La asociación entre gastronomía y culinaria podría parecer forzada, y su inserción en una enciclopedia latinoamericana podría considerarse un error. Sin embargo, ha contribuido a desnaturalizar la idea, todavía generalizada, de que nuestra cultura de comer y beber y nuestros modales de mesa son copias o imitaciones de las culturas de los colonizadores, y a dejar de caracterizarlos como “simples” precisamente por haber asumido la condición de excluidos. Otro equívoco es el que adscribe a nuestra cultura gastronómica y nuestra cocina un sentido particular de dependencia, evocando la dimensión mestiza de nuestra formación y definiéndola como particular por haber sido dependiente. En ambos casos se pone de manifiesto una pérdida sustancial de perspectiva que acaba por negar la condición creativa de nuestra cultura.
Nuestra gastronomía y nuestra cocina expresan, por el contrario y de modo claro, las tensiones y los movimientos resultantes de las presiones metropolitanas y las resistencias internas. Las resistencias originales a la cultura de los colonizadores se multiplicaron por todo el continente e influyeron, en momentos diferentes, en las culturas dominantes, marcando principalmente su imaginario. Ello dio origen a lecturas colonizadas como las antes descriptas, que –por mencionar sólo un ejemplo– atribuyen al exotismo el carácter afrodisíaco de nuestras comidas “calientes”, descaracterizando su sentido productivo y asociando los rasgos de nuestra identidad a un universo promiscuo y pobre.
Las tradiciones de mesa de América Latina indican un gusto y un hacer que distinguen a sus diversos habitantes y han determinado desde un comienzo su capacidad de interactuar con la naturaleza demostrando que nada hay de natural en esos procedimientos, que en realidad deben considerarse victorias culturales sobre un medio a veces inhóspito y triste. El uso del calificativo “natural” es errado porque nuestras culturas de mesa realizan una compleja operación de transformación, promoviendo soluciones que fascinan a los europeos justamente porque ellos no imaginan un hacer culinario y gastronómico aislado de las experiencias cotidianas, incluida la política. La “mixtura” puede ser vista, entonces, como un proceso que reconoce la fuerza de sus distintos componentes y por eso mismo no puede considerársela dependiente o periférica, aun cuando su resultado se asemeje al modo de hacer de otra cultura.
Sugerimos cotejar la feijoada brasileña con la paella española, dos platos que realizan el mismo procedimiento de aprovechar todos los ingredientes que antes fueron utilizados en otras preparaciones. Ambos platos indican una cultura de mesa de resistencia, acorde a las necesidades y basada en el cálculo de manutención de la vida y en la negación del desperdicio. Las prácticas de saladura –existentes en diversas partes del mundo– también son formas para almacenar el alimento. Otro aspecto importante –presente tanto en las culturas europeas como en las latinoamericanas– es el cálculo del futuro relacionado con la eliminación de la dieta de animales importantes para la reproducción de su especie, como los pollos o los terneros de menos de un año.
Movidas por esos hábitos y costumbres, ambas culturas preveían el almacenamiento de comidas y bebidas para las estaciones climáticas más rigurosas, lo que engendraba hábitos alimentarios muy diferentes a los actuales –que han transformado la cocina y la gastronomía en experiencias de gusto estético mediante la incorporación de patrones refinados–.
Muchos han pretendido diferenciar el “simple comer” del “comer bien”, lo que conlleva la idea de que, en sus orígenes, la humanidad sólo comía para matar el hambre. Ese tipo de postura ignora que había placer en el acto de comer, acto que también formaba parte de la religiosidad de los pueblos, una manera de celebrar a la naturaleza –para que fuera productiva– o de homenajear a los dioses –para que mantuvieran la abundancia–.
Esa actitud religiosa no se opone a lo profano; más bien es una combinación de ambos aspectos que hace que hoy, por ejemplo, el parroquiano de un bar en cualquier lugar de Brasil, antes de beber la primera copa de cachaza, ofrezca el primer trago al “santo” con el objetivo de sacralizar aquello que va a beber. Del mismo modo, según los hábitos europeos, se besaba la sobra de pan antes de tirarla como una forma de reconocimiento de un acto indebido hacia el Dios católico, pues el catolicismo define el comer y el beber como acciones centrales en sus sacrificios e incluye entre los siete pecados capitales la gula y la lujuria.
Pero las costumbres alimentarias también pueden ser parodias de los límites impuestos por racionalidades foráneas o ajenas y designar abundancia y utopía, como en las representaciones del país de la Cucaña y de la Utopía, o, en Rabelais, en los grandes fastos y banquetes que conmemoraban la llegada a un mundo de iguales.
Las relaciones entre las costumbres alimentarias y la vida cultural son evidencia de que no hay separación entre alimentación y vida cotidiana. Ambas son experiencias vividas, como relata –en El origen de las maneras de mesa– Claude Lévi-Strauss.
