Cine

El cine llegó a América Latina en el año 1896, un año después de su primera exhibición pública en París. Con él llegaron los equipos de filmación y proyección y los profesionales del área, principalmente italianos.

En la Argentina, a comienzos del siglo XX, el francés Eugenio Py realizó las primeras filmaciones, el italiano Atílio Li­pizzi fundó la Compañía Cinematográfica Ítalo-Argentina y el austríaco Max Glucks­mann estableció el sistema de distribu­ción, vital para el período de cine sonoro. Cuando surgieron las primeras salas de exhibición, también apareció otro importante pionero, el italiano Mario Gallo, seguido por sus coterráneos Edmundo Peruzzi y Federico Valle. El uruguayo Julio Raúl Alsina, vinculado a la distribución y exhibición, fue el primero en poseer estudios con laboratorio. El cine argentino reveló otros nombres, como Edmo Cominetti, Nelo Cosimi, José Agustín Ferreyra, Roberto Guidi, Julio Irigoyen y Leopoldo Torre Ríos, quienes conformarían la lista de los directores del período mudo.

En Brasil, el cine fue inaugurado en la ciudad de Río de Janeiro con los italianos Vittorio di Maio y con los hermanos Afonso y Paschoal Segreto. En la llamada Bela Época do Cinema Brasileiro, a comienzos del siglo XX, les siguieron el portugués Antônio Leal, el español Francisco Serrador, los hermanos brasileños Alberto y Paulino Botelho y Marc Ferrez y su hijo Julio (vinculados al cine Pathé, de París). En la ciudad de Porto Alegre surgió el alemán Eduardo Hirtz. Alrededor del año 1912 se delinearon las características regionales del cine mudo: en la ciudad de Pelotas, el portugués Francisco Santos; en Belo Horizonte, los italianos Igino Bonfioli; en Barbacena, Paulo Benedetti; en São Paulo, otros italianos, Vittorio Capellaro, Gilberto Rossi y Arturo Carrari; en la ciudad de Campinas, Felipe Ricci y el norteamericano E. C. Kerrigan; en Recife, Gentil Roiz, Ary Severo, Jota Soares y Edson Chagas; en la región amazónica, dos documentalistas, el portugués Silvino Santos (Manaus) y el español Ramón de Baños (Belém).

También se destacaron algunos brasileños, como Luiz de Barros (Río de Janeiro), José Medina (São Paulo), Humberto Mauro (al principio en el interior del Estado de Minas Gerais, en Cataguases) y Mário Peixoto con su mítico Limite (1931).

En Bolivia, recién en los años 20 surgieron documentales del italiano radicado Pedro Sambarino, autor del primer largometraje de ficción del país, Corazón aymara (1925). La primera película del cineasta boliviano Velasco Maidana, La profecía del lago (1925), fue censurada y luego rodó una nueva, Wara-Wara (1929).

Chile comenzó a realizar películas regularmente recién en el año 1916, con La baraja de la muerte (dirigida por Salvatore Giambastiani) y La agonía de Arauco (Gabriela von Bussenius, 1917). Este país tuvo revelaciones de cineastas como Arturo Mario, José Bohr, Pedro Sienna, Nicanor de la Sotta, Antonio Acevedo, Alberto Santana, Jorge Délano, Juan Pérez Berrocal, Carlos Borcosque y Arcady Boytler. Algunos de ellos harían carrera en la fase sonora y en el exterior.

En Colombia, los italianos Francisco Di Doménico y Floro Manco realizaron cortos y documentales entre los años 1914 y 1920. Máximo Calvo, nombre importante en la historia del cine colombiano, surgió en los años 20. Camilo Cantinazzi realizó tres largometrajes en la última etapa del cine mudo: Suerte y azar y Tuya es la culpa (1926), y Tardes vallecaucanas (1927).

En Ecuador, el cine conoció un pequeño movimiento en los años 20, culminando con el éxito ocasional de El terror de la frontera (Luis Martínez Quirola, 1929) y Guayaquil de mis amores (Alberto Santana y Francisco Diumenjo, 1930).

En Perú, el primer nombre importante fue el de Jorge Enrique Goitizolo, quien realizó documentales desde el año 1909 y la primera película de ficción del país: Negocio al agua (1913). En los años 20 se destacó la figura del chileno Alberto Santana, autor de varias películas.

El español Félix Oliver fue la primera personalidad del cine uruguayo, filmando continuamente entre los años 1898 y 1902. Por su parte, el documentalista Lorenzo Adroher trabajó de 1910 a 1914 y también en la década de 1920.

En Venezuela, los pioneros surgieron en el año 1908: el director Augusto González Vidal, el fotógrafo Mont A. Gonhoun y el documentalista Henry Zimmerman, autores de noticieros cinematográficos y, más tarde, de obras de ficción. En los años 20 se destacó la actividad de Amábilis Cordero. Con Calumnia (1933) y El rompimiento (1937), ambos de Antonio María Delgado Gómez, finalizó la fase del cine mudo.

Dentro de la escasa producción de Guatemala se destacan El agente número 13 (Alberto de la Riva, 1912) y El hijo del patrón (Alfredo Palarea y Adolfo Herbruger, 1929).

El francés Gabriel Veyre, que se inició trayendo cortos de Lumière y exhibiéndolos en diversas ciudades de América Latina, realizó su primera película, Simulacro de incendio (1897) en Cuba. Sin embargo, el cineasta cubano pionero por excelencia fue Enrique Díaz Quesada quien, entre los años 1906 y 1920, filmó de forma casi ininterrumpida cortos, documentales, películas de ficción y de propaganda y mediometrajes. Ramón Peón fue quien sucedió a Quesada dirigiendo trece películas en 1932, antes de mudarse a México, donde sería mucho más activo hasta el año 1960, período en que ocasionalmente volvería a filmar en Cuba.

El cine llegó a la República Dominicana en 1900 con filmaciones ocasionales, hasta que el cineasta Francisco Arturo Palau hiciera La leyenda de Nuestra Señora de la Altagracia (1922), Las emboscadas de cupido y el documental La República Dominicana (ambos de 1924).

Los primeros cineastas mexicanos fueron Salvador Toscano, que documentó el viaje del General Porfirio Díaz a Yucatán (Fiestas presidenciales en Mérida, 1906), y los hermanos Eduardo, Guillermo, Salvador y Carlos Alva (La entrevista Díaz-Taft, 1909, Revolución orozquista, 1912, y El aniversario del fallecimiento de la suegra de Enhart, 1913). Una mujer, Mimi Derba, realizó películas de ficción (En defensa propia, La tigresa La soñadora, todas de 1917). Se realizaron otras obras dramáticas hasta el surgimiento del éxito El automóvil gris (Enrique Rosas, 1919), basado en hechos reales. En 1919, los filmes de ficción recibieron un fuerte impulso y comenzaron a surgir directores locales (Luis G. Peredo, Enrique Castilla, Enrique Va­llejo, Ernesto Vollrath y, principalmente, Miguel Contreras Torres). Hacia fines de la etapa del cine mudo se destacaron Francisco García Urbizu (Traviesa juventud, 1925; Sacrificio por amor, 1926, y El puño de hierro, 1927) y Manuel R. Ojeda (El Cristo de oro1927; Conspiración El coloso de mármol, 1928).

1930 a 1950

¡Que Viva México!, de Sergei Eisenstein, en 1931 (Reproducción)

Fase del cine industrial, del star system, de las comedias musica-
les, de los melodramas y de las chanchadas [género teatral, televisivo y cinematográfico brasileño en el que predominan los recursos estereotipados, los chistes vulgares o la pornografía]. Si bien por un lado la primera película sonora mexicana Más fuerte que el deber (Raphael J. Sevilla, 1930) fue un fracaso de taquillas, Santa (Antonio Moreno, 1931), por su parte, fue un éxito de público. Sergei Eisenstein rodó ¡Que viva México! (1931), filme inconcluso, pero de gran influencia entre los futuros directores mexicanos. La industria de las películas en México, iniciada en 1932, alcanzó su auge en 1958 (136 filmes), y vio desarrollarse largas carreras: de directores (Alejandro Galindo, Emilio Fernández, Fernando de Fuentes y Luis Buñuel), del fotógrafo Gabriel Figueroa, de los comediantes Cantinflas y Tin-Tan, y de astros y estrellas (Pedro Armendáriz, Arturo de Córdova, Dolores Del Río y María Félix). El star system fue financiado por productoras como Clasa Filmes, distribuidoras como Pelmex, grandes estudios como el de Churubusco y por el fomento de un banco cinematográfico.

Durante ese período, la Argentina atravesó una etapa de pujante industria cinematográfica. Desde los inicios del cine sonoro, a principios de los años 30, se inauguraron varias productoras (Argentina Sono Film, Lumiton y Estudios San Miguel), además de pequeñas y medianas empresas. El star system argentino, siguiendo los cánones hollywoodenses, reveló excelentes directores: Luis Saslavsky (La dama duende, 1944); Mario Soffici, con su enfoque campesino (Viento norte, 1937, y Prisioneros de la tierra, 1939) y Lucas Demare, con temática rural (La guerra gaucha, 1942). En los años 50 también se destacaron Hugo del Carril (Las aguas bajan turbias, 1951); Fernando Ayala, que aún no fue debidamente presentado por los historiadores del cine, con su larga carrera y alrededor de cuarenta películas; y Leopoldo Torre Nilsson, hijo del director Leopoldo Torre Ríos, quien comenzó como asistente de dirección y codirector en los filmes de su padre y concretó una carrera personal con más de treinta producciones. Entre las estrellas figuraron Luis Sandrini, Pepe Arias, Juan Carlos Thorry, José Gola, Enrique Muiño, Libertad Lamarque, Tita Merello, Amelia Bence, Laura Hidalgo, Mecha Ortiz, Zully Moreno, Delia Garcés, Paulina Singerman y Mirtha Legrand. La cinematografía argentina creció hasta 1950, año en que comenzó a declinar.

El intento por establecer un cine industrial en Brasil comenzó en 1930, en la ciudad de Río de Janeiro: Cinédia, Brasil Vita, Sonofilme, Atlântida, Cinelândia, Flama y Herbert Richers fueron pródigas en comedias musicales, filmes carnavalescos, chanchadas, parodias y algunos dramas más ambiciosos, y llegaron a crear un star system con comediantes, galanes y estrellas. Desde 1949, en São Paulo, las productoras Vera Cruz, Maristela y Multifilmes crearon un nuevo star system, con cine de género y películas de calidad, trayendo técnicos ingleses, italianos, argentinos y de otras procedencias, detrás de un sueño que duró pocos años. Las productoras Kinofilmes y Brasil Filme, surgidas respectivamente de los estudios de Maristela y de Vera Cruz, tuvieron una breve existencia.

