Urbanismo

En los albores del siglo XXI , la historiadora parisiense Françoise Choay afirmó que el reino de lo urbano había decretado la muerte de la ciudad. Sin embargo, la economista neoyorquina Saskia Sassen sostuvo que en las metrópolis mundiales el simbolismo de los puestos financieros de comando seguía vigente. ¿Por qué estas afirmaciones divergentes? Porque el concepto de ciudad, válido a comienzos de la década de 1950, cambió radicalmente en este nuevo siglo: su imagen coherente, armoniosa y unitaria fue sustituida por una extensión territorial infinita e incontrolada, caracterizada por su complejidad, fragmentación, dispersión, segregación, que representan las agudas contradicciones sociales y económicas imperantes.

Estos atributos se fueron forjando durante medio siglo en el proceso de “híperurbanización” condicionado por la dinámica económica del “capitalismo avanzado” y la globalización neoliberal: entre 1950 y 2000, Buenos Aires pasó de 4 millones de habitantes a 11 millones; Bogotá de 500.000 a 9 millones; el Gran São Paulo de 5 millones a 18 millones. La Habana fue la única ciudad que se mantuvo relativamente estable, ya que al duplicar la población existente en 1950 alcanzó un millón de habitantes. Fenómenos representativos del sistema urbano del Tercer Mundo y con mayor énfasis de América Latina, considerada la región más urbanizada del mundo: con sólo el 8,5% de la población mundial posee cuatro de las trece megaciudades planetarias –Buenos Aires, São Paulo, Río de Janeiro y Ciudad de México–, y 26 de los 101 asentamientos con más de 2 millones de habitantes.

Si bien el continente es un territorio vacío con 30 habitantes/km2; las grandes ciudades concentran en una superficie mínima a la mayoría de la población de la Argentina, Brasil o México, la mitad de la cual subsiste en condiciones de extrema pobreza. Sin embargo, pese a la proliferación de las “villas miseria”, de los asentamientos periféricos, y de la creación de las “galaxias” urbanas, los centros urbanos tradicionales siguieron manteniendo su vitalidad, conservando las funciones políticas, administrativas, culturales y comerciales: durante casi quinientos años, ni la Plaza de Mayo en Buenos Aires, ni la Plaza del Zócalo en México, perdieron su iconicidad como expresión popular de las raíces históricas nacionales.

Si con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial la influencia europea concentraba su atención en las tipologías de la vivienda y las funciones sociales, una vez terminado el conflicto la presencia de los Estados Unidos se hizo sentir en el desarrollo de una planificación urbanística y en la modernización de las áreas centrales –por ejemplo, el Centro Simón Bolívar de Cipriano Domínguez en Caracas (1950)–,­ aplicando los enunciados establecidos en la Carta de Atenas, Biblia urbanística del Movimiento Moderno. Durante la década de 1950, bajo los auspicios de Nelson Rockefeller, la oficina de planeamiento de Sert Wiener y Schulz realizó los proyectos de diversas ciudades de la región: en el período entre 1943 y 1945 la Cidade dos Motores en Río de Janeiro; en Colombia, entre 1948 y 1953, diseñó en Chimbote, Medellín y, en colaboración con Le Corbusier, el plan maestro de Bogotá.

En 1953 el gobierno del dictador cubano Ful­gencio Batista solicitó a Sert el plan director de La Habana, cuya propuesta, de concretarse, habría acabado con el valioso centro histórico, que en 1982 fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco. Algo similar estaba previsto para el céntrico barrio de San Telmo –hoy uno de los más vitales de Buenos Aires–, con el lecorbusiano proyecto “Barrio Sur” de Antonio Bonet (1956), en el que se sustituiría la cuadrícula tradicional por las fajas continuas de edificios sumergidos en el espacio verde.

También se ejecutaron las propuestas de nuevas ciudades, relacionadas con el desarrollo industrial promovido en la región: Ciudad Sahagún en México y Ciudad Guayana en Venezuela, ésta diseñada por urbanistas de la Universidad de Harvard y del Massachusetts Institute of Technology (MIT). La participación de técnicos extranjeros culminó con la del griego Constantinos Doxiadis, autor del plan para Río de Janeiro (1963), basado en la teoría “ekística”.

