El proceso de internalización de los valores occidentales y cristianos durante los quinientos años posteriores al descubrimiento fue acompañado por la instauración y ampliación de las desigualdades respecto de los ingresos, la riqueza y el poder. Las diferencias actuales son abismales, aunque los principales países de América Latina ya estén por cumplir el segundo siglo de la independencia nacional. El proceso de modernización provocado por la expansión económica y social derivado de la dominación colonial, ejercida principalmente por España, Portugal, Inglaterra, Holanda y Francia, no generó una distribución justa del poder, del ingreso y de la riqueza. Al contrario, la fuerte concentración del ingreso y el poder constituyó uno de los pilares de la rápida expansión de la riqueza, que se desarrolló desprovista de mecanismos de justicia redistributiva como los de los países desarrollados.
En contrapartida, en Europa y en los Estados Unidos se registraron avances económicos y sociales considerables, gracias a la implementación de las llamadas reformas civilizadoras del capitalismo. Especialmente en el siglo XX, en medio de la Depresión de 1929, de las dos grandes guerras mundiales y de la alternativa al capitalismo que representaba la Revolución Rusa de 1917, se implantó una importante reforma tributaria capaz de absorber progresivamente una parte importante del ingreso de los ricos. Eso permitió la constitución de cuantiosos fondos públicos que convirtieron en realidad la reforma social, con la universalización del acceso a los bienes y servicios públicos como educación, salud, asistencia, transporte e infraestructura habitacional.
Opulencia
En América Latina, los ejemplos de reformas que confirieron alguna civilidad al capitalismo fueron relativamente escasos. Eso mantuvo prácticamente intacta la preponderancia de las características “salvajes”. Gracias a la fuerte acumulación de riquezas, entre 1820 y 2012, el conjunto de los países latinoamericanos creció cuatro veces más que las antiguas metrópolis. Su ingreso nacional sumado se multiplicó por 218 veces, mientras España y Portugal –tomados en conjunto– ampliaron 53 veces su ingreso nacional, de acuerdo con datos oficiales disponibles.
Sin reformas civilizadoras, el dinamismo económico latinoamericano determinó, al mismo tiempo, el surgimiento de una de las formas más elevadas de apropiación privada del ingreso y de la riqueza. En el conjunto de los países de América Latina, el índice de Gini, que muestra el grado de desigualdad en la distribución del ingreso, llegó a 0,49 en 2013, mientras que para España y Portugal, juntos, se situó en tan sólo 0,37, según datos del Banco Mundial (2014). Cuanto más próximo a 1, mayor es la desigualdad en la distribución del ingreso medido por el índice.
Aún durante parte del siglo XX, cuando América Latina convivió con un ciclo de significativa expansión industrial, los salarios pagados a los trabajadores permanecieron en niveles ínfimos. Sin la experiencia del pleno empleo, la organización sindical –segmentada para el empleado con contrato regular y reglamentado– tuvo que convivir con la ausencia de derechos sociales y laborales universalizados. Eso favoreció, en cierta medida, el individualismo, potenciado por la movilidad social ascendente desigual, que el éxito del crecimiento económico protagonizó.
En síntesis, América Latina se caracteriza por ser uno de los principales reductos mundiales de la injusta distribución del ingreso, lo que contribuyó a que se consolidara un reducido estrato social muy rico, prácticamente inmune y distante del flagelo de la pauperización, prevaleciente en la mayoría de la población. En ese sentido, la riqueza concentrada explica, en parte, el fenómeno de la elevada desigualdad dominante entre los latinoamericanos, que posibilitó por sí sola el mimetismo elitizado del consumo de bienes y servicios de mayor valor unitario para una pequeña fracción de la sociedad –en contraposición con la generalización y la homogeneización de un patrón de consumo que se verifica en el conjunto de la población que habita el centro del capitalismo avanzado–.
Conocer mejor a los ricos y su dinámica de reproducción con el correr del tiempo es uno de los ejes de este texto, que se inicia con un breve repaso de los rasgos predominantes de la constitución y la evolución de las grandes fortunas en el largo plazo latinoamericano. En la secuencia, son presentadas las razones de la prevalencia de un patrón de alta concentración del ingreso y la riqueza en la región, que se mantiene relativamente estable en el tiempo frente a las diferentes fases de la metamorfosis de las fortunas en América Latina.
Por último, se discute la actualidad de la concentración del ingreso en los países de la región que, aunque experimenten una de las más graves crisis en su patrón de desarrollo, consolidan una fase de generación financierizada de la riqueza.