La importancia cultural de la alimentación pone en evidencia otras dos cosas: las tensiones entre las colonias y la metrópoli en la etapa colonial y, en las costumbres modernas, entre los patrones alimentarios y la cultura de la comida rápida o la comida chatarra. Desde la formación colonial –y también en los campos de la cocina y la gastronomía–, los choques entre colonizadores y colonizados derivaron en una guerra de símbolos que modificaron los valores de ambos lados, puesto que representaban la lucha excluyente entre esas dos sociedades por el derecho a la vida, la esperanza de futuro y la erradicación del hambre. En las sociedades contemporáneas, el enfrentamiento se trasladó al campo de los hábitos y las costumbres seculares, donde la experiencia del hacer culinario y gastronómico como deferencia o virtud se contrapone a la cultura de la comida rápida, repudiando así la hipótesis de que la hospitalidad es un acto de dependencia o miedo.
En última instancia no debemos olvidar que, entablando una guerra de posiciones, las culturas de mesa no sólo encarnan resistencias, sino también proyectos de cambio. La cultura alimentaria cumple la función de denominar lugares y definir territorios, como si delimitase fronteras reales y simbólicas.
Como todas las demás, esta historia tampoco es simple o lineal. La cocina latinoamericana está regida por dos ejes que son el resultado directo del modo como se formó América Latina. El primer eje es la escisión deseada por la aristocracia criolla y firmemente implantada después del triunfo en las luchas por la independencia: la elite controlando al campesinado, a cuyo cargo quedaron los trabajos rurales y urbanos. El segundo eje es la duda que caracteriza a la identidad latinoamericana. Identidad difícil de definir para el propio latinoamericano y principalmente para quien no lo es. Esas características se reflejan en los aspectos de la cultura latinoamericana que analizamos en este artículo: la existencia y la preservación de dos gastronomías, entendiendo el término como el conjunto de las normas aceptadas para la producción, la presentación y el consumo de la comida, que a su vez es el resultado de la cocina única y peculiar de cada lugar.
Identidad nacional
La gastronomía, muchas veces confundida con un hipotético refinamiento, suele ser calificada de asunto fútil, propio de las columnas sociales de diarios y revistas. Y, por eso mismo, hasta ahora no se la ha considerado un tema de estudio serio. Al calificársela de latinoamericana, se la analiza con la condescendencia reservada a las demás manifestaciones culturales típicas del continente. Esa actitud –en gran medida compartida por los propios latinoamericanos, deslumbrados por las culturas de las potencias dominantes– es comprensible pero carece de fundamento.
Desde el primer tercio del siglo XIX, los países latinoamericanos salieron de su condición colonial manifiesta y pasaron a un estado de independencia. A falta del poder homogeneizador de una metrópoli, el desarrollo de la cultura de nuestros países tuvo un carácter independiente. Pero, con la independencia, las tareas políticas comenzaron a definirse por la necesidad de crear Estados-naciones. Esos movimientos afirmaron el poder de una elite criolla, que trazó sobre el territorio latinoamericano un mapa en el que hasta hoy se puede vislumbrar la separación entre lo rural y lo urbano o, como suele decirse, entre el campo y la ciudad. Para el tema que tratamos, esa dicotomía aportó una gran vitalidad puesto que mantuvo las tradiciones de mesa que, de otro modo, podrían haberse perdido.
Construcción de la gastronomía y del gusto
A nivel social, América Latina se definió en el siglo XIX tras la afirmación de la Revolución Industrial impulsada por el cosmopolitismo de las elites. Éstas procuraron alcanzar un estilo de vida comparable al de sus pares de Europa y América del Norte, incluso en lo que atañe a la gastronomía. Las nuevas actitudes de las elites no alcanzaron, sin embargo, a las áreas rurales –sobre todo a la de la agricultura de subsistencia–, y el universo campesino se mantuvo como un mundo aparte.
El horno a leña perfeccionado por el conde Rumford y después el horno a carbón, el gas, la electricidad y la olla a presión –como asimismo los medios de conservación por frío y por esterilización, y los beneficios de los nuevos medios de transporte introducidos a partir del siglo XIX– quedaron fuera del alcance de la mayoría de la población. La exclusión, paradójicamente, preservó una larga tradición de raíces precolombinas, que tuvo que continuar desarrollándose sin esos recursos. Conservadora como toda tradición, la cocina rural incluye un tesoro de contribuciones antiguas y recientes, entre ellos las reglas de los días grasos y magros de la religión católica, presentes desde la fase colonial.
La cocina rural, pese a todo, absorbió las influencias de sus compatriotas ricos y de los extranjeros residentes en el país. Esa mixtura acabó por definir una gastronomía singular, incluso en aquellas regiones donde predominaban las poblaciones indígenas. Las excepciones –Guatemala, Bolivia y Perú– demuestran que los trueques culturales propiciaron modificaciones a partir de la escasez de productos originales. De este modo, la tradición culinaria de América Latina incorporó lo nuevo sin abandonar lo viejo. Esas prácticas culinarias, asentadas en bases firmes, posibilitaron la estructuración de una gastronomía bien delineada que configura un universo cultural particular, capaz de proporcionar comodidad y placer.
