Izquierda

En sus cuatro grandes vertientes, la iz­quierda fue una de las principales protagonistas de la historia latinoamericana de este último medio siglo. Las corrientes nacionalistas, los partidos comunistas y socialistas y los movimientos guerrilleros –juntamente con los movimientos sociales– tuvieron una participación decisiva en todos los acontecimientos políticos y sociales que dieron forma a la historia de América Latina de estas últimas décadas.

Signataria del movimiento obrero europeo, la izquierda latinoamericana nació con fuertes compromisos ideológicos y poco arraigo nacional. Sin embargo, a lo largo del siglo XX, especialmente tras las primeras tres décadas, comenzó a arraigarse a nivel nacional, llegando a elaborar sus propias concepciones estratégicas y adquiriendo una presencia política cada vez mayor.

Después de una primera etapa caracterizada por su presencia en partidos de orientación clasista, la izquierda latinoamericana vivió un período en el cual la cuestión nacional se planteó en el centro de la lucha política e ideológica, lo que la obligó a poner a prueba su creatividad y capacidad para realizar análisis cada vez más profundos de las condiciones histórico-sociales concretas. Posteriormente, las dictaduras militares se encargaron de instalar en el primer plano del debate político la cuestión democrática, que había sido relativamente relegada en el período anterior. Al mismo tiempo, el desafío de elaborar estrategias contra los regímenes de facto comenzó a tener respuestas, por un lado, de las propuestas nacidas de las concepciones liberales y, por el otro, de los proyectos de ruptura revolucionaria, incluyendo la opción por formas de lucha armada. Más recientemente, el neoliberalismo y la hegemonía de los regímenes políticos de democracia liberal crearon nuevos escenarios históricos y plantearon otros tantos enigmas que la izquierda del continente ha sido desafiada a descifrar.

El nacionalismo, una de las vertientes de la izquierda, ancla sus raíces en la descolonización, extendiéndose hacia el siglo XX. Está fuertemente presente en la Revolución Mexicana y en la Revolución de 1930, en Brasil; marca al peronismo argentino, al nacionalismo militar peruano y, más recientemente, al bolivarianismo en Venezuela, además de otras corrientes más o menos similares. Por su parte, los partidos comunistas y socialistas, la segunda vertiente de la izquierda, en general fundados alrededor de los años 1920, lograron tener participación en varios gobiernos de países como el Brasil de comienzos de la década de 1960, el Chile del Frente Popular en los años 1930 y de la Unidad Popular de los años 1970 y, más recientemente, en Uruguay; también tuvieron una fuerte participación en la lucha contra los regímenes dictatoriales de las décadas de 1960 y de 1970 en varios países de la región. En su tercera vertiente, la que concierne a los movimientos guerrilleros, victoriosos en Cuba y en Nicaragua, lograron propagarse hacia varios otros países, como Venezuela, Colombia, Perú, Guatemala, Brasil, la Argentina, Uruguay, El Salvador, entre otros, tanto en las guerrillas rurales como en las urbanas. A su vez, los movimientos sociales se convirtieron en los principales núcleos de resistencia y de enfrentamiento a las políticas neoliberales en todo el continente.

En sus cuatro vertientes, la izquierda latinoamericana fue una destacada protagonista en los grandes acontecimientos de la historia del continente de este último siglo: desde la masacre de la Escuela Santa María de Iquique, en 1907, en Chile, cuando los mineros resistieron a las ofensivas del gobierno oligárquico y fueron masacrados –movimiento que daría origen al Partido Comunista de Chile, fundado por Luis Emilio Recabarren–; pasando, entonces, por la Revolución Mexicana, de 1910, que marcó el renacimiento de un fuerte movimiento nacionalista en ese país, gracias a la lucha antiimperialista, y en la cual irrumpió, con una fuerza hasta entonces desconocida, la lucha del movimiento campesino; y, finalmente, llegando a la reforma universitaria de Córdoba, en la Argentina, que dio proyección al movimiento democrático de base popular en ese país. Presente, asimismo, en la Columna Prestes y en la Revolución del 30, en Brasil; en las rebeliones de Farabundo Martí, en El Salvador, y de Augusto César Sandino, en Nicaragua. Fue una de las principales protagonistas del gobierno del Frente Popular, en Chile; del movimiento llamado Bogotazo, en Colombia, en 1948; de la Revolución Boliviana, de 1952; de la Revolución Cubana, de 1959; del gobierno de la Unidad Popular, en Chile, de 1970 a 1973; de los movimientos guerrilleros de los años 1960 y 1970, en casi toda América Latina; de la Revolución Sandinista, en Nicaragua, de 1979 a 1990; de la resistencia a las dictaduras militares en el Cono Sur; del gobierno bolivariano, de Venezuela, entre muchos otros.

El desembarque en el siglo XXI

La historia de América Latina no podría ser contada sin la relevante presencia de la izquierda en sus distintas vertientes. Sin embargo, bajo el impacto de las transformaciones neoliberales impuestas al continente, la izquierda comenzó el siglo XXI profundamente modificada, tanto en sus perfiles ideológicos como en su fuerza política. Profundamente regresivas, las transformaciones neoliberales se encargaron de generar, en un cortísimo período de tiempo, la mayor crisis económica y social del continente desde los años 1930 –crisis que modificó el perfil de la propia izquierda, que no permaneció inmune a esas transformaciones–.

El grupo de partidos predominante en la izquierda al comenzar el siglo XXI incluye formaciones diferenciadas, como el Partido de los Trabajadores (PT), de Brasil; el Frente Amplio  FA), de Uruguay; el Partido de la Revolución Democrática (PRD), de México; el Frente Farabundo Martí (FMLN), de El Salvador, y el Movimiento al Socialismo (MAS), de Bolivia. Presentan aspectos comunes de acción institucional, de mantenimiento de los modelos económicos heredados –o de gran cautela en relación con su superación– y de recurso a las políticas sociales compensatorias, al menos en los casos de los partidos que llegaron al gobierno, como en Brasil y en Uruguay.

Junto a esos partidos, y con diversos grados de alianza con ellos, se distinguen las expresiones más radicalizadas de la izquierda latinoamericana: Cuba, concreción particular de la vertiente marxista y anticapitalista, y Venezuela, renovación de la corriente nacionalista y con un fuerte componente antiimperialista. Entre los movimientos sociales se destacan particularmente los movimientos campesinos –cuya mejor expresión es el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), de Brasil– y los movimientos indígenas –en particular en Ecuador, Bolivia y México–.

