Ambiental, Cuestión

La problemática ambiental requiere un estudio profundo y minucioso, incluso en los casos aparentemente simples. Esto se debe no sólo a la complejidad de la naturaleza, sino también a su funcionamiento a modo de un sistema planetario único, que puede ser alterado por un fenómeno ambiental mundial y tener repercusiones regionales y locales –como es el caso del calentamiento global–, y a la inversa, puede ser alterado por un fenómeno ambiental regional y tener consecuencias mundiales –como es el caso de la desertificación–.

El aumento creciente del interés público y de los movimientos sociales vinculados a la problemática ambiental demuestra que el asunto no es trivial. Se trata de una cuestión de interés general y que debe ser atendida, en particular, por aquellos que poseen el poder y que en 1972, por intermedio del Club de Roma, dieron los primeros pasos en esta dirección con el informe Los límites del crecimiento. De escaso rigor analítico, el informe tuvo, no obstante, un relevante valor documental, en la medida en que manifestaba conciencia sobre el hecho de que la Tierra es finita y alertaba sobre aquellos factores que tienden a limitar la expansión económica y poblacional, entre ellos el agotamiento progresivo de los recursos, el posible aumento de la mortalidad y los efectos negativos de la polución.

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Neblina provocada por la polución en Santiago, Chile (BruceW./Creative Commons)

Años más tarde, en 1987, el Informe Bruntland de la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo lanzó una serie de propuestas que se concretaron en la Agenda 21, oficializada en la Cumbre de la Tierra que se celebró en Río de Janeiro en 1992. Según la Comisión, no se pretendía hacer una predicción sino un llamado urgente, pues ya era hora de tomar medidas para asegurar los recursos que sustentarían a esa generación y las siguientes. Allí se acuñó el concepto “desarrollo sustentable”, con la intención de crear una herramienta que relacionara la problemática ambiental y el desarrollo humano. Sin embargo, el “desarrollo sustentable” propuesto en el Informe Bruntland, y que pretendió impulsar la Cumbre de Johannesburgo en 2002, terminó siendo un concepto que caía en la demagogia política y se alejaba de cualquier medida efectiva para la conservación del medio ambiente. El resultado fue la manipulación y deformación del concepto, que sirvió de muletilla para los discursos políticos desde la década de 1980. En Johannesburgo se llegó al punto de que varios de los representantes allí presentes proclamaran discursos en favor del desarrollo sustentable sin lograr ni un solo acuerdo operativo concreto. La misma delegación estadounidense llevó a la Cumbre numerosos proyectos de desarrollo sustentable, apenas unos meses antes de rechazar el Protocolo de Kyoto sobre el control en la emisión de gases con efecto invernadero, responsables del calentamiento global.

En este panorama internacional, América Latina compartió las inquietudes con respecto a los problemas ambientales mundiales, como el calentamiento global y la reducción de la capa de ozono. Asimismo, la región experimentó el recrudecimiento en la devastación ambiental de un modo particularmente agudo, en gran parte como consecuencia de la constante y creciente transferencia de excedentes a los países centrales, conducta que exigió la explotación intensiva y extensiva del medio ambiente. La pérdida progresiva de suelos fértiles a causa de la desertificación es un ejemplo de los efectos del crecimiento exponencial de las actividades agroindustriales. Así también hay otros casos: la reducción de la superficie de selvas y bosques, mientras crecen las actividades de la industria forestal en toda la región; la disminución y la pérdida irreversible de la biodiversidad –sobre todo endémica– en una zona que es considerada la mayor reserva mundial de biodiversidad terrestre; la contaminación genética del medio a través de la propagación de cultivos genéticamente modificados; la contaminación de las reservas superficiales y subterráneas de agua dulce, producto de diversas actividades agrícolas e industriales; la pérdida de ecosistemas enteros de manglares en diversas zonas costeras de América Latina y la extinción de especies de peces comestibles tanto en el océano Atlántico como en el Pacífico. A esto se suma el brutal crecimiento de los asentamientos urbanos, insostenible humana y ecológicamente (como es el caso de las principales capitales latinoamericanas), la contaminación de aguas y tierras con residuos tóxicos generados por la industria y la minería, y el desmonte o exterminio del segundo mayor arrecife del mundo (localizado en México y parte de América Central). En cuanto al petróleo, los problemas se han agravado especialmente en México, EcuadorColombia y Venezuela. Con respecto a los metales (cobre, oro, plata y aluminio), los países más afectados son Chile, ArgentinaBrasil, Venezuela, GuatemalaCosta RicaPerú y México.

Deuda y medio ambiente

En América Latina, como en el resto de los Estados Capitalistas Periféricos (ECP), la cuestión del medio ambiente es extremadamente delicada, puesto que el ritmo de explotación de los recursos y de generación (e importación) de contaminantes supera la capacidad de los ecosistemas. Esto es consecuencia de la constante y creciente transferencia de riqueza, con el fin de pagar las deudas externas, lo cual sólo es posible mediante un genuino aumento de la productividad, el empobrecimiento de las personas de los países deudores y el abuso de la naturaleza. Pero semejante transferencia no data del siglo XX y principios del siglo XXI. Sus orígenes se remontan a la época colonial. Según datos de los Archivos de Indias, entre 1503 y 1660, la extracción de metales preciosos alcanzó aproximadamente las 185 toneladas de oro y las 16.000 toneladas de plata. En México, la extracción de plata entre 1521 y 1921 representó cerca de dos tercios del total de la producción mundial de ese metal –es decir, más de 155.000 toneladas–, con un valor estimado, para ese último año, de US$ 3.000 millones. Pero hay que señalar que, aunque el impacto ecosocial de la explotación de esos minerales fue devastador, no alcanzó entonces el nivel de insustentabilidad que se registra actualmente, promovido por el uso de tecnologías y técnicas propias de los siglos XX y XXI.

América Latina no sólo fue una fuente de recursos valiosos como el oro y la plata, sino también de múltiples materias primas de bajo costo, extraídas fundamentalmente para la exportación a granel (o bulk commodities). Estas transacciones en la actualidad se realizan ya no por intermedio del aparato de “funcionarios” de la colonia sino por los actores empresariales de los Estados Capitalistas Centrales (ECC) y por actores nacionales/locales –en muchos casos, estos últimos terminan siendo socios de los primeros–.

Este mecanismo de transferencia de las riquezas naturales se viene consolidando, por un lado, con el pago de los intereses de las deudas externas y, por el otro, merced a un régimen comercial solidificado y ecológicamente desigual. Tal desigualdad trasluce la enorme discrepancia de tiempo necesario para la producción de bienes exportados por los ECP, mucho más largo que el requerido por los bienes industriales y los servicios de los ECC. A esta desigualdad se agrega el problema de los precios de las exportaciones de los ECP, pues en ellos no se incluyen los costos ambientales.

