Teatro

Como afirma el dramaturgo y pensador guatemalteco Manuel Galich en la apertura del libro Nuestros primeros padres (2004), los latinoamericanos nacen de un triple y violento mestizaje entre indígenas, europeos y africanos. Más de cinco siglos atestiguan, en una vasta y policromática geografía, el arduo proceso llevado a cabo por los pueblos del continente en busca de sus identidades. Dicha búsqueda ha encontrado en manifestaciones culturales como el teatro una de sus herramientas y expresiones.

Las regiones desde el Río Bravo hasta la Patagonia comparten condicionantes históricos y culturales: la lengua española, con excepción de Brasil y de algunos lugares del Caribe; la presencia “oficial” de la religión católica, salvo en el Caribe angloparlante, aunque cualquier generalización puede desconocer una condición sincrética en la cual predomina la religiosidad popular; trescientos años de colonialismo, desde el “descubrimiento”, la conquista y la colonización hasta la independencia, en el siglo XIX. A partir de ese momento, América Latina sufrió el impacto del neocolonialismo, del subdesarrollo, de las sangrientas dictaduras militares, de las democracias dependientes del gran capital y, desde las dos últimas décadas del siglo XX, del neoliberalismo, que agrava las diferencias en la concentración de las riquezas y en la distribución del ingreso, la corrupción y la dependencia.

También la globalización (con base colonialista y asentada en la unipolaridad del mundo después de la caída del socialismo europeo y en los avances tecnológicos y de las comunicaciones), junto con la vertiginosa circulación del capital, refuerza la amenaza de las culturas hegemónicas. A mediados de los años 90 se puso de manifiesto la crisis de la opción neoliberal en el área económica y su debilitamiento en las esferas de la cultura, de la conciencia pública y de la política. Estallaron nuevos movimientos sociales (urbanos y con participación de campesinos e indígenas) y llegaron al gobierno líderes progresistas y de izquierda (Venezuela en 1998, Brasil en 2002, la Argentina en 2003, Uruguay en 2004, Bolivia y Ecuador en 2006). Resonancias sociales y humanas, colectivas e individuales de esos avatares afloraron en la creación escénica.

Pretender abarcar la compleja realidad del teatro en esta región conturbada conlleva ciertos riesgos. Hay quienes piensan que no existe aún un estudio sistemático de los procesos del teatro latinoamericano, pues, durante un buen tiempo, el hecho de describirlo y pensarlo como conjunto estuvo monopolizado por estudiosos y académicos de otros continentes, que impusieron sus propios conceptos y juicios de valor. Aún hoy hay quienes pretenden ofrecer una mirada “objetiva” a partir de una observación eventual y no participante, ajena a las condiciones esenciales de los contextos históricos y culturales.

Otro riesgo se relaciona con la naturaleza expresiva de la manifestación: la teatralidad –que se afirma en su condición sintética, colectiva, audiovisual, simultánea en espacio y tiempo, viva y única– sólo es relativamente aprehensible y durante mucho tiempo fue relegada por el estudio del texto dramático que, gracias a su característica perenne, produjo historias y recuentos. Por su parte, como discurso cultural asentado en la contradicción, el teatro se inserta en una red de sistemas e imaginarios, en buena medida interdependientes, que contextualiza y reformula sus códigos permanentemente.

La diversidad de América Latina como conjunto múltiple y heterogéneo, que comparte, también, características históricas y culturales propias y que encuentra en la escena una compleja variedad de expresiones, es otro riesgo. El mexicano Carlos Solórzano propone tres categorías principales para entender la heterogeneidad: la de los países hispanoamericanos con fuerte presencia indígena; la de los del Cono Sur, formados con el influjo de sucesivas inmigraciones europeas, y los que recibieron una esencial herencia cultural africana (las Antillas y Brasil). Se trata de una generalización válida en su carácter histórico, pero que no abarca la complejidad de procesos internos y “fronterizos” ni la permeabilidad actual.

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La obra O Enigma do Minotauro, del grupo XPTO, con dirección de Oswaldo Gabrieli, en 1987 (Difusión)

Periodizaciones

A fines de los años 80, el dramaturgo peruano Lucho Peirano se refirió a una herencia múltiple expresada en vertientes que deberían ser entendidas en sus singularidades locales: manifestaciones vivas derivadas de rituales originarios; teatro “bárbaro” del interior –él mencionó a la argentina Beatriz Seibel, historiadora del teatro–, teatro tradicional y urbano de compañías seguidoras de la tradición española, con formas heredadas, como el sainete y el melodrama, y grupos de teatro independiente, experimental y universitario, signados por las revoluciones sociales y por la influencia de vanguardias europeas.

Tres quinquenios después, la profesora y actriz brasileña Márcia Falabella prefiere distinguir el teatro de América Latina por medio de “rasgos y características que denotan una identidad continental”, al enunciar cuatro procesos de mestizaje, a saber: primer mestizaje, que va desde el teatro precolombino hasta el marcado por la práctica religiosa de las primeras décadas de la conquista; segundo, desde el período de la colonización; tercero, el teatro producido después de la independencia, que abarca gran parte del siglo XX e incluye el neocolonialismo impuesto por formas de dominación imperialista; y el cuarto mestizaje, producto del diálogo intercultural (o transcultural) generado por la globalización neoliberal.

A esa consideración, que entiende el arte escénico como forma mestiza que interactúa simultáneamente con individuos y sociedades y extiende puentes entre la cultura, los movimientos sociales y la política, hay que agregarle la cara marginal del teatro latinoamericano como espacio activo –metafórico y figurativo– de resistencia y cuestionamiento de injusticias y del orden establecido por el poder autoritario.

El actor y director argentino Juan Villegas, al intentar historiar el teatro y las teatralidades latinoamericanas desde una perspectiva multicultural, distingue cuatro sistemas de producción teatral estrechamente relacionados con la historia de las culturas, de los procesos de conflictividad de poderes, de las tensiones entre culturas hegemónicas y marginales y de la funcionalidad de la cultura como instrumento de poder y legitimación. Para él,

los puntos de referencia son aquellos acontecimientos históricos que alteraron profundamente a los sectores productores de los objetos culturales y, en consecuencia, a la construcción de los imaginarios representados en los textos y en los sistemas de preferencia de códigos estéticos y teatrales legitimados.