La experiencia colonial en los países latinoamericanos dejó una herencia histórica marcada por las profundas desigualdades que remontan su formación y su desarrollo social. La economía de ese período estuvo marcada, como mínimo, por tres importantes condicionalidades relativas al proceso de producción y reproducción de los ricos.
Primera condicionalidad
Está asociada a la forma de inserción de las colonias en la economía-mundo de la época. Se debe resaltar, por empezar, la disposición de las monarquías de Portugal y España para disputar, entre los siglos XV y XVIII, las posiciones superiores en el sistema económico en desarrollo en aquel período. En otras palabras, la economía-mundo del Atlántico ibérico tenía en España una orientación hacia la expansión en la forma de un imperio universal, mientras que Portugal se encaminaba hacia la conquista del mercado internacional. De ese modo, el proceso de colonización, tanto de la América española como de la América portuguesa, se caracterizó fundamentalmente por la explotación de riquezas asociada al exclusivismo metropolitano, que privilegiaba el monocultivo de productos primarios para la exportación (agricultura, ganadería y la actividad extractiva de minerales y vegetales) hacia las metrópolis.
El precio ínfimo que las metrópolis pagaban por los productos coloniales respondía a las exigencias del sistema de comercio derivado del exclusivismo metropolitano. Estaba pensado para transferir las riquezas naturales destinadas al proceso de acumulación de los países europeos. Por lo tanto, esa primera forma de inserción de los países latinoamericanos en la división internacional del trabajo hizo rutinaria la transferencia continua de riqueza e ingresos a los imperios portugués y español. La falta de compromiso de las metrópolis con el desarrollo de las colonias latinoamericanas favoreció inmediatamente el enriquecimiento de reducidos sectores de habitantes locales, en general vinculados a las actividades de producción y comercialización (exportación e importación de bienes y tráfico de esclavos). El resto de la población colonial en formación permaneció completamente al margen de la generación del excedente económico, cuando mucho asociada a estructuras sociales de apadrinamiento, de evidentes determinaciones ocasionadas por relaciones personales.
Segunda condicionalidad
Se desprende de la constitución del sistema agrario latinoamericano. Los colonizadores portugueses y españoles trataron de concebir inmediatamente la idea de que los indios ocupaban muy mal la tierra, reivindicando y asumiendo para sí, por causa de eso, el derecho a la propiedad y la función de diezmar a la población indígena, que, en la época, era de 100 millones de individuos. La situación de México, en especial, se destaca por la rapidez con que fue reducida la población amerindia, que pasó de 25,2 millones en 1518, a tan sólo 2,6 millones en 1568 (Mauro, 1986).
La estructura agraria creada en la América española y portuguesa fue la de la gran propiedad, que tendía a la explotación extensiva de productos primarios destinados a la exportación. De esa forma, la organización agraria tradicional de la América precolombina –de propiedad colectiva y de uso común de la tierra– fue sustituida rápidamente por el régimen de la propiedad privada. Eso dio lugar al surgimiento de un estrato de aristócratas de la tierra.
Durante prácticamente tres siglos, la ocupación de grandes extensiones de tierra fue conservada por la explotación colonial, cuyo derecho de propiedad era concedido originalmente por el rey de Portugal, en la forma de sesmarias, con organización de la tierra por propietarios, dueños de ingenios, minas y estancias. En cierta forma, la aristocracia agraria en América Latina quedó dividida en tres sistemas distintos de ocupación del suelo y repartición de la propiedad agraria. De un lado, la América- hacienda, que evolucionó en las áreas del altiplano, con las grandes propiedades y la explotación del trabajo por medio de la servidumbre por deudas, situación muchas veces verificada en los Andes y en México. Del otro lado, la América-plantation, que se volcó también a la producción en gran escala de productos primarios orientados al mercado externo, con uso del trabajo esclavo, como en Brasil y en Costa Rica. Por último, la América-farm, no siempre sustentada en el uso del trabajo forzado, sino también, a veces, de mano de obra libre, en la forma de aparcería, asentamiento o colonato, como en algunas áreas de la Argentina, Brasil y Uruguay.