Por esta razón y como respuesta a semejante saqueo, especialistas en el asunto como Eduardo Galeano o Jacobo Schatan (1998) nos advierten atinadamente –desde 1992, con el Instituto de Ecología Política de Chile (IEP)– sobre una deuda ecológica de los países del Norte para con los del Sur, ya que estos últimos se ven obligados a aumentar su productividad y sobreexplotar sus recursos naturales. Y, como se dice en la jerga de la economía ecológica, dado que los intereses son normalmente altos y el peso de la deuda es grande, se menosprecia el futuro y se relegan las cuestiones ambientales en favor del presente.

No resultan sorprendentes entonces los datos provistos por Schatan (1999), cuando indica:

[…] el volumen de exportaciones de América Latina aumentó de 1980 a 1995 un 245%. Entre 1985 y 1996 se extrajeron y enviaron al exterior 2.706 millones de toneladas de productos básicos, la mayoría de ellos no renovables. El 88% correspondía a minerales y petróleo. Haciendo una proyección para 2016, se calcula que el total de exportaciones de América Latina hacia el Norte sería de 11.000 millones de toneladas. Entre 1982 y 1996, en catorce años, América Latina habría pagado US$ 739.900 millones, es decir, más del doble de lo que debía en 1982 –aproximadamente US$ 300.000 millones– y, no obstante, continuaba debiendo US$ 607.230 millones.

Esta tendencia sigue vigente en la actualidad. Sobre este punto, el estudio de Saxe-Fernández y Núñez (2001) confirma los datos anteriores y muestra que, además de eso, entre 1976 y 1997, América Latina realizó una transferencia total de excedentes en favor de los países ricos (no sólo en pagos de intereses de la deuda) estimada, por lo menos, en US$ 2,51 billones, deflactados relativamente por el Producto Bruto Interno (PBI) norteamericano de 1990.

Geopolítica imperial y recursos naturales

Como se puede apreciar, el impacto ambiental (y social) en América Latina es de gran envergadura. El panorama se agrava cuando se observan las diferentes infraestructuras instaladas y proyectadas para el desarrollo de industrias de base (carreteras, ferrocarriles de alta velocidad, centrales hidroeléctricas, hidrovías, etc.). Esto se debe a que, por una parte, las infraestructuras impactan directamente sobre los ecosistemas –muchas veces de modo irreversible– y, por la otra, a que son esas mismas infraestructuras las que permiten intensificar la explotación de los ecosistemas en pos de facilitar la transferencia de riquezas en favor de los acreedores, en especial de los Estados Unidos, potencia que históricamente mantiene una vasta proyección militar en la región y en zonas con recursos estratégicos. Las áreas tropicales combinan una gran biodiversidad con elevadas concentraciones de minerales. En conjunto, constituyen importantes centros de producción de minerales, con el 17,4% del hierro, el 14,2% del cobre, el 2,2% del oro y el 50,4% de la bauxita mundiales. Esas mismas zonas altamente diversificadas atraen las lluvias y la humedad atmosférica, factores que contribuyen a ampliar sus importantes reservas de agua dulce.

La relación entre la geopolítica imperial y los recursos, vista como uno de los rasgos característicos de la cuestión ambiental latinoamericana del siglo XX y principios del siglo XXI, se entiende mejor si se analiza la localización de las instalaciones militares y afines con respecto a las principales reservas de biodiversidad, agua, petróleo y minerales.

La presencia militar de los Estados Unidos, enfrentados a la competencia intercapitalista –especialmente europea–, en los negocios relacionados con los recursos naturales y con otras esferas de acumulación de capital, ha dado a esa potencia ventajas únicas. El dicho de que América Latina funciona como un patio trasero para los Estados Unidos parece ser cierto si se tiene en cuenta que eso sólo es posible gracias a la cooperación de una cúpula de oligarcas. Detentoras de buena parte del poder en la región, esas oligarquías montaron, por propia iniciativa, nuevas y provocativas modalidades de militarización, paramilitarización y contrainsurgencia.

La agenda de seguridad firmada en marzo de 2005 en Waco, Texas, por el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, con sus pares de Canadá y México, representó la consolidación de la segunda fase del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), celebrado en 1994. El acuerdo, considerado como un “NAFTA plus”, formalizó la penetración y la expansión del aparato de seguridad policial-militar de los Estados Unidos en Canadá y México, y se centró en dos asuntos fundamentales: la energía y el agua (particularmente en el río Bravo). Ambas son cuestiones de “seguridad nacional” para los Estados Unidos y, por lo tanto, de seguridad regional, ahora a cargo de ese país. Los avances norteamericanos mediante acuerdos de esa clase no son una novedad. Se trata, más bien, de una antigua agenda estadounidense, que data de las últimas décadas del siglo XX, que busca extenderse hacia el resto de América Latina por medio de tratados “clones” del NAFTA o mediante intervenciones como el Plan Colombia. Uno de los principales ejes de la agenda norteamericana es la profundización del saqueo del hemisferio por medio de los programas económicos y diplomático-militares.

En este contexto, es esencial realizar un balance de las riquezas naturales que han sido explotadas y de las que todavía se siguen explotando. Para ello, se abordarán a continuación tres tópicos fundamentales para la ecología política de los recursos naturales estratégicos de América Latina: el petróleo, el gas y los minerales; el agua; y la biodiversidad. Requiere especial atención no solamente el carácter geoeconómico y geopolítico de los recursos per se, sino también su sociología política, es decir, la dinámica de los actores que estimulan, facilitan y se benefician con la ya mencionada transferencia de excedentes. Dado que los Estados Unidos cuentan con una marcada ventaja hemisférica, es necesario hacer una lectura desde la perspectiva de la dependencia histórica norteamericana con respecto a los recursos naturales del hemisferio, es decir, investigar el rol activo de los Estados Unidos y sus corporaciones multinacionales, y también el papel que juegan los organismos internacionales. Por ejemplo, el Banco Mundial (que opera a partir del esquema: un dólar, un voto), que desde su creación funcionó como instrumento para promocionar la Pax Americana con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Ambos organismos han servido para mantener las asimetrías imperialistas del pasado y, tras la conferencia de Bretton Woods de 1944, se despojaron de las vestiduras políticas propias del período colonial, aunque continuaron velando por las operaciones económicas de explotación de la periferia.

Aunque se suman otros organismos, como el BID, el caso del Banco Mundial es particularmente evidente, ya que fue uno de los principales promotores de las actividades extractivas en América Latina y los Estados Capitalistas Periféricos, en general por medio de sus “socios” multinacionales. Según apunta un estudio de Caruso et al. (2003):

[…] en los países en desarrollo, la presión sobre los territorios indígenas por parte de los sectores del petróleo, el gas y la minería se ha incrementado dramáticamente durante los últimos cuarenta años. El modelo económico exportador, los programas de ajuste estructural y el crecimiento masivo de la inversión extranjera, todos han favorecido la expansión de dichos sectores. El Banco Mundial fue el líder mundial en la promoción del desarrollo por esta vía […].

