Perú
Perú

Perú

Nombre oficial

República del Perú

Localización

América del Sur, en su costado oeste. Bañado por el océano Pacífico Sur, limita al norte con Ecuador y Colombia, al este con Brasil y Bolivia y al sur con Chile

Estado y gobierno¹

República presidencialista

Idiomas¹

Español, quechua, aimara (oficiales), asháninka, otras lenguas indígenas y otras (incluidas extranjeras) (2007)

Moneda¹

Nuevo sol

Capital¹

Lima (972.000  hab. en 2014)

Superficie¹

1.285.216 km²

Población²

29.262.830 hab. (2010)

Densidad
demogr
áfica²

23 hab./km² (2010)

Distribución
de la población³

Urbana (76,92%) y
rural (23,08%) (2010)

Analfabetismo4

7,8% (2013)

Composición étnica¹

Amerindios (45%), mestizos de amerindios y blancos (37%), blancos (15%), negros, japoneses, chinos y otros (3%)

Religiones¹

Católica romana (81,3%); evangélica (12,5%); otras (3,3%), ninguna (2,9%) (2007)

PBI (a precios 
constantes de 2010)

US$ 175.420 millones (2013)

PBI per cápita (a 
precios constantes de 2010)

US$ 5.790,1 (2013)

Deuda externa

US$ 60.820 millones (2013)

IDH

0,737 (2013)

IDH en el mundo
y en AL

82° y 15°

Elecciones¹

Presidente electo por sufragio universal cada 5 años. Legislativo unicameral compuesto por el Congreso de la República con 130 miembros, electos por sufragio universal para un mandato de 5 años. El primer ministro no ejerce el poder ejecutivo. El Consejo de Ministros es designado por el presidente.

Fuentes:
¹ CIA: 
World Factbook.
² ONU: 
World Population Prospects: The 2012 Revision Database.
³ ONU: 
World Urbanization Prospects, the 2014 Revision.

Fernanda Gdynia Morotti (texto de actualización de la entrada, 2006-2015)

En la segunda mitad del siglo XX, Perú fue el escenario de una serie de procesos insólitos. La dictadura militar del general Manuel Apolinario Odría terminó con la balbuceante democracia del abogado José Bustamante y Rivero para concentrar el poder en un reducido círculo de poderosos y dar inicio a un régimen oligárquico. Luego, entre 1968 y 1975, un grupo de oficiales liderados por otro general, Juan Velasco Alvarado, aplicó reformas económicas y sociales alejadas de lo que habitualmente se espera que ejecute un estamento militar. Después del desmontaje de parte de esas reformas durante la llamada “segunda fase” (1975-1980), dos gobiernos civiles –el de Fernando Belaúnde Terry, quien volvía al poder como una reparación por el hecho de no haber concluido su primer gobierno como consecuencia de la irrupción de los soldados, y el de Alan García Pérez, líder juvenil que llevó a la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) por primera vez al poder tras medio siglo de tentativas infructuosas– intentaron proseguir con el desmonte, o devolver, como reacción, un papel más central al Estado. Sus esfuerzos ocurrieron en un momento de verdadera erupción social y política, y no fueron exitosos.

La década de 1980 (la “década perdida” para América Latina) fue, en Perú, también la de la irracionalidad y de la desesperanza, como consecuencia de la acción y del fuego cruzado entre las fuerzas de la subversión Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) y Sendero Luminoso, por un lado, y las de la represión (el Ejército, la Marina y la policía), por otro. La emergencia de Sendero Luminoso desde los inicios de esa década resultó de la convergencia de la miseria más extrema del sur andino y de la acción de un grupo, incentivado por una confusa ideología de izquierda, en la que se mezclaban desde el maoísmo hasta el mesianismo, cuyo despliegue no sólo sembró destrucción y muerte, sino que hizo tambalear la seguridad y la confianza que tenían los propietarios y la clase media. Finalmente, vino el gobierno de Alberto Fujimori, quien aplicó una política económica despiadada, ultraliberal, con violaciones al orden institucional y a los derechos humanos. La revelación de las acciones de su socio y cómplice, el ex capitán y abogado Vladimiro Montesinos Torres, para captar lealtades, dio inició a su derrumbe. Renunció desde Tokio, en una lacónica carta enviada por fax el 19 de noviembre del 2000.

Perú es uno de los países más pobres de la región, con una población que en 1950 era de 7,98 millones y en 2005 alcanzó los 27 millones. De ese total, el censo de 1940 identificó como indios al 41%, categoría que desapareció en los censos posteriores: en 1994 sólo el 17% del total de la población manifestó tener como lengua materna la indígena. Para una superficie calculada en 1.285.216 km 2 , la densidad es muy baja, quedó entre 6 y 22 hab./km 2 entre ambas fechas. Estas cifras esconden disparidades regionales muy grandes: la hipertrofia de la capital se debe a la migración ininterrumpida de todo el resto del país, desde mediados del siglo XX a fin de escapar de la miseria. Aquella Lima descripta en los años 60 por Sebastián Salazar Bondy como horrible, se convirtió en algo peor: una babilonia informe, donde “todas las sangres” se mezclaron sin coherencia ni rumbo, y donde surgieron expresiones culturales, formas religiosas, normas de conducta y maneras de hablar absolutamente peculiares.

La heterogeneidad de la población peruana va más allá. En las primeras décadas del siglo XX, 54,7% de la población económicamente activa se dedicaba a la agricultura y a la pesca. A finales de siglo, a pesar del surgimiento errático de la actividad industrial, esa franja se mantuvo en 34,7%. Además de eso, la calificación de esa mano de obra era virtualmente nula: el analfabetismo llegaba, en 1940, al 58% de los hombres y al 69% de las mujeres; en 1970, el 47% de la fuerza de trabajo tenía menos de tres años de escolaridad. El hecho de que la masa de analfabetos haya caído hasta el 12,8% en 1993 no dice mucho en términos prácticos. Entre 1913 y 1950, el Producto Nacional Bruto (PNB) per cápita creció 2,9% al año, ritmo más rápido que la media de ese crecimiento en los países industrializados; en 1992 retrocedió a los niveles de los años 60.

Aquí no se trata de dar una respuesta precisa a los problemas peruanos. El propósito que se persigue es mucho más acotado, en el sentido de contextualizar los espejismos del presente, con sus luces y sombras, y señalar así las continuidades durables en la trayectoria de la sociedad peruana, que son las que dan sentido a las crispaciones de esa coyuntura, y las que señalan sus alcances y sus límites.

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Vista aérea de Lima, capital de Perú (Imperial94/Creative Commons)

La independencia y el largo siglo XIX

La independencia de Perú fue impuesta por la acción conjunta de los ejércitos comandados por el argentino José de San Martín (1821) y el venezolano Simón Bolívar (1824), en la batalla definitiva de la pampa de Quinua, en las inmediaciones de Ayacucho. La independencia inauguró un orden que combinaba innovaciones y continuidades –éstas predominantes– e incluso el retorno a las premisas iniciales del orden colonial.

En Perú desde ese largo siglo XIX, y sólo por razones de carácter analítico, se pueden señalar cinco coyunturas: 1) la independencia; 2) la contracción de 1821 a 1850; 3) la “edad” del guano de 1850 a 1879; 4) la Guerra del Pacífico de 1879 a 1884; 5) la reconstrucción y la “república aristocrática”, de 1890 a la crisis de 1929. Se trata de un proceso secular que discurre sobre un terreno cuyas matrices coloniales se mantienen virtualmente intactas, como lo revelan los indicadores de la población, de la estructura de gastos e ingresos del Estado republicano; el comportamiento de su población en una guerra tan sangrienta como la que la enfrentó a Chile entre 1879 y 1884; y la naturaleza del sector externo de la economía, animado por la explotación del guano en las islas. Este escenario comenzó a cambiar sólo a fines del siglo XIX, preparando cambios que ocurrirían en el primer tercio del siglo XX, pero que la crisis de 1929 interrumpió de manera abrupta. Estas continuidades internas estuvieron enlazadas a un contexto internacional diferente a los tres siglos anteriores, y además cambiante.

El nuevo escenario, por cierto, estaba presidido por Inglaterra, cuyos cambios tecnológicos iniciados desde la segunda mitad del siglo XVIII la prepararon para controlar el planeta entero, a través de mecanismos tanto formales como informales, hasta las postrimerías del siglo XIX. En el caso de Perú y de otros países de América Latina, la presencia inglesa fue sinónimo de mercancías, fundamentalmente telas, y de capitales, de forma abrumadora bajo la modalidad de préstamos e inversiones.

La expansión de las mercancías significó el control de los estrechos mercados internos de Perú, consolidando de esa manera el sector externo como el líder de su economía. La exportación de los capitales ingleses constituyó una novedad, porque hasta fines del siglo XVIII, Perú y toda la región habían sido más bien exportadores netos de capitales, pero desde los inicios del siglo XIX hubo un importante cambio, cuyo despliegue trajo problemas de endeudamiento y de crisis. La naturaleza de esa articulación, así como los mecanismos de adaptación de la economía y de la sociedad peruanas a ese cambiante entorno, constituyen las coordenadas básicas de este análisis.

Perú empezó su historia como país independiente con una población estimada en 1,2 millones de habitantes, la mitad de los cuales era indígena, además de 500.000 negros. Su base demográfica era por consiguiente endeble, pese a que las profundas caídas de la población a comienzos del período colonial se detuvieron en el siglo XVIII.

La estabilidad de la “república aristocrática” a la que nos referimos fue amenazada un par de veces. La primera en 1914, cuando un golpe de Estado depuso al presidente Guillermo Billinghurst, quien desde su elección dos años antes había desplegado una inusitada política “populista” avant la lettre, reconociendo a los trabajadores derechos sociales que asombraron e incomodaron a los sectores más rancios de esa aristocracia. La segunda, cuando un advenedizo a la clase como fue don Augusto Bernardino Leguía, decidió hacer de Perú una “patria nueva” por medio del desarrollo de obras públicas, de la construcción de caminos (política de “conscripción vial”, eufemismo que disfrazaba la utilización compulsiva y gratuita de la mano de obra indígena), abriendo mercados, y apelando a la masiva inyección de capitales norteamericanos. El “oncenio”, nombre utilizado para designar a los años de su gobierno, fue posible porque Leguía apeló a mecanismos nada democráticos para prolongar su mandato, y para reprimir y expulsar a sus más encarnizados adversarios.