Esos cuatro sistemas son las culturas indígenas anteriores a la llegada de los europeos (macrosistema); el sistema colonial (conquista y colonización), que comprende los discursos de la legitimación del poder (de la cultura europea y del régimen colonial) y la diferenciación de discursos para espectadores de las culturas hegemónicas y de las marginales subyugadas, la coexistencia de formas marginales, especialmente indígenas, y las nuevas, provenientes de los esclavos africanos, lo que genera un proceso de hibridación; los discursos de las burguesías ilustradas, que se subdividen en republicana y agrario-industrial, y que tienen que ver con la apertura hacia valores “republicanos”, la definición de lo nacional, la influencia del pensamiento ilustrado, los valores de la sociedad y de la familia y los conflictos entre criollos y extranjeros; y la modernidad, signada por la hegemonía de los sectores medios, portadores de nuevos sistemas de valores y de grupos políticamente emergentes. Esta última, a su vez, se divide en cuatro períodos: la encrucijada de los siglos XIX y XX, planteadas por el autor como crisis de la utopía de la burguesía oligárquica, con preferencia por códigos de realismo y naturalismo; la nueva modernización, 1930-1950, con la llegada de los códigos de la vanguardia; la nueva revolución, de la Guerra Fría hasta la posmodernidad, con el discurso de la revolución; y, finalmente, el período de la posmodernidad hasta la globalización, desde los años 80, con discursos distanciados del poder y de compromisos políticos, negación de la historia y énfasis en el teatro como objeto cultural. En cada uno de los sistemas y subsistemas, según aclara Villegas, hay especificidades en los diferentes espacios y variantes regionales y/o nacionalidades.

Raíces de una expresión escénica

Galich afirma que, hasta los años 60 del siglo XX, sólo se podía hablar de teatro latinoamericano como excepción, pues fue entonces cuando se produjo “un gran movimiento de renovación, búsqueda, combate y afirmación” que sacudió hasta sus cimientos a la actividad escénica. Antes, la mayoría de los autores nacionales evitaba el abordaje de la realidad, deslumbrada con los modelos hegemónicos y cosmopolitas del teatro europeo o norteamericano, que se imponían en las ciudades como resultado de inmigraciones y a través de la presencia de compañías extranjeras. Hasta buena parte del siglo XX, muchos de los que se proponían la creación de un teatro nacional no podían superar los rasgos costumbristas y pintorescos.

Cuando los conquistadores europeos llegaron a la región de la actual América Latina y el Caribe, existían expresiones teatrales aborígenes, fruto del desarrollo cultural –desigual– de las sociedades prehispánicas. De los numerosos pueblos y culturas existentes en esas tierras, el Tahuantinsuyo inca, el Estado azteca y los mayas eran los que habían alcanzado mayor florecimiento. Eran sociedades clasistas y teocráticas, en las cuales la religión ejercía un papel dominante.

Cronistas mexicanos del siglo XVI dieron cuenta de los mitotes practicados por los aztecas –ceremonias en las cuales centenas de hombres bailaban, tomados de los brazos, y entonaban poesía religiosa o épica–. Esos y otros rituales, como los taquis en Perú, los turas en Venezuela, los areitos en Cuba, República Dominicana y Puerto Rico, los tocotines (danzas alegóricas a la caza), el pochob (vinculada al matrimonio), el sayí o tapir (en el cual sólo actuaban ancianos) y el colombé (que finalizaba con la embriaguez de todos los bailarines y espectadores), oriundos de varias culturas, como la maya-quiché y la azteca, son considerados manifestaciones predramáticas. Eran combinaciones de danzas grupales con textos vinculados a las prácticas comunitarias de carácter económico y religioso.

Mucho más elaborado es lo que se conserva como primer texto del teatro latinoamericano: el Rabinal Achí o Xahoj Tun , conocido en el siglo XVI como Danza del Tun, del Uleutum, del Tum Teleche. Clasificado como danza, se especula que nació en el siglo XII, en lo que hoy es Guatemala, y que era representado por hombres con trajes y máscaras, que recitaban textos dialogados y bailaban durante interludios musicales. El texto fue publicado en París, en 1862, por el clérigo y etnólogo Charles Etienne Brasseur de Bourbourg, en edición francés-quiché, después de convencer a un octogenario de la ciudad de Rabinal, Bartolo Zis, para que lo dictara y tradujera. Con acción, personajes y juego dramático, a pesar de haber sido prohibido en la colonia y conservado clandestinamente, cada mes de enero es representado en San Pedro de Rabinal al cuidado de un responsable auxiliado por otros miembros de la comunidad.

En Guatemala se conservan también diferentes danzas-dramas, como testimonio de rebeldía frente a la dominación y como evidencia del esfuerzo por preservar las tradiciones nativas.

Otras expresiones propias de esas tierras sobreviven en fiestas como la de Los Chicaleros, en Nuevo León, México, alimentada por recursos de escena que recrean, en el trabajo de grupos, fuentes originarias, como el también mexicano Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena, cuya práctica fusiona el legado prehispánico con otras tradiciones populares y dialoga con Federico García Lorca y la dramaturgia mexicana contemporánea.

Esta fiesta inspira a la investigación iniciada en los años 70 por el grupo peruano  Yuyachkani sobre expresiones artísticas que se mantienen vivas y renovadas como resistencia a la dominación cultural y que modificaron la concepción escénica del colectivo. Tales expresiones alimentan la práctica de otros grupos, como los colombianos Viento Teatro, Teatro Taller de Colombia y Teatro Itinerante del Sol, el boliviano Los Cirujas y el venezolano Acción Creativa.

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El grupo SEDA representa la obra Niebla (hasta que dejemos de soñarnos) en la apertura de la XXX Fiesta Nacional del Teatro en la Casa de Cultura de Salta, Argentina, en marzo de 2015 (Margarita Solé/Ministerio de Cultura de la Nación)

Mestizaje, colonialismo y protesta

En una región de América Central, en lo que actualmente es Nicaragua, apareció, entre fines del siglo XVI y principios del XVII, la primera obra del teatro latinoamericano, que se debe tanto al legado precolombino como al injerto hispánico: El güegüense o macho ratón, transmitida por la tradición oral hasta su transcripción en 1947. Galich la considera el primer esbozo satírico del teatro latinoamericano y una joya de la picaresca popular, por ser pionera en protestar con astucia contra la imposición del poder extranjero. La pieza es portadora del mestizaje náhuatl-español y de signos de su lenguaje americano: la danza, la música y la máscara, como un personaje que anima el actor.