En este contexto es necesario aclarar que tal esquema de “desarrollo” no puede ser visto sino como un simulacro, ya que se vale de la depredación de los recursos naturales y la explotación de los pueblos.

Ecopolítica del petróleo

La dependencia norteamericana con respecto al petróleo y, en segundo lugar, los minerales, es cada vez mayor, hecho que desde la Segunda Guerra Mundial fue reconocido por William Clayton, por entonces subsecretario de Estado de los Estados Unidos. Clayton señaló:

[…] debido al serio desgaste de nuestros recursos naturales durante la guerra, debemos ahora importar grandes cantidades de minerales y metales […]. Ciertamente, en la actualidad somos importadores netos de casi todos los metales y minerales importantes, salvo dos: el carbón y el petróleo. Pero quién sabe por cuánto tiempo podremos seguir adelante sin importar petróleo.

En efecto, la dependencia norteamericana de las importaciones de esos recursos no sólo se mantuvo sino que aumentó a un ritmo preocupante. En el caso del petróleo, pasó de un 28% en 1973 hasta alcanzar un 55% en 2003, y se calcula que en 2025 será del 70%. En 2002, los cuatro principales países exportadores de crudo y sus derivados a los Estados Unidos eran Canadá, con cerca de 2 millones de barriles diarios, Arabia Saudita y México, ambos con poco más de 1,5 millones de barriles diarios (Arabia Saudita exporta solamente 5.000 barriles diarios más que México), y Venezuela, con casi 1,4 millones de barriles diarios. En el hemisferio, Colombia contribuye con 260.000 barriles diarios.

Estos datos revelan la verdadera importancia de las reservas petrolíferas hemisféricas para la economía norteamericana a lo largo del siglo XX y principios del XXI, dado que superan las reservas de Medio Oriente y de Rusia. Pero este panorama se complejizó cuando los estudios geológicos comprobaron que el total de las reservas conocidas de petróleo barato a nivel mundial habrían llegado o estarían muy cerca de alcanzar su punto de inflexión. Sabiendo que el país consume un 25% del crudo mundial y habrá de enfrentar un escenario de escasez creciente, la geoestrategia imperial norteamericana proyectó con más fuerza su teatro de operaciones diplomático-militares, tomando como epicentro el Medio Oriente (especialmente a partir de la Guerra del Golfo, en 1991). Por su parte, América Latina no ha permanecido ajena a los planes geoestratégicos norteamericanos, sino que, por el contrarío, viene ocupando un papel central en ellos, ya que, según estimaciones del año 2003, la región cuenta con una reserva de cerca de 118.200 millones de barriles. La diferencia en relación con Medio Oriente, donde los intereses europeos, asiáticos, rusos y norteamericanos interactúan, radica precisamente en el contexto operativo. En América Latina, con el pleno apoyo de la “nueva oligarquía latinoamericana” las empresas petroleras vienen siendo privatizadas o abiertas a fuertes influjos de inversión extranjera directa, en su mayoría norteamericana. En este escenario, dos casos son ejemplares: el de Colombia, donde los norteamericanos consolidaron su presencia para proteger de la guerrilla los oleoductos de la compañía Occidental Petroleum (Estados Unidos) y, así, garantizarse la producción y el flujo petrolero; y el de México, cuya empresa paraestatal Petróleos Mexicanos fue acosada fiscalmente, de manera de dejarla cada vez más abierta a la inversión extranjera mediante los así llamados “contratos de servicio múltiple”. Este tipo de acuerdos permite la concesión de los “servicios” más rentables del negocio petrolero aunque no la privatización del crudo, señalan los tecnócratas mexicanos. Y en esta razón se apoyan para decir que no están violando la Constitución mexicana, que limita al Estado nacional el acceso, la gestión y el usufructo de los hidrocarburos del país. Además, la paraestatal fue preparada especialmente para una privatización de facto, en especial después de la puesta en vigencia del NAFTA. La falta de nuevas inversiones en infraestructura y explotación es responsable de la reducción drástica de las reservas conocidas de petróleo en el país: de 57.000 millones de barriles en 1981 se pasó a 51.300 millones en 1991, decreciendo a 26.900 millones en 2001 y, finalmente, a 16.000 millones de barriles en 2003. Esto significa que México tiene, al comienzo del siglo XXI, reservas probadas para un plazo máximo de diez años, con un consumo moderado. Pero los números también revelan que desde 1991 el país transfirió a los Estados Unidos grandes cantidades de crudo, el 70% o 75% de sus exportaciones, y acumuló cerca de 20 a 25.000 millones de barriles, con lo cual se convirtió en un caso único en toda América Latina.

Estimaciones de geólogos mexicanos y norteamericanos sugieren que las reservas de petróleo en la zona del Golfo de México giran en torno a los 100.000 millones de barriles, lo que explicaría el agravamiento de las tensiones geopolíticas y geoestratégicas. Mientras tanto, los Estados Unidos parecen sacar provecho de las características del manto marino que posibilitan extraer el petróleo mexicano o cubano del Golfo mediante lo que se conoce como “efecto popote”. Así, viene succionando a ritmo acelerado la mayor cantidad posible de petróleo de su zona económica exclusiva, la misma que, entre 1995 y 2000, experimentó un aumento en la producción de petróleo de 535% y de 620% en la de gas. La situación se tornó más delicada cuando en el año 2004 la empresa Sherrit (Canadá) descubrió petróleo cubano en la zona, aproximadamente 100 millones de barriles, de calidad similar a la mezcla mexicana Maya. (véase mapa abajo)

Ecopolítica del gas

Las reservas de gas más importantes de América Latina se encuentran en Venezuela, con 146.500 millones de metros cúbicos o el 2,5% del total mundial. Le siguen Bolivia, con 28.700 millones; Trinidad y Tobago, con 26.000 millones; la Argentina, con 23.400 millones; México, con 14.700 millones; Brasil y Perú con 8.700 millones cada uno; y Colombia, con 4.000 millones. Como en el caso del petróleo, las reservas de gas son cada vez más estratégicas, por lo que hacia finales del siglo XX los Estados Unidos negociaron varios proyectos de extracción de gas en Bolivia y Perú (Proyecto Camisea). Financiados por el BID (préstamo BID 1472/OCPE), tales proyectos consolidarían la instalación de la infraestructura necesaria para dar salida al gas boliviano a través de Perú y, al mismo tiempo, licuar y exportar por lo menos el 50% del gas a México, y desde allí a California (Estados Unidos).