La independencia en la cocina
Los artículos y libros sobre platos típicos de la cocina latinoamericana comúnmente mencionan el uso excesivo de ingredientes como la pimienta –base de la leyenda de la “Gallina a la Moctezuma”, preparada con más de cuarenta tipos de pimienta, que se hizo famosa como la “Venganza de Moctezuma”–. La bibliografía también alude a las influencias de otras cocinas y a su incorporación en el modo de preparar las comidas, sin disimular la ignorancia y la fuerte carga de prejuicio con respecto a la cocina latinoamericana, describiendo apenas su forma sin aventurarse en sus misterios.
Las principales influencias sobre la cocina del continente son: la ibérica, proveniente de los primeros colonizadores; la indígena, propia de los pueblos originarios; y la africana, traída por los esclavos. También se reconocen las influencias de los inmigrantes europeos, sobre todo las de las cocinas italiana, alemana y francesa, de presencia generalmente regionalizada. Las influencias culturales deben considerarse en un marco distinto al de las influencias económicas y del mercado mundial, que acompañaron el proceso de modernización y la decisión de transformar las ciudades de América Latina en grandes metrópolis europeas o se manifestaron en el cruzamiento de distintos hábitos y culturas populares.
El proceso de europeización de la cocina latinoamericana provocó modificaciones radicales en el modo alimentario, introduciendo novedades como el helado de pistacho. La cocina extranjera tuvo que adaptarse a la base material existente, viéndose forzada a usar harina de maíz en lugar de harina de trigo refinada. Las adaptaciones también afectaron los modos de preparar los ingredientes recibidos de la tradición local, con manifestaciones evidentes en la forma final del plato.
Pero el cruzamiento de los hábitos y costumbres populares también acentuó la tradición de las comidas de resistencia, que continuaron siendo reconocidas como las mixturas originales de cada región.
Tanto en el proceso de europeización como en el de cruzamiento de hábitos populares, las influencias trajeron consigo otras tradiciones. La cocina ibérica exportó a América Latina aportes germánicos y árabes. La cocina árabe está presente en los nombres de algunos preparados y en los dulces, tan dulces como los más característicos de aquella región del mundo.
Entre las contribuciones de raíz germánica traídas por los ibéricos –evocadas nominalmente durante las guerras de independencia, cuando los criollos llamaban “godos” a los españoles y sus correligionarios– cabe señalar el uso de la carne, especialmente bovina. La alimentación europea anterior a las invasiones germánicas se basaba en una considerable variedad de cereales. El consumo de carne era raro y estaba vinculado a los ritos religiosos. La alimentación de los pueblos latinoamericanos autóctonos tenía y tiene una base vegetariana: cereales, frutas y legumbres.
A partir de la germanización de Europa, el consumo de carne de vaca y de cerdo se volvió cotidiano. Más tarde, la falta de carne pasó a simbolizar la falta de alimento. En la época colonial, la carne (de vaca, cerdo, cabra y oveja, o bien de ave, principalmente de gallina, según el ganado regional) se convirtió en un alimento común en América Latina. La dieta de carne era suplementada con el producto de la caza, pero la Iglesia regulaba el consumo de todos los tipos de carne y lo prohibía severamente en ciertos días –los así llamados días magros del año–.
Las interdicciones religiosas en América Latina establecieron, al igual que en las metrópolis europeas, el antagonismo simbiótico de las carnes y los peces sin afectar a las legumbres ni a los cereales. El tratamiento básico dado a la carne es el ensopado, en todas sus formas: cazuela, chupe o sancochado. Algunos de estos métodos de cocción también se aplican al pescado, especialmente el chupe. En todos los casos se puede trozar la carne para cocerla con –o separada de– las legumbres. Si se prefiere preparar los ingredientes por separado, primero se cocinan los pedazos de carne –que luego se retiran de la cacerola (de barro, hierro o aluminio)– y después las legumbres, siempre en el mismo caldo. De este modo los sabores se mezclan, o bien se suman. La presencia de líquido en el plato puede ser muy escasa y casi transparente o espesa y opaca como una crema –que también puede ser producto de haber agregado harina de trigo o de mandioca (el pirão brasileño)–. Cada variación es una oportunidad para la cocinera o el cocinero, quien decide según la región donde trabaja y el tipo de carne que emplea. Uno de los platos más famosos preparados de este modo es el chupe de gallina venezolano.
Estos platos casi siempre se sirven acompañados de pan casero o pan de panadería. También pueden ir acompañados de granos de maíz cocidos, y en ese caso se prefiere la variedad de maíz cuyos granos son grandes como avellanas, de consumo corriente en los países andinos. Al terminar el plato, el comensal puede mezclar migas de pan con los jugos restantes o con el grano de maíz esponjoso y ablandado por la cocción, agregando así un nuevo sabor.