Mientras avanzaban la conquista y la colonización durante el siglo XVI, como parte de la dominación y del genocidio cultural, se impuso un teatro evangelizador que, a la pérdida de la libertad, le sumó la del sentido original de identidad de los indígenas. Con el fin de difundir la doctrina cristiana, los frailes adaptaron autos sacramentales, misterios y moralidades para que fueran representados por los nativos, que incluían ricos efectos visuales.

Poco a poco, las representaciones salieron al atrio y a la plaza pública, y se construyeron las primeras edificaciones teatrales en el virreinato de Nueva España, alrededor del año 1535. A fines del siglo XVI ya existían casas y patios de comedia y compañías teatrales. Se reconocían autores como Cristóbal de Llerena, oriundo de la actual República Dominicana y autor de un entremés inconcluso, de orientación anticolonialista, con un monstruo con cuerpo de caballo, cabeza de mujer, cola de pez y plumas de ave, o el misionero de las islas Canarias radicado en Brasil, José de Anchieta.

Los jesuitas trajeron su tradición pedagógica e inauguraron lo que el historiador cubano José Juan Arrom calificó como teatro escolar: obras alegóricas sobre temas sagrados representados en latín en ocasión de las festividades religiosas. Y más tarde, con la mezcla de razas (al sumarse en las Antillas y en Brasil los negros esclavos traídos de África para reemplazar a la diezmada población indígena), nació el teatro criollo.

Con su presencia forzada, los esclavos trajeron manifestaciones teatrales de las culturas africanas (también con un desarrollo dispar), vinculadas a fuentes rituales, que signaron el teatro de las islas del Caribe y de Brasil e hicieron su aporte al rico sincretismo de muchas expresiones populares que conformaron la dramatización actual de esa región.

La obra de la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, poeta y humanista, figura destacada de las letras de los virreinatos del siglo XVII y del barroco americano, revela otras coordenadas. Ella escribió comedias costumbristas, una comedia mitológica, autos sacramentales inspirados en la poética de Calderón de la Barca (1600-1681) y loas en las cuales enfrentó al dogma católico al reivindicar las prácticas religiosas sacrificiales de los aztecas, vistas como salvajes por los europeos.

Durante mucho tiempo se discutió el origen inca de la obra Ollantay, cuyo texto reconocido, escrito en quechua, se le atribuye al padre Antonio Valdés, probablemente en 1780, año de un gran levantamiento indígena. Reveladora de la rigidez clasista de la sociedad incaica y ya reconocida como drama colonial, cercano al drama romántico europeo, se cree que la obra Ollantay está inspirada en una fábula prehispánica. Recrea la saga de Ollantay, un alto jefe militar que pretendía a la hija del inca, Coyllur, con quien quebró el severo código religioso-social. Con la prisión y el perdón del protagonista, después de sucesivas vicisitudes, la obra reafirma la cultura indígena y, en el marco del siglo XVIII, representa una reivindicación anticolonialista.

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El grupo Giramundo en el espectáculo O Carnaval dos Animais, en el Teatro Móvel, en Barbacena, Minas Gerais, 2013 (Marcello Nicolato)

Nacimiento de un teatro popular

Durante más de tres siglos, los modelos teatrales de España y Portugal marcaron el teatro latinoamericano. Aunque se hayan gestado procesos libertadores después de la independencia y en los centros urbanos se hayan construido teatros que buscaban una expresión nacional o revelaban intenciones marcadamente sociales o políticas, no iban más allá del abordaje temático y de los rasgos costumbristas. El colombiano Enrique Buenaventura observa que “rarísimo es el caso en el que las ricas formas populares marginales que […] incluyen danzas, canto, música, máscaras, etc., llegan a tentar a autores y directores”.

En la Argentina, en 1884, cuando el circo de los Podestá, invitado a trabajar con una compañía italiana, representó la pantomima Juan Moreira, basada en la reconocida novela de Eduardo Gutiérrez, se dio un importante paso en la recuperación de una genuina raíz popular por el contenido y la expresión formal. Más tarde, al incorporar discurso y nuevos personajes típicos, la puesta en escena alcanzó desarrollo dramático y mayor desenvoltura coreográfica, hasta que en 1890 se convirtió en un auténtico éxito, con notable repercusión social.

De esta manera se abrió el período del “drama gauchesco”, que transformó en intérpretes dramáticos a los antiguos mimos, payasos y trapecistas, y logró respaldo popular con el “zarzuelismo criollo”. Éste operaba una especie de versión local, con conventillos y arrabales porteños, de los modelos de género corto, y dio lugar al “sainete porteño”, que conoció en Florencio Sánchez a uno de sus más notables autores y llegó a ser una profunda atracción.

La explotación comercial impiadosa llevó al género a la crisis, hasta que, desde la línea del contenido dramático del “sainete porteño”, se gestó –ya avanzado el siglo XX– el “grotesco criollo”, fundado por Armando Discépolo y que tenía también a Defilippis Novoa y Samuel Eichelbaum como sus cultores. El “grotesco criollo” abordaba el drama de la integración del inmigrante, por medio de tramas que se desarrollaban en interiores, y desenmascaraba convencionalismos y conflictos íntimos de sus personajes, inmersos en la crisis generalizada por la que atravesaba el país. Así, la línea abierta por el teatro gauchesco se convirtió en la base imprescindible del teatro rioplatense contemporáneo.

También a fines del siglo XIX, en el centro del Caribe, nació en Cuba una expresión mestiza y típica del sainete: el bufo, una imitación de los bufos madrileños fusionada con reminiscencias de los minstrels shows. Populista y reductor, pero opuesto a la estética oficial, no tardó en chocar con el régimen político de la colonia, cuando en plena gesta independentista, en enero de 1869, una de sus representaciones fue utilizada para lanzar una expresión de afirmación nacional y fue masacrada por las tropas españolas.

