Energía

La historia de la energía se confunde con su comercialización. Aunque la palabra se remonte a Aristóteles, el concepto de energía es moderno. Data de 1842, cuando el médico Julius Robert von Mayer percibió que calor y trabajo mecánico se convertían uno en el otro en el cuerpo humano. Al año siguiente, el físico James Prescott Joule redescubrió, independientemente, la misma ley en sistemas mecánicos, y calculó la relación cuantitativa entre calor y trabajo.

En 1852, el físico William Thompson (más tarde conocido como Lord Kelvin) conceptualizó el fenómeno como la conservación de una magnitud física mensurable y común a esos fenómenos, llamada energía. La unificación en ese nuevo concepto de diferentes fenómenos antes vistos como separados –incluyendo el movimiento, el calor, la luz, la electricidad, el magnetismo y la radiactividad– llevó dos o tres décadas más.

Casi tan rápidamente como fue formulado, el concepto, inicialmente abstruso y especializado, se transformó no sólo en una mercadería rutinaria sino también en una de las principales claves del poder económico. En 1859, a partir de los pozos que abrió Edwin Drake en Titusville, Estados Unidos, la extracción de petróleo cobró tal valor que repentinamente pasó de una actividad artesanal casi marginal –una alternativa inferior, barata y maloliente a los aceites vegetales y de ballena que se usaban en los faroles– a la condición de gran industria. En pocos años, el petróleo se convirtió en un producto esencial, con poder para imponerle condiciones a toda la economía.

Otro hito importante fue el invento de la luz eléctrica. En 1872, el ruso Aleksandr Lodygin patentó una lámpara eléctrica que la Marina de su país usaba en asti­lleros y hasta debajo del agua, en la construcción de un puente. Dos canadienses la reinventaron al año siguiente. Pero fue el estadounidense Thomas Edison quien examinó los dos inventos antes de patentar el suyo, en 1879. Es por ello que terminó siendo conocido como su inventor. Lo que Edison construyó fue una lámpara más práctica y barata, vendida mediante un bien ideado programa publicitario, que hizo de Edison Electric Light Company una potencia.

Las siete hermanas

En 1870, John D. Rockefeller comenzó a reunir empresas petrolíferas de varios estados de los Estados Unidos en su Standard Oil. En 1882 ya controlaba del 90% al 95% del mercado. Se transformó en la primera persona cuyos bienes pasaban de los mil millones de dólares, concentrando un poder económico sin precedentes. Esto inspiró, en 1890, la primera ley antitrust, la Ley Sherman, que autorizaba al gobierno federal a intervenir en tales situaciones.

Basándose en esa ley, en 1911 Standard Oil fue procesada y obligada a dividirse, transformando sus filiales en empresas independientes. La de Nueva Jersey siguió siendo conocida como S.O., o Esso, nombre por el cual todavía se la conoce en América Latina, aunque en su país haya sido rebautizada como Exxon. La de Nueva York pasó a llamarse Mobil Oil, la S.O. de California (Socal) se transformó en Chevron y la de Indiana, en Amoco.

Las tres primeras forman parte de las famosas “siete hermanas”, apodo que le dio al cartel del petróleo, en los años 50, el empresario Enrico Mattei, presidente de la italiana Agip. Las “siete” incluían también a las tejanas Texaco y Gulf Oil (fundadas en 1901 y beneficiarias de la Ley Sherman), la anglo-holandesa Royal Dutch-Shell (producto de la fusión, en 1907, de la holandesa Royal Dutch, exploradora de petróleo en Indonesia, con la británica Shell, exportadora de petróleo ruso a Asia) y la británica British Petroleum (originalmente Anglo-Persian, fundada en 1909 y pionera en Medio Oriente).

En 1972, de las doce mayores empresas del mundo, siete eran las “hermanas”. A pesar de la expropiación de parte de sus campos por los países árabes y por Venezuela, el control que ejercían sobre las redes de procesamiento y comercialización del petróleo las mantuvo en una posición de poder, sólo temporariamente debilitada por la caída del precio del petróleo y por las presiones ambientalistas, en la década del 90. En ese período, además, las fusiones y adquisiciones, promovidas para recuperar sus márgenes de ganancias, redujeron a las hermanas a cuatro: ExxonMobil, Shell, BPAmoco y ChevronTexaco (que absorbió también a Gulf). Esto vino a concentrar el mercado aún más y amplió su poder relativo a comienzos del siglo XXI, cuando el petróleo tiende a transformarse, de nuevo, y tal vez definitivamente, en un producto escaso.

El petróleo y los orígenes del mercado en América Latina

En 1893, tres años después de brotar petróleo del primer pozo de Drake, se inició en Zorritos, cerca de Piura (Perú), la producción de petróleo en América Latina. De las iniciativas locales del siglo XIX, todas privadas, algunas desaparecieron a poco de ver la luz, a raíz de la importación del combustible desde los Estados Unidos, como las fábricas de querosén fundadas en Jujuy (Argentina), en 1875, y en Papantla (México), en 1881. Otras resistieron más, como la de Táchira, Venezuela (1878), y la de Mendoza, Argentina (1886).

