El caso de monseñor Oscar Arnulfo Romero, mártir de la Iglesia católica en El Salvador, es el de aquellos que asumieron, en la condición eclesiástica, la defensa de los pobres y, por lo tanto, no sin contradicciones, la participación religiosa y política de sus subordinados.
Nacido el 15 de agosto de 1917, Arnulfo Romero se ordenó sacerdote en 1942 e inició una intensa acción pastoral por diversas diócesis de su país. Al comienzo de la década de 1970, comenzaron a tomar cuerpo los lineamientos del Concilio Vaticano II y la Conferencia Episcopal de Medellín al defender la “opción por los pobres”.
En aquel momento, bajo la influencia de la Teología de la Liberación, las Comunidades Eclesiásticas de Base comenzaron a multiplicarse por el territorio salvadoreño, movilizándose contra un régimen opresor. La respuesta de las fuerzas oficiales no tardó: asesinato de líderes religiosos, torturas, amenazas y extorsiones.
En 1974, el padre Romero denunció la brutal represión contra el campesinado, enviando una carta al presidente de la República. Tres años después fue designado obispo de la Archidiócesis de San Salvador, cuando aumentaban las amenazas y los asesinatos de los escuadrones de la muerte contra sacerdotes católicos. Ante el agravamiento de la crisis política, el obispo Romero se convirtió en el principal denunciante de los abusos y de la violencia cometidos por los organismos de seguridad en todo el territorio.
En su última homilía sintetizó el sentimiento de los marginados, perseguidos y reprimidos. Y concluyó con una súplica a los miembros del Ejército y las fuerzas de seguridad para no matar a los campesinos:
Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: No matar [...] Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. En nombre de Dios y de este pueblo sufrido [...] les pido, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, CESEN LA REPRESIÓN.
El 24 de marzo de 1980, Arnulfo Romero fue asesinado con un disparo en el corazón, mientras oficiaba una misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia.
Él era consciente de los riesgos que corría. Poco antes se había salvado de un frustrado atentado en la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús. El rencor contra su opción pastoral se traslucía en los periódicos y en las calumnias y amenazas anónimas contra su integridad física. Los sectores del gran capital, los militares fascistas, Roberto D’Aubuisson, líder del escuadrón de la muerte salvadoreño y fundador de la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), y algunos obispos y sacerdotes conservadores divulgaban esas calumnias. Éstas llegaron al papa Juan Pablo II, que “reprendió” a Romero por la vehemencia de sus palabras. En 1980, él se reunió en Roma con el papa para ofrecerle información segura sobre la terrible situación del país. Además, envió una carta a Jimmy Carter, presidente de los Estados Unidos, pidiéndole que cesara el apoyo militar a las fuerzas de represión del gobierno salvadoreño.
Quien fue llamado “la voz de los sin voz” obtuvo un importante reconocimiento internacional: en 1978 fue nombrado doctor honoris causa en la Universidad de Georgetown, en 1979 fue propuesto para el Premio Nobel de la Paz y en 1980 recibió el doctorado honoris causa de la Universidad de Lovaina.
El mayor homenaje que el pueblo salvadoreño ha podido rendirle fue la asistencia masiva a su entierro, repleto de campesinos, obreros, excluidos y hasta algunas familias de la elite que le tenían afecto. En el trayecto, una fuerte represión dejó más de treinta muertos y cerca de trescientos heridos.
Las investigaciones de la Comisión de la Verdad, llevadas a cabo por las Naciones Unidas, señalaron como autores intelectuales y responsables por el asesinato de Romero al ex mayor Roberto D’Aubuisson y al capitán Álvaro Saravia. Éste fue considerado culpable del magnicidio a fines de 2004, en un juicio civil realizado en California. Sin embargo, una ley de amnistía en El Salvador dejó sin condena esa y muchas otras atrocidades.