Por otra parte, del otro lado del Cono Sur se encuentra el Proyecto Gasin –Gasoducto de Integración (Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay)–, de cerca de 5.250 km, que potencialmente podría conectarse al sistema de gasoductos anterior (véase mapa). De llevarse a cabo tal emprendimiento, el gas de toda la región podría ser fácilmente transportado para su exportación y, en menor escala, para el consumo regional. Considerando las cuestiones tratadas anteriormente, es muy probable que los costos ambientales generados por la extracción de hidrocarburos sean muy significativos, dado que los lugares de extracción se encuentran, generalmente, dentro o cerca de zonas de gran biodiversidad, próximas a lagos o ríos o bien en la plataforma continental marina –justamente en las áreas donde se concentra la biodiversidad marina, como los arrecifes de coral–. La tala forestal para la instalación de los gasoductos y oleoductos y el proceso mismo de extracción de los recursos energéticos han sido, la mayor parte de las veces, altamente destructivos. A esto se suman los casos de petróleo derramado en ríos, tierras y aguas continentales, que en América Latina se cuentan por decenas: el derrame de la compañía Shell, en Magdalena, Argentina; el de Repsol-YPF, en el río Neuquén, Argentina; el de Texaco, en la Amazonia ecuatoriana o en el Petén, Guatemala; el de Petrobras, en el río Iguazú, del lado argentino; el de Ecopetrol, en el río Catatumbo, Venezuela; el del navío griego Nissos Amorgos, en el golfo de Venezuela; o el de Pemex, en el río Coatzacoalcos, México.

No obstante, el BID y el Banco Mundial desarrollaron proyectos energéticos con poco cuidado del medio ambiente pero atendiendo a la satisfacción de las necesidades energéticas de los Estados Unidos. El estudio de J. Vallette et al. (2005) señala que, desde 1993, de cada US$ 100 que el Banco Mundial destina a financiar proyectos energéticos en 45 países, alrededor de US$ 80 son para abastecer de energía a la potencia norteamericana. Este estudio afirma incluso que tales proyectos producirán una emisión de más de 43.000 millones de toneladas de dióxido de carbono, de las que más de la mitad tendrá su origen en proyectos relativos a la exportación.

A partir de lo visto, si cada barril de petróleo incluyera el verdadero costo ambiental de su extracción, al que se podría sumar el de su combustión o transformación, el precio del petróleo sería incalculable. Sin embargo, más que un viraje urgente del patrón energético fósil hacia otro ecológicamente menos agresivo, la situación actual impone a los países productores de petróleo encargarse de las “consecuencias negativas” de la producción, subsidiando ambientalmente a los Estados Capitalistas Centrales, mientras el planeta entero resulta afectado por la emisión de gases de efecto invernadero provenientes, principalmente, de la quema de tales combustibles.

Ecopolítica de los minerales

En cuanto a los minerales no energéticos, los Estados Unidos dependen, por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial, de las importaciones. Según un estudio de Saxe-Fernández, de 1979, en aquella época esa dependencia de los minerales estratégicos, tanto en el caso de los Estados Unidos como de Europa, se hacía evidente en importantes porcentajes de importación en relación con el consumo: bauxita, cerca del 88% (Estados Unidos) y 50% (Europa); cobre, 16% y 99%; níquel, aproximadamente 61% y 90%; plomo, 12% y 85%; zinc, 60% y 74%; estaño, alrededor de 75% y 90%; cobalto, 94% y 98%; hierro, 35% y 85%; manganeso, 100% y 99%; y cromo, 90% y 95%. En los primeros años del siglo XXI, la dependencia norteamericana (y también en buena parte europea) de la importación de minerales como el arsénico, los asbestos, la bauxita, el grafito y el manganeso era absoluta. En el caso de los Estados Unidos, prácticamente el total de minerales como el platino, el diamante industrial, la barita, el cobalto, el cromo, el manganeso, el potasio y el titanio era importado. Además, dependía para la mitad de su consumo, de la importación de minerales como el silicio, el zinc, la plata, el cobre, el aluminio y el níquel.

Entre los minerales que se destacan por sus múltiples usos se encuentran el aluminio, el cobre, el zinc y el níquel. Los datos que figuran a continuación fueron tomados de los Mineral Commodity Summaries (US Geological Survey, 2005).

A principios del siglo XXI, la dependencia estadounidense del aluminio ascendió al 40% de su consumo, lo que corresponde a más de 4.000 toneladas. De la alúmina o bauxita, con la que se produce el aluminio, la dependencia es total; en el año 2003 alcanzaron a importar cerca de 9 millones de toneladas.

Canadá contribuyó con el 59% de las importaciones norteamericanas de aluminio, Venezuela con el 5%, y México con el 2%. Del total, América Latina cubrió dos tercios del aluminio importado. En cuanto a la bauxita proveniente de América Latina, el 35% procedió de Jamaica, el 11% de Guyana y el 10% de Brasil. Las importaciones de alúmina fueron cubiertas en un 10% por Jamaica.

Estas cifras cobran sus reales dimensiones geoeconómicas y geopolíticas si se considera que la tercera parte de las reservas mundiales de bauxita se encuentran en América del Sur, particularmente en Brasil, donde, según estimaciones hechas hacia finales del siglo XX, existían reservas de 2,5 millones de toneladas. Le sigue Jamaica con una cantidad similar, Guyana con 900.000 toneladas y Venezuela con 350.000.

A partir del vasto espectro de usos del mineral, empresas como ALCOA (de los Estados Unidos) avanzan sobre las reservas latinoamericanas de alúmina y bauxita, fomentando y hasta financiando la instalación de centrales hidroeléctricas capaces de producir la energía necesaria para transformar estos minerales en aluminio –un proceso que requiere grandes cantidades de electricidad–, 91% de la cual es provista por las centrales de América del Sur. El impacto ecológico y social que genera la instalación de esas usinas y represas, así como el que se deriva del proceso de extracción del aluminio, es todavía mayor. Por esta razón la producción del mineral arrastra consigo una pesada “mochila ecológica” que, en el plano del comercio internacional, hace de la venta de aluminio una transacción comercial altamente desigual. Friedrich Schmidt-Bleek (1993) propone el concepto de “mochila ecológica” a partir del desarrollo de lo que se denominó Materials Intensity per Service Unit (MIPS) [Intensidad de los Materiales por Unidad de Servicio]. Brevemente, lo que ese parámetro intenta medir son los flujos de materiales y energías incorporados en la extracción de un recurso o en la fabricación y tiempo de vida de un producto.