Un primer balance, aunque superficial, de la fisonomía de la izquierda latinoamericana de este comienzo de siglo es, como mínimo, paradójico: nunca tantos gobiernos que se reivindican de izquierda estuvieron en el poder, o cerca de estarlo, mientras que la estructura económica, social e ideológica ¡permaneció profundamente dominada por el liberalismo! ¡Nunca la izquierda estuvo tan presente en la dirección de gobiernos, o en gobiernos de alianza, o en condiciones de poder llegar a esa posición! ¡Nunca el continente tuvo un espectro de alianzas tan amplio y tan diferenciado de la política estadounidense! Aun así, la izquierda se está revelando incompetente y/o incapaz para romper el modelo económico neoliberal y para transformar las relaciones sociales y económicas internas que continúan produciendo la peor desigualdad social del mundo, lo que se refleja en su incapacidad para superar la inestabilidad política y las recurrentes crisis de legitimidad de sus gobiernos.

Éste es el cuadro que la izquierda latinoamericana está obligada a enfrentar si quiere ser capaz de definir no sólo su propio futuro, sino también el de nuestro continente. Sea cual fuere el desenlace, su fisonomía se verá modificada: aceptando el mantenimiento del modelo económico neoliberal, estará condenada a descaracterizarse; si es capaz de aprovechar las condiciones históricas para romper con el neoliberalismo podrá conquistar, de hecho por primera vez, la hegemonía política en América Latina.

Los orígenes clasistas

Durante el primer período de su historia, entre la última década del siglo XIX y las dos primeras del siglo XX, la izquierda latinoamericana estuvo fuertemente influenciada por el movimiento obrero europeo y, consecuentemente, su actuación tuvo una fuerte marca clasista. Las primeras formas de organización sindical, la fundación de los primeros partidos de izquierda, de base obrera, las ideologías anarquista, socialista y comunista, marcaron ese perfil inicial de la izquierda.

La inmigración, especialmente de España, Italia y Portugal, trajo al continente las experiencias europeas de organización tanto sindical obrera como partidaria, socialista y comunista. Países como la Argentina, por su mayor nivel de desarrollo económico relativo, y Chile, por los desdoblamientos sociales de su economía minera, fueron los protagonistas de las primeras grandes experiencias de masa del movimiento sindical, base original de apoyo de la izquierda en el continente.

Esas olas de inmigrantes desembarcaron en sociedades de economías predominantemente primario-exportadoras, con poco desarrollo industrial y bajo el dominio de regímenes políticos oligárquicos que no reconocían legalidad a las organizaciones de defensa de los trabajadores. Los primeros sindicatos, fundados mayoritariamente por inmigrantes, artesanos y obreros, nacieron bajo la fuerte influencia de las ideologías traídas por los anarquistas y de sus experiencias de sindicalismo de base, centrado en huelgas y organizaciones clandestinas de los trabajadores.

Sin embargo, la Revolución Rusa de 1917 y la victoria del bolchevismo tuvieron por lo menos dos efectos políticos inmediatos: la fundación de partidos comunistas, entre la segunda y la tercera décadas del siglo XX, en casi todos los países del continente, y la creciente desaparición del anarquismo. Al mismo tiempo, avanzaba el proceso de sindicalización, principalmente en los centros urbanos y mineros. Se iniciaba, de ese modo, la construcción de un campo de izquierda del cual formaban parte organizaciones sindicales, partidos políticos y una nueva intelectualidad, con fuerte presencia del marxismo en su seno –todos ellos, fenómenos nuevos en la historia de América Latina–.

En esa primera fase, los partidos tendieron a asumir una línea política clasista, es decir, la orientación “clase contra clase”, proclamada por la Internacional Comunista desde mediados de los años 1920. Gracias al poder de persuasión de la victoria bolchevique, las propuestas enfatizaban la formación de sóviets, la alianza obrero-campesina y la lucha insurreccional por el poder. Aún sin capacidad de realizar análisis específicos para las situaciones particulares de cada país, las estrategias se centraron en la combinación genérica del anticapitalismo y el antiimperialismo.

Por su capacidad política, organizativa y teórica, se distinguieron tres dirigentes de la izquierda: Luis Emilio Recabarren, José Carlos Mariátegui y Julio Antonio Mella. Recabarren, chileno, participó de la fundación de los partidos comunistas de Chile y de la Argentina y elaboró análisis sobre la construcción de la alianza obrero-campesina en los países del continente. José Carlos Mariátegui, peruano, fundador del Partido Socialista de Perú –después Partido Comunista–, fue el principal teórico de la primera generación de marxistas del continente, destacándose especialmente por sus tesis sobre la cuestión indígena en América Latina. Julio Antonio Mella, cubano, fundador del Partido Comunista de Cuba, obtuvo reconocimiento debido a sus análisis sobre el proletariado y la lucha de clases.

A pesar del dominio de la producción agroexportadora, la brutalidad de la dominación oligárquica planteaba muchas dificultades a la organización de los trabajadores del campo. Esto que llevó a la izquierda latinoamericana a concentrar sus bases de apoyo en la incipiente clase obrera de ese inicio del proceso de industrialización y en los trabajadores de la producción minera.

Ésa fue la fisonomía de la izquierda latinoamericana hasta el final de los años 1920. El colapso de 1929 y sus desdoblamientos en todo el continente afectaron profundamente a la izquierda, obligándola a enfrentar el tema del nacionalismo que se extendía por América Latina.

El nacionalismo latinoamericano

Tras la crisis de 1930, desencadenada el año anterior, la ideología nacionalista –que luego pasaría a dominar el cuadro político del continente– planteó un nuevo desafío a los partidos de izquierda, especialmente a los partidos comunistas que, en la mayoría de los países, pasarían a ser hegemónicos en la izquierda. Con el fortalecimiento de la burguesía industrial y la expansión de la clase media, se alteraba el cuadro social y político del continente, por lo cual la estrategia y la táctica de la izquierda afrontaba nuevos desafíos.

La fuerte herencia europea, que determinó los rumbos no sólo del movimiento obrero, sino también de la propia elaboración de la teoría marxista, hizo que los partidos de izquierda se toparan con una enorme dificultad para abordar el nacionalismo, dado que, al contrario de lo que ocurre en América Latina, en Europa esa corriente suele pertenecer al campo de la derecha.