La primera producción regional en tomar proporciones significativas fue la de México, bajo la batuta de las transnacionales. En 1881, el gobierno de Porfirio Díaz otorgó la concesión y amplias facilidades a los inversores extranjeros, comenzando por los dos estadounidenses, pero también a los de otros países, para evitar la dependencia exclusiva en rela­ción con los Estados Unidos. Las empresas estadounidenses, ese mismo año, produjeron 18.000 barriles de petróleo en una hacienda adquirida en Ebano, Estado de San Luis Potosí.

A partir del siglo XX, la energía se transformó en un factor cada vez más importante en las intervenciones imperialistas y en las decisiones políticas y geopolíticas de las naciones de América Latina. Una de las primeras manifestaciones de esa cuestión fue la decisión del presidente mexicano Francisco Madero –reformista electo luego de la destitución del dictador Porfirio Díaz por parte de la Revolución Mexicana de 1910– de crear un nuevo impuesto sobre la producción de petróleo. Disconformes, grupos británicos y estadounidenses apoyaron a los militares golpistas y a Victoriano Huerta, quien, tres años más tarde, depuso a Madero y lo fusiló, con la connivencia del embajador de los Estados Unidos. Al año siguiente, los marines desembarcaron en Veracruz, abriéndose camino hacia la Ciudad de México, para apoyar a Venustiano Carranza contra Victoriano Huerta, que parecía flirtear con Alemania. Pero Carranza luchó por el control del sector petrolífero y la Constitución que promulgó en 1917 nacionalizó el subsuelo, estableciendo el paradigma que adoptarían en las décadas siguientes varios otros gobiernos latinoamericanos. En 1921, México se transformó en el segundo mayor productor de petróleo, después de los Estados Unidos.

En la Argentina, el 13 de diciembre de 1907, el Ministerio de Agricultura descubrió petróleo accidentalmente mientras buscaba agua potable para los habitantes de Comodoro Rivadavia, en la Patagonia. Los capitales extranjeros se lanzaron a esa nueva frontera, pero tuvieron que competir con el Estado argentino. En 1922, éste creó la primera gran empresa estatal de América Latina, Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), que a partir de 1935 tuvo a su cargo la regulación del sector, del precio interno de los derivados y de las concesiones privadas.

A la vez que los Estados Unidos sustituían a Gran Bretaña como poder hegemónico en América Latina –primero sobre Centroamérica, el Caribe y la región andina, luego sobre el Cono Sur–, el petróleo superaba al café y se volvía la mercancía más importante del comercio internacional, posición en la cual permanece hasta hoy.

El desembarco de las transnacionales en ColombiaEcuador y Perú transformó también a esos países en productores de cierta importancia. Paraguay, en 1920, rompió el aislamiento en que vivía desde la Guerra de la Triple Alianza tratando de atraer inversiones para ese sector, pero tenía poco que ofrecer, excepto una vaga posibilidad de hallar petróleo en la región del Chaco, que resultó ser una quimera, pero no sin antes originar una guerra costosa y fratricida con Bolivia, finalmente derrotada. Perú también fue a la guerra con Ecuador por los supuestos yacimientos petrolíferos de la Amazonia, en 1942.

Comienzos del mercado de energía

El mismo año en que Edison patentó su lámpara, empezó a funcionar la primera planta termoeléctrica de América Latina, para una fábrica textil de León, México. Dos años después se inició el primer servicio público de iluminación eléctrica, en la Ciudad de México.

En 1883, un año después de la inauguración de la primera hidroeléctrica del mundo, en Wisconsin, Estados Unidos, se construyó otra usina del mismo tipo para una compañía minera de Diamantina, en Minas Gerais, Brasil. También comenzaron las instalaciones públicas de luz eléctrica en las ciudades de Campos, en el estado de Río de Janeiro, Brasil, y en La Plata, provincia de Buenos Aires, Argentina, pocos meses después de la inauguración del servicio pionero de distribución de electricidad e iluminación por cables aéreos en Roselle, cuartel general de Edison.

En Brasil, dada la abundancia de energía hidráulica, la electricidad era mucho más económica que el carbón importado. La industria, que entre 1890 y 1909 atravesó un crecimiento explosivo (el número de establecimientos creció un 800%), adhirió velozmente a la nueva opción. La rápida expansión urbana también alentó el uso de la electricidad para la iluminación y el transporte públicos. En 1892 comenzó a funcionar en Río de Janeiro la primera línea de tranvías de América Latina. En 1898 se creó en Toronto la empresa São Paulo Tramway, Light and Power, cuyas usinas eléctricas pronto monopolizarían la provisión de energía en las dos mayores ciudades del país, Río de Janeiro y São Paulo.

