La historia de América Latina y del Caribe estuvo marcada por la presencia de dictaduras, gran parte de ellas protagonizadas por militares. En los años 1920 y 1930, países como Venezuela, Cuba, Nicaragua, República Dominicana, Perú y Haití experimentaron este tipo de régimen.
Sin embargo, el régimen dictatorial característico de las últimas décadas del siglo XX fue el gobierno militar basado en la doctrina de la seguridad nacional, que se concentró en el Cono Sur del continente. Iniciado en Brasil en 1964, ese ciclo de dictaduras militares se diseminó por la región. Llegó a Bolivia (1964), la Argentina (1966, y después en 1976), Chile y Uruguay (1973).
Todos estos regímenes se caracterizaron por imponer una militarización del Estado, haciendo que las Fuerzas Armadas asumieran el papel de dirigentes políticos y agentes de represión, y por mantenerse en el poder instrumentando una violenta represión contra las fuerzas populares y las instituciones democráticas. Para ocupar los cargos en ámbitos económicos y jurídicos fueron designados técnicos ligados al gran capital privado y al pensamiento conservador.
Tales regímenes se insertaron en el clima de la Guerra Fría vigente en el mundo bipolar, asumieron alianzas estratégicas y programáticas con los Estados Unidos en la lucha contra el comunismo, caracterizado no sólo por las fuerzas anticapitalistas, sino también por todas las expresiones de disensos sociales: sindicatos, universidades, intelectuales, fuerzas democráticas y liberales. Fueron dictadores que promovieron la hegemonía del gran capital internacionalizado, reprimieron las reivindicaciones sociales de los trabajadores, debilitaron los servicios públicos a favor de los privados, adhirieron a las posiciones norteamericanas en política externa e impusieron un Estado dictatorial.
Hubo diferencias entre las dictaduras militares. La brasileña, instalada en el largo ciclo expansivo del capitalismo internacional, pudo beneficiarse con inversiones, imprimirle un nuevo ciclo expansivo a la economía del país y mantener la presencia del Estado en la economía, particularmente mediante empresas estatales. La dictadura militar argentina, instalada en 1966, fracasó y, cuando los militares volvieron al poder en 1976, la economía mundial ya se encontraba en recesión, lo que condenó al régimen militar al estancamiento. Lo mismo sucedió con la dictadura militar uruguaya.
La dictadura chilena, después de enfrentar una recesión inicial, optó por introducir políticas neoliberales provenientes de la Escuela de Chicago. De esta manera, modernizó la economía del país según cánones neoliberales. Fue pionera –junto con la dictadura boliviana– en el experimento del nuevo modelo. Pudo imprimir un nuevo ciclo de expansión de la economía, a costa de la destrucción de lo que había de desarrollo industrial y de la fuerte represión al nivel de vida de los trabajadores y sus derechos sociales.
Esas dictaduras militares consiguieron imponer duras derrotas a las fuerzas populares de sus países –sindicatos, partidos políticos, movimientos sociales, intelectualidad crítica y prensa independiente–. Liberalizaron las economías argentina y chilena, y alinearon sus países con las políticas imperialistas, pero no lograron institucionalizarse. Cuando intentaron hacerlo, fueron derrotadas. En los casos chileno y uruguayo, la derrota sobrevino a partir de plebiscitos convocados por ellas mismas. La dictadura brasileña no consiguió elegir su candidato, ni siquiera impidiendo las elecciones directas para presidente de la República. La dictadura argentina intentó sobrevivir con la Guerra de las Malvinas, pero su derrota aceleró el final del régimen militar.
Los crímenes cometidos por las dictaduras quedaron en gran parte impunes en todos los países donde existieron. Algunos países, como Chile y la Argentina, iniciaron procesos –Augusto Pinochet enfrentó diversos juicios hasta su muerte y el general Jorge Videla fue condenado a prisión, junto a varios de sus pares–. En general, sin embargo, los responsables por los crímenes cometidos –ni los altos cargos de las Fuerzas Armadas, ni las grandes empresas que lucraron con los regímenes de terror impuestos– no sufrieron las condenas correspondientes.
Los responsables de la Operación Cóndor, que resultaron comprometidos por las investigaciones del juez español Baltasar Garzón, tampoco fueron condenados en sus países.