Hace casi quinientos años que las universidades forman parte de la historia de las sociedades de América Latina y del Caribe. A pesar de haber existido importantes centros educativos y científicos en las culturas originarias (como el Calcemecac azteca), aquel tipo de institución integró el acervo cultural traído por los conquistadores al continente. Ese hecho caracterizó su desarrollo durante el período colonial y el siglo XIX, pero no impidió que, al mismo tiempo, las universidades latinoamericanas y caribeñas comenzaran una historia propia, que les otorgó características muy peculiares, además de abrir perspectivas para su futuro. A lo largo de esa historia es posible reconocer cuatro grandes momentos: la universidad colonial, la republicana del siglo XIX, la del siglo XX y la del proyecto neoliberal para el siglo XXI.
En América Latina y en el Caribe, las universidades surgieron poco después del primer viaje de Cristóbal Colón (1492). En Santo Domingo (actual República Dominicana), en 1538 fue fundada una institución superior, aunque aún de carácter conventual, y en 1551 se crearon universidades formales como la de San Marcos (UNMSM), en Lima, y la de México. En total se establecieron 32 universidades en la fase colonial.
El rápido comienzo se explica por el hecho de que, al llegar a Centroamérica y a la región andina, los conquistadores encontraron civilizaciones complejas, dotadas de una avanzada estructura social, económica y militar, que les presentaron el desafío de una prolongada batalla cultural. Soldados y frailes eran capaces de ganar batallas y adquirir nuevos conversos, pero ello no alcanzaba para llevar a cabo la transformación cultural necesaria para un dominio permanente (Dieterich, 2003). Además, los reyes de España concebían la conquista como la creación de una federación de virreinatos, cada uno de ellos dotado de una réplica de sus instituciones fundamentales, incluyendo la universidad. Como contrapartida, la monarquía portuguesa optó por una administración que concentraba el poder en la península (la educación superior permanecía en la Universidad de Coimbra). Fue por ello que no permitió la creación de universidades en Brasil. Aunque diversos grupos y personalidades de la colonia hicieron varios intentos por crearlas, todos ellos resultaron un fracaso. A fines del siglo XIX, y frente a la realidad de la existencia de numerosas escuelas profesionales, se llegó a decir que “la creación de la Universidad no respondía a ninguna necesidad real de Brasil” (Da Silva y Pereira Soares, 1992). Recién en el año 1930 surgió la primera universidad consolidada, la Universidad de São Paulo (USP), que integraba a facultades y escuelas preexistentes.
Por tal motivo, el modelo predominante en América Latina fue el español, el de la Universidad de Salamanca, y de ella se derivaron algunos de los rasgos adquiridos en aquel momento por las universidades latinoamericanas y caribeñas. De esa manera, a diferencia de la universidad privada creada en el siglo XVII por los ingleses en sus colonias de América del Norte, en las españolas se consolidó la idea de la universidad como un servicio del Estado-nación, es decir, pública, aunque fuertemente subordinada a las poderosas jerarquías civil y eclesiástica. Ello le imponía una profunda limitación a su desarrollo. Serían necesarios varios siglos para que, con la separación de la Iglesia y del Estado primero, y la consecuente autonomía después, se comenzara a superar esa dependencia.
La universidad de la época colonial, sin duda, contenía un espacio de autogestión, el claustro de los doctores, que era capaz de ejercer un cierto contrapeso respecto de
los poderes externos. Éste tenía, por ejemplo, la facultad de nombrar al rector (o de reconocerlo cuando era designado por el virrey) y de decidir sobre algunos asuntos internos de la institución, aunque los temas a ser apreciados, y hasta el nombramiento de los profesores, fueran terreno de abierta injerencia real o eclesiástica. El propio claustro formaba parte de la estructura del Estado colonial y, también, participaba de sus trivialidades cortesanas. Se cuenta que el claustro de la Universidad de México, por ejemplo, se ocupaba de largas discusiones sobre el lugar que cada profesor debería ocupar en la procesión que coronaría al virrey.
En la universidad colonial del siglo XVII se enseñaba Teología, Derecho, Artes y Medicina y, para ello, se utilizaba el sistema de cátedra, aunque éste quedaba subordinado al claustro. De acuerdo con este sistema, los poderes civil y religioso le otorgaban a una persona la exclusividad de enseñar determinada disciplina, a pesar de lo cual en algunos lugares (como en Venezuela) el puesto podía ser obtenido por medio de un concurso público. El sistema de cátedra inducía, por sí mismo, una fuerte tendencia al conservadurismo que, además de las restricciones impuestas por la Iglesia, inhibía la discusión de las ideas y dificultaba la introducción de la ciencia.
Por su parte, la universidad de la América española fue la de los conquistadores y, como tal, su interés prioritario consistía en difundir la cultura europea y educar a los hijos de los nobles indígenas y españoles para la organización de las vastas poblaciones que los rodeaban. Los idiomas y la producción artística de los pueblos nativos no fueron el punto de partida de un diálogo de culturas. Como la universidad no pretendía lograr una interacción con la cultura local, sino que lo que deseaba era reemplazarla, no fueron retomadas ni la organización social ni las artes ni el mundo mítico de las culturas que la rodeaban. En lugar de eso, en ella se discutía en latín, tanto la filosofía como la teología escolástica medieval, mientras que los indígenas esclavizados cultivaban las grandes extensiones de tierra utilizadas para el mantenimiento de la institución.
Universidades del Ancien Régime
La situación de España y de Portugal en Europa no favorecía el estímulo de una universidad más progresista en las colonias. La extracción de toneladas de metales preciosos y otras riquezas de América Latina eximía a las elites y a la monarquía absoluta de llevar a cabo las reformas de modernización económica y educativa, sobre todo en ciencia y tecnología que, para otros países (Inglaterra y Holanda) ya comenzaban a ser imprescindibles en esa época. “Durante trescientos años el Ancien Régime de España y Portugal impidió el pasaje a la modernidad […]” (Dieterich, 2003), y la universidad fue una de las principales víctimas de este hecho.