Modelos mexicano y venezolano

El 18 de marzo de 1938, el gobierno de México, bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, tomó otra decisión que marcaría una época. Luego de que las transnacionales se negaran a acatar una decisión judicial que imponía la participación de los sindicatos en la administración de las empresas, Cárdenas expropió el sector y lo colocó bajo la gestión de la empresa estatal Petróleos Mexicanos (Pemex). Las tentativas de las transnacionales y el gobierno británico de revertir la medida mediante boicots, guerra económica y propaganda se vieron derrotadas por el deterioro del escenario internacional y por la irrupción de la Segunda Guerra Mundial. Para garantizar que el petróleo mexicano quedara a disposición de los aliados, y no del Eje, los Estados Unidos aceptaron la posición mexicana y presionaron al Reino Unido a hacer lo mismo.

Otros países siguieron el ejemplo mexicano, entre ellos Bolivia y Brasil (que nacionalizó el subsuelo en 1937), descubrió petróleo en 1939 y creó Petróleo Brasileiro S.A. –Petrobras en 1953. La Argentina nacionalizó el petróleo en 1949 y también se transformó en el primer país latinoamericano en hacer uso del gas natural a gran escala, cuando YPF construyó un gasoducto desde Comodoro Rivadavia a Buenos Aires. Al inaugurarse en 1949, era el gasoducto de mayor diámetro del mundo.

La combinación de un relativo estancamiento de la producción con el aumento del consumo interno, en virtud del ciclo de desarrollo acelerado, le hizo perder a México su posición de gran exportador en la década del 50. Fue reemplazado en ese papel por Venezuela, cuyos campos –descubiertos por transnacionales en la década del 20, en la costa del lago Maracaibo– se desarrollaron rápidamente luego de la nacionalización mexicana. Para evitar los trastornos de la experiencia mexicana, las transnacionales pagaron en Venezuela mejores salarios, alentaron la formación de una clase media y pusieron el énfasis en un trabajo social “fordista” y en las relaciones públicas, procurando que sus trabajadores y la sociedad se identificaran con sus intereses. Venezuela permaneció mucho tiempo bajo dictaduras militares (hasta 1958, exceptuando el período 1945-1948), y fue, hasta la década de 1970, el único país latinoamericano en permitir la libre actuación de las transnacionales del petróleo.

Electricidad y desarrollismo

La participación estatal en la energía eléctrica avanzó de manera menos dramática y más gradual que la petrolífera. A pesar de que el nivel de retorno de utilidades en la generación de energía eléctrica era el esperado y teniendo en cuenta su importancia para el desarrollo capitalista, las transnacionales evitaron no obstante las grandes inversiones en hidroeléctricas, principalmente en las regiones menos desarrolladas. Aun así, en algunos casos la estatización enfrentó una fuerte oposición.

En México, en 1937, se creó la Comisión Federal de Electricidad (CFE) para atender la demanda rural, ya que a las transnacionales (principalmente, Mexican Light y American and Foreign) sólo les interesaban los mercados urbanos más rentables, que representaban el 38% de la población. Aún en 1960, tan sólo el 44% de la población tenía acceso a la electricidad. La CFE ya abastecía al 54% del mercado y el gobierno decidió nacionalizar completamente el sector, lo que permitió integrarlo al ya estatal sector petrolífero, unificar los sistemas de transmisión, estandarizar voltajes y frecuencias y más que duplicar la capacidad de generación durante los años 70 y 80.

En la Argentina, las transnacionales de la electricidad actuaban desde finales del siglo XIX, pero en la década de 1940, las zonas rurales seguían estando mal atendidas. El primer gobierno de Juan Domingo Perón creó, entonces, las Centrales Eléctricas del Estado y la Dirección Nacional de Energía, integradas a la Dirección de Irrigación. En la capital, las principales concesiones privadas vencieron en 1957, lo que permitió que el gobierno desa­rrollista de Arturo Frondizi nacionalizara la mayor parte del servicio en 1958, facilitando la integración energética y su vinculación con los planes de desarrollo. Una de las concesionarias, no obstante, logró que se le renovara la concesión en 1962, por lo cual siguió atendiendo al 10% de la población de la capital hasta 1979.

