, Brasil, Chile, Perú y México. Su influencia impactó tanto el ámbito del ballet como la danza moderna. En 1963, la compañía regresó en una gira más extensa, mostrando dos obras que serían íconos en la cultura coreográfica latinoamericana: La consagración de la primavera y Bolero. El ballet progresivo de Béjart fue uno de los modelos estéticos más fuertes que se puede apreciar en la producción coreográfica latinoamericana de los años 70, un modelo tan representativo como lo fueron las giras de Les Ballets Russes de Diaghilev, en la primera mitad del siglo.

Otras visitas que marcaron a los creadores en la década de 1970 fueron las de Martha Graham, Alwin Nikolais y, finalmente, ya en 1980, la primera gira de Pina Bausch con su Tanztheater de Wuppertal, quien imprimió una fuerte influencia en dos generaciones de coreógrafos con su célebre Café Müller.

La permeabilidad de gran parte de los creadores locales hizo que esas visitas se tornaran parte viva de la evolución de la danza en esas latitudes.

El ballet latinoamericanizado 

El desarrollo del llamado ballet clásico quedó en manos de los grandes teatros oficiales que implantaron cuerpos estables, funcionando paralelamente con las orquestas sinfónicas y filarmónicas, pero con un estatus menor. El primer ballet estable en esos moldes en América Latina fue el del Teatro Colón, de Buenos Aires (1925), seguido del Teatro Municipal de Río de Janeiro (1936). En la segunda mitad del siglo XX, tuvieron sus compañías: La Habana (Ballet Nacional de Cuba), Ciudad de México (Compañía Nacional de Danza), Montevideo (Servicio Oficial de Difusión, Radiotelevisión y Espectáculos, inicialmente Servicio Oficial de Difusión Radioeléctrica, SODRE), Santiago (Teatro Municipal), La Plata (Teatro Argentino) y, finalmente, otras capitales latinoamericanas y algunas ciudades del interior de la Argentina, Brasil y México. Esas instituciones, de desempeños muy irregulares, se encargaron de llevar el arte del ballet a sus comunidades y encontraron en la burguesía urbana un importante consumidor.

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Representación de 'El lago de los cisnes' por el Ballet Nacional Sodre (BNS), en Montevideo, Uruguay, en 2013 (Jimmy Baikovicius/Creative Commons)

Paralelamente a las actividades de reposición de diversas versiones de los títulos más tradicionales del ballet romántico del siglo XIX, como La SilphideGiselleCascanuecesEl lago de los cisnes y La bella durmiente, esas compañías promovieron el montaje de creaciones de numerosos coreógrafos latinoamericanos, interesados en el lenguaje académico de ese género, ya sea para contar la misma historia de los antiguos ballets con otros pasos, ya sea para contar nuevas historias en el antiguo idioma. En el universo de ese artesanato escénico brilla el nombre del coreógrafo venezolano Vicente Nebreda, que elaboró un discurso coreográfico personal y formalmente rico, sin extrapolar en demasía los límites del ballet académico.

En el último cuarto del siglo XX, América Latina, ya con cuatro generaciones de bailarines expertos, comenzó a presentar sus primeros productos de exportación.

Representantes de ballets de la Argentina, Venezuela, Brasil y Cuba ocuparon importantes lugares en el escenario internacional, comenzando por la célebre cubana Alicia Alonso, la brasileña Márcia Haydée (como estrella de Cranko, en el Ballet de Stuttgart), el argentino Jorge Donn (como estrella de Béjart, en el Ballet del Siglo XX) y la venezolana Zhandra Rodriguez (American Ballet Theatre – Hamburg Ballet). Más tarde seguirían los argentinos Julio Bocca (American Ballet Theatre), Maximiliano Guerra (Balleto del Teatro alla Scala di Milano), Paloma Herrera (American Ballet Theatre), Iñaki Urlezaga (Royal Ballet), Marianela Núñez (Royal Ballet) y Herman Cornejo (American Ballet Theatre). También se destacaron los brasileños Cecilia Kerche (Teatro Municipal de Río de Janeiro), Marcelo Gomes (American Ballet Theatre), Thiago Soares (Royal Ballet) y Roberta Marques (Royal Ballet). En Cuba, que exportó gran cantidad de bailarines, el nombre de Carlos Acosta (Royal Ballet) sobresalió entre todos sus coterráneos.