Hubo casos extremos, como el de los partidos socialista y comunista argentinos, que asociaron mecánicamente el peronismo al nacionalismo europeo, tratando a Juan Domingo Perón como una mera copia de Hitler y Mussolini. En virtud de la dificultad de los socialistas y comunistas para comprender el nuevo fenómeno político, el peronismo logró desplazarlos de su lugar dominante junto al movimiento obrero, afirmándose como un fuerte competidor en la lucha por el mismo espacio político. La incapacitad de abordar adecuadamente el tema del nacionalismo y la competencia política facilitaron la decisión de los partidos comunista y socialista argentinos de aliarse tanto al Partido Radical y a las tendencias liberales y conservadoras, como a la Iglesia Católica y hasta a la propia política norteamericana, bajo el pretexto de la necesidad de combatir el nacionalismo peronista.

En Brasil, mientras los comunistas mantuvieron la estrategia de la insurrección armada, aun conciliándola con los temas de los frentes populares, el movimiento nacionalista de Getúlio Vargas fue combatido como adversario. Sin embargo, a mediados de la década de 1930, el Partido Comunista de Brasil (PCB) estableció una alianza con los sectores nacionalistas del gobierno Vargas, adhiriendo así a las tesis de la Internacional Comunista, según las cuales, en los países coloniales y semicoloniales (como China y la India) y en los países dependientes (como la Argentina y Brasil), la lucha contra el feudalismo y por la revolución agraria del campesinado, por un lado, y la lucha contra el imperialismo extranjero y por la independencia nacional, por el otro, deberían ser prioritarias. En otros términos, el PCB se adecuó a la así llamada etapa democrático-burguesa de la revolución, que representaba una alianza subordinada a la fracción industrial de la burguesía –considerada nacionalista y antiimperialista–.

Si la dimensión nacional y popular con su fuerte antiimperialismo determinó la opción de los comunistas brasileños, fue la dimensión democrática la que marcó la elección de los comunistas argentinos.

En Europa, el nacionalismo había nacido con un carácter conservador, reivindicando la superioridad de un país sobre los demás y de una cultura sobre la otra. Fue decisivo en la deflagración de las dos grandes guerras mundiales y buscó afirmarse en oposición a las corrientes de izquierda. En América Latina, el origen y la naturaleza del nacionalismo fueron profundamente diferentes. Aquí, nació de las luchas anticoloniales y resurgió en la confluencia de las reacciones a la crisis de 1929 y del agotamiento del modelo primario-exportador, buscando incentivar el avance del proceso de industrialización. Con un fuerte tono antiimperialista, el nacionalismo latinoamericano se afirmó en la defensa de los proyectos nacionales, oponiéndose a las políticas liberales, aliadas a la dominación imperialista del continente. Consolidándose a partir de la década de 1930, el nacionalismo se transformó en la más fuerte tendencia de la izquierda latinoamericana. Defensor de innumerables proyectos de transformación de las sociedades latinoamericanas, se identificó con los procesos de industrialización, urbanización, sindicalización, expansión del empleo y del mercado interno. Además, se alió a todas las luchas comprometidas con la extensión de los derechos sociales: al empleo, la educación, la salud pública, la vivienda.

El nacionalismo se mantuvo como tendencia dominante mientras perduraron las condiciones del crecimiento económico vinculado a la industrialización y al largo ciclo de expansión del capitalismo internacional. Con el agotamiento del modelo, a partir de los años 1960, el nacionalismo comenzó a debilitarse, perdiendo su fisonomía original, hasta que casi todas sus versiones terminaron adhiriendo al neoliberalismo en las últimas dos décadas del siglo XX. Suelen ser considerados nacionalistas gobiernos como los de Getúlio Vargas (1930-1945/1951-1954), en Brasil; de Juan Domingo Perón (1946-1955), en la Argentina; de Lázaro Cárdenas (1934-1940), en México; de Hernán Siles Zuazo (1956-1960), en Bolivia; además de movimientos como la Alianza Popular Revolucionaria Antiimperialista (APRA), liderada por Víctor Haya de la Torre, en Perú, y el gaitanismo (tendencia interna del Partido Liberal, encabezada por Jorge Eliécer Gaitán), en Colombia. En general, dada la importancia de su carácter nacional, pero también en virtud de la frágil formación de las elites civiles, los militares tuvieron un papel preponderante en los movimientos nacionalistas latinoamericanos, especialmente en los casos brasileño, argentino, peruano y venezolano.

Cárdenas, varguismo y peronismo

El nacionalismo latinoamericano encontró en el Partido Revolucionario Institucional (PRI) mexicano, en el peronismo argentino y en el varguismo brasileño sus principales manifestaciones.

El nacionalismo resurgió en México con la revolución de 1910, como una reacción de los campesinos, encabezados por Emiliano Zapata y Pancho Villa, a la explotación económica y a la represión política en el campo. Con un programa nacionalista, en 1917 se promulgó la nueva Constitución, incorporando, incluso, la reforma agraria. En su proceso de institucionalización, fue fundado, en 1929, el Partido Nacional Revolucionario, que posteriormente adoptaría el nombre de Partido Revolucionario Institucional. Pero fue con la elección de Lázaro Cárdenas, en 1934, que el nacionalismo mexicano adquirió sus contornos definitivos. La crisis de 1929 provocó grandes manifestaciones de obreros y campesinos, expresándose en una nueva ola nacionalista que el gobierno Cárdenas supo movilizar a cambio de la garantía de los derechos sociales. Al mismo tiempo, apoyándose también en la clase media y en el Ejército, Cárdenas hizo del Estado una palanca de impulsión del desarrollo económico. Su gobierno construyó un importante sector estatal de la economía, recurriendo a la política de nacionalizaciones, como es el caso de los ferrocarriles y de la explotación del petróleo. Desde los años 1940, la orientación nacionalista comenzó a perder fuerza hasta desembocar en la década de 1990 en la adhesión de los gobiernos del propio PRI al neoliberalismo.