En forma semejante, en Brasil, la creación de la Companhia Hidro-Elétrica do São Francisco (Chesf) y, poco después, de la Comissão do Vale do São Francisco (CVSF) siguieron el molde de la Tennesse Valley Authority de los Estados Unidos, fundada para promover el desarrollo de una región atrasada. El Banco Mundial financió las Centrais Elétricas de Furnas a partir de 1957, época en que el 81% de la generación de energía todavía era privada. La centralización del planeamiento y la generación en las Centrais Elétricas Brasileiras S.A. (Eletrobrás), con participación privada en la distribución, y que fuera concebida en el segundo gobierno de Getúlio Vargas, fue muy combatida por las concesionarias transnacionales (principalmente la canadiense Light & Power, en el eje Río-São Paulo, y la estadounidense Amforp, en ciudades menores), por los Diários Associados y por la Federación de Industrias de São Paulo (Fiesp), pero terminó siendo sancionada por el gobierno de João Goulart, durante el cual el gobernador de Rio Grande do Sul, Leonel Brizola, estatizó la subsidiaria de la empresa Amforp.

Irónicamente, la dictadura militar que destituyó a Goulart por su “izquierdismo” continuó implementando la propuesta de Eletrobrás. Indemnizó a Amforp por la estatización de 1963, pero adquirió el resto de sus usinas en 1965. Y fue más allá: estatizó prácticamente toda la distribución hasta 1979, cuando expiró la concesión de la Light. Frente a la resistencia de las transnacionales, el gobierno militar no tuvo otra alternativa que invertir para atender la demanda generada por las altas tasas de crecimiento, principalmente en São Paulo, donde se concentraban las inversiones industriales. El gobierno federal, junto con los gobiernos estaduales, construyó entonces las grandes centrales hidroeléctricas, que elevaron la capacidad instalada de menos de 6 gigawatts, en 1962, a cerca de 30 gigawatts, en 1980.

La Argentina, que dependía en un 87% de la energía termoeléctrica, también inició, en 1969, la construcción de grandes hidroeléctricas. A pesar de no poseer la misma disponibilidad de recursos hidráulicos que Brasil (cuyos ríos abastecían prácticamente toda la electricidad consumida), las hidroeléctricas llegaron a proveer al país la mitad de su electricidad alrededor de 1980.

Energía nuclear en América Latina

Una de las manifestaciones de la rivalidad entre los regímenes militares de la relativamente estancada Argentina y del económicamente ascendente Brasil de los años 60 y 70 fueron los programas nuclea­res de ambos países. El interés argentino por la energía nuclear había comenzado en el gobierno de Perón que, entre 1948 y 1952, había desperdiciado mucho dinero para construir, en Bariloche, un reactor de fusión nuclear propuesto por el físico austríaco Ronald Richter, que terminó revelándose como un vergonzoso fraude.

En 1955, la Argentina creó una comisión para abordar el tema con más seriedad: en 1957 se inauguró el primer reactor experimental, y la empresa estatal Investigación Aplicada (Invap), creada en 1976, llegó a ser internacionalmente competitiva en la construcción de equipos de investigación. En 1968, la Argentina comenzó a construir, con tecnología alemana de Siemens, su primera central nucleoeléctrica comercial, Atucha I, inaugurada en 1974, en la provincia de Buenos Aires, seguida por Embalse Río III, en Córdoba, en 1984, y Atucha II, en construcción desde 1981.

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Central Nuclear Atucha I-II, en Argentina, mayo de 2010 (Mrcukilo/Wikimedia Commons)

Aunque Brasil tenga abundante energía hidroeléctrica, en 1970 su dictadura militar decidió también construir la central Angra I, con tecnología de la estadounidense Westinghouse. Como los Estados Unidos se rehusaron a transferir tecnología, en 1975 Brasil hizo otro acuerdo con Alemania y Siemens, que abarcaba todo el ciclo nuclear. La crisis económica, sin embargo, condujo a la postergación de esos proyectos, que revelaron ser mucho más costosos de lo planeado. Además, las esperanzas de los militares de ambos países de desarrollar armas nucleares se vieron frustradas por las presiones de los Estados Unidos y fueron abandonadas a fines de los años 80. Aun así, las centrales fueron llevadas adelante, aunque lentamente. Angra I se inauguró en 1983, con seis años de atraso y sólo un 30% de la capacidad prevista. El funcionamiento de esta central, particularmente problemática, se vio interrumpido 22 veces en los primeros tres años. Angra II se inauguró en 2000, y Angra III, luego de sucesivas postergaciones, continúa oficialmente en construcción.

El único otro país latinoamericano que construyó centrales nucleares fue México. Durante el período de bonanza petrolera de los años 70, el gobierno de López Portillo llegó a licitar la construcción de veinte de éstas, lo que para ese país significaría nada menos que cambiar la exportación de energía nacional relativamente barata por energía importada extremadamente cara y una modernización meramente simbólica, ya que México tenía poca investigación propia en esa área y ninguna ambición militar. Se llegaron a construir dos unidades, en Laguna Verde, en la costa del Golfo de México, con tecnología General Electric, y operan (con frecuentes inte­rrupciones) desde 1990.