Pero el bufo se fue desdibujando y murió con el siglo y la transformación de la isla en neocolonia de los Estados Unidos. Sus mecanismos de comunicación se prolongaron hasta el siglo XX en el Teatro Alhambra, que el luchador antiimperialista Julio Antonio Mella calificó de útil “para divertir al pueblo de Cuba y para corromperlo”. Pero sus expedientes paródicos fueron reapropiados una y otra vez y, en la actualidad, son recursos de un teatro crítico en pleno período revolucionario.

Los últimos años de la dictadura de Porfirio Díaz, en México, vieron cómo surgían tentativas de crítica social a través de una expresión que recreó la tipología y el folclore nacionales, superó la influencia española e incorporó una actitud contraria a los Estados Unidos. Se trata de la revista política, que derivó en el reaccionarismo del período de Lázaro Cárdenas, al no alcanzar una profundidad política que le permitiera entender el proceso de cambios, cayendo en franca decadencia y degenerando en espectáculos de variedades. Sin embargo, es tal vez una entre muchas de las raíces que sostienen formas de cabaret político desarrolladas actualmente por artistas como Jesusa Rodríguez, Liliana Felipe y Astrid Hadad.

Teatro independiente

Las luchas por la independencia, que habían movilizado a la mayor parte del subcontinente, condujeron a la liberación política entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, aunque sólo relativamente, pues el poder imperialista instrumentó formas más sofisticadas de dominio, y el proceso de liberación cultural transitó por un camino arduo. El modelo de civilización de las nuevas naciones, marcado por la cultura occidental y blanca, le agrega a los heredados estándares coloniales la influencia de los países europeos desarrollados y de los Estados Unidos, como polos de poder económico y referencias de avances tecnológicos que se expresan en su cultura, y los proyectos nacionales marginan expresiones populares e indígenas, obligadas a mantener una resistencia subterránea.

Las primeras expresiones de la dramaturgia nacional, surgidas bajo el influjo de la corriente romántica, estuvieron marcadas por la inclinación hacia un teatro de costumbres, que potenció un espacio de reflexión sobre la realidad. Refiriéndose a la literatura dramática, afirmó Carlos Solórzano:

[…] si el teatro costumbrista disfrutó del éxito de ser una nueva forma, por repetir los mismos tipos, costumbres y formas de lenguaje, plantó la semilla de su propia destrucción al comenzar a distanciar al teatro de una visión más universal de los problemas políticos y sociales. Es por ello que después de la Primera Guerra Mundial, en todos los países de la región, los autores comenzaron a reclamar su derecho a expresarse en cualquier estilo y forma, incluida la vanguardia. Movimientos como el surrealismo, el dadaísmo y el expresionismo encontraron gran aceptación entre los escritores latinoamericanos.

La renovación en el terreno del texto potenció también los lenguajes escénicos, la concepción del espacio y las técnicas de actuación.

En ese contexto, y en plena crisis económica y social, nació en la Argentina el movimiento de teatro independiente cuando, en 1930, Leónidas Barletta creó el Teatro del Pueblo, como reacción a la mediocridad escénica reinante, y con el propósito de dotar al teatro de un permanente significado sociocultural y superar la escasez de espectáculos y la baja calidad de los repertorios. Le siguieron muchos otros grupos en su país, y su influjo se extendió a otros puntos de la geografía latinoamericana, para cruzarse con otras experiencias manifiestamente renovadoras.

Aunque uno de sus grandes continuadores (que enriqueció artísticamente la propuesta ética de Barletta), el maestro Atahualpa del Cioppo, haya bregado por la profesionalización del artista, existe una particularidad, adoptada desde aquel entonces por buena parte del arte escénico latinoamericano, obligado por las condiciones económicas y sociales, y es que la definición de profesional no les corresponde a aquellos grupos que viven exclusivamente de un trabajo artístico, con un salario estable. El término suele referirse a los que aman y “hacen profesión” de la creación escénica, con su inteligencia, talento, sensibilidad y energía.

A lo largo de la década de 1930, en el terreno político afloraron importantes movimientos populares en algunos países – Nicaragua (1930), El Salvador (1932), Cuba (1933), Haití y otros países caribeños–, al mismo tiempo que en otros, como Brasil, México y Chile, tomaban el poder gobiernos orientados a la defensa de intereses nacionales, y parte de América Central comenzó a percibir la influencia del fascismo naciente en Europa. La lucha de clases se agravó y los partidos socialistas y comunistas intensificaron su actuación.

Vanguardia política, ética y artística

A fines de la década de 1950, el triunfo de la Revolución Cubana –popular, antiimperialista y que no tardaría en proclamarse socialista– irradió hacia el resto del continente. El teatro asumió una insurgencia revolucionaria y una radicalidad que se expresó en la afirmación de la cultura propia, y en la vocación antiimperialista y de integración latinoamericana, preocupada en revelar los factores del proceso libertador. Los artistas se empeñaron en fomentar (o crear) una dramaturgia propia y democratizar el teatro con la formación de un público popular y una nueva manera de relacionarse con él.

Fue en ese contexto que la obra de Bertolt Brecht se hizo conocida en América Latina, casi inmediatamente después del conocimiento de las teorías de Konstantin Stanislavski sobre el trabajo del actor y del papel del director en la conformación de un lenguaje escénico. Tales factores reforzaron la necesidad de renovar, tendiendo en dirección a un teatro de arte, que validase los diversos componentes de la teatralidad y el impulso hacia una dramaturgia que abordase los conflictos sociales de su entorno.

Lo más importante del legado brech­tiano se dio menos en la representación de sus obras (iniciada en los años 40 en México y la Argentina, primero en otras lenguas, por compañías de inmigrantes judíos o alemanes, y extendida al resto de América Latina en las décadas siguientes), que en el análisis y la asimilación de sus presupuestos estéticos e ideológicos en la práctica sistemática de los grupos. Con Brecht, la lectura de los clásicos (de recurrente presencia en el período de la modernización, de 1930 a 1950) volvió a adquirir otro sentido a la luz de la dialéctica materialista y se tradujo en renovadas perspectivas de historización.

