La Constitución Política de 1991 no fue un producto coyuntural. Su origen se remonta a una etapa en la cual las condiciones de solidez y estabilidad del régimen político eran otras. La reforma respondía a la necesidad de revitalización del régimen político y, al mismo tiempo, representaba el propósito de reordenación del aparato político de la sociedad. Tal reforma exigía una envergadura similar a la que fue necesaria en los años 30 para incorporar las tendencias dominantes de la época, las cuales se expresaban en el keynesianismo y en las orientaciones del Estado de bienestar.
La estructura del sistema jurídico-constitucional anterior no había sido diseñada para el proceso de privatización de las empresas públicas ni para someter el gasto público (principalmente el social) a lo que se creía ser la demanda de los particulares. Tampoco preveía la generalización de las relaciones de trabajo precarias, la apertura económica o la eliminación de los subsidios. No estaba siquiera organizada para transformar al mercado en juez supremo del destino de los recursos y de la distribución de los ingresos, de la riqueza y del consumo.
La organización del Estado colombiano no podía continuar siendo la misma si pretendía hacer frente al problema del desarrollo (y de sus diferencias con relación al siglo XX). En tal sentido, no se trataba de una reordenación de competencias entre las ramas del poder público, sino de transformaciones que permitieran una adecuación más flexible de los aparatos del Estado a las exigencias del mercado y que posibilitaran el cumplimiento de sus funciones bajo las mismas reglas de eficacia y eficiencia propias de las unidades privadas. La consagración de los nuevos principios no fue una tarea simple. Los criterios que presidirían el accionar del Estado eran fáciles de aplicar. Sin embargo, por tratarse de algo novedoso, eran difíciles de formular tanto en la teoría como en la práctica.
La nueva Constitución de 1991 avanzó en los criterios y orientaciones de una reforma estatal armónica con la nueva época del capital, que había empezado a gestarse y a ponerse en práctica muchos años antes, cuando aún no estaba de moda hablar de neoliberalismo y globalización.
Se trataba de introducir la tendencia de que el Estado minimizara su papel y redujera las posibilidades de ampliar su participación en el cumplimiento de las llamadas misiones sociales. Y es por ese motivo que, a lo largo de su articulación, subyace el espíritu de la nueva era del capitalismo escondido bajo el disfraz artificioso de una amplia y prolífica declaración de los derechos fundamentales y de derechos de todas las generaciones. En efecto, por detrás de la afirmación de la nueva esencia participativa apareció una redefinición del carácter y de la misión del Estado, presidida por los criterios de eficacia, economía y celeridad, no para una intervención amplia en la economía, sino con el único fin de orientar y regular las fuerzas del mercado.
Para ello se procedió a una revisión del contenido funcional y de las relaciones entre los sectores del poder público, principalmente entre el ejecutivo y el legislativo. Se redefinieron los principios de las finanzas públicas y se robusteció la consagración de los derechos humanos y económicos, sociales y culturales, mas todo ello en el contexto de una descaracterización del rol del Estado en su reconocimiento y garantía, remitiendo todo a las relaciones privadas y a la responsabilidad ambigua y difusa de la sociedad, de la familia o del individuo mismo, muy a tono con la idea dominante de que el Estado debía desprenderse de esa carga social.
En otras palabras, se consagró expresamente el principio de la eficiencia en la gestión pública, el señalamiento de la realización de las necesidades básicas como criterio central de los gastos estatales y el reconocimiento explícito de que la responsabilidad del Estado no sería propiamente de oferta directa de bienes y servicios sino de orientación y coordinación. De esta manera se admitía, en todos los campos, la indispensable participación del sector privado y el proceso de internacionalización de la economía como algo inevitable. A ello se sumaba una mayor flexibilidad para la organización de la estructura administrativa en todos los niveles, la transformación del sector jurisdiccional y la consagración constitucional de la participación comunitaria y de la consulta popular, fórmulas que permitirían convertir a las antiguas responsabilidades estatales en atribuciones de la ciudadanía y de la comunidad. En esa línea se incluía también la modernización del régimen de control monetario, del planeamiento y de la hacienda pública, la instauración del control fiscal de gestión y resultados, y el abandono de la responsabilidad estatal en materia de derechos económicos, sociales y culturales, los que deberían ser satisfechos en términos mercantiles.