Cuba también inició la construcción de dos reactores con tecnología soviética. En este caso, la propuesta era más racional: la isla no tiene fuentes significativas de energía hidroeléctrica o combustible fósil y la dependencia del petróleo importado la deja bajo una permanente amenaza de paralización. Pero al colapsar la Unión Soviética el proyecto quedó congelado en 1992.

La crisis del petróleo

En los años 70, varios países árabes y Venezuela también nacionalizaron su petróleo y, a través de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), asumieron el control del mercado internacional, elevando drásticamente el precio del producto, una rara victoria de los exportadores de productos primarios.

La crisis económica –resultado de la combinación del fin de la convertibilidad del dólar en oro y de los acuerdos cambiarios y financieros internacionales de la posguerra (Bretton Woods) con el alza del precio del petróleo– hizo que el mundo capitalista tomara una súbita conciencia de la finitud de los recursos naturales y del peligro de perder el control de sus mercados. Esta visión se acentuó con la revolución iraní.

El golfo Pérsico empezó a compartir el centro del escenario geopolítico mundial con la “Cortina de Hierro” de Europa central. Varios países del mundo (incluso Brasil) comenzaron a explorar nuevos campos petrolíferos y alternativas energéticas, previniéndose contra el cartel de la OPEP. Los países latinoamericanos exportadores de petróleo, principalmente Venezuela, tuvieron una oportunidad, en parte desperdiciada, de romper las barreras del subdesarrollo económico. El gobierno de Carlos Andrés Pérez nacionalizó el petróleo tardíamente, creando Petróleos de Venezuela S.A. (PDVSA), para aprovechar la coyuntura favorable e implantar un Estado de bienestar, estimulando el crecimiento de la industria y la agricultura. Pero la sobrevaluación de su moneda y la disponibilidad de divisas y de crédito para la importación desalentaron un desarrollo económico independiente.

A México le fue mejor: el aumento del valor del petróleo le dio la oportunidad de explotar las ricas reservas del Golfo de México y recuperar la posición de gran exportador. Su gobierno decidió, no obstante, permanecer fuera de la OPEP, aunque el petróleo representara el 75% de sus exportaciones. Sin tener que limitar las exportaciones, captó una parte del mercado de los árabes y de Venezuela, transformándose en un gran proveedor de los Estados Unidos. Por poseer ya una infraestructura y una base industrial significativa, pudo usar las divisas del petróleo para desarrollarlas, más que para importar bienes de consumo, aunque no siempre de la forma más inteligente, como se vio en el caso de la energía nuclear.

Energías alternativas

Algunos de los países no exportadores, principalmente Brasil y la Argentina, tuvieron otro tipo de oportunidad. Para hacer frente al desequilibrio de sus balanzas comerciales por la inesperada alza del precio del petróleo, procuraron reducir las importaciones en general, volviéndose menos dependientes en varios sectores y desarrollando industrias antes inexistentes o insignificantes. Trataron también de aumentar la racionalidad y la eficiencia del consumo de energía, acelerar la construcción de hidroeléctricas, ampliar su propia producción de petróleo (lo que en Brasil implicó el desarrollo de tecnologías inéditas para la exploración en aguas profundas) y desarrollar otras fuentes de energía, principalmente gas natural, en la Argentina, y alcohol, en Brasil.

En la Argentina, el gas natural, presente en la matriz energética desde 1949, pasó del 17,4% del consumo total de energía, en 1970, al 42% en 1989, y al 50%, en 2004. El éxito de la experiencia argentina alentaría el uso del gas natural en los países vecinos y también su exploración: ya en 1972 Bolivia empezó a exportar gas a la Argentina.

En Brasil, el Programa Nacional de Alcohol (Proálcool), para reemplazar parte del petróleo por alcohol comenzó en 1975. Se trataba inicialmente de agregarle hasta un 25% de alcohol anhidro a la gasolina, pero el segundo shock del petróleo, a partir de 1979, viabilizó, por primera vez en el mundo, la producción en serie de automóviles impulsados enteramente por alcohol hidratado. En 1980 se empezó a vender alcohol en todas las estaciones de servicio. En 1985, el 96% de los automóviles nuevos vendidos empleaban dicho combustible. Igualmente importante fue el desarrollo por parte de Petrobras de tecnologías mundialmente inéditas para la explora­ción de petróleo en aguas profundas. Esas tecnologías le posibilitaron a Brasil, que al comienzo de la crisis producía sólo el 15% de sus necesidades de petróleo, alcanzar una virtual autosuficiencia en 2005.

También se despertó el interés brasileño por el gas natural, hasta entonces reinyectado, o simplemente quemado en la boca de los pozos de petróleo, por pensarse que su utilización no sería rentable. En los años 80 se construirían gasoductos para conectar las reservas del Nordeste a los grandes consumidores de la región (principalmente los nuevos polos químicos y petroquímicos). En los grandes centros del Sudeste, las redes de gas entubado volvieron a crecer y a reemplazar al gas de refinería y el GLP (gas licuado de petróleo) por gas natural. Empezó a utilizarse gas natural en ómnibus urbanos (y, en la década de 1990, también en taxis) y se pensó en importarlo desde Bolivia.