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El primer filme sonoro cubano, 'La serpiente roja', de Ernesto Caparrós, en 1937 (Reproducción)

Esa fase del cine brasileño contó con directores tales como Luiz de Barros, Rui Costa, Moacyr Fenelon, José Carlos Burle, Watson Macedo, Alberto Pieralisi, Eurides Ramos, J. B. Tanko, Carlos Manga y Víctor Lima; y se destacaron también Humberto Mauro, Alberto Cavalcanti y Lima Barreto, que obtuvo un éxito nacional e internacional con O cangaceiro (1953). En las pantallas brillaron Oscarito, Grande Otelo, Anselmo Duarte, Eliana, Ankito, Zé Trindade, Zezé Macedo, José Lewgoy, Wilson Grey, Alberto Ruschel, Luigi Picchi, Ruth de Souza, Mazzaropi y John Herbert. En la década de 1950 se revelaron dos corrientes: Nelson Pereira dos Santos y Roberto Santos, quienes rompieron los modelos establecidos y delinearon la tendencia del cine brasileño, proponiendo un “cine independiente”, en el cual el director era el único responsable del producto final. Por otro lado, Walter Hugo Khouri y Carlos Coimbra fueron representantes del modelo industrial de los años 50.

La primera película sonora de Cuba fue La serpiente roja (Ernesto Caparrós, 1937), seguida por comedias musicales como El romance del Palmar (Ramón Peón, 1938) y por el policial Siete muertes a plazo fijo (Manolo Alonso, 1950). A pesar de la marcada influencia argentina y mexicana, los filmes cubanos no tuvieron repercusión comercial. El banco creado para la financiación de las películas nacionales pronto se tornó inviable. La filmografía cubana de la época fue relativamente inexpresiva: desde 1937 hasta 1960 se produjeron solamente 76 películas. En 1959, junto con la Revolución Cubana, se creó el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC); se inició así un nuevo capítulo en la historia del cine del país.

Otras cinematografías 

En Chile, Jorge Délano dirigió el primer largometraje sonoro (Norte y sur, 1934), seguido por Eugenio de Liguoro (El hechizo del trigal, 1939, y Entre gallos y medianoche, 1940). En los años 40 se realizaron alrededor de cincuenta películas, muchas de ellas con fines básicamente comerciales. Con la productora Chile Films, creada en 1942, los argentinos Luis Moglia Barth, Carlos Schlieper, Roberto de Ribbón, Carlos Hugo Christensen, Mario Lugones, Francisco Mugica y Eduardo Boneo dirigieron diversas producciones ambiciosas. Chile Films trabajó también con directores locales: José Bohr dirigió La dama de las camelias (1947) y Carlos Borcosque y Adelqui Millar regresaron de la Argentina para realizar, respectivamente, La amarga verdad (1945) y Tormenta en el alma (1946).

En Bolivia, en 1953 fue creado el Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB), que en quince años produjo más de quinientos noticiarios y documentales. Entre los años 1947 y 1984 Jorge Ruiz filmó cerca de noventa cortos documentales, los noticieros cinematográficos Informativo del ICB (1956-1964) y Bolivia hoy (1967-1970), además de dirigir el primer largometraje sonoro (La vertiente, 1958).

En Colombia, el primer largometraje sonoro fue Flores del valle (Máximo Calvo, 1941), pero fue Allá en el trapiche (Roberto Saa Silva, 1943) el que, con temática regionalista, resultaría el primer éxito de taquillas. Otras producciones del período fueron Horizontes de gloria (Miguel Jo­seph y Mayo, 1944), El sereno de Bogotá Bambucos y corazones (Gabriel Martínez, 1945 y 1944, respectivamente), Senderos de luz (Emilio Álvarez Correa, 1945) y Ésta fue mi vereda (Gonzalo Canal Ramírez, 1959).

Los primeros largometrajes sonoros peruanos, realizados por chilenos radicados allí, fueron Resaca (Alberto Santana, 1935) y Buscando olvido (Sigifredo Salas, 1936). En el año 1937 surgió la productora Amauta Filmes y, en 1943, Huascarán Filmes produjo Penas de amor (Ricardo Villarán, 1944) y A río revuelto (1945, del chileno Luis Morales). Bernardo Roca Rey produjo y dirigió La lunareja (1946). César Miró dirigió Cómo atropellas Cachafaz (1947), Una apuesta con Satanás (1948) y La muerte llega al segundo show (1958). En la década de 1950, Manuel Chambi, líder de la Escuela de Cuzco (con Luis Figueroa, Víctor Chambi, Eulogio Nishiyama y César Villanueva), retrató en cortometrajes el arte, la rutina, las costumbres populares y las leyendas precolombinas. A partir de 1961, Chambi desarrolló su carrera individual (Vida de los campesinos de Chincheros) y Figueroa, Nishiyama y Villanueva realizaron el primer largometraje en colores y hablado en quechua (Kukuli, 1960).

En UruguayDos destinos (1936), del argentino Juan Etchebehere, fue la primera película sonora de una serie ocasional que incluyó ¿Vocación? (Rina Massardi, 1938), Soltero soy feliz (Juan Carlos Patrón, 1938) y Radio candelario (Rafael Jorge Abellá, 1939)A mediados de la década de 1940 aparecieron filmes como Los tres mosqueteros (Julio Saraceni, 1946), Así te deseo (Belisario García Villar, 1947), Esta tierra es mía (Joaquín Martínez Arboleya, 1948), Detective a contramano (Adolfo Fabregat, 1949) y El ladrón de sueños (Kurt Land, 1949). En 1950 surgieron Uruguayos campeones (Adolfo Fabregat), Amor fuera de hora (Alberto Malmierca) y Urano viaja a la tierra (Daniel Spósito Pereira). La década de 1950 sólo trajo El desembarco de los 33 orientales (Miguel Ángel Melino, 1952).

En Venezuela, desde 1938 hasta 1942, las productoras Venezuela Cinematográfica, Cóndor Filmes, Estudios Ávila, Alma Americana y Compañía Luz y Sombra rea­lizaron muy pocas obras, entre las cuales se cuenta el primer largometraje sonoro, El rompimiento (Antonio María Delgado Gómez, 1938) y más tarde Carambola (Finy Veracoechea, 1939), Romance aragüeño (Augusto González Vidal, 1940), Juan de la calle (Rafael Rivero, 1941) y Pobre hija mía (José Fernández, 1942). En 1943, la productora Bolívar Filmes realizó Aventuras de Frijolito y Robustiana (José María Galofré, 1945) y Barlovento (Fraiz Grijalba, 1945), y trajo al argentino Carlos Hugo Christensen para dirigir El demonio es un ángel (1949) y La balandra Isabel llegó esta tarde (1950). También se destacó Dos hombres en la tormenta (Rafael Rivero, 1945). La década de 1950 le reservaría a Venezuela dos gratas sorpresas: las realizaciones de Margot Benacerraf (Reverón, 1952, sobre el pintor Armando Reverón, y Araya, 1958, sobre la explotación de la sal en una península desértica) y el estreno de Román Chalbaud (Caín adolescente, 1959).

Los países de América Central tuvieron una producción cinematográfica pequeña durante ese período. Puerto Rico realizó su primer largometraje sonoro, Romance tropical (Juan Cajas, 1934) y, en esa misma década, el chileno Alberto Santana dirigió La isla mágica. En 1951 se realizaron películas con dirección de Jack Delano (Los peloteros) y Amílcar Tirado (Una voz en las montañas). En Guatemala el primer filme se llamó El sombrerón  (Guillermo Andrés Corzo, 1950). Nicaragua realizó Rapto al sol (Fernando Méndez, 1956) y La llamada de la muerte (Antonio Orellana, 1960), en coproducción con México.

El nuevo cine latinoamericano: Cinema Novo y ramificaciones

En Brasil, el Cinema Novo rompió con las producciones populares y con el proyecto industrial de los estudios paulistas. Comenzando con cortos y documentales, sus cineastas pronto pasaron a realizar largometrajes. Se revelaron directores como Glauber Rocha (Deus e o diabo na terra do sol [Dios y el diablo en la tierra del sol], 1964, y Terra em transe [Tierra en transe], 1967); Paulo César Saraceni (Porto das caixas, 1963, y O desafio [El desafío], 1965); y Joaquim Pedro de Andrade (O padre e a moça, 1966, y Macunaíma, 1969). Considerado el padre del Cinema Novo, Nelson Pereira dos Santos dirigió Rio, 40 graus (1955) y Rio, zona norte (1957), y realizó su gran filme Vidas secas (1963). Contemporáneos del Cinema Novo, otros cineastas fueron estimulados en sus realizaciones personales: Anselmo Duarte, que había dirigido Absolutamente certo (1957), filmó O pagador de promessas [El pagador de promesas] (1962), único filme brasileño hasta la actualidad en recibir la Palma de Oro en Cannes; Walter Hugo Khouri (Noite vazia, 1964 y Corpo ardente, 1966); Roberto Santos (O grande momento, 1958 y A hora e a vez de Augusto Matraga, 1966); Ruy Guerra (Os cafajestes, 1962 y Os fuzis, 1964); y Luís Sérgio Person (São Paulo S/A, 1965, y O caso dos irmãos Naves, 1967). Los años 60 fueron una década de mucha actividad, revelaron también a Leon Hirszman (A falecida, 1965); Walter Lima Jr. (Menino de engenho, 1965); Domingos de Oliveira (Todas as mulheres do mundo, 1967); João Batista de Andrade (Gamal, o delírio do sexo, 1969, y Doramundo, 1978). A su vez, fueron apareciendo otros talentos, como los directores del llamado “Cinema Marginal”: Ozualdo Candeias (A margem, 1967); Júlio Bressane, quien después de realizar una película con características típicas del Cinema Novo (Cara a cara, 1967), en 1969 sorprendió a todos con Matou a família e foi ao cinema y O anjo nasceu; además de Rogério Sganzerla (O bandido da luz vermelha, 1968).

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'Vidas Secas', de Nelson Pereira dos Santos, en 1963 (Difusión)

En la década de 1970, el momento más duro de la dictadura militar, los cineastas del Cinema Novo apostaron a la crea­ción de la productora estatal Empresa Brasileña de Filmes (Embrafilme), y con su apoyo realizaron varias películas bien producidas. Entre las novedades figuraron Héctor Babenco (O rei da noite, 1975, y Lúcio FlávioO passageiro da agonia, 1977); Bruno Barreto (A estrela sobe, 1974, y Doña Flor y sus dos maridos, 1976); Carlos Reichenbach (Lilian M., 1974), Ana Carolina (Mar de rosas, 1978); Eduardo Escorel (Lição de amor, 1975, y Ato de violência, 1980); Oswaldo Caldeira (Passe livre, 1975); Carlos Alberto Prates Correia (Perdida, 1976); y Geraldo Sarno (Coronel Delmiro Gouveia, 1979). En São Paulo, en la Boca do Lixo, la gran cantidad de producciones populares de bajo costo iba desde las películas de terror de José Mojica Marins (Zé do Caixão) hasta las pornochanchadas [género del cine brasileño surgido en la década de 1970 que incluía algunos elementos del género chanchada con una alta dosis de erotismo].