Durante los años 60 también llegó la influencia de Antonin Artaud, Peter Brook y Jerzy Grotowski, principalmente, con sus respectivos textos El teatro y su doble, El espacio vacío y El teatro pobre, que encontraron notable resonancia por sus proposiciones éticas esenciales acerca del sentido del teatro y para el trabajo del actor.

Entre otras de las figuras extranjeras que influyeron en el arte escénico latinoamericano se encuentra el maestro japonés Seki Sano, discípulo de Stanislavski y de Eugeni Vajtangov, y asistente de Vsevolod Meyerhold, que desde fines de los años 30 visitó varios países, entre ellos Guatemala, Colombia (donde marcó el inicio del teatro moderno, a tal punto que la sala de la Corporación Colombiana de Teatro lleva su nombre) y México, país en el que trabajó durante 25 años como director y formador. El director austríaco Ludwig Schajowicz, formado en el Reinhardt Seminar, que hizo su aporte al desarrollo de un teatro de arte en Cuba (al fundar, en 1940, la Academia de Artes Dramáticas de la Escuela Libre de La Habana), estabilizó el Teatro Universitario, entre 1941 y 1946, cuando viajó a Puerto Rico para dirigir el Teatro de la Universidad de Río Piedras. En Brasil se destacan el polaco Zbigniew Ziembinski, que con su innovadora puesta en escena de Vestido de Noiva, de Nelson Rodrigues, inauguró el teatro moderno, en 1943, y el crítico alemán Anatol Rosenfeld, que impulsó notablemente el desarrollo de las salas de teatro.

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Las actrices Maria Fernanda y Stella Perry en el montaje de Vestido de Noiva, en 1943 (Carlos/Cedoc-Funarte)

Grupos teatrales

Fue a partir de los años 60 cuando se consolidaron los grupos estables, herederos del teatro independiente. En general, dirigidos por un maestro que une cualidades personales con una singular concepción del teatro, ellos siguen una orientación ideológica y estética, interesados en montar una dramaturgia nacional comprometida con los problemas de la realidad. Se sostienen en la defensa de una ética de supervivencia y de un modelo de desarrollo personal y colectivo; practican un sistema de ensayo propio y consideran el proceso de creación una fase tan importante como el resultado que se confronta con el espectador; y, en algunos casos, incluyen la convivencia cotidiana.

Entre los grupos más importantes nacidos en ese período se pueden mencionar el Teatro La Candelaria, dirigido por Santiago García, el Teatro Experimental de Cali (TEC), dirigido por Enrique Buenaventura, el Teatro Popular de Bogotá (TPB), dirigido por Jorge Alí Triana y actualmente inexistente, así como El Local, de Miguel Torres; y el Teatro Libre de Bogotá. El mayor florecimiento de grupos que de compañías, en Colombia, se debe a la ausencia de una tradición de teatro comercial o estatal.

En Brasil, el Teatro de Arena de São Paulo (fundado por José Renato, y del cual formaron parte Augusto Boal, Oduvaldo Vianna Filho, Vianinha y Gianfrancesco Guarnieri) y el Teatro Oficina, dirigido por José Celso Martinez Corrêa, desempeñaron un papel de vanguardia artística ligada al compromiso ideológico desde fines de los años 50. A esos grupos les siguieron el Grupo Opinião, el Teatro de la Universidad Católica (TUCA), el Teatro de la Universidad de São Paulo (USP), los Centros Populares de Cultura (CPC) de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) y, después, el Grupo de Teatro de Ciencias Sociales. En los años 70, Antunes Filho creó el Teatro Macunaíma y el Centro de Investigación Teatral (CPT), surgió la Cooperativa Paulista de Teatro y César Vieira organizó el Teatro Popular União e Olho Vivo para trabajar con sectores marginados.

Aunque en el teatro argentino las búsquedas individuales de autores y directores ocupen un lugar definitivo, y los grupos suelan tener una vida más intermitente, agravada por el impacto de sucesivas dictaduras militares, hay que mencionar al Libre Teatro Libre, formado en Córdoba por María Escudero, con una importante trayectoria hasta 1976, cuando tuvo que ser disuelto a causa de la represión política y, en la capital, a los grupos La Máscara, ETEBA y Teatro de la Fábula, entre los seguidores del Teatro del Pueblo y el IFT, entre otros. En su contexto peculiar, pronto también signado por la dictadura, en Uruguay habían sido fundados el Teatro El Galpón, en 1949; el grupo La Máscara, en 1953, y el Teatro Circular de Montevideo, en 1954. Después aparecieron el Teatro Uno, La Gaviota, Teatro del Centro y El Tinglado.

En Cuba, donde desde 1958 existía el Teatro Estudio, despuntaron con la Revolución grupos dramáticos e infantiles en todas las provincias, subvencionados por el Estado. Aunque algunos tuvieran una vida efímera, como el Conjunto Dramático Nacional, que dio lugar al Taller Dramático y a La Rueda, también transitorios, el Grupo Teatro Escambray y el Cabildo Teatral Santiago fueron los más notables en esa nueva corriente. Se fundaron también el Teatro Cubano, el Teatro Popular Latinoamericano, el Teatro Musical de La Habana, el Teatro Político Bertolt Brecht, entre otros.

En Puerto Rico surgieron grupos compuestos por artistas de una nueva generación con perspectiva crítica: el Teatro del Sesenta –hoy más cercano a una compañía comercial– y, con orientación anticolonialista, El Tajo del Alacrán, Anamú y Moriviví, disueltos en los años 70.

En la República Dominicana nacieron, en esa década, el grupo Gratey, el Teatro Estudiantil, el Teatro Popular del Centro, el Nuevo Teatro y, más tarde, la Coordinadora Colectiva de Teatro Popular.

En Chile, el Teatro Universitario, del cual surgiera el Teatro Ictus en 1955, había desempeñado un importante papel. De éste se originó el Teatro Aleph, que se exilió después del golpe de 1973, creándose el grupo Imagen.

En Perú se organizaron Homero Teatro de Grillos, Audaces, Telba, Yawar y el Teatro de la Universidad Católica. En los años 70 surgieron Cuatrotablas, Yuyachkani, el feminista Quinta Rueda y el infantil Los Tuquitos. En Ecuador se crearon La Rana Sabia y Los Saltimbanquis.