En el caso del cobre, la dependencia norteamericana fue semejante a la del aluminio –cerca del 40% del consumo nacional–, y fue cubierta, a principios del siglo XXI, con importaciones provenientes de Canadá (28%), Chile (26%), Perú (23%) y México (9%). El volumen de cobre importado por los Estados Unidos ascendió en 2003 a casi 900.000 toneladas de mineral refinado y a 1,14 millones de toneladas de mineral bruto. Entre las reservas de cobre más importantes del hemisferio que fueron transferidas, a pesar de los altos costos ambientales, a los Estados Unidos, Japón y China –estos dos últimos superaron a los Estados Unidos en la importación de cobre–, están las chilenas, con cerca de 360 millones de toneladas, o bien el 35-40% de las reservas mundiales. Otras reservas menos relevantes cuantitativamente son las peruanas, con 60 millones de toneladas, y las mexicanas, con 40 millones. Entre los efectos contaminantes derivados de la producción de cobre figuran la emisión de dióxido de azufre, arsénico y otras partículas, así como el vertido de materiales tóxicos en suelos y aguas.

La importación de níquel por parte de los Estados Unidos representó, a principios del siglo XXI, poco más del 50% de su consumo nacional –o el equivalente a 135.000 toneladas en 2003–. Su dependencia de las reservas extranjeras fue mayor, especialmente si se considera que el níquel tiene diversos usos, entre ellos el de conferir propiedades anticorrosivas al acero (acero inoxidable) y a otros materiales, lo que lo torna un elemento central en la industria aeroespacial. Con reservas de 15 millones de toneladas, Canadá cubrió un 40% de las importaciones estadounidenses, pero las reservas latinoamericanas resultaron estratégicas debido a su magnitud: Cuba contaba con 23 millones de toneladas, Brasil con 8 millones, Colombia y la República Dominicana con 1 millón y Venezuela con 630.000. En Cuba, las reservas de níquel (y cobalto) son tan estratégicas que China pactó, en los primeros años del siglo XXI, inversiones significativas en la isla para satisfacer sus demandas –una operación que hacía frente a los intereses norteamericanos, ya que en medio del duro bloqueo impuesto a Cuba no es posible que los Estados Unidos alcancen ese recurso directamente ni por intermedio de sus multinacionales y subsidiarias–.

Los impactos ambientales derivados de la extracción del níquel son similares al resto de las actividades de minería. La exposición a grandes concentraciones de este mineral está vinculada al cáncer de nariz y de pulmón. Por esta razón, los movimientos ecológicos de América Latina consideraron que las actividades mineras son altamente agresivas para el medio ambiente y la población. En general, sus reclamos concretos abarcan los impactos negativos sobre el suelo, el aire, las aguas superficiales y freáticas, la biodiversidad y los microclimas, entre otras cuestiones, como las relacionadas con la salud de los trabajadores, expuestos a condiciones límite y de alto riesgo. Estas organizaciones confirman, por lo tanto, que las compañías mineras –en su mayoría de origen extranjero– se aprovechan del desconocimiento y la falta de conciencia del impacto y los efectos perjudiciales que provocan, y no consultan a las comunidades que viven en los lugares donde la explotación minera impacta, cometiendo así una violación a los derechos humanos.

A estos aspectos negativos de la actividad minera se suman los repetidos accidentes –en muchos casos motivados por la intransigencia–, como el escandaloso derrame tóxico en la mina de pirita de Porco, Bolivia, en agosto de 1996. Entonces se vertieron 235.000 metros cúbicos de residuos sólidos y líquidos en el valle del río Pilaya, parte del subsistema del río Pilcomayo, y las consecuencias todavía afectan a la Argentina, Bolivia y Paraguay.

En resumen, en este escenario desempeñó un papel fundamental el Banco Mundial, que recomendó a los países “modernizar” sus legislaciones para facilitar la actividad minera a gran escala, abriendo las puertas a las multinacionales extranjeras. Como se puede leer en Caruso et al. (2003):

[…] en Colombia, las reservas de minerales, petróleo y gas fueron explotadas por diversas empresas que disfrutan de impunidad legal, violando regularmente las leyes nacionales y utilizando severas medidas de represión para sobreponerse a la resistencia social local. En Ecuador, el Banco Mundial también promovió la extracción minera sin consideración alguna de los derechos de las poblaciones indígenas ni evaluando las consecuencias de la intensificación en la extracción de minerales.

Ecología política del agua en el hemisferio

 Del total de agua en el planeta (aproximadamente 1.400 millones de km³), sólo 36 millones corresponden a reservas de agua dulce, es decir, un 2,6% del total. De esas reservas, el 75% se encuentra en los polos y en los glaciares; el 13,6%, en los acuíferos profundos; el 11% en los acuíferos superficiales; el 0,3%, en los lagos; el 0,06% como humedad en los suelos, y el 0,03% como desagues superficiales.

La calidad y la distribución del agua sufrieron importantes alteraciones, que desde las últimas décadas del siglo XX se identifican con su escasez, su (muchas veces irreversible) contaminación y su transformación en agua salada, por evaporación o invasión marina a los acuíferos costeros a causa de la disminución desmedida de sus niveles internos. Otras alteraciones incluyen el aumento de la variabilidad climática y algunos fenómenos extremos, como inundaciones y sequías prolongadas, asociadas al proceso de recalentamiento del planeta.

El impacto de este último factor es decisivo, ya que redefine los espacios hídricamente ricos (los así llamados hot stains, lugares en que hubo agua pero desapareció, y los wet stains, en los que se da el fenómeno inverso), y reduce la calidad de las aguas, la productividad biológica y los hábitats de los ríos, entre otros efectos.

Todo indica la evidente redefinición y revalorización de los espacios geográficos con abundancia de líquido (y sobre todo de aquellos de buena calidad), de por sí heterogéneos, espacios que desde fines del siglo pasado han adquirido un nuevo valor en esta disputa. Como advierte Homer-Dixon (1994):

[…] el recurso natural renovable con mayor potencial para provocar una guerra internacional de recursos es el agua de los ríos compartidos […] [y esto se debe a que] el agua es un recurso crítico para la subsistencia de las personas y las naciones, y puesto que el agua de los ríos fluye de un área a otra el acceso de un país al líquido puede verse afectado por las acciones de otro país.

Ante la pérdida de reservas internas y de calidad de las aguas (numerosos lagos, ríos, acuíferos y estuarios registraron, a lo largo del siglo XX, índices crecientes de contaminación), los posibles conflictos hídricos fronterizos en América Latina, según el IPCC, podrían involucrar a Chile, la Argentina, Costa Rica, Panamá y otros territorios ligados a la cordillera de los Andes. Pero, seguramente, el caso que se tornará más apremiante será el del río Bravo (México-Estados Unidos), considerando especialmente la profundización de la crisis de agua que los Estados Unidos comenzó a padecer en las últimas dos décadas del siglo pasado. Según estudios recientes, en aquella potencia los niveles de desperdicio del líquido vienen en aumento, a la vez que se considera que cada veinte años se duplica el consumo mundial de agua mientras que gran parte se pierde en desagües y vaciamientos. No obstante, se debe resaltar que a diferencia de lo que se cree generalmente, el consumo humano directo de agua representa apenas un 10% del total. Cerca del 25% se utiliza en las actividades industriales y alrededor del 65%, en las agrícolas.