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José Wilker y Sônia Braga, y el director Bruno Barreto al fondo, en la filmación de 'Doña Flor y sus dos maridos', de 1976 (Difusión)

En la década de 1980, los realizadores que se destacaron fueron Tizuka Yamazaki  (Gaijin, caminhos da liberdade, 1980), João Batista de Andrade (O homem que virou suco, 1980), Murilo Salles (Nunca fomos tão felizes, 1984) y Sérgio Rezende (O homem da capa preta, 1986). Las continuas crisis económicas perjudicaron al cine brasileño: la productora Embrafilme decayó y, en la Boca do Lixo, las ingenuas pornochanchadas fueron reemplazadas por películas de sexo explícito. En São Paulo, el llamado cinema de la Vila Madalena –de alumnos de la Escuela de Comunicaciones y Artes de la Universidad de São Paulo, jóvenes provenientes de los cortometrajes y del cine publicitario– reveló una nueva generación de cineastas: André Klotzel, Chico Botelho, Sérgio Bianchi, José Antonio Garcia, Sérgio Toledo, Roberto Gervitz, Ícaro Martins, Suzana Amaral, Ugo Giorgetti y Luiz Alberto Pereira. También proliferaron las producciones regionales en el Sur y el Norte-Nordeste del país.

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Escena de 'Estación Central de Brasil', con Fernanda Montenegro (Reproducción)
En el pasaje de los años 80 a los 90, el cortometraje de ficción ya se había impuesto, avalado por los festivales y revelando a varios cineastas que llegarían al largometraje. A su vez, la crisis había paralizado a la producción en general, con el cierre de la productora Embrafilme durante el gobierno de Fernando Collor de Mello (1990-1992). Con gran apoyo de los gobiernos, tanto el nacional como el de los estados y municipios, volvió la producción, manteniendo el prestigio del cortometraje. Durante la siguiente fase, que se dio en llamar “Cinema da Retomada” [Cine de Revisión], llegó el turno de cineastas como Carla Camurati (Carlota Joaquina, Princesa do Brasil, 1995); Walter Salles Jr. (Terra estrangeira, 1995, y Central do Brasil (Estación Central de Brasil) (1998); Beto Brant (Os matadores, 1997, y Ação entre amigos, 1998); Paulo Caldas y Lírio Ferreira (Baile perfumado, 1996); Rosemberg Cariry (Corisco & Dadá, 1996); Sérgio Silva (Anahy de las misiones, 1997); además de un gran número de debutantes, como Lúcia Murat, Helena Solberg, Maria Augusta Ramos, Sandra Werneck y Tata Amaral.
 

Nuevos directores argentinos

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Afiche de 'Los inundados', del argentino Fernando Birri (Reproducción)

Un aire de renovación le trajo nuevos ánimos al cine argentino a mediados de la década de 1950, con los cineclubes y las revistas de cine, las asociaciones y una genera­ción inicial de realizadores de cortos, cuyo nombre más destacado es el de Fernando Birri (Tire dié1958, y Los inundados, 1961). Fueron los tiempos de la incipiente Escuela de Santa Fe, coordinada por Birri y dirigida al cine documental. A comienzos de los años 60 el denominado “Nuevo Cine Argentino” reveló a realizadores como José A. Martínez Suárez (El crack, 1959); Simón Feldman (Los de la mesa diez, 1960); David J. Kohon (Tres veces Ana, 1961); Rodolfo Kuhn (Los jóvenes viejos, 1962) y Manuel Antín (Intimidad de los parques, 1965). Un actor de cine, Leonardo Favio, debutó en la dirección de largometrajes con Crónica de un niño solo (1965). A continuación, realizó dos melodramas (Éste es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza... y unas pocas cosas más, 1967, y El dependiente, 1968).

Dos propuestas diferentes fueron presentadas por el Grupo de los Cinco (relacionadas con lo que sería entendido por cine independiente) y por el Grupo Cine Liberación, caracterizado por la política de resistencia. El primero contó con la presencia de Néstor Paternostro (Mosaico, la vida de una modelo, 1968); Ricardo Becher (Tiro de gracia, 1969); Alberto Fischerman (The players vs. ángeles caídos, 1969); Raúl de la Torre (Juan Lamaglia y señora, 1970) y Juan José Stagnaro, que se lanzaría como director en los años 70. Por su parte, el trío formado por Fernando Solanas, Octavio Getino (La hora de los hornos, 1968) y Gerardo Vallejo (El camino hacia la muerte del viejo reales, 1971) fue la cabeza del Grupo Liberación.

En 1971 se realizaron filmes sobre figuras militares, como Güemes, la tierra en armas (Leopoldo Torre Nilsson), Juan Manuel (Manuel Antín), Argentino hasta la muerte (Fernando Ayala) y Bajo el signo de la patria (René Mugica). También se destacaron otros realizadores, como Raúl de la Torre (Crónica de una señora, 1971, Heroína, 1972, y El infierno tan temido, 1980, que es visto como su gran filme). De la Torre adaptó la novela de Manuel PuigPubis angelical (1982). Leonardo Favio marcó su presencia, principalmente, con Juan Moreira (1973), Nazareno Cruz y el lobo (1975) y Soñar, soñar (1976). Algunos veteranos se mantuvieron brillantemente en actividad: Leopoldo Torre Nilsson conquistó el Oso de Plata en el Festival de Berlín con Los siete locos (1973) y Fernando Ayala realizó más de diez películas en una década. Una de las primeras directoras del moderno cine argentino fue la uruguaya Eva Landeck (Gente en Buenos Aires, 1974). En los años 80 se revelaron nuevos directores, como Adolfo Aristarain (Tiempo de revancha, 1981); María Luisa Bemberg (Camila, 1984); Luis Puenzo (La historia oficial, que recibió el premio Oscar a la Mejor Película Extranjera, 1985); Carlos Sorín (La película del rey, premiada con el León de Plata en el Festival de Venecia, 1986); y Eliseo Subiela (Hombre mirando al sudeste, 1987). Entre las demás novedades de la década se dio el resurgimiento de Fernando Solanas (Tangos, el exilio de Gardel, 1985, y Sur, 1988). En 1990 se destacaron Eliseo Subiela (Últimas imágenes del naufragio) y María Luisa Bemberg (Yo, la peor de todas). También fue bien recibido el filme Un lugar en el mundo (1992), de Aristarain y, en el mismo año, Subiela realizó El lado oscuro del corazón. Por su parte, Gatica, el mono de Leonardo Favio (1993) causó gran polémica y Tristán Bauer realizó el documental Cortázar (1994), sobre el escritor argentino Julio Cortázar. Durante el resto de la década, a pesar de los problemas económicos y políticos, varios cineastas se mantuvieron en actividad, con estrenos y hasta con algunos regresos. Merecen ser mencionados los nombres de Jorge Coscia, Luis Puenzo, Alberto Lecchi, Juan Bautista Stagnaro, Carlos Galettini, Nicolás Sarquís, Marcelo Piñeyro, Marcelo Céspedes y Alejandro Agresti.

Nova geração mexicana

Nueva generación mexicana. Al mismo tiempo en que aparecían nuevas cinematografías en todas partes del mundo, influenciadas por el neorrealismo italiano y por la Nouvelle Vague francesa, una nueva generación surgía en México, formada por cineastas locales y por otros nacidos en el exterior, como el español Luis Alcoriza, guionista de filmes de Luis Buñuel y que había sido director en la década de 1960 (Los jóvenes, 1960; Tlayucan, 1961; Tiburoneros, 1962; Safo, 1963; Amor y sexo, 1964; El gángster, 1964, y Tarahumara, 1965, además de Paraíso y Mecánica nacional, ambos de 1969). Buñuel dirigió Viridiana (1961) y El ángel exterminador (1962), ambos producidos por Gustavo Alatriste. Otros españoles son Carlos Velo (Torero, 1956, y Pedro Páramo, 1966) y José Miguel García Ascot (En el balcón vacío, 1961). En el transcurso de la década de 1960 surgió una nueva mentalidad en el cine local, asociada al interés por el séptimo arte despertado en escritores, intelectuales y estudiantes de cine, que pasaron a realizar cortos e investigaciones históricas sobre el tema. En 1960 fueron inauguradas la escuela de cine del Centro Universitario Experimental del Cine (CUEC), de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y una filmoteca vinculada a la misma entidad y que actualmente cuenta con más de 30.000 títulos. Por otro lado también aparecieron jóvenes cineastas. Algunos debutaron en el año 1965, entre los cuales se cuentan Juan Ibañez (Un alma pura), Alberto Isaac (En este pueblo no hay ladrones) y Arturo Ripstein (Tiempo de morir). Más tarde surgieron José Bolaños (La soldadera, 1966), Archibaldo Burns (Juego de mentiras, 1967), Felipe Cazals (La manzana de la discordia, 1968), Alejandro Jodorowsky (Fando y Lis, 1968), Jorge Fons (El quelite, 1970), Mauricio Walerstein (Las reglas del juego, 1971) y Paul Leduc (Reed, México insurgente, 1972). El chileno Miguel Littin presentó el aclamado Actas de Marusia (1976), drama acerca de la opresión ejercida sobre los trabajadores de las minas en Chile. Un nuevo director que llamó la atención fue Gabriel Retes (Nuevo mundo, 1977). A partir de la segunda mitad de los años 80 se destacaron Busi Cortés (El secreto de Romelia, 1988), Rafael Montero (El costo de la vida, 1989), Luis Estrada (El camino largo, 1991) y María Novarro (Lola, 1989). La década de 1990 se inició con Como agua para chocolate (Alfonso Arau, 1991), Mi querido Tom Mix (Carlos García Agraz, 1991) y Cabeza de Vaca (Nicolás Echevarría, 1990), este último abordaba el tema de la conquista de América.