En términos económicos, las exportaciones fueron dinámicas debido a la presencia de azúcar, algodón (sembrados en áreas agrícolas cada vez más grandes como consecuencia de la expansión de su frontera por políticas de irrigación), cobre y petróleo, y por el impulso derivado de masivas inversiones del capital norteamericano. Pero esta bonanza estuvo supeditada al desempeño del mercado y del capital internacional, de modo que una inflexión negativa era tanto más dramática cuando mayor era su grado de exposición. Con ese nuevo papel de los Estados Unidos a fines de la década de 1920, el 50% de las exportaciones eran producidas por empresas bajo control de capitales norteamericanos, mientras que financiaba el 56% del gasto público. Pero además de los capitales, sus mercados eran igualmente decisivos, absorbían las dos terceras partes de las colocaciones peruanas, y abastecían a los mercados de Perú en una proporción semejante.

Nuevos actores, nuevas fuerzas, nuevos escenarios

La crisis de 1929, al cerrar la fuente de créditos y de inversiones y los mercados para las exportaciones peruanas, puso un dramático término a la coyuntura iniciada después de la Guerra del Pacífico (1879-1883), y significó el fin de ese “largo” siglo XIX. Mientras que en otros países de América Latina esa crisis obligó a sus elites a esbozar un patrón de crecimiento hacia “adentro” en vez de economías vulnerables a los choques externos, en Perú fue diferente: los gobiernos de Luis M. Sánchez Cerro, Oscar Raymundo Benavides, Manuel Prado, José Luis Bustamante y Rivero, y Manuel Apolinario Odría, que se sucedieron desde la crisis hasta 1956, continuaron con una política favorable a la expansión de las exportaciones de materias primas como consecuencia de una demanda internacional dinamizada por la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea, y en reacción al dirigismo implementado por Augusto Bernardino Leguía. Solamente en 1956, con el inicio del primer gobierno del arquitecto Fernando Belaúnde Terry, hubo tímidas señales de cambio más perceptibles durante la “primera fase” del autodenominado “Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas” presidido por el general Juan Velasco Alvarado entre 1968 y 1975.

Pero la transición al siglo XX se abrió con un escenario dramático y sus actores prefiguraron el proceso que continuaría a lo largo del siglo XX. La caída de Leguía en agosto de 1930 y el asesinato del presidente que había liderado el golpe que puso término al “oncenio”, Luis M. Sánchez Cerro, en 1933, constituyen los extremos de un ciclo de enfrentamiento de nuevas fuerzas sociales y de ideologías políticas que emergieron y se fueron consolidando en las tres décadas anteriores. Esas fuerzas, identificadas bajo el liderazgo y las ideas de José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre y de Luis M. Sánchez Cerro, tradujeron los cambios y las opciones irreconciliables de las diferentes clases y segmentos de la sociedad peruana.

La violencia que enfrentó recíprocamente a apristas, sanchezcerristas y socialistas fue inédita en la historia de Perú; la masacre de Chanchan en 1932, con sus miles de muertos, se convirtió en el trágico símbolo de este enfrentamiento. Pero no se trató sólo de un conflicto entre la oligarquía y las clases populares, pues éstas a su vez estuvieron separadas porque el diagnóstico sobre Perú y su trayectoria posible, elaborados por Mariátegui y Haya de la Torre, eran incompatibles. Aprismo o socialismo, como opciones opuestas, son las coordenadas básicas del debate sobre las alternativas para Perú.

Pero los cambios no se limitaron a la emergencia de nuevos actores y nuevas opciones políticas. En los inicios de la segunda mitad del siglo XX empezó, de manera tímida primero, y como torrentes después, la migración de la población rural hacia Lima, por causa del desequilibrio entre la dotación de sus recursos y la revolución demográfica en el campo, consecuencia de la caída de la mortalidad por la eficacia en el control de plagas y epidemias.

Para vastos sectores rurales, la Lima de ese momento era a la vez un señuelo y un espejismo, porque era pensada como la solución de su dramática situación y como la posibilidad para seguir avanzando. La verdadera revolución de las comunicaciones que encarnó la difusión generalizada de las radios transistores y las oportunidades que la capital significaba en el seno de una población mayoritariamente analfabeta transformaron a Lima en el sueño del hombre del campo. Quienes no migraron se convirtieron muy pronto en los agentes de una intensa movilización campesina que buscaba acceso a la tierra, o cuestionaba la legitimidad y las bases del poder de los terratenientes.

Lo ocurrido en Cuba en 1959 fue una fuente de inspiración para los rebeldes, mientras que para los propietarios avivaba el temor de que los Andes se convirtieran en otra Sierra Maestra. En 1956 las movilizaciones campesinas eran 31, pero su número aumentó hasta 180 en 1963, con volúmenes crecientes de participación.

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La Plaza de Armas, en Cuzco (Travel Aficionado/Creative Commons)

En la década de 1960, la industrialización

Para contener los riesgos se alentó la urgencia de promover un proceso de industrialización. La ley de Desarrollo Industrial 13.270 (1959) previó un mecanismo de absorción de la mano de obra migrante, y de promoción de la reforma agraria, sugerida por Pedro Beltrán, propietario del importante diario La Prensa y jefe de los conservadores, y por el banquero Nelson Rockefeller. Dicha reforma consistía en ampliar la frontera agraria a través de políticas de colonización a condición de dejar intacto el sistema existente de tenencia de la tierra.

La Junta Militar que depuso al presidente Manuel Prado en 1962 mostró simpatías con estas iniciativas ante el temor de una ruptura institucional más drástica, y por eso apadrinó al primer gobierno de Belaúnde entre 1963 y 1968. Pero Belaúnde no estuvo a la altura del desafío, por su propia timidez, por el carácter errático de sus propuestas, y por la férrea oposición de las fuerzas del orden representadas por los partidos políticos de la mayoría del Congreso. Esas razones, además de la expansión de la insurgencia campesina, explican el retorno de las Fuerzas Armadas al control del Estado en octubre de 1968.

El giro de los oficiales peruanos no era un hecho inusual en el contexto de América Latina, porque colegas contemporáneos de Velasco como Rodríguez Lara, en Ecuador; Torres González, en Bolivia, o Omar Torrijos, en Panamá, tomaron decisiones similares. Pero, si los cuartelazos eran fundamentalmente acciones de individuos, generalmente para custodiar el orden establecido y evitar las amenazas de la plebe, lo ocurrido en Perú en 1968 fue el resultado de una convicción más ampliamente compartida entre los oficiales de las Fuerzas Armadas: el enemigo ahora no sólo era externo, sino que se encontraba en casa y era preciso combatirlo; ante el fracaso de los civiles, era necesario prevenir desenlaces más riesgosos. Se trataba, en el fondo, de uno de los postulados de la doctrina de seguridad nacional; los que protagonizaron esa peculiar revolución fueron los mismos que reprimieron, con no menos convicción, a las guerrillas y los movimientos campesinos de inicios de la década de 1960.

A esas razones de contexto se sumaron otras de naturaleza más doméstica y relacionadas con la creciente radicalización de las fuerzas sociales, cuyas demandas representaban una seria amenaza al orden institucional, además de la difusión de una socialización política nueva entre los oficiales, en instituciones como el Centro de Altos Estudios Militares (CAEM), que los hizo particularmente sensibles a las demandas populares.

Una vez en el gobierno, los militares implementaron un conjunto de medidas orientadas a derribar el control del capital extranjero sobre los recursos, por medio de un enérgico programa de nacionalización de sus empresas; al mismo tiempo que buscaron la eliminación del poder del capital privado nacional por medio de una reforma agraria radical, la expropiación de los medios de comunicación y el establecimiento de nuevas formas de organización industrial, como las comunidades industriales. En lugar de ellas, el Estado asumió el control directo de la economía, por medio de empresas estatales, responsables por cerca del 34% del total de la producción del sector industrial. Pero esta política, sin embargo, dependía del financiamiento externo. Además de paradójica, para un gobierno que proclamaba su nacionalismo, tal necesidad lo hacía vulnerable a las crisis externas y a los cambios en las decisiones de los inversionistas. Además de ello, el modelo ni capitalista ni socialista implantado por el gobierno terminó acumulando los errores de ambos, sin ninguno de sus beneficios.

Por muy audaces que fueran estas reformas, sus efectos en lo que atañe a alterar drásticamente la distribución de los ingresos fueron mínimos. Las reformas del sector industrial sólo transfirieron el 2% del ingreso nacional al cuartil más alto de los trabajadores de ese sector, que a su vez representaba sólo el 8% del total de la fuerza laboral, mientras que la reforma agraria sólo afectó a una tercera parte del total de las tierras y pastizales para beneficio de un tercio del total de los trabajadores rurales. Además, el establecimiento de cooperativas en el sector agrario, o de comunidades en el sector industrial, afectó el rendimiento de sus trabajadores, fomentó la indisciplina laboral, y provocó la caída de la producción y de la productividad. El peso de la deuda externa, el declive de las exportaciones y de los precios de los bienes exportables, asociado a una creciente hostilidad del capital extranjero, abrieron el camino de la crisis. Velasco Alvarado fue sustituido por Francisco Morales Bermúdez, quien dio inicio a la segunda fase del gobierno militar, cuyo significado último fue el desmontaje de las reformas emprendidas por su antecesor.

Década de 1980: nuevos desafíos

El gobierno militar, en su primera fase, no puede ser evaluado sólo por sus desastrosos resultados económicos, y mucho menos examinarse en el horizonte del corto plazo. Hay consenso suficiente para reconocer que, por más precarias que hayan sido, esas políticas modificaron el orden casi colonial de antes. Los terratenientes desaparecieron del campo, las formas más aberrantes de explotación de los trabajadores rurales fueron canceladas, la desintegración de las cooperativas y de las Sociedades Agrícolas de Interés Social (SAIS) permitieron la difusión, limitada por cierto, de las pequeñas y medianas propiedades. La retórica nacionalista, más allá de la propaganda, el reconocimiento del quechua como idioma nacional y una política exterior soberana, abrieron nuevos horizontes para mucha gente. Esas reformas, sin embargo, no terminaron, y no se construyó ni se esbozó, un orden nuevo. Y fue precisamente de esas grietas de donde emergió el nuevo drama de Perú en la década de 1980.

El pasaje a la democracia, al final de la segunda fase del gobierno militar, debía ser ordenado y con las garantías suficientes para que el desmontaje de las reformas implementadas por Morales Bermúdez no se revirtiera. De eso se encargó la Asamblea Constituyente de 1979 presidida por Víctor Raúl Haya de la Torre, y en cuyo seno la coalición de la confusa izquierda tuvo una importante participación. Promulgada la Constitución de ese año –una más en la ya extensa lista desde que Perú inició su vida republicana–, fue elegido Fernando Belaúnde Terry (cuyo partido, la Acción Popular, no había participado de las deliberaciones constituyentes).