El nacionalismo brasileño se afianzó con el movimiento tenientista y la Revolución del 30, gracias a la cual Getúlio Vargas llegó a la presidencia. Ya en su primer gobierno, Vargas asumió la defensa del proceso de industrialización sustitutiva de importaciones, reglamentó los derechos laborales y estimuló la siderurgia, con la Compañía Siderúrgica Nacional (1941). Tanto en el primero como en el segundo mandato, estimuló la industrialización y el papel del Estado como agente inductor del desarrollo, por medio de la creación y el fortalecimiento de empresas estatales, como es el caso, entre otras, de Petrobras, empresa de explotación petrolera fundada en 1953. Una de las marcas del nacionalismo latinoamericano de ese período fue la constitución de una dirección también nacionalista del movimiento obrero. En Brasil, Vargas concentró ese papel en el Ministerio de Trabajo. Consolidó la legislación laboral e implementó políticas de previsión social. Sus dos gobiernos iniciaron la construcción de un Estado nacional con fuerte presencia en la economía, que comandó el proceso de desarrollo durante las décadas siguientes. Su suicidio, en 1954, coincidió con el derrocamiento de Perón en la Argentina, con el fin de la guerra de Corea y con el inicio de fuertes inversiones extranjeras en las dos economías. El golpe militar de 1964 representó la derrota final del proyecto nacional-desarrollista iniciado con la Revolución del 30. El llamado proyecto de la triple alianza –capital nacional, capital extranjero y capital estatal– estaba asentado en la adopción de la doctrina de seguridad nacional y en la amplia apertura del país a las inversiones extranjeras.

El nacionalismo argentino, expresado por el peronismo, data de 1944, cuando el entonces coronel Juan Domingo Perón fue designado secretario de Trabajo, y se afianzó como el lider alternativo a los partidos tradicionales de la izquierda, desgastados por su incapacidad de resistir eficazmente a los gobiernos conservadores de la década de 1930. El peronismo se estructuró como un proyecto de carácter nacional, defendiendo la redistribución de la riqueza en favor de las clases populares y con un discurso antiimperialista. Impulsó el proceso de industrialización, combinado con la expansión del mercado interno de consumo popular, y fortaleció el movimiento sindical directamente vinculado al peronismo.

En líneas generales, los gobiernos nacionalistas se aprovecharon del largo paréntesis generado por el reflujo de las inversiones extranjeras, que comenzó con la crisis de 1929 y se prolongó con la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Corea, para hacer avanzar procesos de industrialización sustitutiva de importaciones. Por eso mismo, incentivaron la expansión de la urbanización y fortalecieron la presencia de la burguesía industrial y de la clase obrera en la escena política. Al lado de los gobiernos de Vargas y de Perón, y apoyados por ellos, ascendieron al poder Alfredo Stroessner, en Paraguay, y el general Carlos Ibáñez, en Chile.

La revolución boliviana de 1952 fue un momento particularmente importante de la etapa nacionalista de la izquierda latinoamericana. Una revolución marcada por la nacionalización de las minas de estaño, por la realización de la reforma agraria y por la desmovilización del Ejército regular, reemplazado por milicias populares.

El proyecto nacionalista comenzó a perder fuerza con la caída de los gobiernos de Vargas y de Perón, en 1954 y 1955, y con el creciente retorno de las inversiones extranjeras a América Latina. Comenzó un nuevo período de industrialización, centrado en el fortalecimiento y la expansión de las inversiones de capital extranjero, especialmente en la industria automovilística, en Brasil y en la Argentina. El período nacionalista culminó a mediados de los años 60, cuando se iniciaba el proceso de internacionalización de las economías, con la consolidación de las grandes corporaciones multinacionales y con el estrechamiento de los espacios nacionales de acumulación. Las izquierdas continuarían conviviendo con proyectos nacionalistas y protagonizándolos; sin embargo, otras alternativas comenzaban a afianzarse, modificando el panorama político de la izquierda.

Lucha armada y socialismo

Zona de influencia directa de los Estados Unidos, América Latina se convirtió en una región completamente integrada al campo capitalista. Aun así, muchos países del continente tuvieron partidos de inspiración marxista, socialista y comunista; en Chile, a comienzos de los años 30, hubo incluso un breve gobierno que se reivindicó socialista. Sin embargo, de hecho, el socialismo estuvo lejos de ser una alternativa política para América Latina, hasta que la Revolución Cubana logró modificar radicalmente ese cuadro.

En Cuba, la victoria del socialismo subvirtió la propia teoría marxista, pues la revolución ocurrió en un país que no era industrial, sino de economía primario-exportadora, y no fue liderada por un partido, comunista o socialista, sino por un movimiento guerrillero que, por primera vez en América Latina, logró aliar reivindicaciones antidictatoriales, nacionales y socialistas. La lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista sumó fuerzas a la lucha contra los intereses de las empresas norteamericanas, apoyadas por el gobierno de los Estados Unidos, y las dos luchas convergieron rápidamente en dirección a una revolución que derrotó al capitalismo.

La revolución cubana alcanzó sus objetivos gracias a una estrategia de lucha armada centrada en el campo, por medio de la guerra de guerrillas. Este tipo de lucha ya tenía antecedentes en el continente; ya estaba presente en las guerras de independencia, como es el caso de la lucha encabezada por Manuel Rodríguez, en Chile; resurgió en varias formas de lucha rural, como las desarrolladas por Pancho Villa y Zapata, en la Revolución Mexicana, y por la Columna Prestes, en Brasil; y llegó a los combates de Farabundo Martí, en El Salvador, y de Sandino, en Nicaragua. También en Cuba ya existía el antecedente de las guerras de independencia, al final del siglo XIX, la última de ellas dirigida por José Martí.

El modelo estratégico cubano, victorioso en enero de 1959 tras poco más de dos años de lucha guerrillera, abrió nuevas alternativas, pero también impuso otros desafíos y dificultades a la izquierda latinoamericana. Aun así, el éxito de los revolucionarios cubanos tuvo una influencia mayor que cualquier otro evento sobre la izquierda del continente, mayor incluso que la influencia de la revolución soviética en Europa.

El triunfo de los revolucionarios cubanos coincidió con el agotamiento del impulso de crecimiento de las economías del Cono Sur del continente y con el inicio de un nuevo ciclo de dictaduras en América Latina. La propuesta cubana –de ruptura con la dictadura de Batista, de realización simultánea de las reformas agraria y urbana, de resistencia al imperialismo norteamericano y con la campaña nacional de alfabetización– se presentaba como una alternativa en el mismo momento en que los golpes militares obligaban a la izquierda a enfrentarse con las limitaciones de la vía institucional-legal y a reconocer las posibilidades reales de la lucha guerrillera.