La real y pontificia universidad era, además, única y no permitía la creación de otras similares. El celo de los claustros por preservar su hegemonía –y, en consecuencia, por inhibir otros puntos de vista– se debía a que ellos eran el camino de paso obligatorio hacia los deseados puestos en la administración colonial. Sin embargo, en el siglo XVI comenzaron a surgir colegios y, en los siglos XVII y XVIII, escuelas, facultades e institutos que respondían a las necesidades que no satisfacía una institución anquilosada y conservadora.
En la Universidad de San Carlos, en Guatemala, y en la de México, ya en el siglo XVII hubo intentos por modificar la rígida estructura académica y por traer a discusión las ideas modernas de René Descartes, Isaac Newton, el enciclopedismo francés y disciplinas como anatomía, matemática e hidráulica (Tunnermann, 1996). Se trataba de áreas del conocimiento que abrían la posibilidad de crear un puente con la realidad circundante y el comienzo de una ciencia latinoamericana. Pero, simultáneamente, aparecieron otras restricciones: en la Universidad de México, por ejemplo, en 1696 llegó a prohibirse la matrícula de los que no eran españoles (Musacchio, 1990).
Fue recién en el siglo XVIII cuando disciplinas como botánica, minas, cirugía y matemática comenzaron a hacer su aparición. También llegaron de Europa las ideas de independencia, que en algunos lugares tuvieron gran receptividad. La Universidad Central de Venezuela (UCV) se vio “sometida a una vigilancia extrema para impedir la propagación, en sus aulas, de las ideas subversivas” y fue forzada a registrar en las actas del claustro “el apoyo dado al proceso emancipador” (Leal, 1983). Esa tendencia, sin embargo, estuvo lejos de generalizarse.
Acontecimientos, como el de la misma Independencia, no perturbaron mucho su sosiego [colonial], pues ésta fue generada y se realizó sin su participación, cuando no con su indiferencia […] (Tunnermann).
La universidad en el siglo XIX
Los libertadores le daban una gran importancia a la educación como motor de los cambios sociales, pero poco hicieron en ese terreno, y menos aún en la universidad. Tanto es así, que algunos de ellos reconocerían más tarde:
triunfamos y fundamos repúblicas pero la carencia de instrucción se haría sentir enseguida […] las constituciones no podían arraigarse, la federación no era entendida […] y el pueblo se dejaba llevar fácilmente por derechos que no comprendía (Altamirano).
Varias razones impidieron que la llegada de la época republicana pudiera propiciar una reforma universitaria profunda. En primer lugar, la herencia colonial. A mediados del siglo XIX, el venezolano Tomás Lander denunció que el nombramiento de los catedráticos universitarios era de competencia del obispo local, quien obligaba a los académicos de derecho a estudiar “la vida de todos los santos y papas del Cristianismo”. Y agregó: “Nuestras universidades no deben ser pontificias, sino patrias”. A pesar de que en países como Colombia, Venezuela y Perú la independencia estuvo acompañada de esfuerzos por alcanzar una educación universal, laica, gratuita, orientada hacia cuestiones latinoamericanas y abierta a las corrientes más modernas de la época, esas ideas no se arraigaron en el mundo universitario. La idea de renovación, cuando la había, se inclinaba más hacia las posturas cercanas a las concepciones proeducación de los Estados Unidos, defendidas, por ejemplo, por el argentino Domingo Faustino Sarmiento (Dieterich, 2003).
En segundo lugar, los grupos dirigentes dejaron de lado el desarrollo de la economía de cada país y decidieron apostar al modelo de la rentabilidad rápida de la producción para el mercado internacional de artículos agropecuarios y minerales, además del salitre y del guano. Sujeta al poder civil agroexportador, la universidad no pudo convertirse en un agente promotor de la ciencia y de la tecnología para desarrollar una industria y una agricultura locales, y sólo se limitó a formar anualmente algunas decenas de administradores, ingenieros y, principalmente, abogados.
En tercer lugar, la era republicana apenas si modificó las condiciones de extrema subordinación en la que vivían los mestizos, los indígenas y los antiguos esclavos negros (éstos en el Caribe, Brasil y México, principalmente). Por lo tanto, tales grupos no llegaron a reclamar su lugar en la sociedad a través de la educación, y la universidad continuó siendo un reducto elitista. Un intelectual de México decía, a mediados del siglo XIX: “Nos hemos convertido en los gachupines de los indígenas”. De hecho, de los ocho millones de habitantes del país, sólo dos millones eran españoles o mestizos y, entre ellos, sólo algunas decenas asistieron a la universidad. Décadas más tarde, el reclamo provendría también de la clase obrera. En Brasil, Fábio Luz decía que “la República no incorporó al proletariado a la sociedad moderna, ha sido todo lo contrario, lo ha excluido”. La universidad continuó estando ligada a los latifundistas, dueños de minas y comerciantes. Y ello le impidió pensar en sí misma y en el país desde el punto de vista de las necesidades de conocimiento superior de las actividades de las mayorías.
Y en el siglo XIX no se adoptó el modelo de la universidad humboldtiana (alemana), con su fuerte componente de investigación, sino más bien la idea de las escuelas profesionales (“academias”) de la Universidad Imperial, creada por Napoleón I. Con ella llegó la separación entre las profesiones y una visión muy restrictiva de lo que debería ser el conocimiento superior. “Economía, Agricultura, Geología y Mineralogía” en Brasil, por ejemplo, eran concebidas con programas correspondientes a “escuelas técnicas” (Da Silva y Pereira Soares, 1992), y en México se insistía en que “la enseñanza profesional no debe comprender más que lo absolutamente necesario” (Ramírez). Como varias universidades fueron creadas a partir de las escuelas ya existentes, se adoptaron sus estructuras académicas, en una incorporación cuyos efectos son visibles aún en la actualidad. En lugar del poder unificado del claustro académico, aparecieron entonces los nichos de poder en torno a las cátedras. En la federación de facultades desapareció la idea de la unidad en la diversidad (Universitas) y la posibilidad de la formación integral, humanista y científica. Con ello, la ciencia acabó también siendo descartada y se refugió en los institutos. Más tarde, si bien se integró a las universidades, quedó como una actividad al margen de la formación profesional. La enseñanza se transformó en un ritual, con impacto negativo en el avance de las profesiones. Por ello, la universidad fue reemplazada muchas veces por escuelas profesionales y, en una época de revueltas y luchas fratricidas, dejó de tener sentido para el poder civil. En México, el emperador Maximiliano decidió suprimirla en 1865, y no volvería a existir una universidad sino hasta el año 1910.