Belaúnde continuó ese desmontaje, devolviendo, por ejemplo, la prensa a sus antiguos propietarios, y no pudo hacer mucho más porque su programa, “Perú como doctrina”, era muy nebuloso. Como una señal de los nuevos tiempos, Sendero Luminoso apareció en escena, quemando las ánforas del pueblo de Chuschi, en la serranía andina, el 17 de mayo de 1980.

Después de Belaúnde, en 1985 fue elegido el joven y carismático Alan García Pérez, quien condujo por primera vez a su partido, el APRA, al poder. Pero la situación había cambiado, en 1919 sólo había votado el 2,5% de la población; con el voto de los analfabetos y de las mujeres, el volumen de electores fue muchísimo más grande. Además, las reformas del gobierno militar y la reacción que ellas generaron, avivaron la contienda. Ejemplos de ello fueron la presencia de la izquierda en la constituyente, la elección de Alfonso Barrantes Lingán como alcalde de Lima al frente de la Izquierda Unida, y la proliferación de diarios y revistas afines con una altísima tirada.

Pero el APRA también había cambiado, en su ideario y en su praxis: los escritos de Haya de la Torre, incoherentes, se fueron modificando en función de los humores del “jefe máximo”, de las coyunturas y de los acomodos del partido y de los pactos inútiles que tuvo que establecer, como la célebre “convivencia” con Odría, su más férreo enemigo. Desde 1930 hubo cambios importantes en su doctrina: apostando sucesiva y contradictoriamente por un cambio con revolución (1931-1944), por cambios dentro de la democracia (1945-1948) y, finalmente, por la democracia a costa de los cambios (1956-1969).

En el siglo XX, los partidos populistas como el APRA han mostrado tres características interconectadas. Primero: su estilo vertical de movilización fue dominado por líderes carismáticos, paternalistas, personalistas (José María Velasco Ibarra, Mammaduke Grove, Jorge Eliécer Gaitán, Juan Domingo Perón, Víctor Paz Estenssoro, Rómulo Betancourt, Víctor Raúl Haya de la Torre y Alan García Pérez, su discípulo predilecto). Segundo: el populismo apeló a la coalición multiclasista, apoyada en los pobres, pero dirigida por sectores de los estratos medios a altos. Tercero: ideologías eclécticas, nacionalistas, estatistas. Los programas reformistas dieron lugar a la promoción de la industrialización y del bienestar social.

Esas tres importantes características del populismo contienen severas limitaciones y contradicciones. El modo patrimonial de movilización descansa en los independientes y hábiles caudillos. Clientelismo, campaña y reclutamiento autoritario entran en conflicto con los deseos de las masas de una participación más directa y con la necesidad de institucionalizar el movimiento dentro de un partido estructurado o, incluso, dentro del gobierno para realizar las promesas de reforma. La estructura multiclasista del movimiento genera fricción entre sus grupos, especialmente entre las clases media y trabajadora, particularmente una vez que el partido llega al poder. Por la misma razón, el programado compromiso para conectar la industrialización y la redistribución implica renuncias y dilemas. Economías dependientes plagadas de déficit de capital e inflación, tienen insuficientes excedentes para aplacar demandas en conflicto. Consecuentemente, la mayoría de los movimientos populistas han probado ser más efectivos en la movilización que en la institucionalización, más exitosos en galvanizar a las masas que en gobernar en su provecho.

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Machu Picchu, la ciudad perdida de los Incas, famoso sitio arqueológico de Perú y Patrimonio Mundial de la Unesco (YoTuT/Wikimedia Commons)

El APRA en el poder

Desde fines de 1970 hasta mediados de 1980, la mayoría de los observadores asumieron que el populismo había muerto. Los líderes latinoamericanos adoptaron políticas neoliberales, poniendo énfasis en el libre mercado, la privatización y la promoción de exportaciones tradicionales y no tradicionales. Sus intentos de imponer disciplina en el Estado ocasionaron reducciones en los programas de bienestar social. A medida que la crisis internacional de la deuda aumentaba, los esfuerzos de reforma expansionista parecían aún menos probables. Al mismo tiempo que la democracia cubría el hemisferio, los líderes civiles prevenían contra el alza de las expectativas, el activismo estatal o el nacionalismo económico. Durante el peor desastre económico desde 1930, las políticas tecnocráticas de austeridad prevalecieron en toda América Latina.

Por lo tanto, la victoria del APRA en 1985 capturó la atención mundial. Representaba una nueva ola populista o un aislado anacronismo. Porque en América Latina el gobierno peruano era el único que proponía enfrentar a los acreedores externos y al Fondo Monetario Internacional (FMI), ampliar los programas estatales para el desarrollo económico, nacionalizar los bancos, y lanzar programas innovadores para la mayoría no privilegiada.

La administración aprista enfrentó grandes retos. Políticamente necesitó consolidar su base, relegitimar el Estado y reintegrar el Estado y la sociedad, especialmente a los sectores más desposeídos. La democracia tenía que llegar a tener sentido para las masas. García necesitó partir de un endogámico partido de ideología centrista para incorporar a la vasta mayoría de peruanos en un proyecto de salvación nacional. Para hacerlo, el joven presidente tuvo que simultáneamente socavar a la Izquierda Unida y neutralizar a la desalentada derecha. Necesitó también frenar las amenazas autoritarias de los militares y, sobre todo, de las guerrillas izquierdistas.

García confió en el paternalismo puro para esquivar todos estos problemas. Elevó el estilo paternalista del partido familiar a un estado paternalista. Se lanzó como la reencarnación del fallecido Haya de la Torre. Se colocó por encima de la burocracia, del partido, y de las organizaciones de masas. Aunque su carisma personal haya traído ánimo por un momento al sistema, no fue un sustituto de largo plazo para una solución estructural e institucional de la crisis de legitimidad, participación, representación e integración.

Socialmente, el mayor reto enfrentado por el gobierno fue la extrema y creciente pobreza que afligía a la mayoría de la población. Los líderes apristas de los estratos medio y medio-alto trataron de unificar a las masas en un pluriclasista “Frente Único”. En una típica fórmula populista, el gobierno se centró prioritariamente en los grupos menos organizados, principalmente en los pobres del sector informal. Empezó con programas de redistribución del ingreso, empleo y asistencia agrícola. Dichos beneficios fueron pronto viciados por la excesiva dependencia de los ímpetus personales del presidente, y por las excentricidades de un vulnerable modelo económico.

El gobierno aprista quiso sacar a la economía de la recesión, del deterioro y de la subordinación a la derecha de los años de Belaúnde. Optó por un rol activo del Estado, fundado en las doctrinas tradicionales del APRA y de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL). Su estrategia macroeconómica se parecía a muchos experimentos populistas previos e incluso a la tragedia de la Unidad Popular en Chile.

Los apristas adoptaron el enfoque neo­keynesiano de elevar el poder adquisitivo de los pobres para aumentar la demanda por producción nacional. Todos también aclamaron la anunciada limitación del pago de la deuda externa a no más del 10% de los ingresos por exportaciones. Sin embargo, la demanda doméstica pronto excedió la capacidad productiva, las inversiones y las reservas internacionales. El crecimiento se acabó, el déficit se infló, el comercio declinó, la inflación aumentó a niveles espeluznantes, y las ganancias del corto plazo fueron erosionadas. Éste era un patrón en el Perú del siglo XX: la recesión seguida por protestas sociales, seguidas por expansión, seguida por una crisis de balanza de pagos. También era un típico ciclo populista, conocido en todo el hemisferio. Como se esperaba, el agotamiento en 1987 del crecimiento industrial impulsado por el consumo llevó al anuncio de medidas de estabilización más ortodoxas y de “desembalses”. A su vez, ese fracaso económico socavó las reformas sociales y la popularidad del presidente. García trató de resolver los angustiosos conflictos dividiendo sacrificios entre capitalistas y trabajadores, y entre pobres urbanos y rurales. Con el programa populista fracasado, empresarios y trabajadores incrementaron sus críticas. Entretanto el gobierno fue arrastrado a una crisis de liderazgo.

Sendero Luminoso

A comienzos de 1980 empezó a estallar una nueva tormenta social con la expansión de Sendero Luminoso, cuyos orígenes se remontan a 1971 como resultado de una de las tantas escisiones del Partido Comunista de Perú, y de su anclaje regional e institucional en Ayacucho y la Universidad San Cristóbal de Huamanga. Su líder principal fue Abimael Guzmán Reynoso, filósofo graduado en la Universidad de Arequipa. De inspiración maoísta y fortalecido por la prolongada estadía de Guzmán en China, el movimiento buscó su nativización en el pensamiento de José Carlos Mariátegui, aunque sus intereses primigenios se circunscribiesen al control de la Universidad más que a la promoción de un vasto movimiento campesino. En ese sentido no era nada distinto a los otros grupos de izquierda radical que por esos años agitaban los espacios universitarios, aunque sí lo distinguía la estridencia y la virulencia de sus propuestas y críticas a sus adversarios.

Que Ayacucho (“rincón de los muertos” en quechua) haya sido la cuna de Sendero no es, desde luego, obra del azar. Se trata de una de las zonas más pobre de Perú, con una Universidad reabierta desde 1959, que pronto se convirtió en un centro de atracción para estudiantes campesinos, y de difusión cultural muy avanzada, todo ello en el marco de un aislamiento que facilitó la prédica ideológica. Más aún, con la presencia de un profesor como Guzmán, con el carisma suficiente para persuadir e inspirar respeto.

La ideología de Sendero estuvo inspirada por el pensamiento de Mao Tse-Tung, acomodado a la realidad peruana según la peculiar percepción que Guzmán tenía de ambos. Pese a su reconocida parquedad en términos de pronunciamientos, la difusión en enero de 1988 de las bases de discusión del Partido Comunista de Perú en las páginas de El Diario permitió conocer sus propuestas y directrices. Para Guzmán

El Perú contemporáneo es una sociedad feudal y semicolonial en la cual se desenvuelve un capitalismo burocrático […] el capitalismo que genera el imperialismo en los países atrasados, atado a la feudalidad que caducó y sometido al imperialismo que es la última fase del capitalismo.