Las estructuras que contienen y mantienen compañías de danza capaces de tener un activo repertorio de ballet sufrieron, además de los habituales desprecios a la cultura característicos del Tercer Mundo, el gradual envejecimiento de sus dinámicas operacionales; se trata de órganos e instituciones con pesada burocracia y el nivel de sus producciones dejó de crecer hace ya más de una década. Incluso así, el ballet ocupa un lugar importante en el ideario de la danza latinoamericana. Existen miles de instituciones públicas y privadas que la enseñan y un numeroso público que la aprecia. El ballet mestizo consolidó, no con poco esfuerzo, su propio circuito de funcionamiento y legitimación.

Los constructores 

La década de 1940 fue la del descubrimiento. Aunque se presentasen espectáculos de ballet y de variedades con producción local desde los años 20, fue en la década de 1940 cuando se comenzó a hacer danza latinoamericana, con certeza de origen y perspectivas diversas.

Tanto los pioneros del ballet como los de la danza moderna estaban iniciando su carrera profesional, casi siempre monitoreados por profesionales europeos experimentados, inmigrantes que la guerra se encargaría de desparramar por todos lados y que fueron decisivos para la condensación de las danzas eruditas regionales. Había una danza por ser construida. Era el período de siembra, de una generación que iniciaría la construcción de las danzas nacionales desde México hasta la Argentina.

En México, fuertemente marcado por las inmigrantes americanas de la danza moderna Anna Sokolow y Waldeen desde la década de 1930, Nellie y Gloria Campobello adecuaron al ballet las imágenes y los temas mexicanos, tanto en sus aspectos folclóricos como en la adaptación de obras literarias. Pero el gran acontecimiento artístico fue la fundación, en 1948, del Ballet Nacional de México, entidad independiente impulsada por Guillermina Bravo, la coreógrafa más relevante de la danza mexicana del siglo XX, de postura ideológica definida y activa presencia artística, por más de cincuenta años al frente de una compañía que llegó hasta el siglo XXI.

En los años 50 surgieron Guillermo Arriaga, coreógrafo del famoso Zapata (1953), Josefina Lavalle y Raúl Flores Canelo, con lenguaje moderno y de fuertes colores nacionales. Simultáneamente, Sonia Castañeda, Felipe Segura, Nellie Happee y Gloria Contreras, coreógrafa de Huapango (1959), eligieron la técnica del ballet para plasmar sus ideas.

En la Argentina, la austríaca Margaret Wallman (ex discípula y socia de Mary Wigman) asumió la dirección del Cuerpo de Baile del Teatro Colón, y la bostoniana Miriam Winslow (ex discípula de Ted Shawn) creó su primera compañía en Buenos Aires. La ciudad también recibió a los bailarines y maestros Otto Werberg y Francisco Pinter, que venían del Ballet Jooss, y los hermanos Clotilde y Alexander Sakharoff.

El expresionismo alemán fue la principal vertiente estilística que se propagó en la danza moderna argentina. La alemana Renate Schottelius, las argentinas Paulina Ossona, Luisa Grimberg, Cecilia Ingenieros y María Fux, y la chilena Ana Itelman integraron la primera generación de la danza moderna del Río de La Plata, y fueron decisivas para su desarrollo.

En Brasil, aunque Eros Volúsia compusiese unipersonales de danza libre con temáticas regionales desde los años 30, fue la rusa Nina Verchinina, proveniente del ballet, quien introdujo una danza más moderna, en la cual la expresión era más buscada que la técnica. El mundo del ballet tenía su centro en Río de Janeiro, donde existía el Cuerpo de Baile del Teatro Municipal y donde las rusas María Olenewa, Tatiana Leskova y Eugenia Feodorova y el checoslovaco Vaslav Veltchek realizaban una tarea pedagógica intensa. São Paulo, que también acogería a Olenewa y Veltchek para la creación de su Escuela Municipal de Bailados, contó con la importante presencia de la polaca Halina Biernacka.

