Lacalle de Herrera, Luis Alberto

Montevideo (Uruguay), 1941

El ex presidente Luis Alberto Lacalle de Herrera, nieto del caudillo nacionalista Luis Alberto de Herrera, retomó el rumbo político que había tenido su familia. Elegido diputado en 1971, se opuso a la dictadura instaurada en 1973. Se salvó por milagro en el episodio de las “botellas envenenadas” en 1978, con las que se quiso eliminar a varios dirigentes nacionalistas opositores: Mario Heber, Carlos Julio Pereyra y él mismo. La primera mitad de los años 80, todavía bajo la dictadura, contó con Luis Alberto Lacalle de Herrera como un militante especialmente activo en las filas nacionalistas. Fundó entonces el Consejo Nacional Herrerista, que resucitó el herrerismo después de años de ostracismo ante el amplio predominio ferreirista. Fue elegido senador en las elecciones de 1984. Cinco años más tarde, con la vía abierta en su partido, debido a la muerte de Wilson Ferreira Aldunate en 1988, después de una campaña electoral moderna y dinámica, se convirtió en el primer presidente elegido por el voto popular de la historia de Uruguay. Desde esa época, permaneció en la primera fila de la lucha política, sufriendo vicisitudes muy diversas: desde acusaciones de corrupción durante su mandato hasta su derrota en las internas partidarias de 2004, por lo cual quedó como sector minoritario en el Partido Nacional después de quince años de liderazgo. En 2009, él perdería una vez más las primarias del partido para candidatarse a la presidencia. En el año siguiente se eligió senador y presidió el Consejo del Partido Nacional. En 2015 dejó el Senado, abriendo el camino a su hijo Luis Alberto Lacalle Pou. 

La dinastía blanca

La presidencia y la militancia política de Luis Lacalle de Herrera, así como la de su hijo Luis Alberto Lacalle Pou, muestran la vitalidad de una de las “dinastías” de la política uruguaya, la de los Herrera, tan tradicional entre los blancos como lo es la de los Batlle entre los colorados.

Pertenecientes a una antigua familia de Andalucía, los Herrera están en tierras del Río de la Plata desde 1749, radicados inicialmente en la Argentina. El primero que residió en Uruguay fue Luis de Herrera e Izaguirre, quien, en 1811, sería expulsado de Montevideo por el virrey Elío, acusado de simpatizar con los revolucionarios. Su hijo, Luis de Herrera y Basavilbaso, tuvo un itinerario político relevante. Soldado en la última etapa de la revolución, fue después senador, jefe político de Montevideo y ministro de Guerra bajo los gobiernos de Berro y Aguirre. Falleció en el exilio en 1869, después de la dictadura de Flores.

Su hijo, Juan José de Herrera, nacido en Montevideo en 1832, se transformó en una figura decisiva en la definición de algunas de las nociones más revelantes de la política exterior uruguaya durante el siglo XIX. En 1856, Juan José de Herrera fue elegido diputado como representante del Departamento de Colonia. En septiembre de ese año, el presidente Gabriel Pereira lo designó secretario de la misión que Andrés Lamas desarrollaría como Enviado Extraordinario y Plenipotenciario ante el gobierno de Brasil. En 1863, el presidente Berro lo designó ministro de Relaciones Exteriores y al término de su mandato, Atanasio Aguirre, presidente del Senado, interinamente en la presidencia, lo confirmó en el cargo. Como canciller, dirigió su actuación para la defensa de una de las ideas rectoras de una visión integracionista de Uruguay en la región: la superación de la vieja lógica pendular entre la Argentina y Brasil para constituirse –en alianza con Paraguay– en fundamento y promotor de un “sistema de equilibrio” internacional en la región. En un texto profético de 1863, que en muchos aspectos anticipaba lo que ocurriría en la región a partir de 1865, Juan José de Herrera sentó las bases de un “nuevo equilibrio regional multilateral capaz de librarnos de la asfixiante presión de nuestros grandes vecinos […]”.

