Varios países de América Latina iniciaron casi simultáneamente la realización de filmes documentales en los años 1950. La novedad fue que tal producción abordaba problemas regionales que afligían a los respectivos pueblos. El argentino Fernando Birri realizó Tiré dié (1960); el brasileño Linduarte Noronha fue responsable de Aruanda (1959-1960); los cubanos Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea filmaron el cortometraje El mégano (1954). En Perú se destacó la Escuela de Cuzco, un grupo de nuevos cineastas liderado por Manuel Chambi, cuyo primer corto fue Rostros y piedras (1956), que codirigió con Luis Figueroa. En Uruguay apareció Ugo Ulive, con La espera (1951). La venezolana Margot Benacerraf dirigió los documentales Reverón (1952), cortometraje, y Araya (1958), largometraje. A partir de la iniciativa de esos pioneros y durante las décadas siguientes, una gran cantidad de realizadores filmó documentales con preocupaciones sociales, y algunos se convirtieron en clásicos del género. En esa línea se destacan las carreras de Fernando Solanas (Argentina), Jorge Sanjinés (Bolivia), Eduardo Coutinho (Brasil), Patricio Guzmán (Chile) y Santiago Álvarez (Cuba).