El objetivo que se trazaba, por consiguiente, era la destrucción del imperialismo, del capitalismo burocrático y de la propiedad terrateniente feudal, a la vez que se apoya, con algunas condiciones, al capital medio. Éstas serían las tareas en la primera etapa de la revolución peruana, aspirando a convertirse en una república popular con nueva democracia, la cual pasaría después a convertirse en revolución socialista, para finalmente arribar al comunismo mediante revoluciones culturales.

La construcción de la república popular de la nueva democracia no podía sino resultar de una violenta guerra revolucionaria conducida por el ejército guerrillero popular. Sus acciones: la conquista militar de bases; el establecimiento –“atravesando baños de sangre”– de comités populares en el campo y movimientos populares de defensa del pueblo en las ciudades como concreciones del nuevo Estado. Sendero intentaba la subversión del orden luchando, al mismo tiempo, contra los agentes del imperialismo y del capitalismo burocrático, y contra las fuerzas nuevas de la izquierda peruana, a quienes acusaba o de revisionistas o de desviar la auténtica causa de los oprimidos. No obstante, en aquellos momentos la pugna no revestía todavía la forma sangrienta que adquiriría más tarde.

La expansión inicial de Sendero durante 1980 y 1982 en las regiones de Ayacucho y Apurímac, en el sur peruano, fue rápida y contó con el respaldo de fracciones importantes de la población rural y urbana. Basta mencionar la multitud que acompañó el féretro de Edith Lagos, una joven dirigente senderista muerta en combate el 3 de septiembre de 1982. Los testimonios y las escasas investigaciones permiten enumerar algunas de las razones del éxito inicial de esta expansión. La primera y más obvia fue el abandono secular de aquellas regiones por parte del Estado. Áreas con poblaciones miserables, carentes de recursos mínimos de infraestructura, desdeñadas por los partidos políticos formales y sometidas al control y a la explotación de caciques de todo tipo, y donde incluso la reforma agraria implementada por Velasco o no había llegado o había terminado produciendo una nueva confrontación sobre la tierra en manos de empresas asociativas.

A estas razones debe añadirse la eficacia de las tácticas de Sendero para captar la simpatía de los campesinos. Ronald Berg, en un estudio de campo realizado en la comunidad de Pacucha, en Andahuaylas, entre 1981 y 1982, encontró que Sendero había logrado captar la adhesión diferenciada de los campesinos, manifestada ya sea en simpatía o en apoyo, tanto pasivo como activo. El grupo utilizó las tensiones nacidas de la reforma agraria aplicando una “justicia campesina” frente a la incompetencia y a la corrupción de los funcionarios locales. Pero también, de manera significativa, sus acciones ganaban la inmediata adhesión de uno de los bandos en conflicto, al colocar un nuevo elemento en los ancestrales conflictos inter o intracomunales.

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El mercado de Písac y su importante sitio arqueológico, atraen gran cantidad de turistas (Eunheui/Creative Commons)

La intervención de las Fuerzas Armadas

Pero incluso en los años iniciales de la expansión de Sendero en Ayacucho y Apurímac, ni todos sus campesinos fueron captados ni el reclutamiento estuvo exento de brutalidades. En un artículo pionero, Henri Favre señalaba que en 1981 comunidades de zonas bajas como Huancasancos eran más susceptibles de adherirse a Sendero, debido a la alta exclusión social y a niveles de vida extremadamente frágiles. En cambio, comunidades de regiones altas como Lucanamarca, mucho más indígenas, eran más propensas a reaccionar contra Sendero y su estrategia (que no era sino un corolario de su deseo de asfixiar los mercados locales y obligar a las comunidades a practicar una agricultura de autosubsistencia). Para las comunidades de regiones altas, la regresión a una economía de subsistencia cortaba en forma drástica sus vínculos con el mercado, elemento estratégico para su reproducción, y las obligaba a establecer relaciones de dependencia con las comunidades de abajo y con quienes se habían emancipado política y económicamente en el pasado reciente. Tampoco tenía sentido para las comunidades altas la prédica de Sendero contra el Estado, en la medida en que eran beneficiadas por el poder central con los recursos indispensables para concretar aspiraciones muy sentidas como construcción de escuelas y apertura de caminos locales. Favre concluyó que las raíces de Sendero se encontraban en el sector masificado, inorgánico y no integrado, y que su revuelta era la de los parias contra todas las clases.

El 20 de diciembre de 1982, el presidente Belaúnde Terry, luego del asesinato del director de la filial de Ayacucho de la Casa de la Cultura de Perú, decidió finalmente autorizar la intervención de las Fuerzas Armadas en la represión de Sendero. Esa decisión fue tomada dos años después de haber iniciado su segunda elección. La tardía intervención del Ejército es una clara muestra de la ineficiencia de su servicio de inteligencia en la evaluación de las actividades y del alcance de las acciones de Sendero; sin embargo, para la opinión pública la vacilación de Belaúnde era el resultado de su temor de que el Ejército no sólo terminase con Sendero, sino con su gobierno, como había ocurrido en octubre de 1968.

Las acciones militares estuvieron inspiradas en la doctrina de la “guerra interna”, es decir, la misma que fuera utilizada en el Cono Sur durante los varios años de dictadura y cuyas consecuencias son ampliamente conocidas. Por lo mismo, no fue una sorpresa para nadie la rutinaria proliferación de denuncias de violación de los derechos humanos. En la medida en que la mayor parte de las víctimas de estos abusos eran campesinos indios, en virtud del conocido racismo que impregna la sociedad peruana, la opinión pública muy pronto se habituó a leer con indiferencia noticias sobre muertes y desapariciones, pero la situación alcanzó límites de escándalo cuando fueron asesinados en Uchuraccay, el 26 de enero de 1983, ocho periodistas de Lima en misión de información sobre la muerte de varios senderistas en la comunidad de Huaychao.

El advenimiento del nuevo gobierno aprista en julio de 1985 abría la esperanza de un cambio de rumbo en la política contrasubversiva, en la medida que Alan García proclamaba que las raíces de la violencia se encontraban en la pobreza y que su gobierno velaría por el respeto estricto a los derechos humanos y la necesaria subordinación de los militares a la autoridad civil. Impulsó el programa de ayuda al llamado Trapecio Andino, del cual formaban parte las zonas más pobres del país, y, ante el descubrimiento de cadáveres de campesinos en fosas comunes en Pacayacu y Accomarca, procedió a la destitución del jefe político-militar y del comandante de la segunda región militar. Pero esas promesas aurorales se desvanecieron muy pronto. El 19 de junio de 1986, las Fuerzas Armadas sofocaron el amotinamiento en tres cárceles de Lima y murieron 300 presos; y el 14 de mayo de 1988 y los días siguientes en Cayara, provincia de Cangallo (Ayacucho), como represalia a una emboscada sufrida por un convoy del Ejército, 30 campesinos fueron asesinados, ocultados sus cadáveres y muertos o “desaparecidos” nueve testigos en el marco de una completa impunidad.

La ineficacia de las Fuerzas Armadas en su lucha contra la subversión no sólo fue el resultado de la ausencia de una política coherente y sostenida. Sus operaciones en territorios desconocidos para muchos de ellos, donde el enemigo nunca presentaba un combate en regla y tenía la capacidad de desplazarse y confundirse en medio de
la población civil, para no mencionar sus bajísimos salarios, fueron factores que debilitaron en forma contundente la moral militar. De ahí la tentación de los soldados de hacerse corruptos o desertores. Desde 1982 a 1985 se produjeron 590 bajas, entre jefes y oficiales, modesto preludio para las 4.000 peticiones de baja que estaban en trámite en los primeros tres meses de 1992.

Guerrilleros sin rostro

Sendero se apoyó en las fracciones más desarraigadas de la población peruana, tanto rural como urbana. No se trataba de un movimiento organizado ni de obreros ni de campesinos, tampoco era portador de una cultura estructurada; sus seguidores más bien se ubicaban en una opaca y heterogénea franja social.

Eran jóvenes, muchos de ellos con una educación formal muy alta, características que expresan muy bien los contornos y los dilemas del conjunto de la sociedad peruana. En el pasado, hasta 1960 aproximadamente, en una sociedad completamente cerrada y cuya estratificación combinaba criterios étnicos y de clase, el único canal de movilidad social accesible a los sectores populares era la educación. Las sucesivas crisis económicas que atravesaron Perú desde los años 70, el colapso de la educación pública en todos sus niveles, con la consiguiente emergencia de algunas universidades privadas como centros adecuados para una formación profesional, pero abiertas sólo a la elite económica del país, hicieron que los jóvenes optaran por la marginalidad o la subversión. Querían destruir un sistema inservible con acciones en las cuales no tenían nada que perder, o compartir la ilusión de que su intervención en la guerra era la entrada a un canal de movilidad potencial. En todos los casos, la violencia nacía de la frustración, que se expresaba en actividades subversivas y terrorismo, porque la izquierda peruana o los ignoraba o no tenía nada que proponerles. Un análisis de los expedientes de los inculpados por terrorismo, encontró que el 58% provenía de las provincias más pobres del país, y pese a que el 35,5% tenía educación universitaria, eran pobres o muy pobres.

En cuanto a la praxis y las consecuencias de la violencia, los casos analizados revelan significativas características, resultado del entrecruzamiento de la estrategia que guía las acciones de la subversión y del potencial explosivo incubado en la realidad peruana. Las propuestas de Sendero se traducían en una impresionante cadena de terror: explosión de 756 torres de fluido eléctrico, 17.350 ataques armados que incluían granjas experimentales, bancos, industrias urbanas y rurales, empresas asociativas agrícolas, puentes y vías de comunicación, así como el saqueo de comercios y tiendas pueblerinos, para enumerar las acciones con una clara implicación económica.

Pocos negarían que en un inmenso mar de miseria, estas unidades económicas eran enclaves de modernización y progreso, aunque sus frutos fuesen beneficios limitados. Pero, como contraparte, tampoco se puede ignorar que su sola destrucción únicamente extendió el caos e hizo más miserables a quienes ya lo eran, aún más cuando no se contaba con un programa claro de reconstrucción desde las cenizas. Con el agravante de una nueva fuente de resentimiento y rechazo: los trabajadores que quedaron sin fuentes de trabajo, los campesinos que perdieron sus cosechas, y los pastores que asistieron con estupor al sacrificio de sus animales. Una estimación del Ministerio del Interior estableció que entre 1980 y 1990 se produjeron 12.055 muertos, y que los costos materiales de los recursos destruidos durante dicha década ascendieron a US$ 22.000 millones de dólares, monto equivalente al valor total de la deuda externa del país en ese último año.