Tercera condicionalidad
Está relacionada con la división del trabajo en el interior de las grandes propiedades agrarias. En general, durante la colonización prevaleció el uso recurrente del trabajo forzado de indios y de negros para sustentar la producción agropecuaria y la explotación de minas en gran escala con destino a la comercialización externa. Entre los siglos XVI y XIX, cerca de 14,6 millones de esclavos fueron introducidos en todo el continente americano, lo que permitió el enriquecimiento de los mercaderes del tráfico negrero externo e interno. Además del envilecimiento de la condición humana y de la devaluación del trabajo impuestos por el régimen de la esclavitud, eso postergó la constitución de los mercados de trabajo, y esto a su vez formó una masa de pauperizados en América Latina.
La pauperización alcanzó no solamente a los segmentos sociales sometidos al trabajo forzado, sino también a los llamados agregados sociales, constituidos por hombres libres desprovistos de capital. Por eso, la lucha a favor de la independencia nacional, a lo largo del siglo XIX, no siempre fue acompañada por la superación de las diferentes formas de trabajo forzado. Se destaca en ese sentido el caso brasileño, que registró una larga transición de 66 años entre la independencia (1822) y la abolición del trabajo esclavo (1888).
Aun en los nacientes países latinoamericanos –que pusieron fin inmediatamente a la esclavitud– prevalecieron variadas formas de explotación de la mano de obra. En gran medida como resultado de la prolongación de un patrón anticuado de producción y reproducción de ricos, protagonizado por la inserción económica subordinada al monocultivo de los bienes primarios y a la estructura agraria concentrada en la gran propiedad.
En ese sentido, sin embargo, el movimiento de inmigración de trabajadores libres de Europa y de Asia hacia América Latina ocurrió simultáneamente con la constitución de los mercados regionales o locales de trabajo, generalmente abundantes en mano de obra extranjera o de nacionales desprovistos de capital. En diversas localidades, los llamados agregados sociales en formación –constituidos por indios, ex esclavos, mestizos y grupos oriundos del cruzamiento de razas (como los mamelucos y los cafuzos)– tardaron mucho tiempo en integrarse al mercado nacional de trabajo.
Frente a esa situación, la base de la formación de novi homines ricos y poderosos, fuera de los grandes dominios de tierras y del comercio externo de bienes primarios, se constituyó a través del desarrollo de actividades protoindustriales y de comercio y servicios urbanos. A partir del capital comercial e industrial, se constituyeron actividades urbanas, de lazos más estrechos con el mercado interno de los países latinoamericanos (Furtado, 1976).
Aunque la industrialización completa haya sido escasa en el conjunto de los países de la región, se avanzó –especialmente a partir de la primera mitad del siglo XX– en las actividades urbanas, capaces de permitir el surgimiento de una nueva camada de ricos industriales. Su conformación, mientras tanto, se plasmó apartada del conjunto de la población, dado que muchas veces fue el resultado de la mayor expoliación de la población trabajadora urbana.
En cierta manera, el proceso productivo asociado a la manufactura generó una clase obrera que terminó conviviendo con una masa humana marginada de las políticas públicas y sometida a la competencia en el interior de un mercado que funcionaba con un enorme excedente de fuerza de trabajo a lo largo del siglo XX, aun en los países con mayor grado de industrialización (Argentina, Brasil, Chile, México y Venezuela). Prácticamente, en todos los países latinoamericanos que avanzaron, en alguna medida, en la industrialización, se verificó el amplio proceso de urbanización de la antigua pobreza, que se encontraba localizada en el campo. Sin mejora considerable en la redistribución del ingreso, aun en los países con mayor grado de industrialización, nuevos ricos se incorporaron al estricto sector social privilegiado por las grandes fortunas.
En 1960, por ejemplo, cuando estaba en curso el proceso de industrialización, el sector social que comprendía el 20% más rico de toda la población absorbía el 49% del ingreso nacional de la Argentina, el 56% del de Brasil y el 56% del de México. Cuando el ciclo de industrialización ya estaba maduro, casi tres décadas después, el 20% más rico se apropiaba del 51% del ingreso nacional en la Argentina, del 61% en Brasil y del 57% en México, lo que indica la continuidad de la concentración del ingreso en pocos estratos de la población (CEPAL, 1967, y BID, 1998).
A partir del último cuarto del siglo XX, las opciones del avance urbano-industrial se vieron fuertemente limitadas por la aparición de una nueva mayoría política, más favorable a las orientaciones neoliberales de estabilización monetaria y apertura comercial y financiera que en relación con la expansión productiva vía mercado interno. De esa manera, con el debilitamiento de las actividades manufactureras y la rápida conversión de los países latinoamericanos en productores y exportadores de bienes primarios, comenzó a cobrar importancia una selecta camada social vinculada a la especulación financiera, generalmente sustentada por el endeudamiento del sector público. En 2002, por ejemplo, el 20% más rico concentraba el 55% de todo el ingreso nacional de la Argentina, el 62% del de Brasil y el 58% del de México (Banco Mundial, 2004).