Durante la segunda mitad del siglo XX, las clases más acaudaladas de América Latina abandonaron dos hitos señeros de la cocina tradicional: la sopa y el pan. Por dos motivos: la estética corporal y el auge de la comida rápida. Esta última ganó lugar gracias a la atención rápida, además de la manía cosmopolita de querer experimentar la dimensión estimulante de la vida norteamericana y europea. Con la aparición de los locales de comida rápida se divulgaron tanto los ingredientes como los modos de preparación venidos de aquellas latitudes. Con todo, ni la sopa ni el pan están en extinción porque la cocina de resistencia conserva ambas tradiciones.
El maíz: para consumo local y para exportación
La mezcla de cocinas étnicas también contribuyó a la exportación de ingredientes. Veamos el desarrollo de algunos de ellos en el continente americano y su recepción en el exterior.
Muchos piensan que el maíz (zea mays) es el principal aporte de América Latina a la alimentación mundial. Su importancia en el continente americano, no obstante, está más allá de cualquier disputa. Presionadas por la necesidad y las dificultades de alimentar a sus miembros, las sociedades eligen para su base nutricional determinados alimentos “que proveen el consumo calórico esencial y calman el hambre, estimulando una saciedad que tranquiliza y es testimonio de la generosidad divina” (Garine, 1990).
Representativo de esa categoría de alimentos en diversos continentes es el “pan de todos los días”, que polariza las actividades técnicas y sirve de base al cómputo del tiempo y la estructura de la vida religiosa. Exceptuando las alturas andinas y las extensiones selváticas, el maíz desempeña un papel semejante en las tres Américas. En pocos lugares revela tanta vitalidad, hasta nuestros días, como en México. El escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias incluso llega a llamar “hombres de maíz” a los campesinos. Todos los países latinoamericanos actuales tienen cultivos de maíz, pero en pocos lugares el producto todavía se prepara según los métodos tradicionales encontrados por los colonizadores al llegar a América.
Ejemplos interesantes son las variaciones de la masa de maíz coagulada por cocción, como el borí-borí de Paraguay, las humitas o humintas de algunas regiones andinas y las pamonhas y los tamales (“borí” proviene del guaraní, “pamonha” del tupí y “tamales” del náhuatl). La harina de maíz se compra en los almacenes, pero también hay quienes muelen el maíz con piedras y después usan la harina así obtenida para hacer masas o bollos aderezados con sal, pimienta, leche de coco, azúcar y otros ingredientes.
Para los mayas, la importancia del maíz en la alimentación estaba simbolizada en el culto a la divinidad Kan –uno de los Bacabs, los cuatro dioses que sostenían el cielo–. La cocina tradicional de América Central, México, Puerto Rico y República Dominicana tiene como alimento básico la tortilla. Se trata de una especie de pan achatado hecho con maíz nixtamalizado, un tratamiento precolombino que consiste en cocer el maíz en agua hirviendo y con cal antes de molerlo. La cal puesta en el agua, muchas veces obtenida de las cenizas de la chimenea, ayuda a retirar la piel de los granos de maíz y deja un residuo que se incorpora a la harina. El enriquecimiento con cal favorece la liberación y la asimilación de la niacina, una vitamina que evita la pelagra: una enfermedad ligada a la alimentación exclusivamente a base de maíz.
El consumo moderno del maíz es demasiado variado para tratarlo aquí, sobre todo porque buena parte del producto tiene destino industrial. En las Américas, el maíz también se come en espiga (mazorca) o cocido, acompañado con manteca y sal. De este modo se lo consume en las casas de familia, en las calles, y suele ser ofrecido en puestos ambulantes.
La mazorca de maíz no es apreciada por los europeos, aunque cultiven esa gramínea en gran escala y la aprovechen industrialmente para la producción de aceite, la alimentación del ganado y la producción de almidón –tres usos del cultivo que se han generalizado en todo el mundo–.
Otro uso diario del maíz son las palomitas. A pesar de estar asociado a su consumo durante espectáculos –especialmente en el cine– y parecer por ello una creación moderna, las palomitas –llamadas “cabritas” en algunos países, porque saltan en la sartén– son de origen precolombino. Los amerindios tenían decenas de variedades de maíz y naturalmente advirtieron que los granos se inflaban y estallaban cuando eran expuestos al calor. También percibieron, mucho antes de la llegada de los europeos, que, si el almidón del maíz se descomponía en los azúcares que lo formaban, éstos fermentaban. La saliva causa exactamente el mismo efecto durante la masticación del grano de maíz crudo; de ese modo, un recipiente lleno de maíz escupido después de ser masticado se transforma en una bebida alcohólica: la chicha.
La chicha es actualmente una bebida muy común, sobre todo en las regiones andinas. Su producción artesanal raramente se hace por masticación. Pero hasta no hace mucho, en algunos lugares del Altiplano boliviano se podían encontrar grupos que preparaban esa bebida según el método tradicional. En la América Latina actual se emplean toda clase de jugos de frutas para hacer la chicha, de alta graduación alcohólica. La chicha es una bebida dulzona, refrescante, que embriaga a hurtadillas sin que el bebedor se dé cuenta. Aunque se trata de un producto de consumo rural, es común encontrarla en las grandes ciudades de América Latina como producto industrial o como vino fresco.