El modelo cubano, difundido a través del primer diario de Ernesto Che Guevara, La guerra de guerrillas, y esquemáticamente resumido por Régis Debray en Revolución en la revolución, se extendió rápidamente por el continente. Guerrillas rurales surgieron en Venezuela, Perú y Guatemala, sin mencionar las tentativas frustradas en Nicaragua y en la República Dominicana, además de la ya existente en Colombia. Países con estructuras sociales centradas en el campo, de economías primario-exportadoras, se postulaban para reproducir el modelo estratégico cubano, colocándose bajo su dirección, más aún por ser ése un momento que se caracterizaba por la impotencia de las otras fuerzas de izquierda, porque estaban involucradas en luchas parlamentarias, sin posibilidades reales de victoria, o porque estaban enredadas en polémicas ideológicas, sin capacidad de acción práctica ni de conquista de bases sociales de apoyo.

Un primer ciclo de luchas armadas en América Latina transcurrió, por lo tanto, en la década de 1960, bajo el fuerte impacto de la victoria socialista en Cuba y con el apoyo directo del gobierno cubano, que pasó a sufrir un duro proceso de aislamiento y de hostilidad por los Estados Unidos y por gran parte de los gobiernos del continente que, siguiendo la orientación de Washington, rompió relaciones con La Habana. El gobierno cubano apoyaba las luchas armadas brindando entrenamiento militar a los movimientos guerrilleros, y financiaba una intensa campaña política e ideológica contra el imperialismo y los gobiernos latinoamericanos aliados a él.

Estos nuevos movimientos guerrilleros, sin embargo, ya no contaban con algunos factores que habían beneficiado a los revolucionarios cubanos. En primer lugar, el factor sorpresa, de tan fuerte impacto en Cuba, por la inédita circunstancia de que un movimiento antidictatorial se transformara tan rápidamente en una fuerza socialista, ya no volvería a darse. Al contrario, amparados en la doctrina de la seguridad nacional los gobiernos militares tomaron la delantera y pasaron a perseguir y a colocar bajo sospecha de subversión cualquier tipo de movimiento que tuviera la más tenue semejanza con el cubano, justificando la represión que se abatió con persistencia y cruel ferocidad sobre el conjunto de la izquierda.

En segundo lugar, las innumerables divisiones de la izquierda, no sólo entre reformistas y revolucionarios, sino también entre soviéticos, maoístas y castristas, contribuyeron a debilitarla y al campo popular en su conjunto, pues dificultaron la formación de un frente amplio contra la dictadura, ese mismo frente que había sido fundamental para la victoria de la Revolución Cubana.

La victoria de los revolucionarios cubanos, además, parecía decretar la muerte de los partidos políticos tradicionales y de su estrategia electoral. Más aún, los sucesivos golpes militares y el apoyo de las “burguesías nacionales”, no sólo a las dictaduras, sino también a la propia internacionalización de las economías, debilitaban aún más a los partidos comunistas, que habían apostado a su posición nacionalista y antiimperialista. Por otro lado, los argumentos maoístas contra la “coexistencia pacífica” y la propia importación de empresas capitalistas –cuyo mayor ejemplo fue la instalación de Fiat para producir automóviles en la Unión Soviética– por el campo socialista introdujeron nuevos factores de debilitamiento en los partidos más importantes de la izquierda latinoamericana hasta ese momento.

Las revoluciones china y cubana aparecían como oponentes y como alternativas al modelo soviético y a la estrategia de los partidos comunistas. China sólo apoyaba a los partidos que siguieran estrictamente sus orientaciones, e impedía el establecimiento de alianzas con los movimientos que se unían en torno de la Revolución Cubana. Así, aunque esos años representaron un fortalecimiento de la izquierda, esas divisiones dificultaron que se convirtiese en una fuerza hegemónica en el continente.

Fidel Castro en las celebraciones del 1° de mayo, en La Habana, Cuba, en 2005 (Wikimedia Commons)

El segundo ciclo de la lucha armada

En América Latina, el primer ciclo de lucha armada, centrado en Perú, Guatemala y Venezuela fue derrotado; sin embargo, posteriormente, la fuerza acumulada en esos países haría posible la eclosión de un segundo ciclo. La muerte del Che Guevara, en 1967 en Bolivia, y la derrota del proyecto de constitución de un centro de coordinación de los movimientos guerrilleros del continente marcaron el final de ese ciclo con un duro golpe a la primera ofensiva revolucionaria tras el triunfo de la Revolución Cubana.

Las guerrillas rurales resurgieron en Guatemala y en Nicaragua, en los años 70, y adquirieron fuerza en El Salvador, marcando una conflagración que se concentró en América Central. En esta fase, la estrategia de los focos guerrilleros se articuló con los frentes de lucha volcados hacia la insurrección rural y semirrural. En otros términos, se buscó adaptar la propuesta cubana original a tipos de organización de masa en el campo y con la participación más intensa de la población rural en la lucha guerrillera.

El triunfo sandinista en Nicaragua, en 1979, constituyó un punto de inflexión
en la región, pues incentivó el segundo ciclo de guerrillas en Guatemala y también una gran expansión de la lucha armada en El Salvador. La propuesta sandinista defendía el modelo de democracia representativa, de economía mixta y de política externa independiente. Este ciclo entraba en contradicción con la transformación de la situación internacional. La Revolución Sandinista se convirtió en el blanco privilegiado de la contraofensiva del gobierno de Ronald Reagan. Obligada a concentrar esfuerzos en el enfrentamiento militar con la oposición armada por el gobierno de los Estados Unidos, la Revolución Sandinista pagó el precio del bloqueo a su desarrollo económico. Ese desgaste determinó el debilitamiento del apoyo de la población al gobierno sandinista y terminó llevándolo a la derrota, en 1990, hito internacional del fin del campo socialista.

Seguidamente, las guerrillas salvadoreñas y guatemaltecas decidieron iniciar negociaciones de reciclaje para el proceso institucional, pero el apoyo militar de los Estados Unidos a los gobiernos que combatían y el cambio en la relación de fuerzas internacional hicieron imposible su triunfo. Se cerró, así, la vertiente centroamericana del segundo ciclo de luchas guerrilleras en América Latina.

La segunda vertiente de la lucha de guerrillas se desplazó hacia el Cono Sur del continente: a Uruguay, Brasil y la Argentina y, coherente con la estructura social de esa región, estuvo más concentrada en las luchas urbanas. Sobre la base de la experiencia cubana, pero intentando adaptarla a las condiciones de cada país, fue un ciclo que se desarrolló entre los años 1967 y 1977.