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La Plaza Vieja, en La Habana, Cuba (Byron Howes/Creative Commons)

Los años 60

La década de 1960 abrió con la fundación de Brasilia, sin lugar a dudas, la experiencia urbanística más importante del siglo XX en América Latina. Ejecutado en tiempo récord el plan piloto, esbozado por Lúcio Costa, y construidos los símbolos del Estado proyectados por Oscar Niemeyer –el Congreso, los palacios del Planalto y de Justicia en la Plaza de los Tres Poderes, la Explanada de los Ministerios, el Teatro Nacional y la Catedral–, representó el afán de modernización existente en el continente, sintetizado en la creación de la nueva capital en el centro geográfico del país, provocadora y arriesgada iniciativa del presidente Juscelino Kubitschek. El objetivo era representar el surgimiento de un nuevo Brasil industrialmente desarrollado. En términos urbanísticos, sin embargo, la iniciativa terminó siguiendo al Movimiento Moderno, al aplicar rígidamente los preceptos del Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM) y la Carta de Atenas, cuya validez, en aquel entonces, ya había sido cuestionada en el debate teórico de los especialistas del ramo.

Interrumpido el proceso democrático brasileño en 1964 por la dictadura militar, la capital reprodujo rápidamente las estructuras socialmente segregacionistas de las ciudades tradicionales, radicalizando su configuración dual: con el Plan Piloto se radicó medio millón de políticos y funcionarios públicos, y un millón de habitantes –trabajadores manuales, de servicios, comerciantes y obreros industriales–, se localizaron en las ciudades satélite, casi espontáneas, sin diseño urbano sostenible alguno. Sin embargo, la austera coherencia del Plan Piloto motivó que en 1987 fuera declarada por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad.

La década de 1960 se caracterizó por la disponibilidad de recursos para construir grandes conjuntos habitacionales. Por una parte, existía la esperanza de erradicar los asentamientos espontáneos en las periferias pobres de las grandes ciudades, sustituyéndolos por gigantescas urbanizaciones de anónimos bloques de apartamentos. El modelo aplicado por Carlos Raúl Villanueva en los cerros de Caracas se extendió por el continente: Mario Pani proyectó en Ciudad de México el conjunto Tlatelolco-Nonoalco (1962) para 100.000 habitantes, luego recordado trágicamente por la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas (1968).

El gobierno estadounidense concedió grandes préstamos a los países de la región para la construcción de viviendas y así poder disminuir la tensión social, ante la presión ejercida por el ejemplo de la Revolución Cubana: en cada suburbio de las principales capitales aparecieron los “barrios Kennedy”, que configuraban precarias ciudades-dormitorio.

Una posición contraria a la erradica­ción fue sostenida por el urbanista inglés John Turner, asesor de las “poblaciones” limeñas para el desarrollo de la autoconstrucción y la creación de las infraestructuras básicas en los asentamientos espontáneos.

El tema del hábitat de la pobreza alcanzó repercusión mundial con el concurso Previ, en busca de nuevas propuestas de viviendas de bajo costo, organizado por las Naciones Unidas en colaboración con el arquitecto-presidente de Perú, Fernando Belaúnde Terry en 1969. Se presentaron proyectos provenientes de todas partes del mundo en los que se buscaban alternativas posibles, basadas tanto en tecnologías avanzadas como en el uso de materiales locales y en la participación de los usuarios en la definición de sus viviendas.

La construcción de diez prototipos de conjuntos, demostró la difícil articulación entre la iniciativa estatal y privada. Quizá, la contribución más original de este período resultó el plan cubano de urbanización del campo, con la creación de comunidades campesinas y de centros educacionales rurales en coincidencia con el esfuerzo productivo realizado en la gran zafra de 1970.