El pastel de choclo –nombre del maíz en idioma quechua– completa el cuadro de la presencia del maíz en la dieta diaria latinoamericana. Su estructura, preparación y constitución son semejantes a las del Hachis Parmentier, principal plato a base de papa de la cocina francesa. Una capa de maíz molido recubierta de azúcar granulado –sobre una base de carne picada condimentada con cebolla también picada, anís, pasas de uva y rodajas de huevo hervido– sustituye a la papa. Este plato integra tanto el menú casero como el de los restaurantes.
Alimentos a base de productos típicos
Como hemos hecho con el maíz, podríamos pasar revista a los innumerables productos latinoamericanos de origen precolombino que se han ido adaptando con el transcurso del tiempo, como la papa andina, el tomate, la palta o aguacate, el maní, la pimienta y el cacao.
Todos los productos y platos conocidos desde antes de la llegada de los europeos presentan actualmente formas de preparación y de consumo modificadas por la prolongada convivencia con las influencias externas de colonizadores, inmigrantes y visitantes. Los tamales, originarios de México, suelen prepararse con grasa de cerdo y muchas veces se sirven envueltos en hojas de plátano. Es evidente que esto es producto de la influencia de los europeos, puesto que antes de su llegada al continente no había en las Américas ni cerdos ni plátanos.
Las elites urbanas y los cada vez más numerosos miembros de la clase media instruida no acostumbran consumir regularmente los platos típicos de su tierra. Las dos principales causas son las influencias culturales externas y la falta de tiempo que caracteriza la vida urbana moderna. El aforismo de Brillat-Savarin se aplica perfectamente: “Dime qué comes y te diré quién eres”. Ese “qué comes” debería, sin embargo, incluir el “cómo comes”.
Las diversas dimensiones de la gastronomía explican las distinciones sociales y hasta las desigualdades económicas. Para asegurarse un aura de superioridad, las elites americanas aprenden a comer como (y lo que) comen los europeos. Sin embargo, es fácil observar que, en momentos de relajación e informalidad, todos los latinoamericanos, independientemente de la clase social y el género, adoptan las costumbres y la gastronomía de sus lugares de origen o de residencia... como si volvieran al regazo del pan de cada día.
Bebidas mestizas
La gran variedad de la cocina latinoamericana se debe también a la extensa gama de productos disponibles y a la convivencia y la mezcla de innumerables razas y tradiciones culturales. Gracias a la existencia de una cocina mestiza con casi medio milenio de práctica y experiencia, la variedad de productos ofrecidos por el artesanado y la industria latinoamericanos es vastísima, lo cual ha hecho posible el surgimiento de gastronomías tanto livianas como pesadas, de acuerdo con las posibilidades de sus practicantes.
Entre las bebidas alcohólicas latinoamericanas cabe mencionar algunas de importancia mundial. Los vinos argentinos y chilenos tienen reputación internacional, debido en parte a la herencia ibérica. Las exportaciones de vinos uruguayos y brasileños también han ido en aumento. Colombia, famosa por su café, también puede enorgullecerse de marcas de vino tan importantes como Marqués de Puntalarga y Casa Grajales, que mejoran con cada vendimia. Lo mismo puede decirse de algunos vinos mexicanos como el Monte Xanic y de las cepas venezolanas de las Bodegas Pomar.
El prestigio de la producción vitivinícola en Bolivia y Perú se ha visto oscurecido por el de la fabricación de aguardientes como el pisco, obtenido de la destilación de la uva. El pisco peruano se vende en el mundo entero, lo mismo que el tequila mexicano. El pisco boliviano –el singani– recién ha comenzado a conocerse fuera del país. Se trata de un aguardiente de excelente calidad, cuyo aroma especial es producto de los métodos de cultivo de la uva introducidos por los españoles en el siglo XVI en el valle de Cinti, departamento de Chuquisaca, y el valle central de Tarija.
El singani es un ejemplo de lo que podríamos llamar la “América por descubrir”, al igual que la cachaza brasileña, que recientemente ha comenzado a llegar a los mercados internacionales.
Tubérculos, tomates y pimientas
En algunos casos, la exportación de productos agrícolas latinoamericanos no fue acompañada de la adopción de los modos locales de preparar estos alimentos. Es el caso de la papa de origen andino, que llegó al resto del mundo y se convirtió en alimento nacional en varios países, pero sin que se propagaran los distintos usos que los habitantes del Altiplano le otorgan.
Fuera de Perú y Bolivia no se encuentra nadie que sepa qué es el chuño y mucho menos cómo prepararlo. Es una papa secada y congelada a la intemperie en las alturas hasta que queda reducida a una pelotita negra, mucho más pequeña que la papa original. Es una excelente forma de conservar el alimento.