En Brasil, las principales organizaciones fueron Acción de Liberación Nacional (ALN) y Vanguardia Popular Revolucionaria (VPR), además de decenas de otras agrupaciones, que introdujeron formas de acción innovadoras, como el secuestro de embajadores extranjeros para su intercambio posterior por militantes presos, así como el desvío de aviones. Estas acciones formaban parte de la acumulación de fuerzas urbanas cuyo objetivo era la construcción de frentes rurales de guerrilla.

El Movimiento de Liberación Nacional, Tupamaros, fue el gran protagonista de la lucha de guerrilla urbana en Uruguay; sus acciones comenzaron bajo la vigencia del régimen parlamentario y se extendieron al período de militarización del poder. Desarrolló acciones de secuestro de agentes de la contrainsurgencia de los Estados Unidos, de grandes empresarios y de personalidades del régimen. Se hizo conocido por las frecuentes redistribuciones de alimentos en los barrios populares. En suma, su estrategia centrada en la guerrilla urbana, por primera vez en el continente, en un país con una fuerte concentración de la población en la capital, logró acumular una fuerza guerrillera urbana de envergadura.

En la Argentina, las guerrillas encontraron sus principales expresiones en los Montoneros, en la vertiente peronista, y en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), en la vertiente marxista. Los Montoneros asumieron una estrategia de guerrilla urbana, mientras que el ERP pretendía que la fuerza acumulada en las ciudades desembocase en la guerrilla rural, de modo similar a lo que ocurrió en Vietnam.

Los movimientos guerrilleros de los tres países del Cono Sur tuvieron que enfrentar, en distintos grados, las dificultades de acumulación de fuerza militar en los grandes centros urbanos, derivadas, especialmente, del impacto de la acción coordinada de las dictaduras militares de varios países, en el llamado Plan Cóndor, y de los efectos de la doctrina de seguridad nacional, que defendía la eliminación física de los insurgentes. El campo se mostró más propicio para la construcción de una fuerza militar numerosa, con la posibilidad, incluso, de formar destacamentos regulares, como fue el caso del Ejército Rebelde, en la Revolución Cubana. Pero en los grandes centros urbanos, este proceso encontró barreras que los movimientos guerrilleros no lograron superar y, finalmente, fueron acorralados, derrotados y destruidos.

Las derrotas en América Central y en el Cono Sur, con las cuales concluye el segundo ciclo de guerra de guerrillas en el continente, revelaron el agotamiento de esa estrategia. El cambio radical en la relación de fuerzas internacional, fuertemente inclinado a favor de los Estados Unidos, y su directo reflejo en el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas de los países de América Latina, crearon dificultades nuevas y casi insuperables, lo que motivó que la izquierda tuviera que cambiar su estrategia, que pasó del campo militar al campo de la lucha política institucional y de masas.

Las guerrillas colombianas, constituidas por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y por el Ejército de Liberación Nacional (ELN), con una trayectoria diferenciada en el tiempo con relación a los otros movimientos guerrilleros, sobreviven en medio del duro asedio militar de los Estados Unidos. Acusados de tener vinculaciones con el narcotráfico, atacados por los militares colombianos y estadounidenses, además de los paramilitares, los dos movimientos guerrilleros mantienen su capacidad de acción en un marco de militarización general del país. En el contexto internacional, las condiciones para el triunfo de cualquiera de los dos frentes se hace difícil; a la par que las negociaciones han resultado ser un camino sin salida, el futuro de la izquierda en Colombia permanece abierto, mientras en los otros países la vía de la lucha de guerrillas, como se había llevado a cabo en los períodos anteriores, dejó de existir.

Socialismo por la vía institucional

La estrategia de los frentes populares, aprobada en los años 30 por los partidos comunistas, representó una ruptura con la clásica línea insurreccional del movimiento comunista internacional. Ella proponía una estrategia de alianza con sectores de la burguesía industrial y una evolución económico-social por etapas. Según esta concepción, la lucha por el socialismo en la periferia del capitalismo debería pasar anteriormente por la etapa nacional y antifeudal. En la misma década, los gobiernos de los frentes populares antifascistas en España, Francia y Chile fueron expresiones de dicha estrategia, que se mantuvo como línea oficial de los partidos comunistas, y que fue también adoptada por los partidos socialistas. Sin embargo, después de los frentes populares antifascistas, hasta la victoria electoral de Salvador Allende y de la Unidad Popular, en 1970, no hubo nuevos gobiernos que se propusiesen realizar la transición institucional en los moldes planteados por los partidos comunistas.

Chile, que ya había tenido un gobierno de Frente Popular, terminó siendo el único país en el mundo en vivir una experiencia de tentativa de transición institucional al socialismo. Allende triunfó luego de tres intentos anteriores, apoyado por una coalición de los partidos socialista y comunista. Ascendió en el período de la contracorriente de la izquierda dominante en el continente que, en la mayoría de los países, apoyaba a la guerrilla. Más aún, llegó al poder cuando varios países del Cono Sur ya se encontraban bajo dictaduras militares.

El programa del gobierno de Allende no obedecía integralmente a la línea predominante en la izquierda internacional porque, aunque se apoyase en la lucha institucional, buscaba la transición hacia el socialismo sin pasar por una etapa intermedia de desarrollo del capitalismo. O sea, era un programa antimonopólico, que preveía la nacionalización de las 150 principales empresas privadas, dando comienzo a la hegemonía de la planificación estatal de la economía, considerada el eje central de la construcción del socialismo.

La elección de la vía legal se basó en la confianza resultante de la larga tradición democrática del país, que había tenido una evolución sin rupturas durante casi un siglo y medio, con sólo dos momentos de regímenes de facto. Desde los años 30, Chile vivía una situación de estabilidad institucional y los partidos comunista y socialista ya habían participado, por medio de la Central Sindical, del gobierno del Frente Popular.

