Aunque por su naturaleza misma de expresión audiovisual que sintetiza varias artes simultáneamente, en el espacio y en el tiempo, el teatro es un hecho colectivo, el concepto de creación colectiva abrió una opción estética, ética e ideológica en la escena latinoamericana de los años 60-70. Para algunos, característica de un método de creación; para otros, de una actitud, la creación colectiva ocupó un espacio protagónico en el movimiento del nuevo teatro.
Manuel Galich la entiende como un regreso a los orígenes del teatro, nacido de la necesidad colectiva de expresión, cuando el espectáculo, inicialmente ritual, contaba con la plena participación de todos los miembros de la comunidad a la cual se dirigía.
La creación colectiva se grabó en el espíritu insurgente y de reivindicación que alumbró a América Latina con la Revolución Cubana. Surgió en los años 60, buscando un verdadero teatro latinoamericano, que supliera la ausencia de una dramaturgia que abordara las necesidades de los pueblos; que enfrentara, a través de lenguajes teatrales auténticos y elaborados, injusticias, dominación imperial, demagogia, deformaciones de la historia; que se ocupara de problemáticas actuales, aproximara el teatro a las masas y creara un nuevo público.
La creación colectiva favoreció la comprensión del trabajo del actor en un sentido mucho más integral, como creador que investiga y se involucra con la problemática que va a desarrollar, propone y discute soluciones escénicas y es corresponsable de todo el proceso.
Fuentes
Uno de los grandes maestros de la creación colectiva latinoamericana fue Enrique Buenaventura, director del Teatro Experimental de Cali (TEC), en Colombia. El grupo fue el primero en elaborar un estudio sobre lo que, en principio, se consideraba una metodología de trabajo necesaria para modificar la autoridad del director como elemento dominante de la creación. Esto amplió la participación de los actores e impuso la improvisación como punto de partida e instancia para armar y desarmar el texto. Se configuró una manera más objetiva, colectiva y metódica de análisis textual.
Buenaventura declaró que la creación colectiva “no es estrictamente un método, como el de Konstantin Stanislavski. Es algo mucho más empírico, una forma de montar las obras. Yo diría que es un método de puesta en escena”, y concibió el texto en escena como una escritura viva.
La creación colectiva no niega al dramaturgo, ni al escenógrafo, ni al músico, ni al público, sino que favorece la más plena interacción. Al terminar la función, era costumbre del TEC, como de otros grupos, abrir un debate con los espectadores.
La creación colectiva se vale de diversas fuentes: recupera la tradición popular y nacional, revisa las teorías de los formalistas y estructuralistas rusos, se apropia de los estudios de semiología, aprovecha el legado de la antropología teatral con nociones como dramaturgia del actor, entre otras. El grupo, al elaborar sus propuestas, no necesita partir de una obra escrita, sino que crea un texto escénico que incluye lo verbal.
La práctica cubana del Grupo Teatro Escambray, en los años 70, al abordar problemas específicos de la región, propició una participación activa de los espectadores, que llevó a la modificación de la estructura de las obras. En esta experiencia, la creación colectiva mantuvo siempre el respeto por la individualidad; y los textos, en su mayoría, aunque resultaran del proceso de investigación del grupo, eran firmados por un dramaturgo. Fue el caso de obras como El paraíso recobrao (tres versiones) y La vitrina, ambas de Albio Paz, o Las provisiones, de Sério González –dos actores que se volvieron dramaturgos–. Lo mismo ocurrió con otro grupo cubano, el Cabildo Teatral Santiago, al rescatar el teatro de relaciones, una forma dramática desarrollada por las clases oprimidas durante la colonia, en Santiago de Cuba.
Santiago García, director del Teatro La Candelaria, otro de los líderes y teóricos de la creación colectiva, considera:
Es una estructura que va de arriba hacia abajo y que va sumando habilidades. […] Creo mucho en la función del grupo en el arte, pero muchas artes, como la literatura o la poesía, no se prestan a eso. Incluso en la música es muy difícil encontrar una composición de alta calidad compuesta colectivamente. En la danza y el teatro sí, y curiosamente se aproximan al concepto de invención de las ciencias, que organizan grupos de trabajo alrededor de laboratorios. Y en este sentido lo entendemos en La Candelaria. Decidimos alternar los trabajos de creación colectiva con otros de creación individual para no tener que someternos a un método, envejecidos y repetitivos. El arte es adverso a los métodos, el verdadero arte lleva a una permanente ruptura de normas y leyes, en una actitud iconoclasta especialmente con lo que se hace.
Para Arístides Vargas, director del ecuatoriano Malayerba, se trata de una especialización, de admitir que la dramaturgia no vale más que la escena o la interpretación.
Malayerba nace como grupo de creación colectiva y nuestras primeras obras se forman así. Sin embargo, la creación colectiva es como la ética: es la asunción individual de pautas de trabajo. En principio, éramos jóvenes y queríamos hacer todo muy rápido, pero nos llevaba dos años montar una obra. Fue un largo aprendizaje que consolidó el grupo. En la actualidad, el trabajo de dramaturgia es personal, pero no entre comillas, ya que hay una colectivización permanente del proceso de trabajo. Y, además de eso, seguimos con creaciones colectivas.
Nuevos caminos
Independientemente de la oposición maniquea creación colectiva versus dramaturgia de autor, que polarizó buena parte de la escena en las décadas de 1970 y 1980, en los últimos años apareció, entre las nuevas generaciones de artistas, una aversión, manifiesta o velada, al término “creación colectiva”. En un contexto marcado por la globalización neoliberal que amenaza la supervivencia del teatro de grupo, ellos alegan defender la naturaleza estética de su obra por encima de las filiaciones políticas o quieren negar la tradición y encontrar una denominación propia.
El director brasileño Antônio Araújo, del Teatro da Vertigem, propuso una vía alternativa con el “proceso de colaboración”, en el que el actor-investigador aporta su testimonio personal, opina y emite un juicio crítico, y en el cual la conservación de las funciones o papeles artísticos “se convierte en gatillo disparador de la dinámica de creación”. Él agrega: “estamos afiliados a algunos de los principios fundamentales de la creación colectiva, pero los practicamos de una forma diferente”, aunque reconozca partir “de un modelo general de aquella práctica, lo que no siempre es apropiado y verdadero, en la medida en que hubo diferentes tipos de creación colectiva, varias de ellas con trazos muy peculiares”.