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Escena de 'El ángel exterminador', dirigido por Luis Buñuel, en 1962 (Difusión/Altura Films)

La generación ICAIC 

Con la derrota en 1956 de la dictadura de Fulgencio Batista, el ascenso al poder de Fidel Castro y el cambio ideológico del régimen, el cine cubano atravesó el camino natural hacia la radicalización de su concepción estética y de producción. Los nuevos cineastas provendrían de los cineclubes y de los documentales. El Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC), creado meses después del acceso al poder del nuevo régimen, definió los pasos que seguiría el cine cubano en las décadas siguientes, con Alfredo Guevara al frente del Instituto y con Santiago Álvarez como cineasta responsable por los noticieros cinematográficos y por los documentales. Casi todos los cineastas que surgieron desde comienzos de los años 60 se formaron en el cortometraje documental; así surgió la Escuela Documental Cubana. Antes de pasar a rodar largometrajes, cada director realizó, por lo menos, media docena de cortos. Los directores crearon sus propias filmografías: Tomás Gutiérrez Alea (Historias de la Revolución, 1960, tres cuentos sobre la Revolución Cubana narrados en estilo documental; La muerte de un burócatra, 1966, y Memorias del subdesarollo, 1968, considerada como una de las más importantes obras cinematográficas realizadas en Cuba), Julio García Espinosa (Un joven rebelde, 1961, Las aventuras de Juan Quin Quin, 1967), Jorge Fraga (En días como éstos, 1964), José Massip (La decisión, 1964), Manuel Octavio Gómez (La salación, 1965) y Humberto Solás (Lucía, 1968). En la década de 1970 surgieron Manuel Pérez (El hombre de Maisinicú, 1973), Sergio Giral (El otro Francisco, 1974), Octavio Cortázar (El brigadista, 1977) y Pastor Vega (Retrato de Tereza, 1979). Juan Padrón, por su parte, se dedicó a la animación (Vampiros en La Habana, 1985); y Elpidio Valdés acata a Jutía Dulce, 1988). La cineasta Sara Gómez, fallecida a los 31 años, realizó el largometraje De cierta manera (1974). En los años 80, les tocó el turno a Juan Carlos Tabío (con la comedia Se permuta, 1983, basada en la obra teatral del director), Rolando Díaz (Los pájaros tirándole a la escopeta, 1984, comedia que fue un éxito, vista por un cuarto de la población cubana), Orlando Rojas (Una novia para David, 1985, y Papeles secundarios, 1989), Luis Felipe Bernaza (De tal Pedro tal astilla, 1985) y Jesús Díaz (Polvo rojo, 1981, y Lejanía, 1985). En los años 90, a pesar de la sensible disminución en la actividad cinematográfica, se destacaron los filmes del dúo Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío (Fresa y chocolate, 1993, que aborda la relación entre dos jóvenes con posturas políticas antagónicas, pero que no por ello dejan de ser amigos, y Guantanamera, 1995, que aborda el tema de las costumbres de la población cubana y hace una reflexión sobre la muerte); de Fernando Pérez (Hello, Hemingway, 1990, película que aborda el tema de los sueños e idealismos de una joven cubana que se encuentra con la obra El viejo y el mar, del escritor Ernest Hemingway, quien vivió algún tiempo en Cuba; La vida es silbar, 1997, y Suite Habana, 2003, documental musical que retrata la diversidad cultural y social de la capital cubana); de Arturo Sotto (Pon tu pensamiento en mí, 1995, una obra de lenguaje experimental); y de Rolando Díaz (Melodrama, 1995), que integró el proyecto Pronóstico del Tiempo, con dos películas más: Quiéreme y verás, de Daniel Díaz Torres, 1997, y el antológico mediometraje Madagascar, de Fernando Pérez, 1994); y de Juan Carlos Tabío (Lista de espera, 2000, una fábula cubana, de la escuela de Alea, y Aunque estés lejos, 2003, que cuenta historias entrelazadas y habla sobre la relatividad y limitación de los puntos de vista).

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Escena de 'Fresa y chocolate', dirigido por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, en 1994 (Reproducción)

El exiliado cine chileno

El cineasta Patricio Kaulen, que había dirigido películas de ficción desde su debut con Nada más que amor (1942), realizó su segundo largometraje, Encrucijada (1947), el documental Caletones, ciudad del fuego (1955) y participó de la generación del 60. En el innovador y activo año de 1955 surgió el Instituto Fílmico en la Universidad Católica y el Cine Club en la Universidad de Chile. En 1957 llegó el Centro de Cine Experimental. Durante ese período se destacaron Sergio Bravo (Mimbre, 1957, Trilla, 1958; Casamiento de negros y Día de organillos, ambos de 1959, La respuesta, 1960, con Leopoldo Castedo, y Láminas de almanaque, 1962); Naum Kramarenko (Tres miradas a la calle, 1957; Deja que los perros ladren, 1961; Regreso al silencio, 1967, y Prohibido pisar las flores, 1970). En 1962 se fundó el Cine Club de Viña del Mar. Aldo Francia, Germán Becker, Alvaro Covacevich, Miguel Littin, Helvio Soto y Raúl Ruiz (quien hasta el golpe de 1973 permaneció en Chile y realizó alrededor de doce películas, entre largometrajes y documentales) buscaron una identidad para el filme chileno y pudieron lograr un incremento en la producción de largometrajes.

Luego de la destitución del gobierno de Salvador Allende con el golpe de Augusto Pinochet en 1973, el cine del país comenzó a generarse en su mayor parte en el exterior, pues sus realizadores se habían exiliado. En Francia, Helvio Soto dirigió Il pleut sur Santiago (1976), La triple mort du troisième personnage (1979) y Mon amie, Washington (1987). En coproducciones internacionales, Miguel Littin filmó Actas de Marusia (1976), El recurso del método (1978), La viuda Montiel (1979), Alsino y el cóndor (1982), Acta General de Chile (1986) y Sandino: patria o muerte, venceremos  (1991). En Chile filmó Los náufragos (1994) y, en coproducción entre Chile, España e Italia, realizó Tierra del Fuego (2000) y La última luna (2005). El documentalista Patricio Guzmán realizó, también en coproducciones internacionales, La batalla de Chile: la insurrección de la burguesía (1975), La batalla de Chile: el golpe de Estado (1977), La batalla de Chile: el poder popular (1979) y La Rosa de los vientos (1983). Otras realizaciones fueron En nombre de Dios (1987) y La cruz del sur (1992), y codirigió, con Héctor Faver y Fred Kelemen, el documental Invocación (2000), Le cas Pinochet (2001) y Salvador Allende (2004), coproducción entre seis países. El escritor y guionista Antonio Skármeta dirigió, en Portugal, Ardiente paciencia (1983). De regreso en Chile realizó algunos cortos y mediometrajes. Radicado en Venezuela, Pablo de la Barra dirigió Cuatro años después (1976), la coproducción con Chile Queridos compañeros (1977), además de Aventurera (1989) y Antes de morir (1997). Sebastián Alarcón se radicó en Rusia y codirigió, junto con Alesandr Kosarev, el éxito de público Noche sobre Chile (1977). Filmó Santa Esperanza (URSS, 1980), La caída del cóndor (1982), La apuesta del comerciante solitario (1984), El jaguar (1986), El cinéfilo (1989) y El fotógrafo (2002). Radicado en Colombia, Dunav Kuzmanich dirigió, en 1981, Canaguaro y La agonía del difunto. Además dirigió Ajuste de cuentas (1983), El día de las Mercedes (1985) y Mariposas S.A. (1986). Angelina Vázquez fue directora de Presencia lejana (1982), coproducción entre Finlandia y Chile. Luis Vera dirigió Hechos consumados (1985), Consuelo, una ilusión (1988), En el país de nunca jamás (1992), Miss Amerigua (1994), Bastardos en el paraíso (2000) y Viola Chilensis (2003). Entre los cineastas que permanecieron en el país filmando se encuentra Silvio Caiozzi, que dirigió su primer largometraje, A la sombra del sol (1974), con Pablo Perelman. Luego realizó Julio comienza en julio (1977), La luna en el espejo (1990), Coronación (2000) y Cachimba (2004). También Gonzalo Justiniano permaneció en el país, donde realizó su primer largometraje Los hijos de la guerra fría (1986), que fue una coproducción con Francia. Le siguieron Sussi (1987), Caluga o menta (1990), Amnesia (1994) y Tuve un sueño contigo (1999). Luego retomó las coproducciones con El leyton (2002), realizada entre Chile y Francia, y B-Happy (2003), realizada conjuntamente por Chile, España y Venezuela. Ricardo Larraín dirigió La frontera (1991) y Raúl Silva Henríquez, Cardenal (1996) y, en coproducción hispano-francesa, El entusiasmo (1998). De Pablo Perelman se destacan, además de la codirección en La sombra del sol, otros dos filmes: Imagen latente (1988) y Archipiélago (1992). Valeria Sarmiento dirigió varios cortos y mediometrajes desde los años 70, además de coproducciones con Europa, en especial con Francia, entre las cuales se destaca Amelia López ONeill o la historia de una mujer de puerto contada por un ladrón arrepentido (1990).

El ICB, Jorge Ruiz y el grupo de Sanjinés

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El premiado filme boliviano 'La nación clandestina', de Jorge Sanjinés, de 1989 (Reproducción)

En el año 1958, Jorge Ruiz realizó el largometraje La vertiente para el Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB), institución que se desempeñó a lo largo de casi diez años y finalizó sus actividades en 1967. Formado por el Instituto Fílmico de la Universidad Católica (1957-1960) en Santiago de Chile, el cineasta Jorge Sanjinés regresó a La Paz, donde se convirtió en el responsable de la fotografía, dirección y montaje de sus películas y cuyo equipo estaba compuesto por Oscar Soria (guionista) y Ricardo Rada (producción). Sanjinés, el director boliviano más importante, comenzó a dirigir sus primeros cortos documentales, Sueños y realidades: una jornada difícil (1961) y Un día, Paulino (1962) y, a continuación, filmó Revolución (1963), película en la cual, a través de un montaje de influencia eisensteniana, denuncia el hambre y la miseria de la población de origen indígena, y que resulta un filme impactante, panfletario e incluso poético. Su siguiente trabajo, ¡Aysa! (1965), es un corto que presenta la crisis de las minas de estaño y a los trabajadores de origen indígena que se arriesgaban a realizar un trabajo por cuenta propia, en un relato que enfoca los dramas de una familia. Después se dedicó a la realización de su primer largometraje, Ukamau (Así es, 1966), hablado en los idiomas aimara y español. La película, que resultó un éxito de público, se centraba en los choques entre las poblaciones indígenas y mestizas que conformaban el pueblo más carenciado de Bolivia. El trabajo indígena se mantenía bajo el control de los mestizos en el momento en que una mujer india es asesinada y su marido se cobra venganza. Su segundo largometraje, Yawar Malku (Sangre de cóndor, 1969), hablado en quechua, dramatizaba nuevos choques entre trabajadores indígenas y sus patrones blancos. Aunque artísticamente frustrado, el filme alcanzó el éxito y se presentó en diversos festivales internacionales. En el año 1971 realizó su tercer largometraje, El coraje del pueblo, con escenas documentales mezcladas con otras interpretadas, que enfocaban la represión sufrida por los
mineros entre 1942 y 1967 a manos de las fuerzas gubernamentales. Al finalizar las filmaciones, el montaje tuvo que realizarse en Italia con el apoyo de la Radio-Televisione Italiana (RAI), a causa del ascenso al poder del general Hugo Banzer. Con intérpretes no profesionales filmó Tupac-Amaru (1974). Sanjinés y su equipo no lograron continuar trabajando en el país. En el exterior realizó Jatun auka (El enemigo principalPerú, 1974) y ¡Fuera de aquí! (Ecuador, 1977, en coproducción con el grupo Ukamau y la Universidad Central del Ecuador). Regresó a Bolivia y filmó Las banderas del amanecer (1983), codirigido con Beatriz Palacios, siempre en la línea política. En España produjo La nación clandestina (1989), una de sus realizaciones más memorables. Para recibir el canto de los pájaros (1995), trata del sometimiento de culturas y pueblos a lo largo de la historia y Los hijos del último jardín (2004), denuncia la indiferencia y la falta de compromiso de la juventud frente a las cuestiones sociales.