La estrategia de la izquierda chilena era avanzar gradualmente hasta la socialización de la economía. La victoria electoral de Allende, sin embargo, se había producido por el estrecho margen del 36% de los votos y tuvo que ser ratificada por el Congreso, donde la Unidad Popular detentaba una representación menor aún. Elegido con un programa radical, de ruptura con el capitalismo, Allende se vio obligado a enfrentar a la mayoría legislativa, la Justicia, la burocracia estatal y la alta oficialidad de las Fuerzas Armadas, construidas por el sistema político vigente que no preveía la posibilidad de transición hacia ningún otro tipo de sociedad. Rápidamente, los obstáculos políticos e institucionales comenzaron a bloquear el proyecto de cambios. Sectores de la clase media y de la burguesía se movilizaron contra la escasez. Grandes empresarios comenzaron a boicotear la producción. A pesar de que los trabajadores habían comenzado a ocupar las empresas, para forzarlas a producir, se toparon con la Justicia, que ordenaba la desocupación. Para hacer frente a estos obstáculos, el gobierno buscó cooptar incluso hasta oficiales comprometidos con planes golpistas, como Augusto Pinochet que, como ministro del Ejército, comandó la subversión militar.

La Unidad Popular se dividió ante el dilema de radicalizar el proceso o ampliar la alianza política. Algunos defendían las acciones eficaces contra los golpistas y la profundización del programa político, para lo que contaban con el apoyo del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y de una parte del Partido Socialista. Otros defendían dar un paso atrás, construyendo alianzas más amplias con los sectores de la oposición de centro del Partido Demócrata Cristiano (PDC). Allende optó por la segunda alternativa, que no tuvo tiempo de ser probada. El golpe militar del 11 de septiembre de 1973 destruyó la primera tentativa institucional de transición al socialismo en América Latina.

La izquierda en la era neoliberal

El pasaje del período histórico de bipolaridad mundial hacia el de la hegemonía unipolar estadounidense tuvo consecuencias inmediatas en América Latina, como región de influencia imperial directa de los Estados Unidos. Ningún sector de la izquierda del continente logró no verse afectado por esta transformación en el plano internacional, que se produjo en forma paralela al agotamiento del Estado de bienestar y su reemplazo por el modelo neoliberal.

El golpe más duro para la izquierda, especialmente para los partidos comunistas, vino con la pérdida de la referencia histórica e ideológica: la desaparición de la URSS y del campo socialista. En todo el mundo, la izquierda fue obligada a enfrentar la tesis de la irreversibilidad de la victoria política e ideológica del capitalismo, frente a lo que habría sido un fracaso del socialismo en una escala histórica. El argumento que había jugado favorablemente a los partidos comunistas –aquello de que el mundo avanzaría irreversiblemente hacia el socialismo– adquirió un sentido inverso: varios partidos comunistas desaparecieron o cambiaron de nombre.

Los partidos comunistas del continente resultaron fuertemente golpeados por la derrota del gobierno de Allende en Chile y por la acción de la represión en la lucha contra las dictaduras militares. Perdieron cuadros y fuerza política, con sus divisiones internas. La crisis del socialismo real generó una tendencia hacia el abandono del nombre “comunista”, además de dificultar aún más el diálogo con las nuevas generaciones. A medida que las fuerzas socialdemócratas y nacionalistas adherían al neoliberalismo, contribuyeron a aislar aún más a los partidos comunistas, que dejaron de ser una corriente con influencia en el continente.

Por otro lado, la desaparición del campo socialista, al cual se había integrado, alcanzó duramente a Cuba, que perdió no sólo el abastecimiento del petróleo soviético, sino también el mercado fundamental para la exportación de sus principales productos. El marco general de la planificación socialista internacional al cual estaba integrada Cuba desapareció bruscamente. En un mundo dominado por el liberalismo económico y por regímenes de derecha, Cuba fue obligada a sobrevivir aislada. Como consecuencia, la economía del país entró en un grave retroceso, y cayó en su mayor crisis desde el comienzo del proceso revolucionario. La supervivencia de la revolución fue el resultado de una resistencia heroica del pueblo cubano, pero las medidas necesarias para ello –legalización del mercado del dólar, autorización para el ejercicio privado de profesiones antes reservadas a la esfera pública, extensión de inversiones mixtas con capitales externos– introdujeron niveles de desigualdad antes inexistentes.

Si la vía cubana, como estrategia de lucha por el poder, ya había dejado de ser la referencia dominante en la izquierda latinoamericana, con la desaparición de la URSS y las dificultades que el régimen cubano pasó a enfrentar, el propio modelo de construcción del socialismo, e incluso la propia viabilidad del socialismo, comenzó a ser cuestionada en la izquierda latinoamericana.

La transición hacia el nuevo período en el plano internacional, con el pasaje a la hegemonía neoliberal, tuvo también como consecuencia la adhesión, primero de fuerzas nacionalistas, después de socialdemócratas, al nuevo modelo. La implementación de las políticas neoliberales se produjo al mismo tiempo en la Argentina y en México, justamente los países que habían tenido las fuerzas nacionalistas más importantes del continente.

En la Argentina, los gobiernos de Carlos Saúl Menem (1989-99) llevaron al peronismo a ser el agente de la implantación de la modalidad más radical del neoliberalismo en América Latina, con la privatización de todo el patrimonio público de la Argentina –incluso la de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF)– y el establecimiento por medio de una ley de la paridad entre el dólar y el peso. Aliándose al gobierno de Menem, la estructura sindical peronista abandonó el campo de la izquierda, que quedó prácticamente desierto. La ausencia de resistencias facilitó la realización del proyecto neoliberal.

Néstor Kirchner, quien asumió en oposición a Menem, pero dentro del peronismo, a pesar de haber adoptado una política de reestructuración de la deuda externa –un tema caro a la izquierda del continente– y otras medidas de resistencia al capital financiero, no saldría del modelo neoliberal en lo que respecta a sus fundamentos centrales.

La conversión de las fuerzas nacionalistas fue decisiva para la generalización de la aplicación de modelos neoliberales, y fue acompañada por los partidos socialdemócratas. Habiendo derrotado a Pinochet, la alianza de la Democracia Cristiana con el Partido Socialista, en Chile, mantuvo en lo esencial el modelo económico heredado. Después de dos mandatos ejercidos por presidentes democratacristianos, el socialista Ricardo Lagos llegó a la presidencia y mantuvo, asimismo, el modelo volcado esencialmente hacia la exportación –que alcanza a la mitad del PBI del país, en una economía que exhibe uno de los más altos grados de “apertura” del mundo–. Durante su gobierno se firmó un acuerdo bilateral con los Estados Unidos, por el cual Chile renunció a gran parte de su soberanía, consolidando la opción de libre comercio de los socialistas.