A pesar de todo, en el siglo XIX, las universidades latinoamericanas lograron formar a un número pequeño, aunque importante, de profesionales. Algunos de ellos llegaron a ser capaces de interpretar su tiempo y, a partir de las experiencias de las invasiones neocoloniales, de la lucha contra el poder eclesiástico y los golpes de Estado, contribuyeron con la creación de las raíces de la vocación laica, antiimperialista y republicana que aún existen en América Latina.
La universidad en el siglo XX
Con el advenimiento de los bruscos cambios sociales que se produjeron a comienzos del siglo XX, principalmente en el Cono Sur (la Argentina, Brasil, Uruguay), en la región andina (Perú, Bolivia, Ecuador) y, más tarde, en México, surgió el tercero y más significativo momento de las universidades latinoamericanas en la relación con sus sociedades.
En esos países, las viejas clases latifundistas y exportadoras ya venían siendo desplazadas por los más modernos capitales industriales y comerciales, prontamente seguidos por los movimientos populares en respuesta a la explotación de los trabajadores y de las comunidades indígeno-campesinas despojadas de sus tierras. Ello hizo posible que grupos y clases sociales, que antes se encontraban en las penumbras, influyeran en el diseño de las transformaciones del Estado. En la Argentina y en Chile, quienes tomaron la iniciativa fueron los inmigrantes y las clases medias y, más tarde, las organizaciones obreras y populares, en un marco de urbanización; en México, lo hicieron ejércitos de indígenas, campesinos y pequeños agricultores que demandaron cambios profundos en el período de 1910 a 1917. En otros países, como Ecuador, Perú y Bolivia, entre las fuerzas impulsoras estaban algunas organizaciones con una fuerte base indígena.
En los países del Caribe, las elites conservaron su poder apoyadas en la venta de caña, banana, café, madera y petróleo, y también en la represión. En Brasil, las oligarquías rurales mantuvieron su hegemonía hasta 1930, pero la inestabilidad mundial de precios y las constantes rebeliones, como la de los “Tenientes”, llevaron al poder a gobiernos que se dedicaron a impulsar reformas sociales. Con todo ello, en América Latina, la transformación de la educación se convirtió rápidamente en una exigencia popular.
En los países en los que esos cambios sucedieron antes y fueron más profundos (la Argentina, Perú y México) apareció inmediatamente la contradicción entre el ascenso y las reivindicaciones de educación de nuevos grupos urbanos y las arcaicas estructuras universitarias que le eran de utilidad al antiguo orden de subordinación de las mayorías. De ahí que, a comienzos del siglo XX, los estudiantes comenzaran a alimentar la utopía de una universidad diferente. En 1907, en el Centro Universitario de Lima, las inquietudes estudiantiles desembocaron en la creación de las Universidades Populares Gonzáles Prada (Tunnermann, 1996). Algo similar había ocurrido en Brasil con el proyecto de la Universidad Popular (1904). Sin embargo, el movimiento más emblemático fue el de la Universidad de Córdoba, Argentina, fundada en 1613. Allí, en 1918, una rebelión de estudiantes anunció, en tono épico, la llegada de una nueva era: “Hombres de una república libre, acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo XX, nos ligaba a la dominación monárquica y eclesiástica”. Ellos enfatizaron la importancia de la conquista de la independencia de la universidad un siglo después de la independencia de las naciones: “Creemos que no nos equivocamos, las resonancias del corazón nos advierten: estamos pisando una revolución, estamos viviendo una hora americana” (Trindade, 2001). De allí surgió una pormenorizada propuesta de universidad para el siglo XX:
Autonomía universitaria, en sus aspectos político, docente, administrativo y económico, y autarquía financiera; elección de cuerpos directivos y autoridades de la universidad por la misma comunidad universitaria y participación de sus elementos constitutivos, profesores, estudiantes y graduados, en la composición de sus organismos de gobierno; concursos públicos para la selección de los profesores y periodicidad de las cátedras; docencia libre (libertad de cátedra); asistencia libre; enseñanza gratuita; reorganización académica, creación de nuevas escuelas y modernización de los métodos de enseñanza; docencia activa; mejora de la formación cultural de los profesionales; asistencia social a los estudiantes y democratización del ingreso a la universidad; vinculación con el sistema educativo nacional; extensión universitaria al pueblo y preocupación por los problemas nacionales; unidad latinoamericana, lucha contra las dictaduras y el imperialismo (Tunnermann).
La mayoría de esas demandas no se cumplieron y el movimiento no escapó al ámbito de las clases medias que buscaban espacio en la educación superior. No obstante, tuvo un fuerte impacto en el imaginario social de los movimientos universitarios de los años siguientes. “Después de 1918, la universidad no se transformó en lo que debería ser, pero dejó de ser lo que venía siendo” (Germán Arciniegas, citado por Tunnermann). Efectivamente, en 1919, los estudiantes de la Universidad de San Marcos, en Lima, hicieron suyos los pronunciamientos de la Universidad de Córdoba, y el movimiento estudiantil de México logró que la universidad pasase de la propuesta de autogestión parcial en 1929, a la de autonomía plena en 1933 (Silva Herzog, 1974). En Brasil, en 1960, la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) se declaró en huelga con el fin de conseguir un tercio de la representación en la gestión universitaria y, en 1968, fue aprobada en el país una ley de autonomía universitaria (Trindade). Empero, en el cambio de siglo (1999-2000), una prolongada huelga de estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) aún reivindicaba la gratuidad, la participación estudiantil (Congreso Universitario) y la autonomía de la universidad con relación a la evaluación de estudiantes por parte de una agencia privada.