En 1970, en el Alto Huallaga empezó a surgir una zona próspera basada en el cultivo de la coca, planta que había sido sembrada por los campesinos de los Andes como resultado de la colonización iniciada en la década anterior. La prosperidad de la zona estuvo estrechamente asociada a la expansión del consumo de la cocaína en los Estados Unidos y tuvo como resultado el incremento de las áreas sembradas, las cuales pasaron de 28.000 hectáreas en 1980 a 211.000 en 1988. De esa producción, directa o indirectamente, participaron entre 300.000 y 400.000 trabajadores, cerca del 5% de la población económicamente activa. Perú es uno de los principales productores de coca para la fabricación de la cocaína, cuyo valor anual es aproximadamente de US$ 1.200 millones, es decir, casi la mitad de las exportaciones legales.

Inicialmente, en esta región los actores principales eran los cultivadores, los narcotraficantes y la policía encargada de la represión. Entre ellos se establecían relaciones de conflicto debido a la incompatibilidad de sus intereses. Esas tensiones fueron explotadas por Sendero, que luego de incursiones iniciales a principios de los 80 alcanzó una sólida presencia armada en 1985. La táctica seguida por Sendero era de una extrema simpleza. Bastaba con “proteger” a los productores de la vigilancia policíaca y las extorsiones de los traficantes, y a estos últimos de las autoridades, actividad que ciertamente redituaba lucrativas ganancias por la naturaleza del negocio. Pero Sendero logró consolidar no sólo su presencia en la zona, sino la complicidad de los productores. Sendero exacerba la violencia pero, a su vez, ésta lo antecedió, lo cual no impide reconocer un claro límite entre sus actividades y la delincuencia.

Sendero versus Ejército

Subversión y contrasubversión fueron inicialmente las fuerzas cuyas acciones, al operar sobre un volcán, expandieron la violencia al conjunto de la sociedad peruana. Pero los resultados de esa violencia terminaron alimentándose a sí mismos, para producir un incalculable caos. Entre las diversas expresiones de esa violencia/consecuencia que deviene en violencia se deben mencionar a los denominados, no sin cierto eufemismo, “desplazados”, auténticos parias rurales que se ubicaron en guetos situados en el interior de las ciudades, como consecuencia del éxodo que emprendieron para escapar de las acciones del Ejército o de Sendero. El número de estos desarraigados ha sido estimado en 200.000. Pero sus avatares no concluyen con su exilio interior. Además de tener que sobrevivir dentro de ciudades ya saturadas de migrantes, los poblados de donde provenían fueron objeto de incursiones del Ejército y de Sendero en busca de cómplices o delatores. Pero quienes no formaban parte del nuevo chaqwa, porque habían muerto en sus pueblos, dejaron en sus huérfanos otro estigma de la violencia: sólo en Ayacucho fueron 6.600 muertos.

Una situación similar ocurrió con las rondas campesinas, una suerte de policía privada al servicio de los propietarios que podían financiarla. Porque ellas no sólo servían para proteger campesinos y reparar agravios, sino que también eran instrumentos del gobierno y de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la subversión. Y si bien la entrega de armas pudo ser un legítimo mecanismo de autodefensa en el clima social y político de Perú, es imposible garantizar que esas rondas armadas, con su peculiar concepción de la justicia, no hayan emprendido un arreglo de cuentas con adversarios. Éstos tenían poco o nada que ver con la subversión, sobre todo cuando contaban con dirigentes como el célebre “comandante Huayhuaco”, un traficante y criminal convicto.

Así se levantó otro escenario para que la guerra contra la subversión se convirtiera en una guerra campesina, o en una guerra civil, cuando desde el poder, o con el respaldo de la derecha, se organizaron verdaderas bandas paramilitares, como el Comando Rodrigo Franco –nombre de un líder aprista asesinado por Sendero– para colocar bombas o asesinar a dirigentes de la izquierda, o cuando el nombre de Sendero fue usado como coartada en la ejecución de crímenes corrientes.

En un terreno en apariencia más neutro, la educación, las escuelas, los colegios y las universidades públicas constituían igualmente canales de socialización de la violencia. Dotados con profesores con una formación precaria, sueldos miserables y aspiraciones canceladas por la institución, no era de sorprender que la vocación de magisterio no existiese y, por lo mismo, que tanto profesores como estudiantes, acompañasen con entusiasmo a quienes querían reducir a escombros el orden existente, aceptando sin dudar –porque carecían de los instrumentos– visiones rústicas del mundo y de la sociedad formulados por los emisarios de un nuevo Apocalipsis.

Todo eso ha sido posible en Perú en el umbral de un nuevo siglo como resultado no sólo del feroz combate que libraron esas fuerzas, o de las consecuencias que lo retroalimentaron. Unos y otros, con sus actos, no hicieron sino activar un volcán que contenía siglos de desesperación y frustración. Que ese deseo de revancha se sublimara en el terreno del imaginario, o que cuando estallara se encauzara por medio del horror y la sangre, conllevó la grave responsabilidad de una izquierda peruana que fue tal sólo en términos metafóricos; del Estado y sus gobiernos, para quienes fue difícil aceptar que debían erradicarse no sólo las consecuencias sino, sobre todo, las raíces de la miseria; y también de Sendero, por supuesto, cuyo fanatismo e ignorancia le impidió aceptar que las revoluciones se hacen con el pueblo y no en su contra, y que acciones como las que emprendió terminan todas produciendo exactamente los efectos opuestos.

Esos siglos de odios reprimidos, cuando se expresan con la violencia esperada, desembocan en lo que ahora se llama “componente andino de la violencia”, olvidando que también en la Francia revolucionaria la grande peur surgió por la ausencia de un encuadramiento apropiado del odio plebeyo y campesino, que hizo temblar desde sus cimientos a una aristocracia que abrigaba la ilusión de que su reino era eterno por ser sagrado.

De la década perdida a la década infame

Si se remonta la mirada hasta 1968, cuando el general Velasco Alvarado y los oficiales del Ejército emprendieron el ciclo de reformas inacabadas y contradictorias, y se continúa con las contramarchas iniciadas por Francisco Morales Bermúdez y continuadas por el arquitecto Fernando Belaúnde Terry, y se cierra esa revisión con la esperanza y la desilusión del gobierno aprista presidido por Alan García Pérez, veremos que las acciones de Sendero Luminoso se encuadran entonces en las grietas producidas por los esfuerzos de desmontar a medias el orden tradicional, y por los intentos igualmente fracasados en otorgar después un nuevo sentido a la trayectoria del país, o por lo menos atenuar la miseria y la desesperación de su población más pobre.

En 2000, la población era de 25,90 millones de habitantes y había crecido cuatro veces más en relación con los 7 millones y medio estimados de 1950. Tal expansión inclinó la balanza a favor del sector urbano, que en 1993 representaba dos tercios del total. Fue de esos escombros desde donde emergió el gobierno de Alberto Fujimori, hijo de inmigrantes japoneses, cuyo ingreso a la casa de Pizarro es en sí mismo la expresión de esas grietas no recompuestas. Hasta entonces (salvo golpes de Estado protagonizados por provincianos y mestizos como Luis M. Sánchez Cerro, Manuel Apolinario Odría y Juan Velasco Alvarado), ese recinto estuvo reservado a peruanos de estirpe (colonial).

Fujimori gobernó durante una década, luego de sus victorias en 1990 y 1995, contra opositores de prestigio como Mario Vargas Llosa y Javier Pérez de Cuellar. El período se habría prolongado por más de un quinquenio, por la “leguleyada” de su mayoría parlamentaria que al aprobar en 1996 la llamada “ley de interpretación auténtica” lo autorizaba a una nueva reelección en 2000, de no haber sido por la amplia movilización popular, entre ellas la de los “cuatro suyos” liderada por Alejandro Toledo. Este curso sería interrumpido. Perú transitaba así de la década perdida de los 80 a la década “infame” de los 90.

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Parientes de víctimas de la masacre de La Cantuta, y varias organizaciones defensoras de derechos humanos, protestan en la Plaza 2 de Mayo, centro de Lima, contra la posibilidad de que se le otorgue perdón a Fujimori, en julio de 2011 (Catherine Binet/The Advocacy Project)

El gobierno de Fujimori fue conocido en el mundo entero por sus picardías criollas, como cerrar el Congreso y el Poder Judicial, por haber destruido la institucionalidad democrática formal, haber roto el orden de relevos de las Fuerzas Armadas a fin de captar la complicidad durable de oficiales genuflexos. Su nombre también quedó marcado por haber desplegado un amplio programa de corrupción y de sobornos completamente inédito por su magnitud en el seno de una burocracia que siempre había sido propensa a tales actos, capturó a Abimael Guzmán y a la cúpula de Sendero en 1992, y logró el eficaz rescate de los rehenes tomados en la embajada del Japón por un reducido grupo del Movimiento Revolucionario de Tupac Amaru (MRTA) en 1996. Participó del fin del movimiento armado con Ecuador al firmar un acuerdo de paz definitivo, en una operación mediada por la diplomacia brasileña el 26 de octubre de 1998. Autorizó el asesinato y la desaparición de profesores, estudiantes, campesinos y líderes obreros bajo la coartada de una lucha contra la subversión.

Su gobierno también fue conocido por el circo de la compra de adhesiones y de conciencias de prácticamente toda la clase política y empresarial mediante la entrega de dólares en billetes de uno a fin de que la operación ejecutada y filmada por su promotor Vladimiro Montesinos no dejara la más mínima duda. Controló la inflación y la reinserción del país al mercado financiero y arbitrariamente acudió a bancos y banqueros amigos en quiebra. Finalmente huyó a su país, Japón, y desde allí mandó un fax en noviembre de 2000, imitando, por lo menos en la huída, lo que ya había hecho Mariano Ignacio Prado en 1879. La lectura de estos hechos provee a leales y opositores de Fujimori de un inmenso arsenal para usarlos ya sea en favor o en su contra. No se intenta aquí reproducir este ejercicio. Sólo aludimos y remarcamos las candilejas del presente, el entroncamiento de estas peripecias con el largo y complejo proceso de la sociedad peruana.

Neoliberalismo y fujishock

En lo que respecta a la política económica, la década de Fujimori fue la de la implementación completa del paquete que el paradigma neoliberal recomienda: estabilización, control férreo del gasto público, apertura completa del mercado, desmontaje de la protección a la industria y a los servicios esenciales como la educación y la salud, flexibilidad laboral (fin de la estabilidad), reducción del aparato del Estado, control de la inflación, liquidación y remate de las empresas públicas, atracción de la inversión extranjera directa y disciplina fiscal para el pago de la deuda externa. Todas estas medidas se aplicaron en el Perú de Fujimori, y por lo mismo constituyen un cambio importante tanto en relación con lo ocurrido durante el gobierno de Velasco Alvarado, que fortaleció mucho más la intervención del Estado en la economía, como con los tímidos esfuerzos realizados en esa dirección por Alan García.