La crisis y la búsqueda de salidas

Las dificultades de los países periféricos, sin embargo, se multiplicaron a fines de los años 70 e inicios de los 80, cuando los Estados Unidos trataron de recuperar el control del mercado financiero mundial. Elevaron los intereses y recobraron, a través de los intereses pagados por los países deudores, incluso los miembros de la OPEP, los dólares que gastaban con la importación de petróleo. Trataron también de dividir y debilitar el cartel, apoyando a Saddam Hussein contra la revolución chiita de Irán y alentando la competencia entre los países miembros de la OPEP. Algunos aumentaron su oferta del producto para obtener divisas y pagar su deuda externa.

La nueva coyuntura mundial desequilibró seriamente las finanzas de los países latinoamericanos, exportadores de petróleo o no. En 1982, México, Brasil y la Argentina declararon una moratoria, de la cual salieron mucho más endeudados y dependientes, y con sus gobiernos sin capacidad para continuar realizando las grandes inversiones, necesarias para el desarrollo industrial, sin romper con el sistema capitalista. Además de iniciar la que se dio en llamar “década perdida” –que en verdad se está prolongando a lo largo de estos 25 años–, la nueva coyuntura dio el principal pretexto para la privatización desordenada de la infraestructura estatal, principalmente la de la energía eléctrica.

El programa de privatización más importante, promovido en los años 80 por la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, fue cauteloso, si se lo compara con lo que se vería en la década siguiente. Las empresas estatales del cobre y del petróleo, por ejemplo, siguieron bajo control del gobierno, a pesar de perder su condición de monopólicas. El sector eléctrico, sin embargo, fue privatizado en 1987 y quedó en su mayor parte bajo la dirección del holding Enersis. La oferta al mercado de acciones de dicha empresa y de sus subsidiarias y su tasa de retorno inicialmente elevada fueron fundamentales también para la privatización del sistema previsional.

La década neoliberal y las privatizaciones

A comienzos de los años 90, el bloque soviético desapareció y ya casi nada quedaba de la antigua rebeldía entre los países del Tercer Mundo. Deprimido todavía más por el esfuerzo exportador de la Rusia postsoviética, el precio del petróleo entró en caída libre (situación que sólo se revertiría en 2005) y el dogma de la globalización neoliberal fue aceptado por las plutocracias de la mayor parte del mundo, seducidas y unificadas por el concepto de libre flujo de capitales.

Según la ortodoxia de la época, el Estado debería desistir totalmente de intervenir en la economía, incluso en el sector energético. La energía tenía que privatizarse, a la vez que se debía alentar la competencia entre productores. Disciplina fiscal, reforma tributaria, desregulación de la economía, liberalización de las tasas de interés, tasas de cambio competitivas, revisión de las prioridades de los gastos públicos, mayor apertura a la inversión extranjera directa y fortalecimiento del derecho a la propiedad, eran otros de los elementos de dicha ortodoxia, a la cual en 1989 el economista John Williamson resumió y bautizó como Consenso de Washington, refiriéndose a lo que él y sus colegas de las instituciones financieras internacionales y centros de estudio con base en Washington recomendaban para América Latina. Llegó a pensarse, principalmente a fines de la década de 1990, que la tecnología permitiría aumentar indefinidamente la oferta y bajar los precios del petróleo y de otros recursos naturales y que una “nueva economía”, basada en la informática y en las telecomunicaciones, aboliría la geopolítica y la finitud de los recursos naturales e iniciaría un ciclo de crecimiento sin límites.

La Argentina, primer país latinoamericano en promover la producción estatal de petróleo, fue la que más se apresuró a privatizarlo. El proceso, iniciado por el gobierno de Carlos Menem en 1989, prácticamente concluyó en 1993. Gran parte de las reservas de YPF fue desmembrada y subastada; el servicio de gas natural fue cedido a compañías privadas, y el núcleo petrolífero de la empresa fue absorbido por la española Repsol. El mismo modelo se aplicó al sector federal de la energía eléctrica que, de 1991 a 1995, se vendió casi totalmente a empresas privadas, salvo las centrales nucleares y las centrales hidroeléctricas binacionales de Yacyretá (compartida con Paraguay) y Salto Grande (con Uruguay).

En México, aunque el Consenso de Washington se aplicara con entusiasmo en otros aspectos (libre comercio, privatización del sector financiero, siderurgia, transportes, telecomunicaciones, etc.), la resistencia a la privatización de la energía fue más fuerte. A pesar de la crisis financiera de 1994 y del fin de la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI), heredero político de la estatización promovida por Cárdenas, tanto PEMEX como CFE continuaron bajo control del Estado.