Resultaron fugaces las iniciativas del gobierno de Salvador Allende en Chile (1972), en el intento de romper con la segregación social urbana, insertando conjuntos populares de viviendas en los barrios “nobles” y elaborando un plan para el área central de Santiago de Chile, que articulaba el centro histórico con nuevas edificaciones multifuncionales. A partir del golpe de Augusto Pinochet, la identidad de miras de las dictaduras militares definió una política urbanística común: erradicar a los pobres de las áreas próximas a los asentamientos burgueses y “limpiar” el centro histórico; favorecer la modernización del centro comercial de las ciudades y la construcción de torres de acero y cristal, sedes de las empresas extranjeras, para conformar el distrito de los negocios; apoyar la expansión del consumo y el surgimiento de los grandes centros comerciales; crear las infraestructuras viales para conectar las áreas comerciales y financieras del centro con los nuevos barrios periféricos de los grupos sociales de alto poder adquisitivo.

Entre las grandes obras de este período se encuentra la creación de los ejes viales, las autopistas de circunvalación y las infraestructuras deportivas en la Ciudad de México en ocasión de los Juegos Olímpicos de 1968. La dictadura del general Videla en la Argentina llevó a cabo una iniciativa similar para la celebración del Campeonato Mundial de Fútbol en Buenos Aires (1978), acompañada por el surgimiento del área financiera de Catalinas Norte, con altas torres de oficinas; y el trazado definitivo de la avenida 9 de Julio con la correspondiente expulsión de los habitantes del centro, asentados en nuevos barrios suburbanos: Villa Soldati, Lugano I-II.

Hubo operaciones de renovación poco respetuosas con la herencia histórica, como el caso del centro de Guadalajara, cuyos nuevos edificios comerciales barrieron con varias manzanas de construcciones coloniales. También citemos la creación del Centro Cívico y Comercial de Lima (1972); los planes de revitalización de los barrios de Las Condes y Providencia en Santiago de Chile; el trazado del tren subterráneo de Caracas; el centro de los negocios en Bogotá; el surgimiento de nuevos núcleos administrativos en la avenida Berrini y la Marginal Pinheiros en São Paulo; las torres de oficinas gubernamentales en lo que había sido el morro de Santo Antônio en el centro de Río de Janeiro, el puente Río-Niterói sobre la bahía de Guanabara, y el inicio del núcleo habitacional periférico de La Barra de Tijuca, que aplicaba el modelo de los centros habitacionales cerrados que se expandiría por toda la región en las décadas siguientes.

En Brasil, el proyecto urbano controlado e integral comenzó por Curitiba –ciudad de dimensiones medianas–, elaborado por el arquitecto y luego alcalde Jaime Lerner, cuya coherencia formal y espacial y equilibrio funcional la convertirán en un modelo válido para América Latina.

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La estación Marechal Floriano, de la Línea Verde, en Curitiba, Brasil (Mario Roberto Duran Ortiz/Wikimedia Commons)

Finales del siglo XX

Con el progresivo retorno a la democracia en los países del continente, la dinámica urbana en los dos últimos decenios del siglo estuvo caracterizada por la desaparición del Estado de bienestar social, la reducción al mínimo de las inversiones en obras públicas y la mayor relevancia otorgada al poder municipal y la participación comunitaria. En términos conceptuales, la planificación urbana acabó siendo sustituida por el proyecto urbano, y los planes directores por los planes estratégicos. Imposibilitadas las acciones globales, fue aplicada la tesis de “acupuntura” urbana, o sea, de acciones parciales y fragmentarias. Éstas fueron impulsadas por la iniciativa privada y el capital especulativo –local e internacional– en las operaciones de marketing urbano y en la definición de nuevos proyectos basados en su rápida rentabilidad.

También predominó la preocupación por el transporte público, limitando la circulación del automóvil privado; el renovado interés por el ámbito histórico y por el rescate del patrimonio monumental, junto con la definición de nuevas centralidades periféricas. Al mismo tiempo, se prestó escasa atención al tema de la pobreza y al incontrolado crecimiento de los asentamientos espontáneos: constituyó un paradigma de ese problema la “ciudad perdida” de Nezahualcoyotl en México DF, con más de un millón de habitantes.