La oca, el olluco y la mashua son otros tubérculos muy utilizados en las cocinas andinas –tanto en las alturas como al nivel del mar–, desde Venezuela hasta el norte de la Argentina. Fuera de esa región, son totalmente desconocidos. Un caso sorprendente y que comienza a sufrir cambios es el de la quinoa, recientemente descubierta fuera de Bolivia y Perú, si bien había sido sustento fundamental de los amerindios incaicos y preincaicos, ya que formaba parte, junto con el trigo, el arroz, el maíz y la papa, del grupo de alimentos básicos de esas civilizaciones.
Como hemos visto, los elementos de la cocina latinoamericana dieron origen a construcciones gastronómicas locales que todavía hoy siguen floreciendo. Individualmente y separados de su cocina de origen, algunos de esos elementos transcendieron las fronteras nacionales y continentales. A los ya señalados cabe agregar el tomate, tratado como hortaliza a pesar de ser una fruta. Su presencia en la cocina de prácticamente todos los países europeos ha llevado a algunas personas a olvidar que ese vegetal era completamente desconocido en aquel continente antes del siglo XVI.
Un ejemplo similar es el de las pimientas caribeñas y mexicanas, de una variedad imposible de enumerar. La páprika fue confundida con el ají (nombre arahuaco de la pimienta capsicum propia de las Américas), más tarde conocido como chile, y con la pimienta de origen oriental (piper nigrum) difundida por los venecianos y portugueses entre los europeos. El propio Cristóbal Colón escribió a los reyes españoles para informarles que había encontrado en el continente “pimienta en vainas, muy fuertes pero no con el sabor del Levante”. No tenían el sabor de las pimientas levantinas porque ni siquiera eran pimientas, pero el nombre quedó. Objeto de intenso comercio desde aquel entonces, siguen siendo uno de los ingredientes y aderezos más importantes de la cocina latinoamericana. El cultivo, introducido más tarde en Hungría a través de Turquía, encontró condiciones favorables en la región de Szeged, en las cercanías de un convento franciscano. Con el nombre de páprika –del latín piper, vía lenguas eslavas–, entró definitivamente en la cocina húngara a partir del siglo XIX. Actualmente se suele creer que la páprika es un ingrediente y aderezo de origen húngaro.
La palta o aguacate y el zapotillo, del que no sólo se aprovecha el fruto, sino también la savia (que dio origen al chicle), son otras frutas de gran difusión, junto con la chirimoya, la guayaba y el mamón. La difusión del maní (cacahuete en algunos países hispánicos) fue extraordinaria en virtud de su consumo crudo o tostado, o bien para extraer su aceite. En Asia se utiliza directamente como ingrediente y, sobre todo, para producir aceite. El maní es uno de los principales productos agrícolas en la mayoría de los países, en particular en los Estados Unidos –donde la industria del cultivo y sus beneficios está muy desarrollada–. Todavía se consume tostado, como en la mayoría de los lugares, pero también como golosina nacional en forma de mantequilla de maní.
Dos plantas básicas para la alimentación popular difundidas en todo el planeta son el frijol o poroto, según el país de lengua española, y la mandioca, introducida en África por los portugueses traficantes de esclavos. La mandioca se propagó en ese continente debido a su poder nutritivo y a la facilidad de su cultivo y almacenamiento, puesto que es una raíz que se puede dejar en tierra hasta el momento de ser usada.
De las carnes importadas a las parrillas
No existen registros de consumo de carnes y leche animal –o de sus derivados– en la América precolombina. En América del Norte, los indígenas comenzaron a cazar búfalos recién a partir del siglo XVIII, después de haber tenido acceso a los caballos. En América Central y del Sur no había animales de gran porte. Como el ser humano no ingiere predadores carnívoros, el consumo se limitaba a la carne de crianza doméstica y a la que era producto de la caza de animales pequeños –como la vizcacha– y algunos de mayor tamaño –como los tapires, los pavos o guajalotes (como los llaman en México), el techichi (un perro pequeño sin pelo) y también, en la región andina, la llama y la alpaca–. Como el maíz no sirve para panificación, el pan no se conocía en el continente antes de la llegada de los colonizadores. El cultivo americano sirve para hacer harina y preparar hojas de pasta cocida, pero no se le puede agregar levadura debido a la falta de gluten. Ello impide que retenga los gases que hacen levar la masa del pan, como ocurre con el trigo. Lo mismo puede decirse de las otras harinas que existían en las Américas antes de la colonización. Una vez instalados en América Latina, los colonizadores también implantaron su arte culinario, importando los productos que estaban acostumbrados a consumir y cultivando aquellos que se aclimataron a la región.
La ganadería encontró terreno propicio en varios países, especialmente en la Argentina, Uruguay y Brasil. Debido a la disponibilidad de carnes de vaca, oveja y cerdo se comenzó a consumir asado, un plato cuya técnica evolucionó a partir de métodos indígenas como la barbacoa, que consiste en hacer el fuego en el suelo y colocar la carne en un hierro o en el espacio cavado para encender el fuego.