Cada década apareció en el país un nuevo realizador destacado. En los años 70, le tocó el turno al documentalista Antonio Eguino quien, desde 1966, realizó sus cortos e incursionó en el largometraje con Pueblo Chico (1974), Chuquiago (1977) y, en coproducción con Cuba, Amargo mar (1984), una versión alternativa de la Guerra del Pacífico. En los años 80, el italiano radicado allí, Paolo Agazzi, prosiguió su carrera con los largometrajes Mi socio (1982), Los hermanos Cartagena (1985), El día que murió el silencio (1998) y El atraco (2004), policiales basados en un robo ocurrido en los años 60. En los años 90, Marcos Loayza realizó las películas Cuestión de fe (1995), Escrito en el agua (1999), sobre un joven sustraído de su mundo cibernético para entrar en la realidad de un pueblo en el interior de su país, y la comedia dramática El corazón de Jesús (2003).

Otras cinematografías latinoamerica­nas y caribeñas

Los colombianos Jorge Alí Triana y Sergio Cabrera son dos nombres que se destacan. Triana dirigió Las cuatro edades del amor (1981), Tiempo de morir (1985), Edipo Alcalde (1996) y Bolívar soy yo (2002). Cabrera filmó Técnicas de duelo (1988), La estrategia del caracol (1993), Águilas no cazan moscas (1994), Ilona llega con la lluvia (1996), Golpe de Estadio (1998) y Perder es cuestión de método (2004).

El ecuatoriano Camilo Luzuriaga, director que luego de los cortos incursionó en el largometraje, filmó La tigra (1990), Entre Marx y la mujer desnuda (1995), Cara o cruz  (2003) y 1809-1910 mientras llega el día (2004).

El peruano Francisco Lombardi, que debutó con el gran éxito de público Muerte al amanecer (1977), realizó la más exitosa carrera con Muerte de un Magnate  (1980), Maruja en el infierno (1983), La ciudad y los perros (1985), La boca del lobo (1988), Caídos del cielo (1990), Huellas del paraíso (1991), Sin compasión (1994), Bajo la piel (1996), Pantaleón y las visitadoras (1999), Tinta roja (2000) y Ojos que no ven (2003). El cine de Luis Figueroa se caracterizó por la temática indígena, destacándose Kukuli (1961), Chiaraq’e, batalla ritual (1975), Los perros hambrientos (1976) y Yawar fiesta (1986). Marianne Eyde, directora noruega radicada en Perú, surgió con Los ronderos (1987) y se reveló como cineasta cuando realizó La vida es una sola (1992), La carnada (1999) y Coca mama (2004).

En Uruguay se destacan Pablo Dotta, que realizó la comedia El dirigible (1994), Jorge Rocca, que filmó Patrón (1995) y Álvaro Buela, que dirigió Una forma de bailar (1997) y Alma mater (2004).

En el cine venezolano, uno de los directores más destacados es Román Chalbaud, quien realizó quince largometrajes entre los años 1959 y 1997. Debutó con Caín adolescente (1959) y entre sus películas se destacaron La quema de Judas (1974), El rebaño de los ángeles (1978), Cangrejo (1984), La oveja negra (1989), Cuchillos de fuego (1990) y Pandemonium (1997). Otros nombres relevantes son Daniel Oropeza, con Entre sábado y domingo (1965), Oriente y su esperanza (1968), Paraíso amazónico (1970), El Cabito (1978), La graduación de un delincuente (1985) e Inocente y delincuente (1987); Clemente de la Cerda, con Isla de sal (1964), El rostro oculto (1964), Sin fin (1971), Soy un delincuente (1976), El reincidente (Soy un delincuente II), 1977), Compañero de viaje (1978), El crimen del penalista (1979), Los criminales (1982), Retén de Catia y Agua que no has de beber (ambos de 1984); Alfredo Anzola dirigió los largometrajes Se solicita muchacha de buena presencia y motorizada con moto propia  (1977), Manuel  (1979), Menudo la película (1982), Coctel de camarones en el día de la secretaria (1983), De cómo Anita Camacho quiso levantarse a Marino Méndez (1986), El misterio de los ojos escarlata (1993) y 1888, el extraordinario viaje de la Santa Isabel (2005). Asimismo, se destacan las directoras Solveig Hoogesteijn, con El mar del tiempo perdido  (1977), Manoa (1980), Alemania puede ser muy bella, a veces (1982), Macu, la mujer del policía  (1987), Santera (1996) y Maroa (2005); y Fina Torres, que filmó Oriana (1985),  Mécaniques célestes (1995) y Woman on top (2000).

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El director y documentalista venezolano Román Chalbaud, en Caracas, Venezuela, en febrero de 2010 (Ricar2/www.cnac.gob.ve)

Puerto Rico dispone de una produc­ción razonable, consideradas las dimensiones del país. Jacobo Morales dirigió los largometrajes Y Dios los cría (1980), Nicolás y los demás (1985), Lo que le pasó a Santiago (1989), Linda Sara (1995), Ángel y Dios los cría 2 (ambos de 2003). Inicialmente, Marcos Zurinaga filmó documentales y luego se trasladó a los largometrajes cuando fue codirector, con Roberto Ponce, del documental Step away (1980). La película La gran fiesta (1986) la dirigió él solo; en coproducción con la Argentina realizó Tango Bar (1989) y en Puerto Rico produjo Muerte en Granada (Lorca – death in Granada) (1996) y Con la música por dentro (1999). Luis Molina Casanova realizó Cuentos de Abelardo (1989), La guagua aérea (1993), Cuentos para despertar  (1998) y El sueño del regreso (2005).

En la República Dominicana, Agliberto Meléndez dirigió Un pasaje de ida (1988), filme sobre la inmigración clandestina a los Estados Unidos de jóvenes dominicanos en busca de trabajo. El actor de televisión Ángel Muniz dirigió los largometrajes Nueba Yol (1995),  Nueba Yol 3: Bajo la nueva ley (1997) y Perico ripiao (2003).

La generación del super-8 y del corto de ficción 

Desde su nacimiento en la década de 1920, el noticiero cinematográfico, cortometraje de la época, estuvo presente en Brasil. Tal situación comenzó a modificarse con el surgimiento de la Cinemateca del Museo de Arte Moderno (MAM), en Río de Janeiro, y de la Cinemateca Brasileña, en São Paulo, en los años 50. Los jóvenes comenzaron a estudiar en Europa, principalmente en París, en el Institut des Hautes Études Cinématographiques (IDHEC) y en Roma, en el Centro Sperimentale de Cinema, retornando con nuevas ideas. Muchos jóvenes de varios países de América Latina hicieron lo mismo. En las décadas de 1960 y 1970 surgieron muchos cineclubes en las grandes ciudades en forma paralela a una crítica de cine más comprometida y preocupada con el realismo y la estética. Se abrieron cursos de cine en la Universidad de Brasilia (UnB) y en la Escuela de Comunicaciones y Artes (ECA) de la Universidad de São Paulo (USP) y de la Universidad Federal Fluminense (UFF). En São Paulo, una institución privada, la Fundación Armando Álvares Penteado (FAAP), también creó un curso de cine. Las comisiones y los cursos de cine de la municipalidad de São Paulo, que comenzaron en el Museo de Arte de São Paulo (MASP), fueron iniciativas complementarias. Otra manifestación innovadora data de 1972, cuando el cineasta Abrão Berman creó el curso del Grupo de Realizadores Independientes de Filmes Experimentales (GRIFE), que le dio impulso definitivo al cine de super-8, revelando a centenares de cineastas en varios puntos de Brasil: nombres como el crítico Jairo Ferreira, el cineasta de animación Flávio Del Carlo y los realizadores de super-8 que permanecieron en ese formato, como Jomard Muniz de Britto, Otoniel Santos Pereira, Leonardo Crescenti Neto, Carlos Porto de Andrade Jr., Moysés Baumstein. Otros, como Ivan Cardoso, Guilherme de Almeida Prado, Carlos Gerbase, Márcio Kogan & Isay Weinfeld y Edgard Navarro, filmaron largometrajes de 35 mm, formato que era considerado profesional. Los años 70 estuvieron dominados por el super-8, que llegó a varios estados del país, incluso a los que no tenían tradición cinematográfica.

Otto Guerra, director de 'Wood e Stock' (Difusión)

En los años 80 aparecieron los cortos de animación y de ficción, gracias al prestigio que adquirieron los festivales de esa categoría. Cineastas provenientes del corto –así llegaran al largometraje o no– mezclaron documental con ficción en un mismo filme. Son los casos de Tata Amaral, Francisco César Filho, Mirella Martinelle, Amílcar Monteiro Claro, Eunice Gutman, Ivo Branco, Rogério Corrêa, Kátia Mesel, Berenice Mendes y Eliane Caffé. En la animación se destacan Otto Guerra (Wood & Stock: sexo, orégano e rock, 2002), Lancast Mota (Treiler — a última tentativa, 1986), Marcos Magalhães (Meow, 1982) y Wilson Lazzaretti (BR 365, 2002). Con las diversas crisis por las que atravesó el largometraje, el cierre de la productora Embrafilme, del Consejo Nacional de Cine (Concine) y de la Fundación de Cine Brasileño, las películas populares también perdieron su encanto al paralizarse las actividades de empresas productoras de filmes infantiles como Os Trapalhões y la presentadora Xuxa.

Esta situación provocó que el corto se iniciara en los años 90 como el gran representante del cine nativo, motivando el surgimiento de cineastas y de gran número de realizadores. En definitiva, esa década evidenció el valor del filme de corta duración, el cual conquistó el respeto de la crítica y de la masa de espectadores. Algunos cineastas brasileños de dicho período fueron Beto Brant (Job, 1993), Ricardo Elias (Um filme de Marcos Medeiros, 2000) y Anna Muylaert (Durval Discos, 2002).

Países con cinematografías más desa­rrolladas, como la Argentina y México, también tuvieron sus generaciones de super-8 y cineastas que realizaron cortos de ficción.