Universidad y desarrollo
El dinamismo de la reforma estudiantil se combinó con las crecientes necesidades de conocimiento del modelo de desarrollo que comenzaba a surgir en América Latina. Enfrentando un marco mundial en crisis y las presiones populares, en los años 20 y
30, los nuevos gobiernos nacionalistas de la Argentina, Chile, México y Brasil comenzaron a hacer grandes inversiones, estimularon la industria nacional y el mercado interno, sujetaron corporativamente a los grandes grupos obreros y campesinos y crearon así las bases para un modelo de desarrollo capitalista nacional.
Todo ello se tradujo, inmediatamente, en una importante demanda de graduados de la educación superior, necesarios para cubrir los puestos de trabajo en las dependencias de un Estado y una industria en crecimiento. Como consecuencia, el número de vacantes comenzó a aumentar. En 1950 eran apenas 279.000, número que alcanzaba a un 2% de los jóvenes en edad de estudiar (Winkler, 1989). Por su parte, en 1965 las vacantes ya habían llegado a las 860.000 y más de la mitad de las mismas se encontraba en países en los cuales la reorganización económica y política se había dado antes y en forma más profunda.
Como se puede observar en el cuadro de abajo, a fines de siglo la cobertura en la región había aumentado sustancialmente (en 1990 ya representaba a 6,17 millones de estudiantes), y países como Brasil, México y la Argentina, en ese año contaban con casi un millón de estudiantes. En 2003, el promedio de universitarios en América Latina ya era del 30%. El índice continuaba siendo inferior al de Europa (59%), América del Norte (55%), Oceanía (53%) y sólo superaba al de Asia (16%), además de lo cual, como se puede ver en el cuadro mencionado, la cobertura estaba lejos de ser homogénea.
Privatización de la enseñanza superior
Las diferencias entre países residieron tanto en factores internos como regionales. En palabras de Jaime Lavados, rector de la Universidad de Chile (UC), la crisis de la deuda externa de los años 80 fue una “fisura importante” que afectó a la mayoría de las universidades de los países latinoamericanos. En Brasil, Ecuador y México, aquéllas sufrieron un estancamiento que se pone de manifiesto en el primer cuadro, y que propició el crecimiento de la educación privada.
La deuda generó, además, condiciones tales de subordinación a los organismos internacionales, que abrieron espacio a las reformas neoliberales de los años 90. Sin embargo, en Chile, y debido al régimen militar, las mismas ya se dieron en la década de 1980 (L. Gonzáles, en Mollis, 2003). En Brasil, los gobiernos militares, al contrario de lo que sucedió en otros países, decidieron expresamente no estimular la educación pública a nivel de las licenciaturas y, de esa manera, propiciaron el fortalecimiento de la enseñanza superior privada. Factores de ese estilo explican por qué una parte creciente del avance en la cobertura se dio a partir de la apertura de establecimientos privados. Si en los años 70 éstos correspondían a alrededor del 30% de las matrículas en la región, en el año 2000 ya habían superado a la universidad pública (Trindade, 2001). En Bolivia, por ejemplo, de 47 universidades, 33 eran privadas (Mollis, 2003). El siguiente cuadro ofrece más detalles.
Matrícula en instituciones privadas en países de América Latina
(en porcentaje relativo a la matrícula total)
1960 |
1970 |
1980 |
1994 |
|
Argentina |
15 |
|||
Bolivia |
75 (2000) |
|||
Brasil |
40 |
60 |
65 |
|
Colombia |
45 |
64 |
||
Chile |
34 |
53 |
||
Cuba |
0 |
|||
El Salvador |
69 |
|||
México |
7 |
|||
República |
71 |
Fuentes: Para Colombia y Chile, García Guadilla, en Mollis, 2003. Para Bolivia, Rodríguez y Weise, en Mollis, 2003. Para los restantes, Trindade, 2001.
El crecimiento de la educación privada fue una manifestación temprana de las fuerzas económicas que estaban por detrás, tanto de la educación como de sus efectos. En Chile, por ejemplo, la privatización provocó una distorsión en la oferta educativa, con un fuerte énfasis en las carreras de Administración, Periodismo (Comunicación) y Psicología. Al mismo tiempo, proporcionó una mayor segmentación social en la educación superior y en el acceso a los empleos. Los costos (aranceles y tasas), profundamente diferenciados entre las “mejores” y las “peores” instituciones (y, en consecuencia, entre un abanico de “mejores” y “peores” empleos), redujeron significativamente las posibilidades de movilidad social mediante la educación (Mollis, 2003). En Brasil, México y Bolivia se relatan situaciones similares. De esa manera, con base en el deterioro de la calidad causada por las reducciones de financiación pública en los años 80, se puede decir que, durante el siglo XX, la educación superior en América Latina creció, pero no mejoró.
Problemas y distorsiones
A lo largo del siglo no se logró crear una educación verdaderamente inclusiva, a la cual tuvieran acceso igualitario los hombres y las mujeres provenientes de todos los niveles socioeconómicos, independientemente de ser del campo o de la ciudad, o de su origen étnico. En el caso específico de las mujeres, por más que hubiera habido avances desde 1965, aún en 1990 sólo seis países presentaban una situación aceptable. Como se puede observar en el cuadro de abajo, en ese año algunos países tenían un índice del 30% o del 40% de exclusión, es decir, por cada cien hombres que ingresaban a la universidad, treinta o cuarenta mujeres (de cada cien) no lo lograban.