Resultaron un caso excepcional las iniciativas de las cooperativas de viviendas en Uruguay, impulsadas por el alcalde de Montevideo, el arquitecto Mariano Arana y el Programa Favela-Barrio de Río de Janeiro, instituido por los alcaldes César Maia, Luiz Paulo Conde y el secretario de Vivienda, Sérgio Magalhães, cuya originalidad radicó en la renovación y el diseño de los espacios públicos de los asentamientos espontáneos, integrándolos a la totalidad del conjunto urbano.

Es de destacar la expansión infinita de las metrópolis, el anonimato de los suburbios, el incremento de la segregación social caracterizada por los guetos exclusivos y excluyentes de los estratos adinerados acompañados por los gigantescos centros comerciales periféricos –cada vez más alejados del centro urbano tradicional–, el crecimiento de las villas miseria y la pérdida creciente de los espacios públicos invadidos por el comercio informal, así como la precaria calidad ambiental de la ciudad en su conjunto, sin control de diseño, con infraestructuras deficientes, carencia de servicios públicos, y los caóticos sistemas de transporte. A pesar de esto, múltiples gobiernos municipales llevaron a cabo iniciativas en los dos últimos decenios que revalorizaron los edificios de valor histórico y los espacios públicos de las áreas centrales urbanas.

Hubo una toma de conciencia promovida tanto por las comunidades locales como por la presión de organismos internacionales –la Unesco declaró Patrimonio Cultural de la Humanidad un sinnúmero de centros históricos de ciudades latinoamericanas, entre ellas La Habana, Ciudad de México, Lima, Puebla, Valparaíso, Cuzco, Olinda, Ouro Preto, Guanajuato, Zacatecas, Cartagena de Indias–, y por los modelos de intervenciones en las ciudades europeas, en particular el caso de Barcelona.

Entre los ejemplos más significativos citemos la restauración de La Habana Vieja, a partir de 1982; el rediseño de la avenida Bolívar en Caracas por Carlos Gómez de Llanera a finales de los años 80; el Corredor Cultural en Río de Janeiro; la reciente política de revitalización del centro tradicional de São Paulo –abandonado desde los años 70–, refuncionalizando los edificios vacíos; la peatonalización del centro de Córdoba, impulsada por Miguel Ángel Roca, y la del centro de Santiago de Chile y de Lima; la restauración del centro de Quito y de la Ciudad de México.

La solución para el control del transporte público urbano aplicada en Curitiba, fue reinterpretada en Bogotá, en el Transmilenio, basado en recorridos estables por las principales avenidas, con un excelente diseño de las paradas fijas, que reordenó radicalmente el paisaje urbano. Esta operación fue desarrollada a escala de toda la ciudad y acompañada por la definición de un sistema verde, ciclovías y áreas peatonales, que rescataron el espacio público para la comunidad, iniciativa también aplicada en Medellín, al facilitar el acceso al centro de los habitantes pobres localizados en las distantes colinas, por medio del Metrocable conformado por un sistema de teleférico a precios populares.

De todas las iniciativas, la más ambiciosa fue desarrollada en Buenos Aires, con una inversión millonaria para reciclar y refuncionalizar los abandonados almacenes de Puerto Madero. Inspirada en las intervenciones de la Barcelona olímpica, y a pesar de su carácter socialmente elitista y “gentrificado” (gentrificación es el proceso por el cual ciertas partes deterioradas del centro de la ciudad son ocupadas por grupos sociales de renta superior después de rehabilitada la vivienda), logró aprovechar una extensa área frente a la zona bancaria y financiera, rescatar el valor paisajístico de la costa del Río de la Plata, y generar un espacio urbano multifuncional con calidad de diseño, que aportó una dimensión pública a un área abandonada durante décadas. A pesar de las contradicciones citadas, aún vigentes en la ciudad latinoamericana, ésta sigue viva y esperanzadora en el porvenir.

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Puerto Madero, en Buenos Aires, Argentina (Fernando Pascullo/Wikimedia Commons)

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por admin Conteúdo atualizado em 21/05/2017 20:42