Venezuela tuvo sus pioneros de inmigración continental: el mexicano Grishka Holguin (con Conchita Crededio) y los argentinos Luz y Harry Thompson (ex integrantes del Original Ballet Russe du Colonel de Basil). En América Central y el Caribe, los pioneros eran nativos, como fue el caso de Margarita Esquivel (y luego de Mireya Barboza) en Costa Rica y del cubano Alberto Alonzo.

En Cuba floreció sólo el lenguaje del ballet académico. De regreso de sus experiencias en el Ballet Russe de Montecarlo y Original Ballet Russe du Colonel de Basil, el primer coreógrafo profesional del país, Alberto Alonzo, comenzó sus actividades en 1942. Nació la famosa trilogía Alicia, Fernando y Alberto, que protagonizó Antes del Alba (1947), primera obra de connotación social estrenada en la región. Ya al frente del Ballet Nacional de Cuba, Alberto Alonzo fue, entre 1948 y 1959, el coreógrafo más activo de su país.

En la década de 1950, el Ballet del IV Centenario (de efímera existencia), en São Paulo, bajo la dirección del húngaro Aurelio Milloss, trataría de promover un fenómeno diaghileviano de producciones que incluyesen grandes nombres de la música y de las artes plásticas, optando por una temática más brasileña. También en esa década surgió Klauss Vianna, que propuso una danza moderna, tangencialmente nacional, erudita y distante del ballet.

Compañías y grupos independientes de la Argentina, Brasil, México y Cuba encabezaron un movimiento que incluiría Chile, Venezuela, Perú, Uruguay y, finalmente, Bolivia, Paraguay, Ecuador, Colombia y toda América Central, un movimiento que daría su primer rostro visible a la danza de América Latina.

Los coreógrafos nacionales hicieron sus primeros montajes con escasa preparación académica en lo que respecta a la composición coreográfica, pero con un fuerte empeño ideológico y un instinto afinado con el mundo moderno/nacional, que definían sus creaciones. En los años 50, aunque las estructuras académicas de la danza todavía eran precarias para la producción de grandes profesionales, la primera generación de coreógrafos latinoamericanos alcanzó visibilidad.

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Ana Botafogo presenta el Espetáculo 'Isadora Duncan', en la noche de apertura del XXX Festival de Danza de Joinville, en Brasil, en 2012 (Mauro Artur Schlieck/Difusión)

Modernidad en efervescencia 

Los creadores, ejecutantes y promotores de la danza latinoamericana vivieron, en los años 60 y 70, el período más fértil del siglo XX, que los prepararía para el gran salto de la década de 1980. No sólo se multiplicaron los grupos, las compañías y las escuelas, sino que también crecieron el número de espacios y los encuentros para la danza.

Ya en la década de 1960 aparecieron los primeros grandes instructores de la danza latinoamericana totalmente formados en sus países, con investigaciones metodológicas propias y experiencia plural. Esos primeros “maestros” regionales impulsarían a las generaciones más exitosas de bailarines de cada país.

El perfil del “maestro” acumulaba generalmente los cargos de profesor, coreógrafo y director, y funcionaba como un formador de gusto. Ellos fueron también los labradores de una disciplina, esculpieron el modo por el cual se bailaría en América Latina, propagaron ideas y dirigieron proyectos.

En México, todavía perduraba la influencia de Ana Sokolow; Guillermina Bravo llegaba a la cumbre de su carrera como coreógrafa y surgían nuevas compañías como el Ballet Independiente, de Raúl Flores Canelo, en 1966, y el Ballet Teatro del Espacio, de Michel Descombey y Gladiola Orozco, en 1979, que terminarían siendo subsidiadas por el Estado.

El Ballet Folclórico de Amalia Hernández alcanzó su punto máximo de proyección, y Gloria Contreras se destacó entre las coreógrafas dedicadas al ballet académico como la más productiva. En 1971 fundó su compañía, el Taller Coreográfico (Oficina Coreográfica) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

En la Argentina, el Ballet Contemporáneo del Teatro General San Martín (1968) inició sus actividades destacando el trabajo coreográfico de Oscar Araiz. Por su parte, Iris Scaccheri fue la primera solista latinoamericana de danza moderna en ganar el mundo con sus espectáculos unipersonales de singular estética y fuerte exigencia técnica. Tanto Scaccheri como Araiz pertenecieron al conjunto de danza moderna que Dore Hoyer había fundado en La Plata, en 1960.