A pesar de que países como la Argentina, México, Venezuela y Brasil se hubieran empeñado en reforzar la infraestructura de investigación, la situación deficitaria en la ciencia recién se modificó a fines del siglo XX. En Brasil, “a diferencia de lo que sucedió en la Argentina, Chile y Uruguay, donde las universidades públicas fueron desmanteladas”, los militares otorgaron significativos recursos a la investigación, aunque no lo hicieron para ampliar la cobertura universitaria, por temor a la politización estudiantil (Trindade, 2001). Así, en 1984, Brasil ya estaba gastando US$ 1.232 millones por año, un poco más que la Argentina (684 millones), México (442 millones) y Venezuela (252 millones). Esos esfuerzos, sin embargo, son muy reducidos si se toma en cuenta la diferencia en el número de científicos entre los países de América del Norte y de América Latina (2.659 contra 251 por cada millón de habitantes en 1980) y en las proporciones del gasto destinado a la ciencia y a la tecnología como porcentaje del Producto Bruto Interno en ese mismo año (2,33 contra 0,49) (Winkler, 1989). Asimismo, el reducido desarrollo científico se vio influenciado por el hecho de que la industria latinoamericana del siglo XX no generó una ciencia y una tecnología propias, dado que basó su desarrollo en la adopción de maquinarias, técnicas y producción de otros países. Las políticas restrictivas de los gastos durante los años 80 y 90 agravaron la situación de la ciencia dentro y fuera de las universidades.
Un problema adicional de la universidad del siglo XX fue que no hubo una reforma generalizada en la orientación, los contenidos y la pedagogía de las profesiones. En ellas se ha mantenido la enseñanza vertical y la concepción de comportamientos estancados y de distanciamiento en relación con la investigación. La llegada del paradigma de las nuevas ciencias, la formidable revolución científica que tuvo lugar a partir de la Segunda Guerra Mundial (Gonzáles Casanova), pasó desapercibida para prácticamente todas las universidades de la región. Recién en la etapa final del siglo XX comenzaron a explotarse en algunas de ellas modelos universitarios con planificación interdisciplinaria, pero vinculada a procesos de investigación y a profesores de visión más amplia. Además, quedó pendiente una reformulación general de las carreras profesionales orientadas a las necesidades nacionales y locales y al multiculturalismo característico de América Latina.
Como contrapartida, la relativa apertura de la universidad a las clases medias, e incluso a las populares, y la llegada de un creciente número de jóvenes profesores durante los años 60 y 70, acabaron por cambiar el perfil social de las instituciones, ampliar la democracia interna y dar un marco social al estudio y al ejercicio de las profesiones. En consecuencia, la visión aristocrática universitaria comenzó a ceder espacio a reivindicaciones y corrientes que iban desde el socialismo hasta el desarrollismo, y que le dieron un tono muy diferente a la formación universitaria.
En la década de 1970 surgió también con gran impulso un nuevo factor, el sindicalismo universitario. La antigua relación autoritario-benevolente entre la institución y los académicos no lograba seguir conteniendo las necesidades de participación de numerosos jóvenes profesores. De esta manera, el sindicalismo le otorgó un nuevo impulso a la democratización de la vida universitaria, hizo su aporte a la mejora académica (con la estabilidad laboral y la profesionalización de profesores e investigadores universitarios) y puso fin a muchas prácticas (como la contratación unilateral de los profesores) que comprometían la posibilidad de pluralismo en la universidad.
De esa manera, revitalizadas por la libertad académica, por la democracia interna y por la interacción con proyectos nacionales, y a pesar de los gobiernos autoritarios y militares, las universidades latinoamericanas se convirtieron en un protagonista social de primer orden. La presencia de sus cuadros en fábricas, reparticiones, escuelas, organizaciones sociales y políticas y en cooperativas fue significativa, no sólo para la economía, sino también para la democratización de los países de la región. Asimismo, ellas crearon una tradición y experiencia propias de conocimiento superior en cada una de las profesiones como resultado de diferentes condiciones. Las migraciones (muchas veces forzosas) de académicos propiciaron también la difusión de corrientes de pensamiento y contribuyeron con la generación, en cada país anfitrión, de una perspectiva más latinoamericanizada de la universidad.
Universidad y neoliberalismo
En los años 80, el modelo de capitalismo nacional ya se mostraba incapaz de generar el dinamismo económico, los empleos y el bienestar existentes anteriormente. Tomando medidas de austeridad y ajuste, los gobiernos comenzaron a desmantelar los pactos sociales de comienzos del siglo XX y a crear otros nuevos (con los gerentes de capitales nacionales y transnacionales), que abrían la posibilidad de un desarrollo basado en la inserción en la economía mundial. Las presiones de los organismos internacionales y de los gobiernos de Reagan, en los Estados Unidos, y de Thatcher, en Gran Bretaña, no se observaron solamente en la economía sin crecimiento, sino también en la enseñanza superior (Trindade, 2000). Junto con los cambios introducidos por la dictadura militar en Chile desde 1980, se convirtieron en puntos de referencia para una nueva universidad en la región.
El discurso que acompañó a la reforma abrió la perspectiva de mejora en la calidad de la educación, y de una mayor eficiencia y equidad. Ya adentrados en el siglo XXI, sin duda, esos objetivos aún siguen pendientes y la transformación se materializó de forma más clara en una serie de tendencias, la primera de las cuales puede ser designada como sociedad de conocimiento.