Se verifica que, incluso con la estabilización monetaria, acompañada de la apertura comercial y financiera así como de la modificación del papel del Estado, no hubo inversión del proceso redistributivo (Roche, 1983). Al contrario, diversos países latinoamericanos han llegado a contabilizar casi tres décadas perdidas en lo que se refiere a la expansión de la producción y el empleo decente.
La financierización de la riqueza
La persistencia de una situación general de semiestancamiento del ingreso per cápit produjo el mayor empobrecimiento de la población latinoamericana y el ascenso de los nuevos ricos, beneficiarios del proceso de financierización de la riqueza. Éstos se aliaron a los grandes latifundistas vinculados al agronegocio y a la extracción de minerales y vegetales, a los grandes propietarios de actividades urbanas (comunicación, industria, comercio y servicios) y a los grandes financistas.
Como consecuencia de ese proceso, los ricachos de la sociedad latinoamericana se volvieron dependientes de herencias (actualmente uno de cada dos ricos llegó a esa posición debido a la propiedad recibida por sucesión hereditaria) o del circuito de las altas finanzas que contamina la gestión de los sectores público y privado urbano-industrial. En ese sentido, se constata, en la dinámica capitalista actual, la existencia de un elemento de orden estructural, que transforma el sector público latinoamericano en el comandante de la producción de una nueva riqueza financierizada, apropiada privadamente en la forma de derechos de propiedad de los títulos representativos del endeudamiento público. De esa manera, para asegurar la continua generación de derechos de propiedad de los resultados de la acumulación financiera, se volvió imperativo implementar un patrón de ajuste regular y continuo en las finanzas públicas, que terminó actuando perversamente sobre la inmensa mayoría de la población excluida del ciclo de la financierización. Eso se tradujo en el patrón de ajuste fiscal (o el aumento de la presión tributaria) que afectó indiscriminadamente a ricos y pobres, y en la contención del gasto social, acompañado de la desvinculación de los ingresos fiscales y sociales y de la focalización de los gastos en acciones de naturaleza más asistencial que dedicada a la universalización de bienes y servicios públicos. De la misma forma, el avance de la privatización del sector productivo estatal (telecomunicaciones, siderúrgicas, bancos y aviación, entre otros) y de bienes y servicios públicos (como la salud, la educación y el agua) fue acompañado por la mayor concentración –muchas veces monopolizada– del ingreso, la riqueza y el poder en el sector privado, no siempre nacional.
Capitalismo salvaje
El distanciamiento entre ricos y pobres, resultante de la desigual redistribución del ingreso, se relaciona directamente con la escasez de rupturas en la posesión de activos y en los flujos de ingreso. Es decir, el pasado latinoamericano no contó con la presencia considerable de revoluciones burguesas semejantes a las verificadas en países como Inglaterra, Estados Unidos y Francia, capaces de permitir la superación inmediata de las formas precapitalistas de acumulación y redistribución de riquezas. Pero eso no significa que las burguesías no hayan llegado al poder en América Latina. Al contrario, muchas veces vinieron asociadas a la aristocracia agraria –cuando no dependiente– de los capitales externos. Esa característica llevó a la discontinuidad del ímpetu revolucionario que podría haber provocado alianzas con las clases pobres, generando luchas por derechos sociales y de ciudadanía universalizados. Aún así, no se puede menospreciar la importancia de experiencias históricas como las de las revoluciones mexicana y cubana, que hicieron la reforma agraria, una en el comienzo y la otra en la segunda mitad del siglo XX. También deben destacarse las experiencias revolucionarias ocurridas en Bolivia (1952) y en Chile (1972), así como los gobiernos nacionalistas (de Juan Velasco Alvarado, en Perú, Omar Torrijos, en Panamá, y Jacobo Arbenz Guzmán, en Guatemala), que tomaron posiciones favorables a la realización de un conjunto de reformas civilizadoras del capitalismo latinoamericano.