En muchos lugares se conservó la costumbre de asar la carne en espetos verticales. Pero la forma más común son los asados en espetos horizontales. En las regiones con tradición de cría de ganado, la preparación del asado –a la parrilla– tiene reglas y cuidados especiales y existen cofradías de aficionados dedicados a su práctica y preservación.
Actualmente, incluso en las ciudades más pequeñas de las tres Américas, las parrilladas (steak houses, churrascarias, barbacoas) ofrecen carne, principalmente de vaca pero también de otros animales, asada al gusto del cliente. En Brasil, en las últimas décadas del siglo XX, fue inaugurado el servicio de churrascarias rodízio, donde por un precio fijo el cliente puede comer todo tipo de carne, sin límite, hasta saciarse. Ese tipo de servicio ha sido adoptado en otros países, incluso en los Estados Unidos.
¿Café o chocolate después de comer?
El café y el chocolate son dos productos sumamente interesantes por sus trayectorias. El café llegó a las Américas desde afuera y, a partir de entonces, construyó la fortuna de Brasil y Colombia. Es una planta proveniente de una franja de territorio cercana al mar Rojo, en África o Asia Menor, que encontró en América y el Caribe un suelo y un clima tan favorables que desde allí se lanzó a la conquista, por demás exitosa, del resto del mundo. Eso ocurrió mucho antes de que fuera transplantado a otros lugares, como a la África subsahariana. En general, la aclimatación dio buenos resultados. En algunos casos la adaptación fue tan completa que hoy se dice que el café oriundo de Jamaica es el mejor o uno de los mejores del mundo.
Brasil produce excelentes cafés, aunque en el exterior su producción se conoce antes por la cantidad que por la calidad. Aunque de uso frecuente en todo el país, el café no es objeto de ninguna atención especial ni de consumo interno elevado; en Brasil se consume menos café que en varios países del hemisferio Norte. Colombia comercia con éxito su café en el mercado internacional, que lo define como un producto de calidad superior. En el país se bebe el café en “tintos” –pequeños pocillos de café muy cargado–, siguiendo un estilo casi ritual.
El cacao (chocolate) tuvo otro trayecto. Cortés y sus hombres lo descubrieron en México y lo llevaron a España, donde fue adoptado con el mismo fervor que habían manifestado los colonizadores españoles en México, especialmente las mujeres de la colonia. Caro y muy buscado, su preparación al modo azteca fue adaptada al gusto europeo. La adaptación consistió en dejar de prepararlo con pimienta, maíz y productos semejantes, más salados, y utilizar solamente otros productos que también empleaban los aztecas, como miel, vainilla, clavo de olor y especias varias, incluido el polvo de ámbar. El consumo del chocolate fue durante mucho tiempo un lujo sólo accesible para la aristocracia europea. Se crearon tazas especiales para servirlo una vez preparado, lo que normalmente implicaba batir el chocolate hasta que se pusiera espeso –idea que ha quedado fijada en el dicho español, muy difundido también en América: “Las cuentas claras y el chocolate espeso”–. El chocolate obtenido por la infusión de las semillas tostadas del cacao una vez fermentadas y molidas era, en el México azteca, una bebida refrescante. Al pasar a manos europeas cambió de carácter, de consistencia y de temperatura. Fue conservado en estado líquido y recién en el siglo XIX, en plena Revolución Industrial, se desarrollaron procesos de mixtura del chocolate con la leche para producir barras duras a un costo lo suficientemente bajo como para que se volviera una golosina popular. Todos esos objetivos fueron alcanzados a comienzos del siglo XX, dando origen a una industria mundial.
Lo peculiar de esa evolución es que la tecnología, el know-how, de la fabricación del chocolate moderno (o chocolate en barra, endulzado, preparado con leche) fue desarrollada y perfeccionada en los países del norte, que no tienen cacao: Holanda, Bélgica, Francia, Suiza y los Estados Unidos. Los países de donde proviene el cacao, como México, Venezuela –cuyo cacao tiene la reputación de ser el mejor del mundo– y los países de América Central se limitaron a exportar la materia prima –el cacao– y a importar el chocolate. Todavía más extraño es el caso de Brasil, donde el cacao crece espontáneamente en la selva amazónica.
Los colonizadores portugueses comenzaron a plantar cacao en el siglo XVII, en Bahía, donde ninguna característica del terreno era propicia para su cultivo. En las primeras décadas del siglo XX, sin embargo, la producción bahiana alcanzó su apogeo y mantuvo la delantera hasta los estragos provocados por una peste hacia fines de la década de 1980. Durante ese período se instalaron varias fábricas de chocolate en Brasil, siendo Garoto la más importante y duradera, en el Estado de Espíritu Santo, que curiosamente no se abastecía con cacao de la vecina Bahía. Esa fábrica todavía produce el 3% de la materia prima utilizada por los chocolateros internacionales, que prefieren iniciar su trabajo con semimanufacturados. La fábrica Garoto operaba –y opera– con equipamientos y métodos europeos. Más de la mitad del mercado global de productos básicos, extremadamente concentrados, es abastecida por la compañía belga Barry Callebaut.