En los últimos cuarenta años del siglo XX, el conocimiento se convirtió en uno de los insumos más importantes de la producción y del mercado. Junto con la información (el lenguaje del capital especulativo), conformó así la noción de sociedad del conocimiento (Tunnermann y Souza Chaui, 2003). De ahí que las instituciones de enseñanza superior pronto comenzaran a ser vistas como espacios estratégicos para construir la masa crítica de laboratorio, investigadores y programas de formación de alto nivel, capaces de crear un flujo constante de conocimiento para el dinamismo de una nueva economía. Además, la mundialización y el avance de las tecnologías de información y comunicación hicieron posible la creación de redes y modos que dieron mayor eficiencia y rapidez a esos flujos. Las mejores universidades de los países periféricos, incluso las de América Latina, también integraron dichos circuitos. Además de contribuir con esos procesos mundiales, las mismas funcionaron como estaciones de transferencia y procesamiento de conceptos y tecnologías creadas en otros lugares. Así, la universidad se incorporó, de múltiples maneras –desde los parámetros de lo que debe ser investigado y cómo, hasta el modo de formular la formación de los estudiantes–, al mercado mundial de conocimiento e información. Al convertir a la educación superior en una pieza estratégica de la economía mundial y al redefinir el sentido del conocimiento y de la información, dejó de ser aceptable que la universidad continuase siendo autónoma, dirigida por universitarios y enfocada en las problemáticas nacionales. Desde la óptica de la globalización y del mercado, aquélla pasó a parecer poco pertinente y hasta provinciana.
Carácter empresarial de la universidad
Otra tendencia del proyecto neoliberal se refiere al profundo cambio en la percepción de la universidad en los círculos dirigentes de la enseñanza superior. Aquélla dejó de ser vista básicamente como una comunidad de académicos y estudiantes y pasó a ser analizada desde la perspectiva de la eficiencia y de la conducción gerencial. Ya no aparecía como una institución pública al servicio de los intereses nacionales y formadora de ciudadanos, sino más como una organización inserta en un contexto mundial, sujeta a los mismos análisis e imperativos fundamentales de cualquier empresa u organización en un ambiente competitivo. La tendencia empresarial de la enseñanza universitaria se manifestó también en las instituciones más importantes, mediante la adopción, a través de convenios y alianzas estratégicas, de la perspectiva de las grandes empresas nacionales y de las compañías internacionales como punto de referencia para la reorganización de los planes de estudio, de las líneas de investigación, de la concepción y difusión de cultura (como la venta de cursos) y del propio trabajo universitario. La formación de los estudiantes, por su parte, pasó a ser vista prioritariamente como acceso al conocimiento y a las informaciones necesarias, definidas por la producción y por el mercado.
El binomio computadora-internet se convirtió en el gran instrumento mediador del aprendizaje. Si las profesiones del siglo XIX estaban restringidas a la herencia colonial y a los campos limitados de cada una de ellas, en el siglo XXI la utilidad inmediata y la visión limitada al mercado impusieron grilletes aún más fuertes. A pesar de la interdisciplinariedad y de la búsqueda constante de información y conocimiento, el proceso educativo, más que en la profundidad, se enfocó en las “competencias”, en las “habilidades” competitivas. Asimismo, se popularizaron nuevos modelos de educación superior dirigidos hacia una formación de carácter técnico de corta duración, subordinada al proceso productivo. Con ello, el concepto de “educación superior”, que antes comprendía apenas a las universidades, a las escuelas profesionalizantes y politécnicas, incorporó instituciones más cercanas a la definición de centros de capacitación para el trabajo. En México, por ejemplo, se crearon decenas de “universidades tecnológicas” que, aunque públicas por su origen y su financiamiento, están subordinadas a un consejo directivo del cual sólo participan empresarios y funcionarios civiles locales. La organización del trabajo en las universidades, anteriormente de carácter colectivo y atravesada por múltiples espacios de participación y toma de decisiones, tiende a transformarse en un trabajo individualizado, competitivo y sujeto a una estructura vertical, principalmente con la utilización de modelos fabriles de pago de acuerdo con la productividad. Los estudiantes también son definidos como “clientes” o “usuarios” de los servicios y, por tal motivo, quedan sujetos al pago de crecientes aranceles y tasas.
Evaluación, control y diferenciación
La tercera tendencia de la lógica neoliberal tiene que ver con la evaluación de las universidades, un proceso que surgió en la década de 1990 como mecanismo estratégico para mejorar la educación. La evaluación se mostró extremadamente eficaz para inducir cambios en instituciones, programas académicos, actividades de los profesores y formación anterior de los estudiantes que intentan acceder a una vacante en la enseñanza superior.
Así, las instituciones y los programas de estudio se modificaron, no de acuerdo con las necesidades de la región de los estudiantes, sino según los criterios y requisitos nacionales que regulan su reconocimiento. En la medida en que se aplicaron reglas únicas, comunes a todas las instituciones, se generó una fuerte tendencia a la uniformidad. Lo mismo sucedió con los profesores e investigadores: éstos ajustaron la orientación de su trabajo, el ritmo y el nivel de la producción a los criterios de evaluación que sirven como referencia para determinar quién merece recibir partidas adicionales. Los temarios de los exámenes de ingreso o finalización, por su parte, se convirtieron en puntos de referencia obligatorios para la modificación de los planes de estudio del nivel previo o de las mismas carreras universitarias cuyos estudiantes son evaluados al final del curso.
Los gobiernos y las agencias privadas encargados de la evaluación adquieren, de esa manera, un importante papel en la conducción de instituciones, programas y personas que participan de la educación superior. Al mismo tiempo, esa política introduce como prioritaria la idea de la clasificación (y consiguiente competencia) entre instituciones, programas e, incluso, entre profesores y estudiantes. Es decir, se promueve la utilización de rankings (ordenamiento de mejor a peor), que, además de la competencia constante, proporcionan los datos de mercado necesarios para crear consumidores informados. En la medida en que –como, según fue relatado, sucedió en Chile– ese ordenamiento se refleja en el monto de los aranceles o tasas e, inmediatamente, en el tipo de puestos a los que se logra acceder en el mercado de trabajo, el ranking se convierte en una forma de reorganizar las oportunidades de movilidad social, así como a la misma sociedad. Por otro lado, la
evaluación también se ha traducido en la creciente utilización de instrumentos de medida estandarizados (los tests de opción múltiple) para determinar el acceso y el egreso en la enseñanza superior. Dada la documentada tendencia de dichos instrumentos para –a diferencia de otras estrategias de evaluación– subcalificar a quienes provienen de lugares con baja escolaridad y bajos ingresos, a los integrantes de las minorías étnicas y a las mujeres, ese tipo de evaluación contribuye con la discriminación y la exclusión.