La crisis de la producción cinematográfica

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El director mexicano Gabriel Retes en la ceremonia de cierre del XXV Festival Internacional de Cine de Guadalajara, México, en 2010 (Difusión /Festival Internacional de Cine de Guadalajara)

Casi todos los regímenes totalitarios militares que dominaron durante los años 70 los países de América Latina se identificaban con las políticas estadounidenses. La democracia retornó lentamente desde comienzos de los años 80 y se hizo necesario reconstruir dichos países tanto económica como políticamente. Tal coyuntura se vio reflejada en el campo cinematográfico. El caso brasileño, por ejemplo, es sintomático: en el pasaje de la década de 1970 a la de 1980 se produjeron alrededor de cien películas por año (el mayor promedio de América del Sur), la mayoría de las cuales lograba ser exhibida en todo el territorio nacional. La mayor empresa productora del país, Embrafilme, funcionaba a todo vapor, produciendo películas bien cuidadas y de calidad. En aquella época, sólo a título ilustrativo, en el centro de la ciudad de São Paulo existían 53 salas de exhibición, varias de las cuales presentaban programas dobles y hasta triples. Había más de 250 salas en toda la ciudad. En los primeros años de la década de 1980, sorprendentemente, la producción comenzó a disminuir de manera notable y las películas pornográficas reemplazaron a las populares. Las antes glamorosas salas de cine, construidas con la idea de albergar a un gran número de espectadores en acontecimientos que se caracterizaban por el espectáculo, se transformaron en recintos con dos o tres salas menores. Esta situación se reprodujo en todo el territorio nacional. En el interior del país los cines cerraron por falta de público. Ciudades pequeñas, que tenían tres o cuatro cines, finalmente se quedaban sin ninguno. Lo mismo sucedió en las ciudades medianas y en algunas capitales. En las grandes ciudades, las tradicionales salas de cine de barrio también terminaron cerrando y su lugar fue ocupado por iglesias de las nuevas sectas religiosas, estacionamientos, supermercados o cualquier otro tipo de comercio. En São Paulo, en el barrio de Santa Ifigenia, había un buen número de pequeñas empresas distribuidoras de filmes que tenían mucho éxito en los años 70 y 80 en las salas populares. Sin embargo, con la crisis de los años 80, esas pequeñas empresas fueron devastadas. El aumento de la violencia y la consiguiente falta de seguridad –que hacía que las personas permanecieran encerradas en sus casas–, la explosión inflacionaria del gobierno de Sarney a fines de los años 80, la ampliación de la comercialización y el consiguiente abaratamiento de las videocaseteras y de los videoclubes que alquilaban películas de ese estilo, y el gradual aumento del precio de las entradas de cine fueron factores que contribuyeron a que la gente perdiese el hábito, otrora semanal y hasta diario, de ir al cine. En el año 1992, todavía durante el gobierno de Fernando Collor de Mello, la producción prácticamente cesó: solamente se exhibieron dos nuevas películas brasileñas hasta que, a mediados de los 90, se retomó la producción de filmes a mayor escala.

Durante diferentes períodos y por distintos motivos sucedió algo similar en otros países de América Latina. Los diez años del presidente Carlos Menem (1989-1999), por ejemplo, fueron extremadamente perjudiciales para la vida económica y social argentina, con reflejos desastrosos en la producción, distribución y exhibición de películas. El año 1992, con sólo diez largometrajes lanzados, fue el prenuncio de una grave crisis. En 1993, el país asistió a la drástica reducción del número de cines, el cual pasó a ser de sólo 352 salas. En México, a pesar de las dificultades económicas que arrasaron el país durante la década de 1990, varios cineastas continuaron filmando, como que el caso de Gabriel Retes (Bienvenido/Welcome, 1994), Paul Leduc (La flauta de Bartolo, 1997), Jorge Fons (El callejón de los milagros, 1994), Alejandro Jodorowsky (The rainbow Thief, 1990), Arturo Ripstein (Profundo carmesí, 1996), María Novarro (El jardin del Edén, 1994), además de veteranos como Sérgio Véjar (En las manos de Dios, 1996).

Nuevas formas de producción cinematográfica 

Desde los años 50, período en que ya estaba establecido el star system en la industria cinematográfica de muchos países latinoamericanos, sucesivas crisis amenazaron a estudios de la Argentina, Francia y México. Dicha situación alcanzó incluso a los gigantes de Hollywood, debido a una de las más fuertes novedades que amenazaban al cine en la mayor parte del mundo: el surgimiento de la televisión, además de otros factores que interfirieron en el hábito de ir al cine semanalmente. El crecimiento de la sociedad de consumo y de la industria cultural, junto con la ampliación de alternativas de esparcimiento, motivó la migración del público, de manera continua, hacia segmentos alternativos al de la industria cinematográfica. Ante este cuadro de dificultades que comenzaba a ser delineado, el cine reaccionó abaratando los costos de producción y reduciendo el star system. En realidad, la idea fue tratar de neutralizar la figura de las estrellas: las producciones ya no serían hechas en función de las personalidades (Dolores del Río, Ninón Sevilla, Rodolfo Acosta, María Félix, Julián Soler, Pedro Armendáriz y Rosita Formés, en México; Libertad Lamarque y Mirtha Legrand, en la Argentina; y Tônia Carrero y Eliane Lage, en Brasil), que anteriormente tenían contratos largos, de algunos años, y debían hacer determinado número de filmes en dicho período. Por el contrario, a partir de aquel momento, las celebridades del cine estarían al servicio de la historia que sería contada. Los actores y actrices ocuparon el lugar de las estrellas, con características más cercanas a la realidad, dándoles a las minorías –como los afrodescendientes– la oportunidad de desempeñarse en papeles importantes. En Brasil, los nordestinos comenzaron gradualmente a adquirir preeminencia en las pantallas. Un ejemplo de ellos es el actor José Dumont. Se renunció al modelo norteamericano y europeo, con hombres altos y mujeres rubias, y se dio lugar a biotipos más cercanos a los existentes en el país en que se realizaban las producciones. Otra iniciativa importante fue la de disminuir los equipos y cambiar los grandes estudios por las locaciones. Anteriormente las producciones caras requerían equipos enormes y algunas llegaban a disponer de hasta sesenta personas. En el nuevo momento, esos equipos se redujeron a quince o veinte integrantes, lo que las volvió más ágiles y baratas. El neorrealismo y la Nouvelle Vague pasaron a ser fuentes de inspiración y así fueron surgiendo las nuevas tendencias en diferentes países como Alemania e Inglaterra. En el caso latinoamericano, Brasil, México y la Argentina presenciaron el surgimiento de cineastas que, trabajando dentro de esa nueva concepción, comenzaron a producir sus propias películas o se asociaron con productores/creadores, lo que les dio un mayor grado de libertad, algo inexistente en la gran industria. Tales cineastas-productores se asociaron con las redes de televisión, creando los telefilmes, y también se fortalecieron las coproducciones internacionales. Cineastas formados en cineclubes, escuelas de cine, super-8, cortos y mediometrajes y documentales filmaban con pocos recursos, aprendiendo en la práctica de la realización y de las dificultades cotidianas. La evolución tecnológica, el grabador portátil Nagra y las pequeñas cámaras Arriflex y Cameflex caracterizaron a las “películas de cámara en mano” y auxiliaron a los jóvenes en su experiencia con los largometrajes. Las mujeres comenzaron a dirigir largometrajes en los años 70, ya dentro de un nuevo ideario, y el número de realizadoras aumenta cada día. En el cine brasileño, alrededor de ochenta mujeres ya han dirigido por lo menos un largometraje. La cámara temblando en las manos de los operadores en el momento de las tomas de los planos en movimiento y el realismo en las pantallas introdujeron a los espectadores en un nuevo tipo de cine. Nacía una estética moderna: el cine de autor. Además, los gobiernos comenzaron a invertir regularmente en la industria de las películas. La estatal Embrafilme, creada por el gobierno militar en 1969 y cerrada alrededor de veinte años más tarde, fue la mayor empresa del ramo en la historia de Brasil.

Las transformaciones en la economía del cine de los años 90 

La gran transformación por la que atravesó el cine en los años 90 puede ser entendida incluso como una revolución, ya que tal vez sea aún mayor que la ocurrida con el pasaje del cine mudo al sonoro entre los años 20 y 30. Antes de dicha transformación las salas de exhibición ubicadas en las ca­lles, muchas veces en edificios imponentes construidos exactamente con esa finalidad, eran independientes unas de otras. Todos los que pasaban delante de los cines miraban las fotos y los carteles, y los actores y actrices eran muy conocidos. Las largas filas (algunas llegaban a dar la vuelta a la manzana) para comprar las entradas y los estrenos del momento terminaban funcionando como propaganda gratuita para la película que era lanzada. En las etapas de franca decadencia, principalmente a partir de finales de los años 70, esas salas comenzaron a cerrar. Anteriormente, la decadencia había llegado a los cines de barrio y de las ciudades del interior, y dejaban a las poblaciones locales sin alternativas en cuanto a esa actividad específica. El cine ya no era más el campeón del gusto popular, y los amantes del género, que ya habían incorporado el hábito de ver televisión, contaban ahora con el cine “customizado” en casa, debido a la popularización de la videocasetera. Con el cierre de los cines populares en los centros de las grandes ciudades, las distribuidoras y pequeñas productoras entraron en crisis o finalizaron sus actividades.

El nuevo concepto de salas de cine –los complejos, localizados mayormente en los shoppings con hasta quince salas, como es el caso de un shopping en Río de Janeiro– en ambientes confortables y seguros, recuperó o creó otros públicos para los nuevos formatos de salas de exhibición. Últimamente también se ha modificado el concepto comercial del cine: la fuente de ganancias del filme como espectáculo cinematográfico ofrecido al público no depende solamente de las boleterías. La gente también alquila películas para ver en sus videocaseteras, aparatos de DVD o computadoras. También existe la opción de comprar esos filmes en DVD o VHS. El comercio se amplió de tal manera que pasó a existir una prolífica piratería: las películas llegan al comercio ilegal o se “bajan” de internet y se subtitulan en el idioma de preferencia incluso antes de su lanzamiento. La gente puede montar su propio cine casero (home theater) –con equipamientos y tecnología que todavía resultan caros para el bolsillo de la clase media, pero que tienden a tornarse cada vez más accesibles y populares–.