Por ejemplo, cuando en los Estados Unidos los acuíferos de California empezaron a secarse, el río Colorado comenzó a ser “exprimido” al máximo, y los niveles de agua del valle de San Joaquín decrecieron en forma alarmante. La ciudad de Tucson se vio sometida a condiciones extremas, mientras que las perspectivas para Albuquerque, Nuevo México, señalaban que si se continuaba con ese ritmo de extracción, los niveles freáticos decrecerían 20 metros hasta 2020 y la ciudad se “secaría” en diez o veinte años. En El Paso, Texas, las estimaciones indicaban que todas las fuentes de agua se agotarían en 2030; mientras que en Florida el ritmo de extracción por minuto en el acuífero del sudeste superaba altamente el volumen de reposición, lo cual ponía en duda la capacidad de esta ciudad y sus estados vecinos de obtener recursos hídricos en un futuro inmediato.

La solución norteamericana a corto plazo consistió en acumular aguas del río Bravo que no le correspondían. Estas acciones se iniciaron a partir de la negociación del pago adelantado de agua que, en el marco del tratado de 1944 firmado por México y los Estados Unidos, se podría hacer en un plazo de cinco años y con cinco años adicionales de tolerancia. Así, a fines del siglo XX, los Estados Unidos comenzaron a presionar para que se llevara a cabo este adelanto, “solicitud” que el presidente de México, Vicente Fox, aceptó (Acta 307), aunque eso significara una catástrofe para los millares de campesinos de la zona fronteriza mexicana que por entonces padecían una terrible sequía. El antecedente de un pago adelantado por solicitud de los Estados Unidos quedó establecido y, aún peor, la actitud de entreguismo quedó en evidencia con dos “pagos” de miles de metros cúbicos de agua no contabilizados por las autoridades mexicanas hasta que fueron denunciados públicamente.

Pasada la época de sequía, en 2003, los Estados Unidos se apresuraron a negociar toda deuda de agua a futuro en una modalidad de pago mixta, es decir, de agua por agua y de agua por dinero. Esta última forma debe ser vista como un nuevo modo de hacer que el agua “produzca más agua”, ya que esa deuda hídrica en moneda potencialmente podría generar intereses, y se vería forzado a pagarla en agua y no en moneda.

La cuestión del pago mixto quedó pendiente en la mesa de negociaciones mientras Fox continuaba moviendo las piezas para concentrar poderes y celebrar acuerdos internacionales en materia hídrica, sin someterlos a la aprobación del Legislativo. Con actitud entreguista, y a la manera norteamericana, calificó el asunto como “de seguridad nacional” –sin aclarar si la seguridad en cuestión era la nacional mexicana o la de los Estados Unidos–. El siguiente paso de los Estados Unidos, alerta un documento del Americas Policy Institute, seguramente involucrará las aguas subterráneas binacionales.

Agua: problema de alcance continental

Tomando en cuenta las cuestiones examinadas más arriba, llama especialmente la atención el antiguo proyecto de la Parsons Company (Estados Unidos): el North American Water and Power Plan (Nawapa). Elaborado en 1964, este plan consideraba al agua un recurso de todo el hemisferio, propiedad de la humanidad, y por lo tanto como un asunto a ser tratado a nivel continental antes que a nivel regional o local (desde luego, bajo la tutela de los Estados Unidos). Según la Parsons Company, el proyecto comenzaría con una serie de represas en Alaska y en el área de Yukón, en Canadá, reuniendo el agua de varios ríos en un área de aproximadamente 3,36 millones de km2. El resultado equivaldría a cien años de abastecimiento de agua y cerca de 223.500 km2 de tierras irrigadas, que conformarían un cinturón agrícola desde Canadá hasta el norte de México. Además de eso, el proyecto contribuiría con cerca de 55.000 megawatts de electricidad por año. En términos materiales, el proyecto requería, en su versión original, de aproximadamente 100.000 toneladas de cobre, 30 millones de toneladas de acero y 200 millones de bolsas de cemento (véase mapa abajo).

Vale la pena consignar las consideraciones de algunos especialistas norteamericanos acerca de la potencial reemergencia de Nawapa –con las variaciones y actualizaciones pertinentes– ante una intensificación de la crisis de agua en los Estados Unidos. Para la transferencia de agua mexicana, se habla de un acueducto subterráneo y/o submarino que se extendería desde la cuenca de Usumacinta/Grijalva a lo largo de la línea costera del Golfo de México hasta llegar a los Estados Unidos, aunque tales especificaciones podrían modificarse. Más allá de la energía que produciría con la instalación de diversas centrales hidroeléctricas, el sistema de represas de Usumacinta funcionaría como una red regulada, ligando los principales caudales de México y de Guatemala, lo que funcionaría como un amplio dique de contención del agua, antes de ser bombeada hacia los Estados Unidos.

Este notorio saqueo de agua dulce permitiría a los Estados Unidos almacenar agua de buena calidad en sus acuíferos (particularmente el de Ogallala). Otros esquemas de apropiación de agua se pueden identificar también en el Cono Sur, sobre todo aquellos vinculados a la Iniciativa para la Integración de Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA), que comprende múltiples proyectos hídricos en los afluentes del Río de la Plata, Paraná, Paraguay-Guaporé, Amazonas, Putumayo y Negro-Orinoco. Con cerca del 25% de las reservas de agua dulce del planeta, el asunto no es menor, ya que allí se encuentra el mayor acuífero del mundo, el Guaraní, con una extensión aproximada de 1,19 millones de km2.

Este acuífero es vital para la serie de corredores de desarrollo que la IIRSA busca consolidar. No por casualidad, el centro de producción del Mercosur se extiende sobre esa zona –un punto geográfico que al este tiene salida directa al Atlántico y al oeste se comunica con la planeada hidrovía Paraná-Paraguay–. Regulada por varias represas que a finales del siglo XX comenzaron siendo financiadas por el Banco Mundial y el BID, como la de Corpus y la de Yacyretá, esa hidrovía podría dar salida a la producción industrial y agrícola de un área que se extiende desde Cáceres, en la Argentina, hasta el Mato Grosso, en Brasil, y Nueva Palmira, en Uruguay, aunque con graves y serios daños sobre el ecosistema del Pantanal. En esa área se estima una producción de 110 millones de toneladas de soja (inclu-
idos la convencional y la genéticamente modificada por multinacionales como Cargill), lo que representa el 50% del volumen de las mercaderías que se transportarían por la hidrovía. Así, Brasil y la Argentina juntos superarían a los Estados Unidos, el “granero del mundo”.