La tecnología avanzada de procesamiento de informaciones también hizo posible la existencia de experiencias de evaluación masivas y simultáneas, en las cuales centenas de miles de jóvenes son evaluados en un mismo día y derivados a la escuela correspondiente de acuerdo con su número de aciertos. Es el caso del procedimiento llamado “examen único” en la zona metropolitana de la Ciudad de México, que se les toma a los 250.000 jóvenes que todos los años intentan ingresar a la enseñanza superior pública. La evaluación, en la medida en que es efectuada por agencias privadas a nivel nacional, que no están sujetas al juicio del público y comercializan sus servicios, privatiza de manera intensa el control sobre los flujos de acceso y egreso en la educación superior. A su vez, también se transforma en una floreciente industria de acceso a la educación.
Universidad, mercado e identidad
La cuarta tendencia parte de la constatación de que, dado su valor y su importancia económica, el conocimiento y la información tienden a transformarse en una mercadería, y la universidad, en su proveedora. De ese modo se han creado mercados internacionales de servicios educativos y profesionales que son regulados por acuerdos de libre comercio entre los países y por la Organización Mundial de Comercio (OMC) en el marco del Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (GATS, según su sigla en inglés). Al firmarlos, los gobiernos generalmente se comprometen a ampliar, lo máximo posible, las áreas de conocimiento patentable, con lo cual propician la comercialización de las actividades de investigación universitaria. También se comprometen a facilitar al máximo, en sus países, la prestación de esos servicios profesionales a través de consorcios, consultorías o profesionales originarios de otros países signatarios. Al efecto, se obligan a crear mecanismos rápidos de certificación y a establecer exámenes multinacionales únicos para cada profesión. Habitualmente, los países signatarios se comprometen también a no crear iniciativas de educación pública que puedan obstaculizar la inversión y la prestación de servicios educativos privados a través de las fronteras.
El mercado educativo internacional dispone, como una de sus “fuerzas motrices”, de la “explosión de nuevas tecnologías de información y telecomunicación” (Mollis, 2003). Ese mercado, aún en sus primeras etapas, ofrece diplomas, certificaciones y apoyo a la formación tradicional, además de cursos de licenciatura y posgrado. La mayoría de dichas iniciativas se compone de programas exclusivamente comerciales que ofrecen títulos de calidad cuestionable. En algunos casos (en México), la educación virtual se propone como una estrategia fundamental para implementar el crecimiento de la matrícula en el nivel superior y desalentar, así, el crecimiento de las universidades públicas autónomas de
investigación, que nacieron del modelo del siglo XX.
Sin embargo, algunos defienden la tesis de que la calidad de las instituciones mejorará con la creación de un mercado educativo. Como señalaba uno de los iniciadores de la evaluación y fundador del organismo privado encargado de la medición de millones de jóvenes de México (el Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior, Ceneval):
a medida que el mercado de profesionales se vaya tornando exigente, los productores de profesionales (las universidades) tendrán que elevar su eficacia […] lo que debemos conseguir es un mercado en el cual el cliente quede satisfecho y el productor (o sea, la institución educativa) se vea obligada a ofrecer una buena calidad. De esa forma, el productor venderá más, ya que el mercado exige diferenciar entre quien hace las cosas bien y quien no las hace bien (Gago Huguert, 1997).
Cabe recordar que el mercado no aparece en América Latina solamente como un conjunto de mecanismos y prácticas que involucran a la educación, sino que se presenta también como una cultura y un ethos necesario para transformar a la universidad y a sus integrantes.
En América Latina falta –según decía un analista en una reunión del Banco Interamericano de Desarrollo (BID)– una cultura individualista como la estadounidense, que podría servir de base para un sistema educativo superior moderno centrado en los mecanismos de mercado (Schwartzman, 1995).
El mercado se presenta, finalmente, como el portal para la integración de los sistemas nacionales de enseñanza superior en uno solo supranacional. Al calor de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), por ejemplo, el director de la Agencia de Información Norteamericana (USIA), dijo:
el futuro económico de Canadá, México y los Estados Unidos depende de que también los académicos cooperen con el desarrollo de un sistema educativo superior en el norte del continente americano (Balcom, 1993. El destacado es nuestro).
De esa manera, en el siglo XXI, la universidad latinoamericana aparece en una vertiente completamente diferente de la del período anterior y en busca de su identidad en el mercado. Lo que tuvo inicio en la década de 1990 fue un cambio radical de orientación, no un proceso de simple modernización y mejoría de la institución.
En búsqueda de una alternativa
Delante de ese cuadro, rectores, académicos y asociaciones universitarias, preocupados con el rumbo que la universidad está tomando, pasaron a buscar acuerdos y mecanismos de integración que, por lo menos, atenúen la orientación mercantil predominante. Existen propuestas, por ejemplo, para reglamentar, en la medida de lo posible, el mercado de servicios de educación virtual a través de las fronteras y los servicios privados. Aún así, un límite legal sólo logra remediar los abusos más escandalosos, y poco puede hacer para garantizar una educación de buen nivel para toda la población. Finalmente, el problema continúa siendo la resistencia de los Estados latinoamericanos a atender, a través de instituciones públicas dotadas de recursos suficientes, la demanda de educación superior de sus respectivas sociedades. Proyectada de cara al futuro, tal situación anticipa la creación de sistemas duales para la educación superior, en los cuales un reducido número de instituciones públicas y privadas “de excelencia” atendería a una pequeña porción de la demanda (en general privilegiada académica y socialmente), mientras que el resto debería ser acogido por instituciones de nivel inferior. Esa perspectiva pone en peligro no sólo la posibilidad de un desarrollo económico en todos los ámbitos productivos y sociales del país, basado en el conocimiento superior de alto nivel alcanzado por los egresados de las universidades, sino también al mismo entramado social y político de las naciones.