En Venezuela, Carlos Andrés Pérez, del Partido Acción Democrática, de orientación socialdemócrata, que ya había gobernado en los años 70, logró ser nuevamente elegido en 1989. Inmediatamente decretó un duro paquete de ajustes neoliberal, lo que generó una fuerte reacción popular –conocida como el Caracazo–, pero aun así mantuvo su adhesión al neoliberalismo.

En Brasil, el agente de la implantación decidida y sistemática del modelo neoliberal fue el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), en los dos gobiernos de Fernando Henrique Cardoso (1994-2002).

Pablo Neruda, Luis Corvalán, Alejandro Toro y otros dirigentes en el Congreso del Partido Comunista de Chileno, sin fecha precisa (Biblioteca del Congreso Nacional de Chile)

Antineoliberalismo neoliberal y Venezuela

Posteriormente, Brasil, con el Partido de los Trabajadores (PT), y Uruguay, con el Frente Amplio (FA), buscaron capitalizar el descontento con los gobiernos neoliberales. Aunque estas dos agrupaciones políticas sean diferentes y a pesar del agotamiento del modelo neoliberal, tanto Luiz Inácio Lula da Silva, como Tabaré Vázquez, con pequeños reajustes, se limitaron a dar continuidad a las políticas económicas heredadas de sus antecesores y adversarios.

La lucha contra el neoliberalismo y por la implantación de un modelo posneoliberal, que era el proyecto característico de la izquierda, sufrió duros golpes. La diferencia de los gobiernos electos con promesas antineoliberales, especialmente el de Lula, pero también el de Kirchner, en la Argentina, ocurrió en el plano de la política externa y en la adopción de algunas modalidades de políticas sociales que, no obstante, no superaron los límites de la prioridad del ajuste fiscal.

La política internacional de Brasil, con la Argentina como su socia directa, pero contando también con Venezuela y Cuba, entre otros gobiernos del continente, además de China, Sudáfrica y la India, a escala mundial, ha generado espacios de integración y de alianza internacional que contribuyen a un mundo multipolar, retirando áreas de la influencia directa de la hegemonía de los Estados Unidos.

El caso de Venezuela es singular. El viejo topo de la revolución resurgió, de forma sorprendente, desde un movimiento heterodoxo, originado en las Fuerzas Armadas venezolanas, hasta desarrollar rápidamente un potencial anticapitalista a partir de la radicalización de sus posiciones antiimperialistas. Los fracasos del gobierno socialdemócrata de Carlos Andrés Pérez –destituido por un juicio político y condenado a prisión– y de un nuevo intento de implantación del neoliberalismo por el otro partido tradicional –el Comité Político Electoral Independiente (COPEI) Partido Social Cristiano–, de la mano del también ex presidente Rafael Caldera, implicó la crisis y el agotamiento de los dos partidos tradicionales. Esta situación abrió el espacio para que nuevas alternativas políticas ocupasen el vacío hegemónico abierto.

Hugo Chávez supo ocuparlo, retomando el ideario nacionalista y de integración continental de Simón Bolívar y criticando duramente la corrupción de las elites tradicionales venezolanas. Vencedor, Chávez dio inicio a un proceso de transformaciones al principio políticas, con un plebiscito para una nueva Constitución, y a continuación económicas y sociales, en medio de una violenta reacción de las elites tradicionales, que intentaron derrocar su gobierno por medio de paros económicos, huelgas de la empresa petrolera –Petróleos de Venezuela S.A. (PDVSA)– y golpe de Estado. Habiendo superado esos obstáculos, Chávez avanzó a partir de la estatización de la empresa de petróleo, de la reunificación de la Organización de los Países Exportadores de Petróleo (OPEP) –para la cual su gobierno tuvo un papel fundamental– y del aumento estructural del precio del petróleo para, con esos recursos, desarrollar los más amplios y profundos programas sociales que el país había conocido hasta el momento.

La izquierda en la crisis del neoliberalismo

La izquierda latinoamericana ganó contornos más definidos en los primeros años del siglo 21. Este perfil fue moldado en la lucha contra los gobiernos neoliberales y en la construcción de alternativas de superación del modelo neoliberal.

El proceso se inicia con la elección de Hugo Chávez en 1998, en Venezuela, y avanza con la elección de Lula en 2002, en Brasil; de Néstor Kirchner en 2003, de Evo Morales en 2005, en Bolivia y, en el siguiente año, de Rafael Correa, en Ecuador. En común, tales gobiernos colocaron en práctica programas anti-neoliberales, definiendo la vertiente más resaltante de la izquierda latinoamericana en el nuevo siglo. Comandados por partidos de izquierda – Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV), Partido dos Trabalhadores (PT), Frente para la Victoria, en Argentina, Frente Amplia, en Uruguay, Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia y Alianza País, en Ecuador – comparten las siguientes características: opción por las políticas sociales en vez de los ajustes fiscales, prioridad a los procesos de integración regional y de los intercambios sur-sur en detrimento de los tratados de libre comercio con Estados Unidos y el rescate del papel activo del estado en la economía y en el plano social, en lugar del predominio del mercado y de la concepción de estado mínimo que marcan al neoliberalismo.

El recetario progresista permitió que este conjunto de naciones disminuyese significativamente la desigualdad y la pobreza – características resaltantes del continente – aún en medio de la recesión mundial iniciada en 2008. La aprobación vino por las urnas, por la reelección de los presidentes de izquierda o entonces con la elección de sus indicados, estableciendo una continuidad de poder record en períodos democráticos en la región.

Dentro del conjunto de gobiernos progresistas hay matices. Se puede decir que existe un grupo más moderado, antineoliberal, compuesto por Brasil, Argentina y Uruguay y un grupo que pretende ser, además de anti-neoliberal, anticapitalista, compuesto por Venezuela, Bolivia y Ecuador.

Otros países del continente siguen dirigidos por partidos de izquierda o del campo progresista. Es el caso de Cuba, por el Partido Comunista de Cuba, El Salvador, por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional y de Nicaragua, por el Frente Sandinista.

En México, el Partido de la Revolución Democrática se dividió, dando origen a MORENA (Movimiento de Regeneración Nacional), bajo el liderazgo de Andrés Manuel López Obrador. Y, en Colombia, el futuro de la izquierda están en las negociaciones de paz entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) lo que puede cambiar significativamente el escenario político del país de los últimos cincuenta años – en especial, sí también envuelve al Ejército de  Liberación Nacional (ELN). De esta forma, la lucha armada dejaría de existir en el continente. 

Bibliografía

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por admin Conteúdo atualizado em 08/07/2017 18:29