El objetivo de estos proyectos de apropiación del agua no es sólo garantizar el acceso al líquido para un grupo reducido sino, principalmente, privatizar e internacionalizar su gestión y su usufructo. Esto abarca tanto el uso urbano, agrícola e industrial como la generación de electricidad, sin importar las consecuencias ambientales y sociales que acarree. Un documento de la CEPAL indicaba, en 1998, que casi todos los gobiernos de América Latina y el Caribe anunciaron una política de aumento de la participación privada en los servicios públicos relacionados con el agua. No resulta sorprendente, por lo tanto, que la Strategy for Integrated Water Resources Management [Estrategia de gerenciamiento integrado de recursos hídricos] del BID suscriba:

[…] el Banco apoyará y estimulará la participación del sector privado y de una parte del sector público con capacidad de liquidez y gerenciamiento en todas las actividades y servicios referentes al agua, como importantes componentes en acciones ampliadas que comprendan la modernización de subsectores de suministro de agua y de la salud, hidroeléctricas e irrigación, así como el sector de recursos hídricos como un todo.

Este proceso de usufructo privado del agua, que se consolidó mediante concesiones parciales o totales (pretextos para justificar que no se trató de una privatización), se concentró principalmente con ciertas multinacionales, como la norteamericana Bechtel Co., las francesas Suez y Vivendi y la inglesa Thames Water, entre otras. Semejante proceso sólo fue posible gracias al abandono del control de las fuentes nacionales de agua por parte de los gobiernos que participaron en tratados o acuerdos comerciales en los que prácticamente endosaron la transferencia de la gestión de los recursos hídricos a la iniciativa privada.

Los argumentos a favor de las privatizaciones/concesiones son harto conocidos y ya están un tanto desgastados. Suscriben la urgente necesidad de mejorar los malos servicios prestados por las compañías estatales y la “falta de presupuesto y regulaciones públicas”. El objetivo, según informan las multinacionales del agua, sus gobiernos aliados, el Banco Mundial y los bancos de desarrollo regional (como el BID), es asegurar, mediante la privatización del agua o acuerdos públicos-privados, el acceso a los servicios a más de 2.400 millones de personas en el mundo. La “universalización plena del servicio”, bajo esa lógica, se sustenta en un sector privado que, por naturaleza, es más eficiente y competitivo, además de ser capaz de aportar el financiamiento necesario. Pero como señala Sara Grusky, de la organización Public Citizen, de los Estados Unidos (disponible en www.citizen.org/cmep), esas presunciones:

[…] no son ejecutadas en la práctica, y así ha quedado demostrado en los fiascos de […] Buenos Aires, Manila, Atlanta, Cochabamba, Inglaterra, entre otros, [ya que] […] dieron origen a notorios aumentos en el ritmo de consumo de agua, crisis de la salud pública, débiles regulaciones, falta de inversión en infraestructura hídrica, pérdida de puestos de trabajo y amenazas a los sindicatos, contaminación y otras catástrofes, o bien a acuerdos firmados en secreto y una visible disconformidad social.

En América Latina, el caso de la privatización de Aguas Argentinas a favor de Suez implicó, en términos ambientales, que el país viera cómo se ennegrecían las aguas del Río de la Plata, luego de que la compañía efectuara irresponsables derrames para abaratar costos antes de retirarse de la Argentina en 2002. Hay que recordar que los proyectos de infraestructura de las multinacionales, al operar según el principio de maximización de las ganancias y los lucros y minimización de los costos, generalmente no se adecuan a los requisitos básicos de seguridad y protección del medio ambiente. Por otra parte, entre las diversas opciones en cuanto a la infraestructura se adoptan aquellas que maximizan las ganancias, ya sea en la fase de construcción o en la de operación, sin contemplar las cuestiones ambientales –un asunto de gravedad, ya que las tecnologías que suelen emplear las multinacionales son aquellas que tienen mayor impacto medioambiental–. Hacia fines del siglo XX, los casos en América Latina se cuentan por decenas, tanto en programas de concesión privadas del servicio, como en aquellos de carácter gubernamental que solamente solicitan la fase de diseño y construcción.

Ecología política de la biodiversidad

Es sabido que los indígenas son los verdaderos conocedores y restauradores de la biodiversidad del planeta. Este hecho es de un valor inestimable tanto en términos prácticos (de uso), como desde la perspectiva de las ganancias que la comercialización de productos o servicios basados en ese conocimiento pueden generar. El sistema capitalista de producción, y en especial los sectores científico-productivos que hacen uso de la biodiversidad y de los conocimientos a ella asociados, como la biotecnología y otros semejantes, vienen enfrentando una fuerte contradicción: por un lado, se interesan en recuperar el conocimiento precapitalista sobre la biodiversidad que las comunidades indígenas aún conservan, mientras que por el otro deben lidiar con una crisis ecológica cada vez más aguda, así como con el creciente proceso de exclusión y exterminio de las culturas y las comunidades indígenas del planeta. Irónicamente, el rescate del conocimiento indígena no se está llevando a cabo a partir del reconocimiento y el fomento a la existencia de los pueblos indígenas como tales, sino a través de la sistematización de sus saberes (antes de que perezcan definitivamente), tal como sugiere el proyecto del Banco Mundial denominado Conservación de la Biodiversidad e Integración del Conocimiento Tradicional de las Plantas Medicinales al Sistema de Salud Básico en América Central y el Caribe. En definitiva, se trata de “traducir” al lenguaje científico –regido por la lógica de la propiedad privada (patentes, derechos de autor, etc.)– un conocimiento que históricamente fue colectivo.

Los agentes involucrados en el negocio de las tecnologías que hacen uso de la biodiversidad y sus saberes relativos, los biocapitalistas, desde hace ya algunas décadas vienen montando programas de bioprospección (búsqueda sistematizada de biodiversidad comercialmente valiosa) en todo el planeta.

Así, la bioprospección puede resultar una tarea excesivamente vasta, costosa y sin recompensa segura, como quedó demostrado en la fallida experiencia del National Health Institute de los Estados Unidos, que entre 1956 y 1976 investigó cerca de 35.000 plantas y animales buscando compuestos para combatir el cáncer. Como contrapartida, los biocapitalistas optaron por hacer uso del conocimiento tradicional, para economizar tiempo, dinero y esfuerzo. Especialmente porque las posibilidades de éxito en la búsqueda de muestras valiosas se duplica si la principal fuente de información es el saber indígena, un dato de importancia si se considera que uno de cada 10.000 compuestos derivados de la evaluación sistemática de plantas, animales y microbios, en general, es potencialmente rentable.

La lista de casos de transferencia del conocimiento indígena sin reconocimiento alguno no es nueva, y ya suma alrededor de siete mil remedios. Dicho de otro modo, las últimas décadas se caracterizan por el hecho de que el desarrollo tecnológico (sobre todo, biotecnológico) promovió la intensificación de esa transferencia mediante su robo y patentamiento.