También abrieron en Buenos Aires dos espacios de producción inéditos: Amigos de la Danza (en los años 60), que congregaba coreógrafos y bailarines de prestigio para montajes determinados, y Expo Danza (también Danza Confrontación), en la década siguiente, un ciclo de funciones semanales que reunía gran parte de la actividad emergente de la danza independiente local.

En Brasil, Décio Otero y Marika Gidali fundaron, en 1971, el Ballet Stagium, un símbolo de la modernidad coreográfica con identidad nacional y postura ideológica. Nacieron también el Grupo Corpo (1975) y la Cisne Negro Companhia de Dança (1978).

En Venezuela, surgió Sonia Sonoja, cuya Fundación de la Danza Contemporánea nucleaba a José Ledezma, Juan Monzón, Rodolfo Varela y otros nombres importantes de la danza moderna caraqueña.

En Costa Rica, la universidad dio cabida al proyecto de danza de Rogelio López, discípulo de la pionera Mireya Barboza, mientras que Jorge Ramírez y Nandayure Harly estuvieron al frente de una segunda compañía universitaria: un hecho inédito en América Central.

Cuba, a pesar también de haber recibido la visita del hada de la luz, Loie Füller, en 1897, y de Isadora Duncan, en 1916, demoró en tener contacto con las nuevas formas de danza que se estaban propagando por el mundo. En los años 30, las funciones de Alexander y Clotilde Sakharoff (1935), Ted Shawn y su conjunto de bailarines (1937) y Harald Kreutzberg (1938) habían tenido buena repercusión en la isla; lo mismo ocurrió, en la década siguiente, con el Ballet Jooss (1940), Martha Graham (1941) y Miriam Winslow (1943). Pero fue en la década de 1950 cuando la danza moderna se introdujo tímidamente en el país, de la mano de Ramiro Guerra, que fundó el primer grupo de danza moderna cubana en 1959.

En ese período proliferaron los encuentros, ciclos y diversas temporadas mixtas, simientes de lo que serían los festivales en los años 80. Ése fue también el momento de creación y fundación de innumerables colectividades en forma de asociaciones, consejos, comisiones, etcétera.

La danza asumía un espacio civil más visible en la sociedad, y la consigna era apostar en el futuro.

Las danzas abiertas en América Latina 

La efervescencia y la inquietud estética de los años 60 y 70 quedaron vibrando en la danza de los años 80 e iniciaron su sedimentación a mediados de la década.

Lo que había sido búsqueda comenzó a transformarse en resultados escénicos cohesivos, con formato de espectáculo y un público en gestación. Era el comienzo del boom de la danza latinoamericana, y no se trataba exclusivamente de un boom coreográfico: también los intérpretes formados o iniciados en América Latina comenzaban a ganar notoriedad en el mercado. Ese fenómeno, aliado a las producciones locales de porte medio que entonces conquistaban visibilidad en Europa, constituían el resorte propulsor de esa nueva danza, de perfil definido y multiplicidad de biografías breves.

Los colectivos partieron en busca del desarrollo de líneas propias, de marcas de personalidad, que durante los años 90 iniciarían su categorización de estilos y se transformarían en danzas de autor.

Contra los códigos cerrados que las antecedían, las nuevas danzas latinoamericanas buscaron nuevos grados de apertura, de interdisciplinariedad e interacción. Nacía una danza renovada a partir de su contacto con otros modos del movimiento y con otras disciplinas da creación artística.

Brasil fue uno de los laboratorios más activos de la posmodernidad coreográfica y la Argentina, uno de los polos exportadores de bailarines más reconocidos, en un período en que México y Venezuela también tuvieron marcadas expansiones de su nueva danza.

