El 16 de febrero de 1989, catorce días después de haber tomado posesión por segunda vez de la presidencia de Venezuela, Carlos Andrés Pérez anunció al país la decisión de su gobierno de superar la crisis económica y fiscal, que había heredado de gobiernos anteriores, mediante la aplicación de un programa de ajustes macroeconómicos y un plan de reestructuración de la economía de orientación neoliberal. Era la primera vez que un gobierno venezolano aceptaba de manera explícita someterse a las orientaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI). El anuncio defraudó a la población, que había elegido a “CAP” –como coloquialmente se llamaba a Carlos Andrés Pérez– con la ilusión de volver a los dorados años 70, cuando, durante su primer gobierno, los elevados precios del barril de petróleo en el mercado internacional produjeron una prosperidad sin precedentes para el país. Durante su campaña electoral, Carlos Andrés Pérez jugó con esa imagen, dando a entender que su elección significaría una vuelta a la abundancia. Además, manifestó enfáticamente “no ponerse de rodillas” ante el FMI. Sin embargo, en 14 días su discurso y su práctica cambiaron completamente.
En los días siguientes al anuncio presidencial, comenzaron a aplicarse las primeras medidas del “paquetazo”. El lunes 27 de febrero entró en vigencia el aumento del pasaje en el transporte público, como resultado del ajuste del 100% del precio de la gasolina, que el gobierno aplicó el día 26, buscando llegar en el mercado interno a los precios internacionales. Fue lo que encendió la mecha. Esa mañana comenzaron desde temprano protestas estudiantiles, a las que se sumó el pueblo. Se vieron actos de violencia en la ciudad de Guarenas, motivados por el aumento. Reacciones similares se dieron poco después en áreas populares de Caracas como Caricuao, en encrucijadas para el transporte de la ciudad, como la terminal del Nuevo Circo y Chacaíto, y en otras zonas suburbanas de la capital, como La Guaira y Catia La Mar. También se reportaron tempranas protestas de estudiantes y multitudes en ciudades como San Cristóbal, Barquisimeto, Mérida y Los Teques.
A medida que el día transcurría y los hechos comenzaban a ser difundidos por los medios masivos de comunicación, este tipo de acciones se fue extendiendo a las otras ciudades del país: Valencia, Maracaibo, Cumaná, Puerto Ordaz. Los sectores populares bajaron de los cerros, para tomar por asalto centros y establecimientos comerciales. Saquearon estos lugares para tomar productos que, en su mayoría, les estaban vedados por su costo innaccesible o por la escasez que se había producido en los meses anteriores. Al mismo tiempo multitudes tomaron algunas vías centrales de las ciudades, construyendo barricadas y quemando autobuses, vehículos privados y neumáticos. En las primeras horas, incluso la Policía Metropolitana de la ciudad de Caracas, que llevaba más de un mes sin cobrar su sueldo, participó de algunos saqueos, ayudando a que se hicieran ordenadamente. Los manifestantes gritaban consignas contra el alto costo de la vida en general, contra el aumento del valor del transporte y contra el paquete de medidas económicas. Entre los graffitis se destacaron: “El pueblo tiene hambre”, “El pueblo está de pie”. En ocasiones, los saqueos eran precedidos por el canto del himno nacional y varias veces se vieron banderas enarboladas.
Al caer la tarde, y sin que apareciera autoridad nacional alguna para dar las explicaciones necesarias, o para tratar de controlar la situación, la capital del país había colapsado. El metro cerró sus puertas, y la población tuvo que regresar a su hogar a pie. Esa noche los saqueos se generalizaron a lo largo y ancho de la ciudad, y en otras ciudades. También se reportaron fiestas en los barrios populares, carne asada con whisky y champaña, y otros productos obtenidos de los saqueos.
El día 28 de febrero, los sucesos se desbordaron y se producía la más seria crisis gubernamental y política de la etapa de la democracia pactada en la quinta de Punto Fijo. A veinticuatro horas de iniciada la explosión social, ni el presidente, ni sus ministros aparecían para tranquilizar y controlar el país. Pero en la madrugada, el gobierno dio la orden para que las Fuerzas Armadas y la Guardia Nacional salieran a la calle, para reprimir los disturbios. Comenzó entonces lo que el padre Arturo Sosa, desde la Revista SIC, calificó como la segunda fase del 27 de febrero: una fase represiva, en la cual los militares entraron a controlar la situación en los barrios, a como diera lugar, produciendo toda clase de excesos. Una semana después, las cifras oficiales registraban trescientos muertos –las no oficiales por lo menos el doble– y las pérdidas materiales eran incalculables.
El 28 de febrero en la tarde, el presidente, en cadena nacional por los medios de comunicación, procedió a suspender las garantías constitucionales en todo el país, las cuales sólo serían restablecidas parcialmente diez días después. Se implementó el toque de queda en Caracas y otras ciudades, que fue levantado gradualmente en los días siguientes. Desde sus casas, la población vio por televisión al presidente Carlos Andrés Pérez haciendo este anuncio y a su gabinete parado aplaudiendo estas medidas extremas para un régimen democrático. Sería difícil para su gobierno superar la repentina crisis de popularidad.
No obstante la magnitud de la protesta, el presidente mantuvo inalterable su paquete económico y su gabinete. El 7 de marzo, en cumplimiento del cronograma, se decretó la liberación de precios. El paquete de medidas se mantuvo, con escasas modificaciones, hasta 1992. Y la multitud continuó en las calles.
El Caracazo puede ser considerado como un momento de ruptura en el proceso histórico de la sociedad venezolana. Un cambio de conciencia de la población, el primer síntoma alarmante del estado de la democracia construida desde el Pacto de Punto Fijo. Se crearon entidades, como el Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea) y nuevas organizaciones políticas se hicieron visibles en un esfuerzo por desplazar a los partidos de Punto Fijo seriamente cuestionados por su conducta. El sindicalismo afín al bipartidismo siguió el mismo camino de deslegitimación. Tres años después se darían las insurecciones militares que precipatarían la crisis política del gobierno de Carlos Andrés Pérez.