El chocolate, tan importante en la época precolombina, hoy se consume en las Américas en su forma más popular: las barras dulces. El chocolate fino o de calidad (en ciertos casos el único compuesto realmente por chocolate, ya que muchos de los productos populares usan grasa y aromas artificiales), prácticamente sólo se fabrica en Europa, en países como Suiza, Francia y Bélgica que lideraron el desarrollo de las máquinas y los métodos de producción. Una vez más, la masificación separó por completo el producto popular del auténtico, que se transformó en un artículo de lujo. En América han perdurado algunas señales y recuerdos del antiguo uso del chocolate. En Colombia se bebe el chocolate santafereño: una jarra de chocolate caliente acompañada de una rebanada de pan con queso. Tradicionalmente el queso se coloca dentro del chocolate. Pero es en México donde los platos preparados con chocolate sorprenden más a los extranjeros, manteniendo algo de su esplendor en el mole poblano. La migración del cacao a Europa después de la conquista dejó sus huellas en algunas cocinas regionales españolas y sicilianas.
¿Hacia dónde va nuestra cocina?
La diferencia entre las comidas rural y urbana en América Latina atravesó un proceso de relajación al ritmo de la evolución demográfica y el crecimiento urbano. Todavía es posible encontrar en muchos lugares la comida tradicional preparada según los métodos antiguos, pero lo más común son los platos con los mismos nombres, aunque con sabores diferentes a los de otrora y casi siempre preparados en forma semiartesanal o completamente industrializada. Los productos comerciales listos para el consumo –o sus ingredientes– se pueden encontrar fácilmente en las ciudades. Sus consumidores no son sólo oriundos del interior, sino también nativos de las ciudades, ya sea por placer o por curiosidad, en una especie de turismo gastronómico sin salir de casa. O incluso como una manifestación de creencia política, o de interés y respeto por las raíces nacionales.
En los restaurantes y las casas particulares, como asimismo en los recintos colectivos de colegios, fábricas y oficinas, la alimentación depende del horario y de los costos. En las principales ciudades latinoamericanas se pueden consumir platos de la cocina nacional e internacional; esta última es casi siempre una reformulación local de algún plato conocido. En las casas familiares, el “menú variado” –por tratarse de una vitualla indefinidamente repetida– se basa en platos tradicionales modificados por el hábito cotidiano. Lo cierto es que, después de la Segunda Guerra Mundial, la uniformidad y la estandarización de la gastronomía se han venido acentuando en virtud del desarrollo de los medios de comunicación y de propaganda que se valen de las celebridades como referencias comunes, y masifican no sólo los patrones de belleza, sino también la moda en las comidas.
La ansiedad respecto de lo que nos llevamos a la boca es tan corriente en América Latina como en el hemisferio norte. Las actitudes y estilos “personalizados” se han generalizado, dando lugar a la aparición de restaurantes y almacenes especializados que garantizan el abastecimiento de alimentos más saludables que los corrientes. Los supermercados también han instalado departamentos y secciones de comida orgánica y productos especiales. En medio de todos estos cambios dictados por el ritmo frenético del comercio, a veces se lanzan modas relacionadas con la tradición. A pesar de todo, no es raro encontrar personas que mantienen vivas las prácticas más tradicionales, aunque cada vez son menos. Y es fácil encontrar, en calles y oficinas, personas que toman mate en calabaza... y muchas veces son las mismas que también beben yogur light.
Más allá de la convergencia de lo rural y lo urbano, los hábitos de los diversos países también se están uniformando. Un aspecto característico de la vida alimentaria latinoamericana es la semejanza de costumbres entre los países que la componen. Las diferencias alimentarias entre los latinoamericanos dependen menos de las nacionalidades que de las clases socioeconómicas.
A manera de nota culinaria final, cabe señalar que la convergencia cultural y alimentaria parece ir acompañada por la sorprendente y clara actitud de los latinoamericanos respecto del mar. Existe una diferencia muy grande entre la actitud de los pobladores de la costa atlántica, que se contentan con retirar del mar solamente peces, algunas algas y mariscos –completando sus comidas con cereales, frutas y verduras–, y la de los habitantes de la región del Pacífico, que extraen mariscos, crustáceos, peces y algas en cantidad suficiente para prescindir, si fuera necesario, de otras fuentes de alimento. Últimamente ha aumentado el comercio entre los países de ambas costas, debido principalmente a la transferencia de los hábitos alimentarios. Es probable que, con el tiempo, el extranjero que visite cualquier parte de América Latina termine alimentándose como si estuviese en su propio país, hecho que traerá ganancias pero también pérdidas considerables.
Bibliografía
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