En México apareció Tatuas, y Mario Ficachi, junto con dos ex miembros de El Galpón, Raquel Seoane y Blas Braidot, fundaron Contigo América, en un espíritu latinoamericanista.

En Venezuela surgió el Compás, desde 1955, y el Tilingo, desde 1968; y en los años 70, Rajatabla, dirigido por el argentino Carlos Giménez (que en Córdoba dirigió El Juglar), El Nuevo Grupo, Altosf, Bagazos, Contradanza, el infantil El Chichón, la desaparecida Sociedad Dramática de Maracaibo, Theja, el Teatro Estable de Barcelona y el Teatro para Obreros.

En Guatemala, el Grupo Diez, el Teatro Centro, el Teatro Vivo y Los Comediantes. En Honduras, el Club de Teatro Casa de Cultura de Choluteca, el Teatro La Fragua, el Teatro Taller Tegucigalpa y Obrero Pueblo Unido. En Nicaragua, con la Revolución Sandinista, una explosión de grupos invadió el país, entre ellos Nixtayolero, Teyocoyani y el saltimbanqui Guachipilín, de los cuales sólo sobrevivió el Taller de Actuación Justo Rufino Garay. Asimismo, se formó el Movimiento de Expresión Campesina (Mecate), reuniendo a colectivos campesinos. En Costa Rica, el Teatro Carpa, Santamaría y Tiempo. En El Salvador, Sol del Río 32. En Panamá, Los Trashumantes, el Teatro Taller Universitario, el Teatro Equipo y Laberinto.

Grupos versus compañías teatrales

Se creó el postulado teatro de grupo, en relación más o menos directa con otros conceptos como nuevo teatro y creación colectiva (a los que no se adscriben del mismo modo todos los mencionados), y generaron ciertas tensiones entre texto e imagen. Se manifestó también una oposición a la noción de compañía, definida más en virtud de la producción de espectáculos, de la primacía del director y del propósito de explorar intensivamente un repertorio. Al respecto, son útiles las definiciones que, con base en la realidad peruana, propone Ernesto Ráez Mendiola (1989):

Por compañía entendemos el conjunto de personas reunidas para un montaje teatral específico y que no comparten la vida teatral en otros momentos que no sean los dedicados al proceso de montaje. Se vinculan por el contrato específico o no, y su permanencia se corresponde con los términos de dicho contrato, que puede o no ser renovado. Hay compañías estables, caracterizadas por un núcleo de actores y una dirección permanente y otro núcleo de artistas ocasionales. Generalmente, existe un empresario encargado de la financiación de los montajes. El grupo, por el contrario, es un conjunto de personas más o menos estables, que se reúnen para hacer teatro, a partir de una declaración de principios compartida, que discuten sus objetivos y líneas de acción, y todos son responsables por el destino del grupo. Comparten los gastos de financiación de la puesta en escena. Se llega a los límites de la convivencia, a los límites del Living Theatre . En nuestros países, éstos son la continuación de los grupos de teatro de arte de los años 60.

El teatro de grupo en América Latina dialogó también con experiencias como la desarrollada por el italiano Eugenio Barba con el grupo Odin Teatret, en Dinamarca, en torno de la antropología teatral y de la noción de Tercer Teatro, con la cual compartía algunos principios éticos y profesionales. Tales experiencias se convirtieron en una importante referencia formativa, por medio de sus difundidas demostraciones y ensayos, de materiales teóricos publicados en revistas de teatro, de participación en talleres de la Escuela Internacional de Teatro de América Latina y el Caribe (Eitalc) y en sesiones de la International School of Theatre Antropology (ISTA). Barba y el Odin visitaron América Latina por primera vez durante el Festival de Teatro de Caracas, en 1976. Fue el inicio de un permanente intercambio que, según Barba, resultó fundamental en los años 80 para definir la identidad del Odin y, después, cada vez más importante para la conquista de su resistencia.

Los grupos mencionados se relacionan de manera más o menos creativa con algunos otros que corresponden a modos de organización más tradicionales, de acuerdo con la fuerza alcanzada por el teatro de cada país, como movimiento. Que sirva la extensa relación como mención para algunas células impulsoras de la vida teatral latinoamericana en esos años, promovidas por compañías nacionales y teatros estatales de diferentes proyecciones artísticas.

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El espectáculo argentino Fuerza Bruta, en Buenos Aires, en 2014 (Discoste/Creative Commons)

En búsqueda de nuevos lenguajes escénicos

El aliento del futuro se frustró con una ola de golpes militares que comenzó en Brasil en 1964, y se extendió a la Argentina, Uruguay, Paraguay y Chile, en una franca escalada fascista que signó los años 70. El teatro tuvo que modificar sus estrategias para sobrevivir a la represión, y muchos artistas fueron asesinados y otros obligados a exiliarse. Búsquedas de lenguajes coexistieron con alternativas para burlar a la censura y mantener una actividad precaria.

En ese contexto, se destacó la respuesta del Movimiento Teatro Abierto, que reu­nió a más de trescientos artistas de diversas generaciones y formaciones con el único compromiso de referirse, en sus textos, a la problemática argentina contemporánea, independientemente del estilo. En la opinión del colectivo, el teatro argentino había procesado “una buena mezcla de realismo criollo y vanguardia, de poesía y prosa, de metafísica y denuncia”. El Teatro Abierto celebró cuatro ediciones, en las cuales llegó a incluir figuras oficialmente proscriptas, y con la vuelta de la democracia cambió sus rumbos y concluyó sus actividades.

El retorno de la democracia en los años 80 representó sólo la recuperación del decadente orden burgués y la evidencia de la falta de proyectos, lo que provocó escepticismo y desorientación. Ello, unido a la situación de continuada dependencia, a la deuda externa y a la corrupción que se instauró, provocó una crisis que llegó a las formas de organización y lucha políticas tradicionales. El teatro atravesó un período de confusión e insatisfacción, en el cual los más comprometidos sintieron que pasaban a estar a la defensiva y que los procedimientos conocidos se mostraban insuficientes para explicar y recrear la complejidad de los procesos sociales. El arte escénico anticipó síntomas del caos que generaría el quiebre del bloque socialista y la crisis de valores humanos y de la utopía.

De la experiencia colectiva de aquellos grupos nacieron otros que asumirían –siempre con un vínculo singular con su contexto– variadas formas que componen el universo actual del teatro latinoamericano.