De todos modos, cabe mencionar el significado de los procesos revolucionarios o reformistas en la periferia del capitalismo. En ese caso, la naturaleza asociada de la burguesía en el ejercicio del poder en América Latina diferenció considerablemente su trayectoria de la experiencia europea, con bajo carácter civilizador de la economía de mercado. El mejor ejemplo de ello es Brasil, país que llevó más lejos el proceso de constitución de una burguesía industrial, sin haber podido superar, sin embargo, el patrón socioeconómico excluyente. Como consecuencia, las formas capitalistas, combinadas con situaciones más anticuadas de producción de riqueza, permanecen prácticamente inalteradas en la mayor parte de los países latinoamericanos hasta los días actuales, y aún con retrocesos debidos al recrudecimiento de la cultura de las drogas y de la corrupción.
A pesar de ello, se debe mencionar la importancia de las movilizaciones de los trabajadores desde fines del siglo XIX. Aliadas a la presencia de gobiernos nacionalistas a partir de 1930, como el de Juan Domingo Perón (Argentina), Lázaro Cárdenas (México) y Getúlio Vargas (Brasil), las presiones populares constituyeron la base social y política de la defensa y de los avances significativos en el proceso de industrialización y conquista de derechos sociales y laborales, por lo menos para una parte de las clases trabajadoras.
Finalmente, prevaleció también la dinámica salvaje de las economías de mercado, sin la plena realización de las llamadas reformas civilizadoras del capitalismo del siglo XX. De esa manera, la democratización de la propiedad de la tierra, la progresividad tributaria sobre los ricos y la universalización de las políticas sociales (entre ellas la salud, la educación, la vivienda y el transporte) cesaron en la mayoría de los países latinoamericanos. En ese contexto, la concentración del ingreso, la riqueza y el poder se mantuvo prácticamente intacta a lo largo del tiempo.
Los ricos fueron los principales beneficiarios del crecimiento económico. La herencia permaneció como uno de los elementos centrales del proceso de generación y reproducción de las grandes fortunas. Las manifestaciones de movilidad social, sin embargo, generalmente derivadas de algunos avances en la escolaridad y en la mejoría de las condiciones de vida de una generación a la siguiente, permitieron, en cierto sentido, la acomodación política en un cuadro de enorme desigualdad social y económica.
Consumo mimetizado
Frente al relativo estancamiento de América Latina desde el último cuarto del siglo XX, se percibe el agotamiento de los mecanismos de movilidad social. Hasta los hijos de las familias de la clase media fueron victimizados por las décadas perdidas. El bajo crecimiento económico con alto desempleo y expansión de puestos de trabajo precarios impidió la aparición de oportunidades y perspectivas superiores de trayectorias de vida para la población, y muchas veces incentivó la emigración.
Sólo los ricos se beneficiaron de los mecanismos de movilización de mayor riqueza, sobre todo gracias a las especulaciones financieras, posibilitadas en el último tiempo por las políticas de corte neoliberal. Se observa que de aproximadamente 150 millones de familias latinoamericanas, sólo el 10% absorben casi el 47% del flujo anual de ingreso, contabilizado por el Producto Bruto Interno (PBI). En otras palabras, poco más de 15 millones de familias se apropiaron de casi US$ 750.000 millones, sólo en el año 2004. Esa suma fue superior al PBI anual de naciones como México y Brasil.
La aberración en la distribución del ingreso es aún más grave cuando se compara la apropiación no sólo con el flujo de ingreso sino también con las existencias de riqueza proveniente de la posesión de la propiedad agraria, inmuebles urbanos y demás bienes de alto valor unitario, como automóviles de lujo, aviones, helicópteros y lanchas. En el caso brasileño, se verificó que, del universo de 51 millones de familias, solamente 5.000 clanes parentales poseían un volumen patrimonial equivalente al 42% de todo el PBI anual (Campos et al ., 2004). Tomando esa situación para los países latinoamericanos, sólo como ejercicio analítico, se registran un poco más de 14.000 clanes parentales con posesiones cuyo valor patrimonial equivale a US$ 620.000 millones. En otras palabras, el 0,1% del total de las familias latinoamericanas concentra en sus manos todo ese ingreso, riqueza y poder capaces de conformar un núcleo de extravagantes privilegios, semejantes al de las Mil y una noches.