Cuando la revolución dirigida por Flores triunfó, en febrero de 1865, Herrera emigró hacia Buenos Aires. De allí, colaboraría con el levantamiento blanco conducido por Timoteo Aparicio, la “revolución de las lanzas” (1870-1872). Intervino como delegado en las negociaciones que llevaron a la firma de la paz el 6 de abril de 1872, que inauguró la política
de coparticipación entre blancos y colorados. En ese año, volvió a la Cámara de Representantes como diputado por San José. Formó parte del grupo de desterrados por el presidente Pedro Varela. De regreso a Montevideo, colaboró en la preparación de la fracasada Revolución Tricolor. En 1877, Herrera fue incluido por Latorre en el Consejo Consultivo creado por él. Sin embargo, poco después se alistó en la oposición al santismo, participando en la Revolución del Quebracho de 1886. Elegido nuevamente diputado en 1887, fue miembro destacado de los directorios nacionalistas de la década de 1890, y presidente de ese órgano partidario en más de una oportunidad. Apoyó la revolución blanca de 1897 contra el gobierno de Idiarte Borda y después dio su aval al gobierno de Juan Lindolfo Cuestas, que lo incluyó en el Consejo de Estado creado después del golpe de 1898, como soporte de una transición política que pusiese fin a la hegemonía del colectivismo colorado. Falleció en diciembre de ese año.

El caudillo civil

El turno de la generación era para Luis Alberto de Herrera (1873-1959), figura fundamental de la política uruguaya del siglo XX, no sólo como “caudillo civil” de su partido, sino también como protagonista directo de la política de coparticipación, que lo tuvo como cogobernante y líder influyente en los rumbos del Estado en muchas oportunidades. Inició su largo camino en la vida pública nacional durante la última década del siglo XIX. En 1891 ingresó a la Facultad de Derecho, en la cual se graduaría en 1903, aunque jamás ejerció la profesión de abogado. En 1892 fundó con otros jóvenes nacionalistas el club Defensores de Paysandú, desde el cual pronunciaría sus primeros discursos políticos. En julio de 1895 fue fundado el diario El Nacional, bajo la dirección fundamental de Eduardo Acevedo Díaz. El joven Herrera se integró al mismo casi de inmediato, atraído por la figura entonces ascendiente del Partido Nacional de Acevedo Díaz. Después seguiría una muy profusa y dilatada trayectoria política, en la que los hitos fueron numerosos: desde su participación como soldado en las revoluciones saravistas; su extensa e influyente actuación parlamentaria en varios períodos; su liderazgo partidario, iniciado en la década de 1920; su papel como negociador constituyente principal en 1918, 1934, 1951; su respaldo decisivo al golpe de Estado y al gobierno posterior de Terra, a partir de marzo de 1933; su papel de protagonista en la lucha contra la instalación de bases norteamericanas en territorio uruguayo durante la Segunda Guerra Mundial; su acuerdo táctico con su adversario de siempre Luis Batlle, en 1948, que llamó “ Coincidencia Patriótica” ; su trabajo en los Ejecutivos colegiados, primero en el Consejo Nacional de Administración, que presidió después de su victoria electoral de febrero de 1925, y después en el Consejo Nacional de Gobierno entre 1955 y 1959, a partir del cual él desgastó el liderazgo de Luis B­atlle y preparó la espectacular victoria de noviembre de 1958; entre muchos otros.

Siete veces candidato a la presidencia, Luis Alberto de Herrera jamás resultó elegido, pero esto no le impidió ser en varias ocasiones cogobernante efectivo –“ Fiscal de la Nación ” como jefe de la oposición–. “Herrera no hizo otra cosa, en toda su vida, salvo política”, dijo sobre él el colorado Carlos Manini Ríos. Y así fue efectivamente hasta su muerte el 8 de abril de 1959, después del triunfo electoral del Partido Nacional en las elecciones de noviembre del año anterior y después de más de seis décadas de compromiso político en las primeras filas de su partido. Carlos Quijano, que se opuso a él como pocos a lo largo de su vida política, escribió una necrológica que rescata un perfil heroico y luchador del líder nacionalista:

No fue un estadista, sin duda. No podía serlo por sus orígenes, por su formación, y sobre todo, por su propio temperamento. Fue un caudillo, tal vez el último gran caudillo, con sus errores, sus exageraciones, sus pasiones, sus tremendas pasiones, su energía sobrehumana, que –fenómeno sin par– crecía con el correr de los años, en vez de disminuir o templar su atracción magnética. […] Mezcla ferviente de intuición y de coraje, de probidad y autoritarismo, de desconfianza en la razón y en el juego sutil de las ideas, de fe en la virtualidad creadora de la acción, pura y simple. Instinto, olfato y premonición, a semejanza del conductor que ignora la geografía, pero conoce el rumbo.

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por admin Conteúdo atualizado em 06/04/2017 14:28