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Chicó (Selton Mello) y João Grilo (Matheus Nachtergaele) en 'O Auto da Compadecida', del director Guel Arraes (Difusión)

La asociación entre las redes de televisión privada y pública con el cine se ha fortalecido cada vez más. En Brasil, la Red Globo de Televisión, considerada la cuarta emisora del mundo, fundó, en 1997, su rama cinematográfica, Globo Filmes, que se transformó en la productora cinematográfica más fuerte del país, trabajando con directores y artistas que muchas veces provienen de la televisión. Esta forma de atracción unida a un fuerte aparato de marketing y distribución, transformó a producciones o coproducciones como O auto da compadecida (Guel Arraes, 2000), A partilha (Daniel Filho, 2001), Carandiru (Héctor Babenco, 2003), Sexo, amor e traição (Jorge Fernando, 2004) y 2 filhos de Francisco (Breno Silveira, 2005), sobre la vida del popular dúo musical Zezé Di Camargo e Luciano, en grandes éxitos de taquilla en el país. Para el caso brasileño y salvando la debida distancia, Globo Filmes es actualmente lo que en su momento fueron Cinédia y Atlântida (décadas de 1930, 1940 y 1950) y Embrafilme (años 70 y 80).

Varios países de América Latina, como la Argentina, Chile, Perú, Colombia, México, Venezuela y Cuba, que mantienen un ritmo de producción relativamente estable, han desarrollado, en los últimos años, un dinámico sistema de coproducciones con Europa, principalmente con España. Uruguay, aunque en términos cuantitativos disponga de una modesta producción, últimamente se está asociando con España, teniendo en vista el significativo mercado en lengua española.

La presencia del Estado en la producción 

Las relaciones entre el Estado y el cine en América Latina siempre fueron tensas, a causa del establecimiento de legislación básica, de leyes de incentivo y de fomento, de la creación de comisiones y órganos públicos y, más recientemente, de una agencia reguladora de los medios masivos de comunicación.

Para el investigador de cine latinoamericano Paulo Antonio Paranaguá, en el período en que aquél aún era mudo, el Estado intentó principalmente “establecer los límites de permisividad en la pantalla, es decir, estructurar la censura”.

Para comprender la legislación cinematográfica en Brasil se hace necesario examinar la presencia del Estado como agente condicionante de las formas de producción cinematográfica. Generalmente, la reserva de mercado en América Latina siempre estuvo por debajo de lo deseado por el sector. Indefensos ante la acción agresiva de las empresas extranjeras, los productores pudieron encontrar únicamente en el Estado la fuerza para hacerle frente a la presencia avasalladora del cine norteamericano.

En Brasil, las primeras medidas proteccionistas surgieron en el año 1932: se obligó a las salas de cine a exhibir una película educativa en cada programa, se nacionalizó el Servicio de Censura de Filmes y se creó la tasa cinematográfica para la educación popular. El cine era visto como un poderoso instrumento de educación de masas. En ese sentido, en Chile se creó el Instituto de Cine Educativo (1929); en Brasil, en el año 1936, el Ministerio de Educación y Salud Pública creó el Instituto Nacional del Cine Educativo (INCE), contemporáneo del Departamento de Prensa y Propaganda (DPP) de Getúlio Vargas; en Colombia se creó el Departamento de Cine (1938). Se determinó la exhibición de por lo menos un largometraje por año en cada sala en Brasil y uno por mes en México (1939). La Argentina adoptó la obligatoriedad en 1941 y Colombia, en 1942. En Brasil, la legislación de 1946 obligó a los cines a exhibir por lo menos tres largometrajes por año en cada sala.

Chile creó la productora Chile Films (1942) que, en su primera fase, se desempeñó hasta 1949. En México, según Paranaguá, el poder público se involucró aún más, fomentando iniciativas privadas amenazadas por la competencia estadouni­dense. Así fue como salvó de la quiebra a CLASA (1935), a Pelmex y a otras empresas distribuidoras (1955), a los laboratorios y estudios Churubusco-Azteca (1959) y al circuito de la Compañía Operadora de Teatros (1960). 

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Palacio de los Festivales durante la entrega de premios del XLII Festival de Cine de Gramado, en Rio Grande do Sul, en 2014 (Cleiton Thiele/ Difusión)

En Brasil, un decreto de 1949 le concedió a la importación de material destinado a la industria cinematográfica nacional la exención del pago de derechos y tasas aduaneras por el plazo de cinco años. En 1951, el decreto “8 por 1” modificó la proporción de exhibición obligatoria de películas nacionales en cada sala, que pasó a ser de un filme nacional por cada ocho extranjeros. En 1959 se estipuló el criterio –que continúa siendo utilizado en la actualidad– del número fijo de días de exhibición de películas nacionales por año (cuota de pantalla). En 1963, la reserva era de 56 días por año pero fue sufriendo modificaciones por las cuales en algún momento se llegó a los 140 días. En 1998, la cuota era de 49 días y en la actualidad está establecido que cada cine del país debe exhibir filmes brasileños durante un mínimo de 35 días por año. No obstante, la obligación varía según el número de salas que hay en cada lugar: en reportajes realizados por la prensa masiva se aclara que, de acuerdo con la actual legislación, en un complejo de seis o siete salas se debe cumplir una cuota de 63 días.

En América Latina, en los años 50 y 60 el Estado comenzó a actuar de manera más consecuente, sobre todo después de fracasar en los intentos de industrializar la cinematografía local. Varios gobiernos crearon institutos nacionales de cine: en Bolivia, el Instituto Nacional Boliviano (1953); en la Argentina, el Instituto Nacional de Cinematografía (1957); en Cuba, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC, 1959), aunque en el año 1955 hubiera sido inaugurado el Instituto Nacional para el Fomento de la Industria Cinematográfica; en Brasil, el Instituto Nacional de Cine (1966) y Embrafilme (1969), entre otros.

En Venezuela, desde los años 70, la Dirección Nacional de Cinematografía otorgó créditos para la producción de largometrajes. Por otro lado, la ley que establece la obligatoriedad de exhibición de dos películas nacionales por año en cada sala data del año 1976. En ese momento la cuota de pantalla alcanzó los 126 días por año. En 1981 se constituyó el Fondo de Fomento Cinematográfico.

Chile relanzó la productora Chile Films (durante el gobierno de Eduardo Frei) y México, además de las empresas productoras estatales, creó la Dirección General de Cinematografía y el Banco Nacional Cinematográfico durante el gobierno de Rodolfo Echeverría.

En los años 70, Costa Rica y Honduras crearon organismos de incentivo al cine, mientras que Nicaragua fundó el Instituto de Cine de Nicaragua (Incine) en 1979, inspirado en el modelo del ICAIC de Cuba.

Estado versus cine: tendencias

 Los gobiernos de casi todos los países latinoamericanos crearon, a lo largo de varias décadas, grupos de trabajo, comisiones nacionales, estaduales o provinciales y municipales de cine –en Brasil, por ejemplo, en 1956 se creó el Grupo de Estudios de la Industria Cinematográfica (GEIC) y, en 1961, el Grupo Ejecutivo de la Industria Cinematográfica (Geicine)–, comisiones y jurados de premiación, además de una serie de mecanismos que concedían a los productores otras formas de recompensas financieras.

Paulo Antonio Paranaguá escribió, en O cinema na América Latinalonge de Deus e perto de Hollywood, que

la modificación del papel del Estado en las cinematografías de América Latina no fue impuesta de arriba hacia abajo, sino que se correspondió, en cierta medida, con los requerimientos del mismo medio profesional. Ante las condiciones derivadas de una presencia hegemónica y masiva de la producción extranjera y de las distribuidoras multinacionales, los simples mecanismos de mercado no permiten la consolidación de un cine nacional. De esta manera, el Estado fue considerado el único factor capaz de abrir una brecha en la dominación extranjera. (pág. 87)

Sin embargo, esa alianza nunca fue armónica dado que la creciente participa­ción del Estado en la producción cinematográfica llevó, con frecuencia, a realizar intentos de orientación y direccionamiento temático y estético.

El inicio de los años 90 –con la adopción casi generalizada del ideario neoliberal en América Latina– acarreó modificaciones profundas en el papel del Estado y en su relación con el campo de la producción cinematográfica.

Tal vez la situación brasileña sea bastante representativa: el ascenso al poder de Fernando Collor de Mello implicó la extinción y disolución de la administración pública federal, incluidas autarquías, fundaciones y empresas públicas. Así se extinguieron, entre otras, la productora Embrafilme, la Fundación del Cine Brasileño y Concine. Como contrapartida, el poder ofreció, meses después, el Programa Nacional de Financiación de la Cultura, que fue apodado rápidamente “Ley Rouanet”, a causa del nombre del entonces ministro de Cultura que lo propuso. Dicha ley preveía, esencialmente, la captación de recursos a través de un intrincado mecanismo de apoyo a la producción cultural, con porcentuales y modalidades de renuncia fiscal para los inversores. Pronto se inició un largo debate que desembocaría en la Ley de lo Audiovisual (Ley N.º 8.685/93) y, posteriormente, en varios mecanismos de incentivo en los ámbitos federal, estadual y municipal.

Paulatinamente se fueron creando dispositivos mediante los cuales el Estado financiaba la producción por medios directos e indirectos: ya sea a través de grandes empresas estatales que poseían programas de incentivo dirigidos específicamente al cine, por concursos y premiaciones estatales o por mecanismos de renuncia fiscal que permitían la captación de recursos en el mercado partiendo de proyectos específicos que, en la actualidad, son arbitrados por la Agencia Nacional de Cine (Ancine), creada en el año 2001. En el
caso de la financiación específica para el cine, con mucha frecuencia se otorgan al mismo tiempo partidas que provienen tanto de la Ley Rouanet como de la Ley de lo Audiovisual.

En resumen, la acción del Estado en el ámbito de la producción audiovisual, y del cine en particular, se encuentra más cerca de una gerencia general que monitorea los proyectos en desarrollo y que, mediante una coordinación de acciones, permite que los productores capten recursos a través de diversas modalidades. De esta manera, para que una película llegue a las pantallas y sea exhibida en el circuito comercial, necesita de una sofisticada ingeniería financiera que, en el límite y aunque no haya público, le permite al productor mantenerse en condiciones, ya sea en seguida o simultáneamente, de buscar continuas fuentes de financiación y desa­rrollar un nuevo proyecto.

Además se establece, en proporciones cada vez más dinámicas, una serie de “operaciones casadas”, que comprenden asociaciones con las cadenas exhibidoras y con empresas que pagan para obtener la licencia de productos vinculados con la imagen o con los personajes de las películas, etc. Los productores, en gran parte de los casos, comercializan anticipadamente el producto cultural “película” para su exhibición y venta, por ejemplo en DVD. El cine digital se está transformado en algo común y corriente, con lo cual vuelve cada vez más compleja la relación entre el Estado y los productores culturales.