En la Argentina, donde las fronteras entre teatro independiente, oficial y alternativo son cada vez más variables –como reflejo de la crisis neoliberal que llegó al fondo del pozo en 2001– trabajan El Baldío Teatro, Viajeros de la Velocidad, El Muererío Teatro y el Teatro del Vértice (los cuatro reunidos en una alianza llamada El Séptimo, interesada en la experiencia de laboratorio), Diablomundo, Delbúscar Teatro, La Cordura del Corpete, Periférico de Objetos, Catalinas Sur, Teatro de la Libertad, Alberto Sava y el Frente de Artistas del Borda, La Banda de la Risa, Ricardo Bartís y el Sportivo Teatral, Los Melli, La Organización Negra, Grupo Teatral Dorrego, Agrupación Humorística La Tristeza, Los Calandracas, El Patrón Vázquez, Teatro El Cuervo, Sudestada, El Portón de Sánchez, La Noche en Vela, La Cochera, Metateatro, La Fronda, Nómade, Los Sin Cojinetes del Apocalipsis, Comedia de Hacer Arte, El Rayo Misterioso, Troupe Trueque, Galpón de las Artes y Séptimo Fuego. En Uruguay, el Grupo Ensayo, Teatro del Notariado, Teatro del Establo, La Comuna Teatro, Italia Fausta. En Chile, Abril, El Nuevo Grupo, el Gran Circo Teatro, Teatro la Memoria, Grupo La Troppa, La Mancha, Teatro Escuela Q.

En Bolivia, el Casateatro y Amalilef nacieron en los años 80. En la década siguiente surgieron el Teatro de los Andes, el Kikinteatro, y los jóvenes Panicum, Los Cirujas, Opsis Teatro Ditirambo y La Oveja Negra.

En Colombia, el Matacandelas, Taller de Artes de Medellín, el callejero Teatro Taller de Colombia, Tecal, La Fanfarria, La Libélula Dorada, Ensamblaje Teatro, Acto Latino, Rapsoda, La Mama, Oficina Central de los Sueños, El Tablado, Mundo Teatro, la Corporación Casa de Teatro, Punto de Partida, El Juete, El Aguijón, Alcaraván y muchos más. En Venezuela, Río Teatro Caribe, Naku, Delphos, el Teatro Estable de Portuguesa, Teatrela, Danzata, Purto Teatro, Caracas Roja. En Ecuador, El Juglar, Malayerba, Mudanzas, Ollantay, Zero no Zero, El Callejón de Agua.

En Brasil surgieron en los años 70: Giramundo Teatro de Bonecos, Asdrúbal Trouxe o Trombone, Teatro del Oprimido, Teatro Ventoforte, Teatro do Ornitorrinco, Teatro dos 4, Grupo Piollin, Tribo de Atuadores Ói Nóis Aqui Traveiz y Grupo Tapa; en los años 80: la multiartista Denise Stoklos, Tá Na Rua, Grupo Galpão, Cemitério de Automóveis, XPTO, Pia Fraus, Lume, Boi Voador, Cia. Circo Mínimo, Os Satyros, Intrépida Trupe, y Cia.Teatro Autônomo; y a partir de los años 90: Os Fodidos Privilegiados, Companhia Ensaio Aberto, Cia. dos Atores, Bando de Teatro Olodum, Parlapatões, Patifes e Paspalhões, Teatro da Vertigem, grupo Folias d’Arte, Caixa de Imagens, Companhia do Latão, Cia. São Jorge de Variedades, Companhia do Feijão, Companhia Livre de Teatro, Tablado de Arruar y Grupo XIX de Teatro.

En Cuba, desde los años 80, nacieron el Irrumpe, Buscón, Teatro 2, Ballet Teatro de La Habana, Almacén de los Mundos, Teatro 5, Luminar, Teatro a Cuestas, Teatro Obstáculo, Teatro El Puente y Teatro en las Nubes, muchos de ellos ya inactivos; y Teatro Buendía, el Pequeño Teatro de La Habana, El Mirón Cubano, Jueguespacio, Papalote, DanzAbierta, Argos Teatro, El Ciervo Encantado, Estudio Teatral de Santa Clara, Vivarta, Teatro d’Dos, Teatro de las Estaciones, Teatro de los Elementos, Macubá y varios otros.

En Puerto Rico surgieron los Teatreros Ambulantes de Cayey, ya desaparecidos, Agua Sol y Sereno, Teatro Taller La Camándula, Taller de Otra Cosa, Yerbabruja y Aspaviento. En la República Dominicana, Gayumba, Guloya, Jaqueca, Katarsis y Simarrón.

En Honduras, Camino Real, Ekela Itza, Frijolito, Danlidense, La Comuna y Teatro Experimental Cacharros. En Costa Rica, Diquis Tiquis, el Núcleo de Experimentación Teatral, Abya Yala, Quet­zal, Giratablas, Ubú, Net, Contraluz y La Comedia.

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La actriz, dramaturga, directora y creadora del Teatro Essencial – “mínimos efectos, máxima teatralidad” – Denise Stocklos, en São Paulo, en 2002 (Difusión)

Tradición y utopías versus globalización

Al proponer una lectura del teatro latinoamericano “en un contexto heterogéneo y en permanente crisis”, ya a fines de los años 80, Lucho Peirano declaraba que él

vive tanto del peso de su herencia como del empeño irreductible por la utopía y, en ciertas ocasiones, de la operatividad del escepticismo, que nos permite seguir trabajando en uno de los oficios más vitales y cada vez más efímeros que tiene el ser humano.

Entre los que defienden la búsqueda de nuevos lenguajes, precisamente su marca más legítima es la pluralidad de modos expresivos. Sin embargo, para intentar resumir algunos signos se puede decir que, en general, exceden las vías realistas y rechazan los discursos lineales y retóricos; experimentan con las estructuras, el lenguaje y las nociones de personaje. Suelen preferir reescritos y algunos crean dramaturgias espectaculares en las cuales el actor desempeña un enorme papel creativo (con herencias siempre asumidas de la creación colectiva). Incorporan los lenguajes mediáticos y el concepto de montaje.