Por cierto, la aplicación de ese programa no puede atribuirse a la originalidad de Fujimori, quien logró derrotar en las urnas a su oponente Vargas Llosa. Él prometió exactamente lo contrario, para luego cambiar de opinión en el transcurso de un viaje que hizo a Nueva York y Tokio, durante el cual lo convencieron de que debía ponerse a la altura de las nuevas exigencias y que no podía ir a contramano de aquello que se hacía en toda América Latina.

Ese programa neoliberal, además, fue suscrito por Javier Pérez de Cuellar, su nuevo contrincante en las elecciones de 1995, al manifestar que aplicaría un “fujimorismo sin Fujimori”, a lo cual Fujimori respondió con cinismo que siendo él Fujimori, estaba en mejores condiciones de realizar ese fujimorismo admirado por su adversario. Ese programa tampoco era diferente del adoptado por Alejandro Toledo desde los primeros tiempos de su gobierno en 2001, porque para él política y economía discurrían por canales diferentes.

En consonancia con las premisas del programa, en agosto de 1990, el presidente inició su gobierno con la implementación de un “fujishock”, que eliminó el control de precios del sector privado y aumentó los precios de la energía y otros bienes y servicios proporcionados por las empresas públicas. El resultado fue el aumento de pobres en un 70%, en un solo día. Luego de un incremento adicional de los precios sobre sus ya altos niveles al concluir el gobierno aprista, la inflación, como consecuencia de un férreo programa de estabilización, se redujo de un 7.482% en 1990 a un 410% en 1991, para continuar su descenso hasta un 9% en 1997, y un 3,7% en 2002.

En relación con la apertura de los mercados, el nivel arancelario promedio cayó del 66% en 1989 al 16,1% en 1992, y a un 12% en 1997, con el consiguiente incremento de las importaciones que pasaron de US$ 338,3 a US$ 1.850 millones entre 1990 y 1996. Si bien esta apertura, por otra parte, no disminuyó la participación del sector industrial en la generación del Producto Bruto Interno (PBI), la producción industrial dejó de liderar el crecimiento siendo reemplazada por la construcción, pesca, bienes comercializables, y la producción de materias primas.

En 1980 había 210 empresas públicas que producían cerca del 15% del PBI. Como resultado del proceso de privatización, se subastaron 184 por un valor de US$ 7.792.200 y de los cuales ingresaron al tesoro US$ 5.940.800. Estos recursos, como en la época del guano, se destinaron a los gastos de defensa y del interior (US$ 999 millones) y al pago de la deuda (US$ 1.090 millones), mientras que los asignados a los sectores sociales y sectoriales (US$ 1.720) financiaron programas de alivio a la pobreza canalizados por el Foncodes (Fondo Nacional de Compensación y Desarrollo Social) y el Pronaa (Programa Nacional de Asistencia Alimentaria), que sirvieron para la propaganda electoral del régimen. Además, ese gasto fue centralizado por el Ministerio de la Presidencia, el cual controlaba el 40% de la inversión total del presupuesto. La liquidación de las empresas públicas implicó la transferencia de control al capital extranjero, procedente de España, Reino Unido, Países Bajos, Chile y China, cuyas inversiones entre 1992 y 1997 ascendieron a US$ 4.795 millones. Pero sus efectos sobre el capital nacional fueron también importantes. La composición de las familias que hacen parte de la elite empresarial peruana muestra que surgieron 26 nuevas, mientras que 15 fueron desplazadas y 11 mantuvieron la posición de privilegio que tenían antes de estas reformas.

Crecimiento y deuda externa

Si uno de los determinantes importantes del crecimiento es la inversión, el estancamiento del ahorro interno, un promedio del 15% entre 1991 y 1998 (Kisic, 1999), hizo que la inversión extranjera asumiera un papel cada vez más importante, tanto en Perú como en América Latina, luego de que México firmara en 1989 el Plan Brady para empezar a resolver la crisis derivada de la suspensión del pago de su deuda en 1982.

Pese a las interrupciones derivadas de la devaluación del peso mexicano en 1994 (“el efecto tequila”), del bath tailandés en 1997 y del rublo ruso en 1998 (“la crisis asiática”), entre 1991 y 1998 ingresaron a Perú un promedio de US$ 4.100 millones anuales (de 1970 a 1990 fueron sólo US$ 650 millones), colocados fundamentalmente en los sectores de comunicaciones, energía y finanzas. La contrapartida fue la expatriación de capitales, entre 1993 y 1998, en el orden de US$ 2.041 millones a título de utilidades y ganancias no distribuidas, a un ritmo anual del 29%, además de otros US$ 2.542 millones en esos mismos años por crédito de pago de intereses sobre préstamos, a un ritmo de 32% anual entre esas fechas. El déficit de la balanza de pagos, como consecuencia de estas remesas, pasó de US$ 35 a 1.030 millones entre 1990 y 1998.

En ese contexto, el desempeño de la economía, medido en términos del PBI per cápita, mostró una caída de 5,5% en 1990, de 3,5% en 1993, un sorprendente aumento del 11,2% en 1994, para continuar creciendo a un promedio del 5%, uno de los más altos de la región. Ese crecimiento fue el resultado combinado de una creciente inversión extranjera, atraído por un clima de estabilidad producido por el control de la subversión y por el uso de una capacidad instalada no utilizada. A pesar de su dinamismo, el PBI per cápita se encontraba aún un 12% por debajo del nivel alcanzado en 1980. Pero eso no es todo. No existen investigaciones similares a las de Richard Webb y Adolfo Figueroa, pero las estimaciones sobre el PBI per cápita y la evolución de los salarios reales permiten conocer la participación del trabajo en el ingreso nacional. Los resultados señalan que entre 1989 y 1993 se produjo una caída significativa, seguida por un ligero aumento en 1994 y 1995, mientras que el índice de los salarios reales sobre el PBI per cápita fue de 1% en 1980; 0,54% en 1990; 0,70% en 1994 y 0,61% en 1995.

Como consecuencia de esa situación, el porcentaje de pobres alcanzaba el 54,8% del total de población en 2001. Esto significa que más de la mitad de la población tenía un poder adquisitivo insuficiente para adquirir la canasta básica de consumo. Sin embargo, el promedio nacional oculta situaciones fuertemente contrastadas según áreas y a nivel regional. Mientras que la incidencia de la pobreza era de 42% en las ciudades, en las áreas rurales del país, casi 8 de cada diez habitantes (78,4%) se encontraba en situación de pobreza. El riesgo de ser pobre era prácticamente el doble en las áreas rurales respecto a las áreas urbanas (1,46% y 0,77% respectivamente).

En relación con el pago de la deuda externa, otra de las restricciones al crecimiento, los vencimientos para el período 1996-1998 fueron renegociados con los acreedores del Club de París y se reestructuraron los pagos a realizarse entre 1999 y 2007, a razón de US$ 1.520 millones en 1998, US$ 1.660 millones en 1999 y US$ 1.700 en 2000, al mismo tiempo que se preveía que esos pagos alcanzarían un tope de US$ 1.880 millones en 2004. Por otra parte, la deuda pública bancaria por un monto de US$ 4.205 millones y US$ 6.370 millones, correspondientes al principal y a los intereses, fue igualmente reestructurada mediante su canje por los bonos Brady a un costo inicial de US$ 1.372 millones. En la medida que la disponibilidad de divisas lo permita, será posible cumplir este calendario de pagos, sólo que el frente externo de la economía presenta riesgos derivados del incremento de las importaciones como consecuencia de la liberalización del mercado y de la naturaleza primario-exportadora de la economía, otra de las consecuencias de esa política, porque la convierte en particularmente vulnerable a las fluctuaciones negativas de los precios y de la demanda internacional.

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El presidente de Perú, Alan García, después del almuerzo en su homenaje en el Palacio Itamaraty, Brasil, noviembre de 2006 (José Cruz/Abr)

Reforma de la reforma agraria

El fin del sistema arcaico de tenencia de la tierra, bajo el lema “el campesino no comerá más de su pobreza”, fue uno de los resultados más significativos de los cambios introducidos por el régimen militar. Pero también en este sector el gobierno de Fujimori profundizó un proceso, iniciado en la década de 1980, con la reconstrucción de una clase empresarial que condujera la modernización de la agricultura peruana, y para lo cual era necesario redistribuir la tierra y dinamizar su mercado.

Después de la reforma agraria y la fragmentación de las cooperativas, más del 97% de los predios bajo riego tenían en 1994 menos de 20 hectáreas, y concentraban tres cuartas partes de esas tierras. En agosto de 1991, “la reforma de la reforma agraria”, nombre dado por el propio Fujimori, empezó a cambiar esta situación. Autorizó a las sociedades anónimas a ser propietarias de tierras, preparó las condiciones para eliminar el fuero agrario, estableció un trato igual a nacionales y extranjeros, y aumentó a 250 hectáreas el área inafectable en la costa, la sierra y la selva. La Ley de Tierras de 1995 canceló todo límite al tamaño de la propiedad, permitió la privatización de las tierras de las comunidades campesinas y nativas, y reconoció el derecho de los propietarios afectados por la reforma agraria de reclamar su pago mediante la concesión de tierras no cultivadas del Estado.

En su segundo gobierno, a partir de 1995, Fujimori autorizó la privatización de las acciones que el Estado mantenía en las empresas azucareras en un intento de transferir la propiedad de las cooperativas a inversionistas privados. Eso fortaleció la tendencia a una pronta reconcentración de la propiedad en manos de grandes conglomerados financieros volcados al mercado internacional, y no de familias terratenientes como antes de la reforma. En una investigación coordinada por Fernando Eguren en 2001, se encontró que en la costa no había más de 400 empresas agrarias con más de 80 hectáreas, en su mayoría volcadas a la exportación, sobre un total de 200.000 explotaciones agropecuarias. A pesar de que este número es aún reducido y de que no permite constatar el restablecimiento de la gran propiedad, sin embargo el autor sostiene que las tendencias a ese objetivo son claras, incluso cuando muchos productores juzgan que se trata de una actividad económica no rentable.