La posibilidad de un desarrollo nacional soberano arraigado en la enseñanza superior, aunque abierto a otras culturas e intercambios, difícilmente podrá ser proporcionada por las fuerzas del mercado de la educación. Una perspectiva distinta es la que están ofreciendo fenómenos paralelos y alternativos en la educación superior en diversas partes de América Latina. Grupos sociales, organizaciones y movimientos populares (incluidos estudiantes), con su presencia y resistencia a la llegada de la globalización depredadora y, específicamente, de la educación mercantil (huelga de la UNAM, de México, en 1999), están creando condiciones mediante las cuales será posible comenzar a reproducir los principios generales que mantienen experiencias educativas innovadoras, como la de los sin tierra en Brasil y la de las escuelas autónomas de las comunidades indígenas zapatistas en México (Caldart, 2000, y Aboites, 2005, respectivamente). A ello debe sumársele el surgimiento de las universidades indígenas (Bolivia y México) y de instituciones de educación superior implementadas por grupos de comunidades urbano-campesinas. Las mismas están generando una orientación educativa cuyo punto de partida ya no son “los desafíos” de la modernidad y de la globalización, sino las necesidades locales y regionales de grupos que, utilizando modernas tecnologías, prácticas pedagógicas y una intensa interacción con las comunidades, abren caminos inexplorados hacia la educación superior.
Todo ello pone de manifiesto la posibilidad de que, en un futuro próximo, se establezcan en las instituciones, incluso en los sistemas nacionales, síntesis nuevas de los postulados a favor de la educación superior pública para todos, característicos del siglo XX, con las demandas por inclusión y pluralidad. Ellas son las que están incorporando a la escena a renovados actores sociales (los jóvenes, los pueblos originarios, las organizaciones y movimientos populares), y a las fuerzas sociales y exigencias de cambio que generan la resistencia contra el modelo de desarrollo globalizado y su propuesta de universidad. A medida que esas fuerzas logren influir en la política educativa, se irá abriendo la perspectiva de una nueva etapa de revitalización de la universidad latinoamericana.
Cuadros Estadísticos
Matrícula en la enseñanza superior en América Latina, en porcentaje relativo
a la población con edad correspondiente (1960-2004)
País/ Región |
1960 |
1970 |
1980 |
1990 |
2000 |
2003 |
Cono Sur |
% |
% |
% |
% |
% |
% |
Argentina |
11 |
14 |
22 |
41 (1991) |
52 |
60 |
Chile |
4 |
9 |
12 |
21 |
38 |
42 |
Uruguay |
8 |
10 |
17 |
30 |
36 |
37 |
Región andina |
||||||
Bolivia |
4 |
9 |
16 |
22 |
… |
39 |
Ecuador |
3 |
8 |
35 |
20 |
... |
... |
Paraguay |
2 |
4 |
8 |
8 |
17 |
27 |
Perú |
4 |
11 |
17 |
33 |
… |
32 |
Caribe y parte de América Central |
||||||
Colombia |
2 |
5 |
9 |
16 (1991) |
23 |
24 |
Costa Rica |
5 |
10 |
21 |
33 |
17 |
19 |
Cuba |
3 |
4 |
17 |
21 |
24 |
34 |
El Salvador |
1 |
3 |
4 |
15 (1991) |
17 |
17 |
Guatemala |
2 |
4 |
8 |
… |
… |
9 |
Honduras |
1 |
2 |
8 |
8 (1991) |
15 |
… |
Nicaragua |
1 |
6 |
13 |
9 |
… |
18 |
Panamá |
5 |
7 |
21 |
22 |
44 |
43 |
R. Dominicana |
1 |
7 |
... |
... |
... |
34 |
Venezuela |
4 |
12 |
21 |
29 |
28 |
40 |
Barbados |
1 |
4 |
15 |
18 |
... |
33 |
Guyana |
... |
2 |
3 |
9 |
... |
9 (2004) |
Jamaica |
2 |
5 |
7 |
6 |
... |
19 (2002) |
Surinam |
4 |
1 |
... |
... |
33 |
12 (2004) |
Trinidad y Tobago |
3 |
3 |
4 |
6 |
... |
12 (2004) |
Brasil |
2 |
5 |
11 |
11 |
16 |
21 |
México |
3 |
6 |
14 |
14 |
20 |
22 |
Fuentes: Para los años 1960 y 1970: Unesco Anuario Estadístico 1978-1979. Para 1980 y 1990: Anuario Estadístico 1995. El resto: http//www.uis.unesco.org y www.stats.uis.unesco.org. Los porcentajes están redondeados. La edad correspondiente al ciclo de educación superior no es la misma en todos los países pero se mantiene dentro del rango 18-24 años. Estimaciones (e) de la Unesco o del propio país.
Clasificación de los países de América Latina de acuerdo con el porcentaje
de cobertura de los jóvenes en edad de cursar la enseñanza superior en 2003
50+ |
40-49 |
30-39 |
20-29 |
10-19 |
0-9 |
Argentina |
Chile |
Bolivia |
Brasil |
Costa Rica |
Guatemala |
Panamá |
Cuba |
Colombia |
El Salvador |
||
Venezuela |
Perú |
México |
Nicaragua |
||
R. Dominicana |
Paraguay |
||||
Uruguay |
Fuente: véase cuadro de arriba.
Clasificación de los países según el índice de discriminación por género (1990)
(-0–10%) |
(11–20%) |
(21–30%) |
(31–40%) |
(+ 41%) |
Argentina |
Paraguay |
Chile |
Ecuador |
El Salvador |
Brasil |
México |
Honduras |
||
Colombia |
Venezuela |
|||
Cuba |
||||
Nicaragua |
||||
Uruguay |
Fuente: Datos de la Unesco: Anuario Estadístico, 1995, pp. 3, 235-236. El Anuario indica la existencia de valores negativos (esto es, cuando la matrícula de mujeres es más alta que la de hombres).
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