Brasil mostró ser un caso intermedio. El gobierno de Fernando Henrique Cardoso no se atrevió a proponer la privatización de Petrobras, defendida por los liberales más doctrinarios: se limitó a “flexibilizar” su monopolio, permitir la importación privada de petróleo y licitar la exploración de posibles reservas (en las cuales Petrobras pudo participar y, muchas veces, vencer). Aunque Petrobras siguiese controlando casi toda la oferta, ello redujo el control del Estado sobre los precios internos e hizo que la empresa estatal asumiera un comportamiento de empresa privada, reajustara precios de acuerdo con el mercado internacional y buscara oportunidades de inversión en otros países.

Con la caída de los precios internacionales del petróleo, el Proálcool dejó de ser una prioridad: aunque el alcohol anhidro continuara adicionándose a la gasolina, la producción de automóviles de alcohol bajó prácticamente a cero. Eletrobrás estuvo incluida en el programa de privatizaciones en 1995 y la mayor parte de la distribución de hecho se privatizó. La privatización de la generación hidroeléctrica, sin embargo, perdió aliento luego de la venta de Eletrosul y de parte de las empresas estatales paulistas. El interés de los privados por este sector estuvo por debajo de lo esperado y se enfrió aún más con la devaluación de la moneda brasileña.

En cuanto al gas natural, cuya importancia en Brasil creció mucho con la construcción (que se inició en 1997) del gasoducto Bolivia-Brasil (inaugurado en 1999) y con el aumento de la exploración de las reservas nacionales, la distribución también fue privatizada, pero Petrobras continuó al frente de la producción e importación.

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Construcción del gasoduto Brasil-Bolivia, en Brasil, 1999 (Imprensa/Agência Petrobras)

El comienzo del siglo XXI

En el pasaje de milenio, la Argentina, el país que más se esmeraba por aplicar el Consenso de Washington, entró en una grave crisis. La burbuja de la “nueva economía” se había vaciado y el mundo había comenzado a percibir que la tecnología todavía no era capaz de crear recursos naturales donde éstos no existían. Simultáneamente, crecieron la evidencia y la conciencia de que el consumo descontrolado de combustibles fósiles estaba afectando el clima en forma grave y prácticamente irreversible y de que iba a ser necesario regular y limitar su uso.

Varios países de América del Sur comenzaron a apartarse de la ortodoxia, principalmente Venezuela que, desde el inicio del primer gobierno de Hugo Chávez, en 1999, frustró la expectativa de las transnacionales y sus socios locales interesados en la reprivatización del petróleo. Vene­zuela contribuyó así a la rearticulación de la OPEP, para sacar mayor provecho del nuevo ciclo del alza de precios, estimulado por el rápido crecimiento de la demanda de Asia (principalmente China y la India).

En Brasil, la inadecuación del modelo de privatización impuesto al sector de la energía eléctrica quedó evidenciado en la crisis de abastecimiento de 2001, llamada “apagón”, resultante de la falta de interés de las transnacionales en invertir en la generación de energía luego de la devaluación del real a comienzos de 1999. Esto impuso un severo racionamiento al consumo, aumentó considerablemente las tarifas y obligó al gobierno a guardar en un cajón los planes de hacer que el sector fuera cada vez más competitivo.

En los Estados Unidos, al neoliberalismo de la era Bill Clinton le sucedió el neoconservadurismo del equipo de George W. Bush, íntimamente vinculado a la industria de la energía y con una aguda conciencia de su importancia geopolítica. Desde antes de asumir, éste planeaba controlar el petróleo de Medio Oriente, plan para el cual el ataque a las Torres Gemelas brindó el pretexto adecuado. Los resultados de la invasión y ocupación de Iraq, sin embargo, no fueron los esperados. La continuación de la resistencia impide la normalización de la exportación iraquí de petróleo, a la vez que aumenta el riesgo de que el terrorismo desestabilice a Arabia Saudita. Para sorpresa de Washington, fracasó el golpe de Estado que apoyó en Caracas, y se frustró la expectativa de que PDVSA volviera a ser operada por un gobierno sumiso a las necesidades de los Estados Unidos, o incluso privatizada.

Combinadas con la negativa de los Estados Unidos a acatar el Protocolo de Kyoto y el rápido aumento del consumo de petróleo en China y la India, las incertidumbres que creó la invasión a Iraq contribuyeron a llevar el precio de la energía a un punto tal que, en 2004, se hablaba de un tercer shock del petróleo. Una vez más, se vieron incentivadas las fuentes alternativas de energía –incluyendo, en Brasil, el alcohol y el biodiésel (aceite vegetal como sustituto del diésel)–. Los automóviles con alcohol o con motor flexible (capaces de usar tanto alcohol como gasolina) volvieron a representar una parte significativa de las ventas.