El elevadísimo patrón de vida se evidencia en excéntricas posesiones, como las de las señoras portadoras de más de 6.000 pares de calzados o los señores poseedores de corbatas que cuestan más de 2.000 dólares cada una, siempre protegidos por un verdadero ejército de seguridad privado. Además, son familias que difícilmente salen a las calles con libertad, salvo en las ciudades globales, como Nueva York, París y Madrid. Cuando van a hacer las compras, generalmente lo hacen en centros comerciales de lujo exorbitante, cuya existencia sólo es posible frente a la posesión unilateral de riqueza y de la irrestricta publicidad mercantil. Sus mayores objetivos de consumo son la educación, los servicios personales y el incremento de activos, como la compra de inmuebles, vehículos y aviones.
También deben destacarse las aplicaciones financieras, que permiten ganancias extraordinarias, como consecuencia de las políticas neoliberales que premian a las altas finanzas con elevadas tasas de interés con las que se remunera a los movimientos especulativos. En síntesis, se trata de un consumo elitizado, de alto lujo, que tiene un espacio de reproducción limitado en los países latinoamericanos, mientras la mayor parte de la población sobrevive con niveles de ingresos extremadamente reducidos y consumo básico.
Esa mimetización del consumo de las naciones desarrolladas favorece sólo a los ricos de América Latina con un dispendio conspicuo que es imposible trasladar a toda la población. Esa situación es posible únicamente gracias a una extrema concentración del ingreso, la riqueza y el poder, lo que revela, en último análisis, la constitución de una economía salvaje que presupone la exclusión social de muchos para privilegiar a unos poquísimos.
El inecuánime proceso de distribución
Con una breve retrospectiva de la constitución y evolución de los ricos en América Latina, se puso en evidencia las principales razones de su reproducción a lo largo del tiempo, independientemente de los diferentes ciclos de riqueza (agraria, inmobiliaria, industrial y financiera). La ausencia de revoluciones o reformas civilizadoras del capitalismo latinoamericano fortaleció la enorme polarización entre ricos y pobres, cuya principal dimensión es la desigualdad social.
El superávit de riqueza, concentrado en no más del 10% del conjunto de las familias, es el resultado, en gran medida, del déficit de servicios públicos, lo que permitiría perfectamente elevar el patrón de desarrollo humano de toda la población. En ese sentido, tiende a permanecer la polarización entre pobres desposeídos y ricos cada vez más financierizados. Esa riqueza está montada sobre la base del imperio de los medios masivos de comunicación (Gustavo Cisneros en Venezuela, Emilio Azcárraga Jean y Ricardo Salinas Pliego en México y Roberto Marinho en Brasil), de las finanzas (Moise Safra y Andrade Faria en Brasil) y del aparato productivo (Carlos Slim Helú y Lorenzo Zambrano en México, L. Gimenez en Venezuela, Antônio Ermírio de Moraes en Brasil, Gregorio Companc, R. Rocca y Amalia Fortabat en la Argentina, Luis Noboa en Ecuador, y Julio Santo Domingo y Carlos Sarmiento en Colombia).
Distribución de los super ricos y del total del patrimonio
en países de América Latina en el año 2013
Fuente: Bloomberg, 2014
Sobre la base del estudio sobre riqueza en el mundo, de 2013, se constata que Brasil responde por casi 1/3 de los super ricos en América Latina y por 41% del total de la riqueza. En el otro extremo, Cuba detiene 0,4% de los super ricos y 0,3% del total de la riqueza de América Latina.
Gran parte de la riqueza acumulada por un proceso injusto de distribución del ingreso y del poder, se vuelve cada vez más dependiente de la herencia patrimonialista, permitida por la ausencia de una legislación tributaria progresiva. También el entrelazamiento del circuito de las altas finanzas con el de los medios masivos de comunicación favorece y potencia la concentración del ingreso, la riqueza y el poder, especialmente cuando las políticas de corte neoliberal predominantes minimizan el papel del Estado. Ser rico, en ese contexto social y económico, se volvió algo desfavorable, que ha sido posible solamente mediante el deterioro de las clases medias y el empobrecimiento de las clases trabajadoras. El consumo que se deriva de eso, cada vez más individual y elitizado, termina superando los patrones mínimos de civilidad, convirtiendo a la ética en rehén de la ganancia fútil y de la banalización vacía de la vida de las celebridades.
Nada más preciso, en ese momento de mayor relevancia de los ricos latinoamericanos, que recordar a Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) y su identificación de la desigualdad construida por el hombre a partir del derecho de propiedad y de la división del trabajo. En esos términos quedó constituida la base sobre la cual, simultáneamente, se sustenta el sistema de desigualdad política entre poderosos y débiles y se disemina la progresión de la diferenciación entre ricos y pobres.
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