Un balance de la economía bajo el gobierno de Fujimori indica un crecimiento de la economía peruana con altibajos, pero cuyos frutos han sido retenidos sobre todo por una fracción mínima de la población peruana, de modo tal que su impacto en generar una mayor igualdad ha sido nulo. Asimismo, las políticas de flexibilidad laboral incrementaron el desempleo y la inestabilidad en el trabajo. Como consecuencia, el así llamado sector informal creció de manera significativa. Para analistas como Hernando de Soto constituye la palanca para el crecimiento porque muestra el dinamismo de “empresarios” populares que sólo necesitan acceder a la propiedad y al crédito. En su diagnóstico omite considerar eso como resultado de una economía con poca o nula capacidad de absorberlos.

En la situación actual, quienes cuentan con un trabajo estable, incluso si sus salarios son miserables, son privilegiados, y por lo mismo no pondrían en riesgo esa condición. Esto explica la indiferencia a las medidas más brutales de estabilización: a lo largo de esa década, sólo la paralización nacional de 1999 constituyó una excepción importante. La virtual desaparición de los partidos políticos –cuyos votos, sumados a los obtenidos por la Acción Popular, el Partido Popular Cristiano, el APRA, la Izquierda Unida, bajaron del 97 al 6% entre 1985 y 1995–, no sólo posibilitó que Fujimori practicara con eficacia una peculiar democracia plebiscitaria, sino que fortaleció la atomización extrema de la sociedad peruana, impidiendo una articulación más amplia en defensa de los intereses populares. La anomia no sólo se expresó en el campo de la economía, de la política y de la sociedad, sino que también atravesó la cultura popular, con el surgimiento de formas religiosas, musicales, lingüísticas totalmente híbridas.

Para sobrevivir en el medio de la miseria, importantes sectores populares se organizaron para implementar desde comedores populares hasta asociaciones de microempresarios, pero es poco probable, por muy ingeniosos que sean, que puedan por sí solos resolver sus problemas. En ese contexto, la experiencia de la Cuaves (Comunidad Urbana Autogestionaria de Villa El Salvador), creada en 1973 por los pobladores de uno de los barrios marginales del sur de Lima, muestra la imposibilidad de mantener por largo tiempo un mundo solidario en un contexto global regido por valores opuestos. Ocurre lo mismo con los comedores populares (que a comienzos de 1991 alimentaban a cerca de 600.000 personas al día), porque su funcionamiento y la posibilidad de que se mantengan depende del abastecimiento eventual, producto de la cambiante caridad internacional, o de la ayuda clientelista de las autoridades locales o centrales.

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Protestas en el centro de Cuzco contra los planes del gobierno para privatizar la administración de patrimonios históricos y culturales como: Machu Picchu, Ollayantaytambo, Chinchero y Písac, en 2008 (Creative Commons)

¿Quo Vadis?

En la segunda mitad del siglo XX, Perú ha sido el escenario de políticas económicas mutuamente contrapuestas, con el argumento de resolver los problemas económicos y sociales, y de aliviar las dificultades de su gente: las intervencionistas con Juan Velasco Alvarado y Alan García, más decisiva la primera que la segunda; las liberal-ortodoxas de Francisco Morales Bermúdez (y Fernando Belaúnde Terry), y la neoliberal de Alberto Fujimori. Los resultados han sido deplorables para el crecimiento de la economía, para la disminución de la brecha entre ricos y pobres, y para la erradicación del desempleo y de los espeluznantes niveles de pobreza y de miseria. En algunos años la economía incluso creció por encima del promedio de la región, y las cifras mostraban algunos signos alentadores en el incremento del empleo o en la recuperación del ingreso. Pero esos cambios eran discontinuos y nunca encendieron la chispa de una expansión sostenida, tampoco redujeron el abismo entre poderosos y humildes, sino que, por el contrario, esa diferencia aumentó porque la distribución quedaba atrapada en los niveles más altos, como lo demuestran los resultados de las reformas agraria e industrial de Velasco. En las elecciones realizadas en 2006, luego de una primera vuelta disputada, Ollanta Humala de la coalición Unión por el Perú y Alan García Pérez por el Partido Aprista Peruano pasaron a la segunda vuelta. En la votación, realizada el 4 de junio de ese mismo año, Alan García venció con el 52,5% de los votos, y asumió por segunda vez la presidencia.

Vendrán otros presidentes, pero nada indica, en los límites de la previsión, cambios profundos. Quienes controlan el Estado están preocupados por mantener equilibrados los parámetros macroeconómicos y practicar una rígida disciplina fiscal que garantice el pago de las obligaciones externas. Y de cuando en cuando, sobre todo cuando las protestas se hacen estridentes, permitirán el “goteo” de algunos soles, o para ser más generosos –en el límite del despilfarro–, cuando se esté cerca de las elecciones.

Se calcula que en 2020 la población peruana será de 33,7 millones de habitantes, con una tasa de crecimiento, declinante en el tiempo, del orden del 2%. La apuesta por un crecimiento anclado en las exportaciones primarias no podrá absorber el excedente de mano de obra, como tampoco mejorará la distribución del ingreso. Las previsiones del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) señalan que los efectos de esa expansión estarán limitados a los sectores modernos, cuya mano de obra es reducida y calificada. Esa apuesta por las ventajas comparativas, amparada en el hecho de que hasta 1994 las exportaciones totales crecían a un ritmo anual del 7%, mientras que las exportaciones industriales lo hacían a menos del 1%, constituye el espejismo de los hacedores de política para no desviarse en lo más mínimo del camino considerado como correcto.

Lo ocurrido en el escenario social, desde Fujimori hasta Toledo, muestra que no existe una fuerza organizada con capacidad para alterar ese curso. Los sindicatos, porque no quieren poner en riesgo el privilegio relativo de sus afiliados; los partidos políticos, mucho menos. Surgirán por cierto, otros Fujimoris y otros Toledos, con la capacidad momentánea de encender el entusiasmo de la gente, pero nada más. Después de todo, la experiencia ha demostrado que es posible prometer el paraíso en la tierra, con toda irresponsabilidad e impunidad, porque no existen mecanismos para exigir el rendimiento de cuentas. Y en ese contexto lo ocurrido con Toledo es bastante elocuente: vino desde abajo, y en virtud de su esfuerzo y ambición, fue capaz de educarse y adquirir las destrezas necesarias para gobernar. Su ejemplo nutrió la propaganda, al igual que las virtudes de trabajo y de honradez atribuidas equivocadamente a Fujimori por conglomerados de personas en la espera ansiosa de un nuevo Mesías. En el caso de Toledo, la ilusión se apagó antes del término del primer año de su gobierno, en medio de múltiples escándalos, promesas no cumplidas y el salario presidencial más alto del planeta.

Si la contundente afirmación de Adolfo Figueroa es correcta cuando escribe que “para reanudar el crecimiento económico, Perú debe resolver su crisis distributiva”, es evidente que los perfiles actuales de distribución y de concentración de la propiedad no permiten esperar un desempeño óptimo a largo plazo, salvo ilusiones momentáneas. Evidencia de ello es la incompetencia de la clase dominante, que tiene que ver con la ausencia de empleos adecuadamente remunerados, la disponibilidad de tierras para alojar al excedente de la población rural, y la bajísima calificación de la mano de obra tanto rural como urbana.

El contexto de la globalización parece ser favorable, porque paradójicamente fragmenta al mundo entre ricos y pobres, a la vez que atomiza a las sociedades nacionales haciendo que sus hombres y mujeres opten por salidas individuales, además de permitir el desplazamiento sin freno de los capitales y reducir a la insignificancia completa el espacio para decisiones autónomas del gobierno. Y ni siquiera el exilio vía el éxodo al exterior es ya posible, como consecuencia de barreras cada vez más infranqueables puestas no sólo por los países del Primer Mundo, sino también por los de la periferia. En suma, todo ocurre como si las inercias del pasado prevalecieran sobre los cambios efímeros, como en el mensaje de la novela de Lampedusa: cambie para que todo siga igual.

Actualización (2005 - 2015)

por Fernanda Gdynia Morotti

En 2006, Alan García se presentó nuevamente como candidato a la presidencia por el Partido Aprista Peruano. En una ajustada contienda con Ollanta Humala, que sería elegido presidente en 2011, ganó las elecciones con el 52,6% de los votos. Al adoptar un modelo económico basado en la exportación del sector extractivista, siguiendo las mismas directrices de Fujimori, el gobierno García hizo crecer al país a una tasa de 8,9% en 2007. Sin embargo los índices de pobreza y de extrema pobreza alcanzaron al 85% de la población en algunas regiones del país.

La gestión García fue orientada a lograr la estabilización macroeconómica. Así, el riesgo país disminuyó, el tesoro acumuló reservas y se anticipó el pago de la deuda externa. En contrapartida, en 2009 el 60% de la población económicamente activa estaba desempleada (informe del Latinobarómetro 2010) y, según los índices GINI del mismo año, Perú figuraba entre los países más desiguales del mundo.

En las relaciones internacionales, la mayor parte de los acuerdos comerciales se pactaron con los Estados Unidos (con quien Perú firmó un tratado de libre comercio), con la Unión Europea y con China. La mitad de las exportaciones peruanas estaban vinculadas con esas alianzas y, en la mayoría de los casos, los productos exportados se limitaban a las commodities metálicas, pescados y petróleo bruto, señal de una economía poco industrializada.

Una de las claves de la gestión García fueron los llamados “narcoindultos”, la revisión de las penas y condenas a sentenciados involucrados en el tráfico de drogas. Se indultaron 70 condenados y 5.246 presos vieron reducidas sus penas. El gobierno también enfrentó más de 160 movilizaciones sociales. En la mayoría de los casos, los manifestantes protestaron contra la explotación depredadora de los recursos naturales del país y reivindicaron mayor participación en las decisiones gubernamentales. La respuesta, en gran parte, llegó en forma de represión, muchas veces con el empleo de contingentes de las Fuerzas Armadas. Otra fuente de conflicto permanente fueron los enfrentamientos entre Sendero Luminoso y el aparato policial, los que provocaron casi 1.500 muertes.

El gobierno Ollanta Humala

García dejó el gobierno con sólo el 10% de aprobación. En esa misma época, el 34,8% de la población peruana vivía en la pobreza, un caldo de cultivo que desembocó en la polarización de las elecciones presidenciales en 2011. Por un lado, estaba la candidata de derecha Keiko Fujimori –hija del ex presidente Alberto Fujimori, condenado a veinticinco años de prisión por corrupción y violaciones a los derechos humanos– y por otro lado, Ollanta Humala, representante de los sectores progresistas. Humala suavizó su discurso durante la segunda vuelta afirmando que las reformas sociales anunciadas por él serían llevadas a cabo gradualmente. Así, consiguió respaldo político de partidos opositores, y también de personalidades como el escritor Mario Vargas Llosa, entusiasta neoliberal y ferviente defensor del libre mercado.