En Brasil, el Grupo Corpo pasó a ser, en los años 80, lo que fue el Ballet Stagium en los años 70: un fuerte referente en el cual se reflejaba gran parte de la danza. Con sede en Belo Horizonte, capital del Estado de Minas Gerais, el grupo fue también el primer gran ejemplo de la descentralización de la danza brasileña, que comenzó a tener importantes polos de creación y producción fuera del tradicional eje Río de Janeiro-São Paulo. De esa manera, conviven nacionalmente estéticas diversas con creadores de obras de cámara, como Lía Rodriguez, o de grandes espectáculos como Déborah Colker; coreógrafos que llegaron a la danza contemporánea por el camino del jazz, como Roselí Rodriguez con su grupo Raça, coreógrafos de poéticas más radicales como Alejandro Ahmed con su grupo Cena 11, de Florianópolis, y de lenguajes más personales como Henrique Rodovalho con su grupo Quasar, de Goiânia.

Esa proliferación estilística también es percibida con claridad en México, donde brotan líneas coreográficas bastantes diversas como la danza gay de José Rivera, con su grupo La Cebra, la danza bizarra de Raúl Parrao, y la danza sin gravedad de Juan Manuel Ramos.

Con casi una centena de grupos independientes en pleno funcionamiento, México llegó al fin del siglo XX con un saldo positivo importante. Sin estrellas, pero con una copiosa actividad y creciente presencia internacional. Nombres como Vicente Silva, Gerardo Delgado, Alicia Sánchez y Tania Pérez Salas se sumaron a creadores con más de dos décadas de experiencia como Lidia Romero y Cecilia Lugo para testimoniar la diversidad de su lenguaje.

La descentralización de la producción y la promoción de la danza también se manifestaron en ese período, como lo demuestran los grupos Antares en Hermosillo, Delfos en Mazatlán y el mismo Ballet Nacional de México, que a comienzos de los años 90 se trasladó a Querétaro. También las redes de festivales nacionales colaboraron para nacionalizar la realización de la danza, antes circunscripta a la Ciudad de México.

La Argentina tuvo mayor visibilidad por sus estrellas que por la intensidad de su producción coreográfica. Aunque surgiesen algunos colectivos de presencia estética personal y actividad continua, como el Descueve, no se consolidaron en ese período compañías potencialmente competitivas en un mercado más exigente o actualizado. Son dos las grandes estrellas de la danza argentina de fin del siglo, ambas consumidas y exportadas con vigor: el bailarín clásico Julio Bocca y el tango.

El género popular de danza tradicional porteña no sólo tuvo un crecimiento inesperado sino que también se infiltró en otros lenguajes coreográficos y escénicos en general. La llamada danza contemporánea y el ballet también lo absorbieron como motivación, forma y entorno. Dentro de ese movimiento de fusión, alcanzaron proyección el trabajo de Tango x 2 y de Tangokinesis, de Ana María Stekelman, que, como decenas de grupos y compañías, encontró en el tango un pasaporte para participar del mercado internacional de la danza.

En Venezuela, las compañías independientes tuvieron un marcado auge; grupos como Danzahoy, Contradanza, Acción Colectiva o Rajatabla mostraron fuerte presencia escénica, con influencia en otros países latinoamericanos y caribeños. Grupos de otros países sudamericanos como Colombia (Danza Concerto y L’explose), Ecuador (Ballet Ecuatoriano de Cámara), Perú (Ballet Nacional), Bolivia (Ballet Municipal de La Paz), Paraguay (Ballet Nacional y Ballet Municipal de Asunción), Chile (Espiral) y Uruguay (Coringa) luchan para encontrar una línea propia de trabajo. En América Central y el Caribe, por su parte, el esfuerzo reside todavía en implantar grupos y compañías capaces de absorber e impulsar a los bailarines locales hacia la profesionalización.

La danza escénica de América Latina y el Caribe sufrió un proceso acelerado de conformación y sedimentación. Mestiza, orientó sus contenidos en diversas expresiones formales; creó, adaptó y estilizó significantes que actualmente le pertenecen y la definen estética e ideológicamente en el espacio de las realizaciones, contradicciones y aporías.

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por admin publicado 13/01/2017 14:28, Conteúdo atualizado em 05/07/2017 19:29