Brasil y la Argentina en el nuevo milenio 

En Brasil, nuevos cineastas como Moa­cyr Góes (Dom, 2003, y Maria, a mãe do filho de Deus, 2003); Xuxa (Xuxa, abracadabra, 2003, Irmãos de fé, 2004, Um show de verão, 2004, y Xuxa e a cidade do tesouro perdido, 2005) y Eliana Fonseca (Ilha Rá-tim-bum  o martelo de Volcano, 2003, Eliana e o segredo dos golfinhos, 2005, y Coisas de mulher, 2005) realizan filmes comerciales que les sirven a las estrellas de televisión como medio de difusión. Las siguientes películas se convirtieron en éxitos de taquilla: 2 filhos de Francisco (Breno Silveira, 2005), Carandiru (Héctor Babenco, 2003), Olga (Jayme Monjardim, 2004) y Cazuza  o tempo não pára (Sandra Werneck y Walter Carvalho, 2004). El primero alcanzó los 5,3 millones de espectadores en el año de su lanzamiento, Carandiru casi alcanzó los 5 millones, mientras que Olga y Cazuza pasaron los 3 millones.

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Wagner Moura como Zico, en el filme 'Carandiru' del director Héctor Babenco, en 2003

El documental brasileño se impone con fuerza en los trabajos de Evaldo Mocarzel (À margem da imagem, 2003; Mensageiras da luz, parteiras da Amazônia, 2004; Do luto à luta, 2005, y À margem do concreto, 2005), João Moreira Salles (Nelson Freire, 2003, y Entreatos, 2004), José Padilha (Ônibus 174, 2002), Paulo Sacramento (O prisioneiro da grade de ferro, 2004) y, principalmente, la obra del realizador de Cabra marcado para morrer (1984), Eduardo Coutinho (Santo forte, 1999, Babilônia 2000, 2001, Edifício Master, 2002, Peões, 2004, y O fim e o princípio, 2005). Otro documentalista, João Batista de Andrade, se hace presente (Vida de artista, 2004, y Vlado, 30 anos depois, 2005). En 2005 fueron lanzados Vocação do poder (Eduardo Escorel y José Joffily), Doutores da alegria (Mara Mourão), Soldado de Deus (Sérgio Sanz), Coisa mais linda (Paulo Thiago) y Vinicius (Miguel Faria Jr.).

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'Ciudad de Dios', de 2002, dirigida por Fernando Meirelles y Kátia Lund (Reproducción)

Con filmes de características autorales se destacan Karim Ainouz (Madame Satã, 2002), Laís Bodanzky (Bicho de 7 cabeças, 2001), Luiz Fernando Carvalho (Lavoura arcaica, 2001), Sérgio Machado (Cidade Baixa, 2005) y Marcelo Gomes (Cinema, aspirinas e urubus, 2005). En la vertiente del cine industrial se encuentran Andrucha Waddington (Eu, tu, eles [Yo, tú, ellos], 2000, Viva São João, 2002, y Casa de areia, 2005), Beto Brant (O invasor, 2002, y Um crime delicado, 2005), Guel Arraes (O auto da compadecida, 2000; Caramuru, a invenção do Brasil, 2001, y Lisbela e o prisioneiro, 2003), Fernando Meirelles (Menino Maluquinho 2, a aventura, 1998; Domésticas, o filme, 2001, y Cidade de Deus (Ciudad de Dios) (2002) y Jorge Furtado (Houve uma vez dois verões, 2002; O homem que copiava, 2003, y Meu tio matou um cara, 2004). Como invitados, filmaron en el exterior Walter Salles (Diários de motocicletDiarios de motocicleta–, 2004, y Água negra, 2005) y Fernando Meirelles (O jardineiro fiel, 2005).

Nelson Pereira dos Santos, Carlos Diegues, Júlio Bressane, Carlos Reichenbach y Bruno Barreto, con diferentes propuestas e intensidad, vienen manteniendo una producción regular.

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Norma Aleandro y Ricardo Darín en 'El hijo de la novia', de Juan José Campanella, de 2001 (Reproducción)

A comienzos del nuevo milenio, el cine argentino adquirió vigor a pesar de la gravísima crisis por la que atravesó el país. Surgió una nueva generación que realiza películas baratas e inventivas y hay muchas coproducciones con Europa y con algunos países de América Latina. Hay tres categorías de directores: veteranos que continúan en actividad, como Adolfo Aristarain (Lugares comunes, 2002, y Roma, 2004), Fernando Solanas (Memoria del saqueo, 2004, y La dignidad de los nadies, 2005), Juan José Jusid (Esa maldita costilla, 1999, y Apasionados, 2002) y Luis Puenzo (La puta y la ballena, 2004); cineastas que están en actividad desde hace algún tiempo y que ya adquirieron prestigio entre el público y la crítica, como Tristán Bauer (Los libros y la noche, 1999, e Iluminados por el fuego, 2005), Carlos Sorín (Historias mínimas, 2002, y El perro, 2004), Juan José Campanella (El mismo amor, la misma lluvia, 1999; El hijo de la novia, 2001, y Luna de Avellaneda, 2004) y Marcelo Piñeyro (Plata quemada, 2000; Kanchatka, 2002, y El método, 2005); así como también los realizadores debutantes, entre los cuales se encuentran Daniel Burman (Todas las azafatas van al cielo, 2002; y El abrazo partido, 2004), Adrián Caetano (Bolivia, 2001; Un oso rojo, 2002, y Después del mar, 2005), Pablo Trapero (Mundo grúa, 1999; El bonaerense, 2002, y Familia rodante, 2004), Fabián Bielinsky (Nueve reinas, 2002, y El aura, 2005), Daniel Burak (Bar, “El Chino”, 2003), Paula Hernández (La herencia, 2001) y Lucrecia Martel (La ciénaga, 2001, y La niña santa, 2004).

El cine contemporáneo en los demás países latinoamericanos 

En México, algunos cineastas comenzaron a filmar a mediados de los años 90: Fernando Sariñana, dirigió Hasta morir (1994), Todo el poder (1999), El segundo aire (2001), Ciudades oscuras y Amar te duele (2002); Juan Carlos Llaca dirigió En el aire (1995) y Por la libre (2000) y Alejandro Springall realizó Santitos (1999). En el nuevo milenio debutaron, entre otros, Alejandro González Iñarritu (Amores perros, 2000), Gustavo Loza (Atlético San Pancho, 2001, y 13 latidos de amor y Al otro lado, 2004), Juan Carlos Martín (Gabriel Orozco, 2002) y Carlos Reygadas, que dirigió Japón (2002) y Batalla en el cielo (2005). Un veterano que se mantiene en actividad es Felipe Cazals, con Su alteza serenísima (2000), Digna: hasta el último aliento (2004) y Las vueltas del citrilo (2005).

En Cuba se destacan los cineastas Rigoberto López (Roble de olor, 2003), Gerardo Chijona (Un paraíso bajo las estrellas, 2000, y Perfecto amor equivocado, 2004) y Enrique Álvarez (Miradas, 2001, e Ignacio Cervantes, un homenaje, 2002). Humberto Solás reapareció con Barrio Cuba (2005).

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El director de cine Andrés Wood Montt en una conferencia en la PUC de Santiago, Chile, en 2008 (Pontificia Universidad Católica de Chile)

Andrés Wood, director de Historias de fútbol (1997) y de El desquite (1999), realizó su primera coproducción, La fiebre del loco (2001), con España y México. Machuca (2004) fue realizada en coproducción con España y el Reino Unido y aborda el tema de los inicios de los años 70 desde la mirada de un niño burgués en momentos que desembocarían en la dictadura de Pinochet. El actor Boris Quércia dirigió la comedia Sexo con amor (2003), con la cual obtuvo buenas ventas. Un nuevo director que surgió fue León Errázuriz, quien debutó con el filme Mala leche (2004). Matías Bize dirigió Juego de verano y En la cama (2005), mientras que el consagrado Miguel Littin regresó con La última luna (2005).

En Ecuador, Sebastián Cordero dirigió Ratas, ratones, rateros (1999) y Crónicas (2004).

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El director Rodrigo García recibe el premio Iberoamericano en el XXV Festival de Guadalajara, México, en 2010 (Difusión/Festival Internacional de Cine en Guadalajara)

Como resultado de una coproducción entre Colombia y los Estados Unidos, María, llena eres de gracia (2004) fue dirigida por un debutante, el americano Joshua Marston, y obtuvo una buena acogida y exhibición internacional. También vinculado a los Estados Unidos está el colombiano Rodrigo García (hijo del escritor Gabriel García MárquezA poética polytica de Glauber Rocha) quien, además de dirigir para la televisión norteamericana, ha realizado largometrajes para el cine: Things you can tell just by looking at her (2000), Ten tiny love stories (2001) y Nine lives (2005).

Entre los pocos cineastas bolivianos que han surgido se encuentran Diego Torres Peñazola (Calle de los poetas, 1999), Mauricio Calderón (El triángulo del lago, 2000) y Fernando Vargas (Di buen día a papá, 2005).

En Perú surgieron varios directores, como Augusto Tamayo San Román, director de Ultra warrior (1990), Ande, corre, vuela (1995) y El bien esquivo (2001). Después de varios cortos y concomitantemente con su trabajo en la televisión, Aldo Salvini debutó con el largometraje Bala perdida (2001); Álvaro Velarde realizó El destino no tiene favoritos (2003); Luis Barrios es director activo en la televisión y debutó en la dirección con Polvo enamorado (2003). Edgardo Guerra (Muerto de amor, 2002), Fabrizio Aguilar (Paloma de papel, 2003), Ricardo Velásquez (Django: la otra cara, 2002) y Felipe Degregori (Todos somos estrellas, 1993, y Ciudad de M, 2000), se iniciaron en la realización. Eduardo Schultdt incursionó en el largometraje con la película de animación Piratas en el Callao (2005), y Mariana Rondón y Marité Ugaz realizaron juntas A la medianoche y media (1999).

En Uruguay, el cine local comenzó a invertir en el largometraje desde mediados de los años 90, con los trabajos de directores como Luis Nieto (Su música todavía, 1996; La memoria Blas Cuadra, 2000, y Estrella del sur, 2002); Pablo Rodríguez (Gardel, ecos del silencio, 1997, y Maldita cocaína, cacería en Punta del Este, 2001); y Diego Arsuaga (Otario, 1997, y Corazón de fuego, 2002). Con el cambio de milenio surgieron nuevos directores como Esteban Schroeder (El viñedo, 2000), Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll (25 watts, 2001, y Whisky, 2004). Beatriz Flores Silva, que había dirigido en Europa Les sept péchés capitaux (1992) junto con otros seis cineas­tas, debutó en el largometraje con La puta vida (2001).

En Venezuela surgieron Diana Sánchez (La mágica aventura de Óscar, 2000), Henrique Lazo (Borrón y cuenta nueva, 2000), Alberto Arvelo (Una casa con vista al mar, 2002) y Luis Manzo (La pluma del arcángel, 2002).

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por admin publicado 01/09/2016 16:30, Conteúdo atualizado em 05/07/2017 15:16