Con el 51,5% de los votos, Humala venció la disputa en la segunda vuelta. Comenzó a gobernar mostrándose abierto a los reclamos populares y tratando de aquietar los liderazgos de los más importantes movimientos sociales, sobre todo los indígenas. A pesar de su perfil de izquierda, enseguida fue evidente que no rompería con la línea política adoptada por sus antecesores. Mantuvo al presidente del Banco Central, Julio Velarde, y nombró ministro de Economía a Luis Miguel Castilla, que ya había sido viceministro en el gobierno anterior.

Sin embargo, a pesar de las críticas por haber cedido a las ambiciones de los sectores neoliberales, limitándose a mantener la gobernabilidad sin escuchar los reclamos con los cuales se había comprometido, Humala avanzó en diversas áreas. En educación, por ejemplo, el Programa Nacional de Becas y Créditos –llamado Beca 18– promovió el ingreso de los estudiantes de la escuela pública a la enseñanza superior. En 2014 benefició a 30.000 estudiantes y la meta era llegar a 2016 con 50.000.

Por otra parte, el programa de asistencia Pensión 65 atendía a casi 320.000 ancianos en situación de extrema pobreza y contribuía a reducir la franja de pobreza de la población –la tasa cayó de 42% en 2007 a 25% en 2012 (datos del INEI-Instituto Nacional de Estadística e Informática)–. El gobierno actuó también en el área desde el Ministerio de Desarrollo e Inclusión, que ofreció modernizar y diversificar el trabajo de pequeños productores rurales. De esta manera, en el período que va de 2011 a 2014, según datos de la CEPAL, medio millón de peruanos salieron de la línea de la pobreza.

El gobierno Humala no modificó el modelo de explotación de los recursos naturales en el país, y por esto se gano las críticas tanto de la izquierda como de la derecha. Los sectores progresistas argumentaban que los conflictos sociales no cesarían mientras no se concibieran formas sustentables de disponer de los recursos naturales. Alegaban que el gobierno debería encontrar una alternativa para apartarse de un modelo que reincidía en la explotación desenfrenada, inmediatista e irrecuperable. Sin embargo, tales afirmaciones fueron rechazadas por grupos desarrollistas, pues advertían que los conflictos con grupos ambientalistas eran una amenaza para las inversiones en el área energética, vitales para poner en marcha los proyectos de explotación minera.

Según el Ministerio de Minas y Energía, las inversiones extranjeras para la explotación en este sector rondan los US$ 70.000. Las regiones de Arequipa, Apurimac y Cajamarca concentran casi el 60% de esas inversiones.

Durante el gobierno Humala, China y Brasil figuraban entre los inversores más importantes en Perú. En los últimos años, Brasil se ha convertido en el tercer socio comercial más importante del país. Asimismo quedó firmada una agenda de cooperación entre las naciones para los próximos veinte años, que deberán mover inversiones de casi US$ 30.000 millones. El comercio y el turismo entre Brasil y Perú también se intensificaron desde la inauguración de la Ruta Interoceánica, en julio de 2011.

Sin embargo, si bien para los ojos de afuera Humala consiguió mantener al país en una buena posición, la visión doméstica sobre su gestión fue diferente. En 2014, tan sólo el 22% de los peruanos aprobaban su gobierno. El principal anhelo de la población era disminuir la violencia, que había crecido vertiginosamente a partir de 2000. En 2005, según datos del INEI, ocurrieron aproximadamente 150.000 delitos en el país; en 2012, ese número ascendió a 250.000 casos. Además de la violencia, los peruanos padecen un sistema de salud ineficiente y constantes denuncias de corrupción en la administración pública. Otro motivo de rechazo por la administración Humala era la influencia ejercida por su mujer, Nadine Heredia, quien fue designada por Humala para presidir el Partido Nacionalista Peruano. Incluso había quienes hablaban de una maniobra legal para conseguir que se presentara como candidata a la presidencia en 2016, lo que la Constitución no permitía.

Humala puede ser considerado el gobernante que más hizo por la población pobre del país. Pero eso no modificó el cuadro de desigualdad social peruano, resultado de años de políticas económicas liberales. Si bien Perú continúa exhibiendo una de las tasas de crecimiento del PBI más altas de la región, al mismo tiempo muestra uno de los peores desempeños en el plano social.

En junio de 2016, el economista de centro-derecha, Pedro Pablo Kuczynski (conocido como PPK) fue elegido presidente en la segunda vuelta, en una ajustada victoria sobre la candidata populista de derecha, Keiko Fujimori. Kuczynski consiguió el 50,12% de los votos, contra el 49,88% obtenido por la hija del ex presidente Alberto Fujimori. Se trató de la elección con la diferencia más pequeña entre los candidatos desde la redemocratización del país en 2000.

Datos Estadísticos

Indicadores demográficos de Perú

1950

1960

1970

1980

1990

2000

2010

2020*

Población 
(en mil habitantes)

7.632

9.932

13.195

17.329

21.772

26.000

29.263

33.079

• Sexo masculino (%)

50,34

50,39

50,40

50,34

50,19

50,17

50,12

...

• Sexo femenino (%)

49,66

49,61

49,60

49,66

49,81

49,83

49,88

...

Densidad demográfica 
(hab./km²)

6

8

10

13

17

20

23

26

Tasa bruta de natalidad 
(por mil habitantes)

47,08

46,27

40,52

33,74

28,45

23,04

19,8*

17,1

Tasa de crecimiento 
poblacional**

2,55

2,88

2,78

2,39

1,90

1,28

1,26*

1,06

Expectativa de vida 
(años)**

43,90

49,12

55,52

61,54

66,75

71,60

74,7*

77,4

Población entre 
0 y 14 años (%)

41,57

43,32

44,00

41,91

38,27

34,09

29,99

26,3

Población con 
más de 65 años (%)

3,46

3,44

3,48

3,64

3,99

4,83

5,99

7,6

Población urbana (%)¹

41,00

46,81

57,41

64,57

68,90

73,04

76,92

80,11

Población rural (%)¹

59,00

53,19

42,59

35,43

31,10

26,96

23,08

19,89

Participación en la población 
latinoamericana (%)***

4,55

4,51

4,59

4,76

4,89

4,94

4,91

5,00

Participación en la 
población mundial (%)

0,302

0,328

0,357

0,389

0,409

0,424

0,423

0,429

Fuentes: ONU: World Population Prospects: The 2012 Revision Database.
¹ Datos sobre población urbana y rural tomados de ONU: World Urbanization Prospects: the 2014 Revision.
* Proyecciones. | ** Estimaciones por quinquenios. | *** Incluye el Caribe.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos indicada.ONU.  

Indicadores socioeconómicos de Perú

1960

1970

1980

1990

2000

2010

2020*

PBI (en millones de US$ a
precios constantes de 2010)

57.864,9

85.464,7

147.070,0

... 

• Participación en el PBI
latinoamericano (%)

2,186

2,387

2,957

... 

PBI per cápita (en US$ a 
precios constantes de 2010)

2.657,3

3.286,6

5.024,3

... 

Exportaciones anuales 
(en millones de US$)

3.916,0

3.322,0

6.954,9

35.803,1

... 

• Exportación de productos 
manufacturados (%)

1,4

16,8

18,4

20,3

13,9

... 

• Exportación de productos 
primarios (%)

98,6

83,2

81,6

79,7

86,1

... 

Importaciones anuales 
(en millones de US$)

3.090,0

2.923,0

7.357,6

28.815,3

... 

Exportaciones-importaciones
(en millones de US$)

826,0

399,0

-402,7

6.987,8

... 

Inversiones extranjeras 
directas netas 
(en millones de US$)

26,9

41,0

809,7

7.062,4

... 

Población Económicamente 
Activa (PEA) 

...

...

5.744.656

7.877.242

11.809.675

14.478.880

17.448.087 

• PEA del sexo 
masculino (%)

...

...

70,01

67,33

58,05

56,78

55,66

• PEA del sexo 
femenino (%)

...

...

29,99

32,67

41,95

43,22

44,34

Tasa anual de 
desempleo 
urbano (%)

...

...

...

5,0

...

Gastos públicos en 
educación (% del PBI)

...

...

3,29

2,85

...

Gastos públicos en 
salud (% del PBI)²

...

...

2,76

2,75

... 

Deuda externa total 
(en millones de US$)

9.595

22.856,5

27.980,8

43.673,5

... 

Analfabetismo 
con más de 15 años (%)

...

...

...

...

10,0

...

• Analfabetismo 
masculino (%)

...

...

...

...

4,80

...

• Analfabetismo 
femenino (%)

...

...

...

...

14,9

...

Matrículas en el
primer nivel¹

2.341.068

3.161.375

3.855.282

4.338.080

3.762.681

... 

Matrículas en el
segundo nivel¹

546.183

1.203.116

1.697.943

2.234.178

2.674.593

... 

Matrículas en el
tercer nivel¹

126.234

306.353

678.236

900.059

1.150.620

... 

Profesores

...

...

380.895

... 

Médicos**

5.061

12.432

...

48.942

... 

Índice de Desarrollo
Humano (IDH)³

0,595

0,615

0,682

0,722

...

Fuentes: CEPALSTAT.

¹ Calculado a partir de los datos del Global Health Observatory de la Organización Mundial de la Salud.

² UNESCO Institute  for Statistics.

³ UNDP: Countries Profiles

* Proyecciones. | ** Los datos del año de 1960 se refieren al número de médicos registrados, no todos residentes o trabajando en el país..

Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentranen la base de datos o en el documento indicados.

 

Mapas

Bibliografía

  • BONILLA, Heraclio: El futuro del pasado. Las coordenadas de la configuración de los Andes. Lima, Fondo Editorial del Pedagógico San Marcos/Instituto de Ciencias y Humanidades, 2005.
  • BONILLA, Heraclio; DRAKE, Paul: El APRA: de la ideología a la praxis, Lima, Clahes/Center for Latin American and Iberian Studies, University of San Diego, California, 1989.
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  • LÓPEZ, Sinesio: Ciudadanos reales e imaginarios: concepciones, desarrollo y mapas de la ciudadanía en el Perú, Lima, Instituto de Diálogos y Propuestas, 1997.
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  • SHEAHAN, John: La economía peruana desde 1950, Lima, IEP, 1999.
por admin Conteúdo atualizado em 12/06/2017 18:29