El nacionalismo económico y las limitaciones al capitalismo salvaje también renacieron, hasta cierto punto, en otros países sudamericanos. En Brasil, el gobierno de Lula frenó el proceso de privatizaciones y de desregulación de la energía eléctrica. En Bolivia, manifestaciones populares bloquearon un proyecto de exportación de gas a los Estados Unidos a través de Chile, impusieron un fuerte aumento en la tributación de las empresas extranjeras de petróleo y gas que actúan en el país (incluso a Petrobras) y exigieron la nacionalización del sector.

La Argentina, luego del fin de la convertibilidad, se vio muy afectada por la reducción del control del Estado sobre los servicios públicos, principalmente en el sector energético. Las empresas de gas y electricidad suspendieron sus inversiones, creando el riesgo de producir una crisis de energía, a la vez que llevaron a juicio al gobierno argentino en tribunales internacionales, procurando equiparar el congelamiento de las tarifas con una “expropiación”. Pero, al aumentar los precios sin autorización, Shell y Esso tuvieron que enfrentar, en 2005, un boicot convocado por el propio presidente argentino Néstor Kirchner, que las obligó a volver atrás.

Los problemas comunes de varios de los grandes países sudamericanos con la regulación del mercado del petróleo alentaron las perspectivas de integración: la constitución de una PetroAmérica como propuso Venezuela, que aliaría a PDVSA con las empresas estatales de Brasil, la Argentina y Bolivia. Por otro lado, la crisis política de Bolivia de junio de 2005, al amenazar la provisión de gas para Brasil y la Argentina, también mostró que la amplitud de la desigualdad y de las injusticias en el continente es una fuente de inestabilidad, que puede llegar a limitar las posibilidades de cooperación a largo plazo.

¿Una nueva guerra por la energía? 

La actual estrategia de los Estados Unidos está orientada a abandonar las líneas de defensa de la Guerra Fría –evacuando o reduciendo las antiguas bases en Alemania, Japón y Corea del Sur, que rodeaban al bloque soviético y a China, como anunció George W. Bush en agosto de 2004– para reposicionar sus tropas e instalaciones en torno a las fuentes estratégicas de recursos naturales, principalmente el petróleo. En lugar de bases guarnecidas con grandes unidades de combate, el Pentágono busca ahora instalar lo que denomina una “posición operacional avanzada”: un puesto de facilidades logísticas –una pista de aterrizaje o un complejo portuario–, más un arsenal y un pequeño equipo permanente de técnicos militares. O, si no, una “posición cooperativa de seguridad”, instalaciones pequeñas para usar sólo en tiempos de crisis, sin la presencia permanente de los Estados Unidos, mantenidas por militares americanos y personal de la nación que la alberga. El acuerdo militar con el gobierno paraguayo, de mayo de 2005, que aparentemente prepara la instalación de una base en el Chaco, es un ejemplo de esa nueva estrategia.

Las bases permanentes que rodeaban el bloque soviético van a ser reemplazadas por trampolines cercanos a los países que albergan campos petrolíferos y rutas de provisión de energía: no solamente las fuentes tradicionales de abastecimiento en el mundo árabe, sino también las de partes de África y la cuenca del Caspio, alternativas posibles al petróleo del golfo Pérsico, que todavía reciben pocas inversiones en exploración debido a su fragilidad estratégica y a su inestabilidad política.

A partir de la función original básicamente estática y disuasiva –aunque a veces sea utilizada para apoyar operaciones clandestinas contra regímenes supuestamente hostiles del Tercer Mundo–, las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos pasan a tener un papel claramente ofensivo. Según palabras del documento del Pentágono “La estrategia de defensa de los Estados Unidos”, de marzo de 2005, se trata de “proyectar y sostener eficazmente nuestras fuerzas en ambientes distantes a los cuales los adversarios pueden tratar de negar el acceso de los Estados Unidos”. Los Estados Unidos, sin embargo, no son la única potencia que se preocupa con su provisión de energía. China deberá importar 9,4 millones de barriles en 2025 (lo que equivale al 70% de las importaciones de los Estados Unidos en 2004). Pekín busca celebrar acuerdos de inversión y cooperación con países exportadores de petróleo de América Latina, también se verá compelida a competir con Washington, en una carrera por establecer lazos militares con dichas naciones y ofrecerles armas y asesores militares, como ya lo hizo con Irán, Sudán y ex repúblicas soviéticas de Asia Central. La India y la Unión Europea también pueden sentirse obligadas a entrar en ese juego. A la Guerra Fría ideológica sucederá, pues, una disputa de fuentes de materias primas entre grandes potencias dentro de los moldes de las disputas que provocaron dos guerras mundiales en el siglo XX.

Mapas 

Bibliografía

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  • Petróleos Mexicanos: http://www.pemex.com/
por admin publicado 16/01/2017 08:08, Conteúdo atualizado em 19/05/2017 17:23