Las nuevas vertientes asumen textos clásicos que recrean y/o subvierten desde la fragmentación hasta la fusión con fuentes de la cultura popular y de las más variadas procedencias, frecuentemente no teatrales. También experimentan con el espacio y las formas de relación con el espectador. El acento crítico se vale, a menudo, de la parodia, la ironía y el cinismo. Nada es nuevo y todo lo es. La tradición se refuncionaliza y el teatro se erige como una nueva utopía que valoriza la diferencia, lo singular, lo cotidiano.

Continúan apareciendo, abierta o veladamente, temas como la familia, una vez más deconstruida y reedificada; la memoria, muchas veces a través del horror, como prevención o por metáforas y parábolas profilácticas, para que determinados hechos no se repitan; la política, el cuestionamiento de la autoridad y del poder económico; la migración y los desplazamientos humanos (fenómenos de dramática recurrencia, motivados por diversas causas, predominantemente de sur a norte, del campo a la ciudad y, a veces, obligados por las guerras sucias y por la violencia institucionalizada), con sus efectos, en la conciencia individual, de pérdida y desarraigo.

La persistencia del discurso político contenido en los lenguajes artísticos se da mediante procedimientos menos directos, más ligados al procesamiento individual, esencialmente humano, de los acontecimientos de la historia. Lo sociológico se integra con lo intuitivo. Lo sensorial puede ser tan efectivo como lo racional, en la producción de una trayectoria más compleja y rica en la recepción. La exploración de la identidad se convirtió en reflexión sobre las identidades, entendidas cada vez más como concepto dialéctico y no unívoco. Lo nacional puede tener en cuenta espacios de la marginalidad social antes no legitimados, y transponer fronteras.

El discurso femenino ocupa un espacio destacado, analiza la condición de mujer como construcción social y cultural, invade el espacio público, cuestiona, desafía y parodia la hegemonía patriarcal, se vale conscientemente del cuerpo para denunciar la violencia ejercida sobre él y descubre una nueva forma de placer en la conciencia física de algo que es para cada uno, arraigadamente propio e identitario, parte íntegra de la totalidad humana, que se pone en riesgo por una nueva perspectiva política. De manera semejante se debate la problemática del negro en el contexto caribeño.

Las formas de organización y producción también son extraordinariamente móviles y, tal vez, consecuencia del éxodo de actores hacia otros medios, capaces de ofrecer un mayor reconocimiento social y remuneración económica. Hay un flujo mayor o más orgánico entre el teatro y otros medios, aunque haya laboratorios que permanecen cerrados y experiencias de tiempo completo que exigen la exclusividad de sus miembros.

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El Grupo Galpão representa Till, a saga de um herói torto, en Belo Horizonte, en mayo de 2010 (Lucas Vieira Moreira)

Reconfiguración de signos y renovación

El arte escénico latinoamericano, como parte de la cultura del continente, atraviesa una época en que se han debilitado las formas de representación y la organización de los tiempos en los que, sin abandonar su proyección artística, poética y metafórica (“no hay eficacia política sin eficacia artística”, defendía Sergio Corrieri, director fundador del cubano Grupo Teatro Escambray), la creación teatral constituyó un importante espacio de debate político e ideológico sobre el destino del hombre y sus ideales emancipadores. Empero, tanto en el llamado “período especial”, que contrajo la vida cubana, como en la crisis económica que sacudió a la Argentina, o en los momentos de mayor violencia en Colombia, florecieron más propuestas teatrales como una manera de afirmar la dimensión utópica del teatro en tanto instancia problematizadora que se realiza en el encuentro vivo.

La actriz colombiana Patricia Ariza, miembro de La Candelaria y líder de la Corporación Colombiana de Teatro, habla de crisis y atomización del pensamiento independiente; el director y dramaturgo argentino Ricardo Bartís se refiere a la estabilización de las luchas tan dinámicas que animaron el campo del lenguaje en los años 90 con la pérdida de entusiasmo de las líneas más revolucionarias. El dramaturgo, actor y director Arístides Vargas, director del teatro Malayerba, cree que es el momento de volver a acomodar los cimientos de las formas de trabajar en grupo, de edificarse y reedificarse en experiencias colectivas a nivel profundo, de potenciar la poética de las diferencias, de ensayar la libertad.

Santiago García va mucho más allá del teatro y apuesta al espíritu que subyace a muchos movimientos populares de jóvenes, de mujeres, de indígenas, de los invisibles, a los cuales considera bastiones de la resistencia cultural que, con nuevas estrategias y formas de organización, con base en racionalidades alternativas (contra formas de pensamiento economicistas y reduccionistas), tal vez puedan salvar a la cultura y a la humanidad. E invoca, siguiendo la idea de un antropólogo de su país, Arturo Escobar, el surgimiento de un tipo de activismo transnacional, que supera la cuestión de lo global y de lo local y que sugiere formas de pensar el mundo con base en localidades, flujos y redes.

Su puesta en escena más reciente, NaYra La memoria, rechaza fórmulas probadas e incorpora la incertidumbre como procedimiento y como discurso. Es, como bien dice uno de los creadores participantes, una indagación en el espejo roto de la memoria, un encuentro con el mestizaje sagrado, y en esa acción de no actuar y de procurar despojarse del oficio se encuentra una búsqueda de renovación esencial a partir de lo popular, de lo más auténticamente propio, que puede estructurar la utopía de todo un movimiento. El teatro latinoamericano reconfigura sus estrategias y estructura relatos en los que el sentido político elude afirmaciones dogmáticas, estrategias gastadas y verdades conocidas, para proponer formas de reflexión más elaboradas, en las cuales la recreación de procedimientos de la cultura popular o de los medios puede coexistir con una buena dosis de ironía y hasta con un poco de cinismo; una perspectiva cuestionadora que puede fusionar el distanciamiento crítico con el absurdo y con la crueldad, o bien puede mezclar lo confesional con lo público, que rescata valores en crisis por intermedio de posiciones no necesariamente afirmativas. Múltiples teatralidades, que se resisten a ser reducidas a un conjunto de características generales, insisten, no obstante, en indagar la identidad, móvil y mutable, y en hacer valer la memoria para reflexionar sobre el papel del ser humano en este mundo.

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por admin Conteúdo atualizado em 21/05/2017 13:58