En este contexto, Pat Mooney, presidente del Grupo ETC (antes RAFI) introdujo en 1993 el término biopiratería para referirse a:

[…] la utilización de los regímenes de propiedad intelectual para legitimar la propiedad y el control exclusivos de conocimientos y recursos biológicos, sin reconocimiento, recompensa ni protección a las contribuciones de las comunidades indígenas y campesinas.

Por lo tanto, la biopiratería implica aquellos robos que se hacen con o sin la complicidad del Estado, la nación u otros actores nacionales –como universidades o institutos de investigación–, y se concreta por medio de contratos tendientes a saquear los recursos o los saberes a cambio de sumas insignificantes o equipamientos útiles para preanalizar las muestras biológicas. En general, las legislaciones sobre el uso sustentable de la biodiversidad están definiendo el término biopiratería como el robo de muestras biológicas y conocimientos asociados, sin permiso del Estado-nación –esto sin considerar los robos autorizados por el Estado nacional, a cambio de pagos irrisorios o promesas de pago en porcentajes, en el caso de comercializar algún producto–. Por estos motivos, el término biopiratería debe ser considerado no sólo como un concepto analítico sino también político, en la medida en que resulta ser un mecanismo de enriquecimiento capitalista, de acciones “ecocidas” y, al fin, la antítesis de la sustentabilidad.

Para posicionarse en nuevos espacios de rentabilidad, además de desarrollarse en un contexto de permanente competencia intercapitalista, las actividades de la biopiratería parecen seguir el modelo del sistema mundial. Esto se debe a que, en el fondo, los biocapitalistas coinciden en un objetivo común: el saqueo de la biodiversidad y sus saberes asociados, y el establecimiento de un sistema de propiedad intelectual global que les garantice adueñarse del negocio, al menos por un largo período de tiempo.

A nivel internacional, la Convención sobre la Diversidad Biológica (CDB) estableció las reglas generales del juego al aclarar, entre otros puntos, lo siguiente: “[…] los Estados tienen derechos soberanos sobre sus materiales biológicos, y dichos recursos ya no se encuentran disponibles libremente para otros”. No obstante, lejos de ser un esfuerzo multilateral para apoyar la conservación y el uso sustentable de la biodiversidad –idea pregonada por el Banco Mundial y otros actores desde la Cumbre de Río–, terminó promoviendo claramente el bilateralismo para su explotación privada, y consolidó efectivamente el hecho de que la biodiversidad ya no se encuentra disponible libremente para todos, sino sólo para algunos. Desde la Cumbre de la Tierra se alertó sobre la con­servación y el “uso sustentable” de la biodiversidad. En ella, Al Gore (por entonces vicepresidente de los Estados Unidos) y Maurice Strong, secretario general de la conferencia Estudios de Caso: Convención Mundial sobre Biodiversidad, presentaron el convenio entre el Instituto de Biodiversidad de Costa Rica (InBio) y la multinacional Merck de los Estados Unidos, un acuerdo que se convalida cada dos años y según el cual la multinacional, a cambio de la módica suma de US$ 1,1 millón, tiene acceso a todas las muestras biológicas recolectadas por la entidad privada InBio, con derechos exclusivos para patentar y comercializar cualquier producto derivado de ellas, independientemente de la utilización, durante el proceso de conocimientos indígenas.

Los actores de la biopiratería

La Con­vención sobre Diversidad Biológica también reconoce las innovaciones, las prácticas y los saberes de las comunidades indígenas y locales y, específicamente, alienta la división equitativa de los beneficios resultantes de su utilización (Artículo 8(j)). Claro que, hasta este momento, ese “pago de beneficios” acordado muchas veces no se realizó, o bien se hizo de manera bastante peculiar: pagos fijos y únicos de sumas insignificantes o mediante los medios materiales (equipamientos) necesarios para extraer las muestras biológicas y sus conocimientos asociados.

Concretamente, el saqueo ha tenido dos caras: una conservacionista y otra académico-científica. Ambas pueden operar en conjunto o separadamente, aunque la mayor parte de las últimas pasa como componente de las primeras, con lo cual quedan, así, teñidas de propósitos conservacionistas.

Los protocolos de investigación científica también pueden ampararse en programas para “salvar el conocimiento indígena” y “dar validación científica a la medicina tradicional con fines exclusivamente académicos” o en investigaciones gerenciadas por universidades locales, generalmente con contratos y financiamiento externo, etcétera.

Los mencionados esquemas de conservación financiados por los biocapitalistas, independientemente de su éxito o fracaso, en general sirven y/o facilitan el robo de muestras biológicas y de sus conocimientos asociados, con o sin consentimiento o recompensa alguna para las comunidades indígenas y/o el Estado-nación de que se trate. Aquí, el papel de las ONG conservacionistas internacionales, fuertemente financiadas por empresas multinacionales farmacéuticas, químicas y de otros sectores –públicos y privados– ocupa un lugar central. Todo ello justificado por el argumento del “bien común”, aunque en realidad se trate de hacer negocios para el “bien privado” que se sustentan en los sistemas de propiedad intelectual.

Por nombrar sólo algunas, entre las ONG vinculadas de una forma u otra al negocio de la biopiratería se encuentran la Conservation International –CI (Estados Unidos)–, financiada por el Banco Mundial; el International Cooperative Biodiversity Group –ICBG (Estados Unidos)–; la United States Agency for International Development –USAID (Estados Unidos); además de Monsanto, SmithKline-Beecham, Hyseq, Bristol-Myers y Dow Agroscienses. Igualmente, The Nature Conservancy –TNC (Estados Unidos)– representa los intereses de 3M, Coca-Cola, Dow Chemical, DuPont, General Electric, Home Depot, International Paper, Johnson & Johnson, Monsanto, Procter & Gamble, etcétera.

Sobre el ICBG es conveniente hacer una aclaración puntual, ya que opera directamente en América Latina con una serie de proyectos que han consolidado el saqueo de los recursos bióticos (y sus conocimientos). Conformado por los distintos institutos de salud de los Estados Unidos, y financiado, entre otros, por la USAID, opera en casi todas las zonas estratégicas de Mesoamérica (México, Costa Rica y Panamá), así como en otras regiones de América del Sur (la Argentina, Chile y Perú). Entre sus proyectos se cuentan: ICBG-Zonas Áridas (México, la Argentina y Chile), ICBG-Maya (México; cancelado en 2002) e ICBG-Panamá.

Una autoevaluación indicaba que, al final del siglo XX, cerca de 4.000 especies de plantas y animales fueron estudiadas por tener actividad biológica en trece áreas terapéuticas distintas.

En este sentido es notable, aunque no sorprendente, que la CI haya propuesto, a fines del siglo pasado, una serie de corredores biológicos para la conservación de las regiones más biodiversas del globo, que deberían ser administrados por “prestadores de servicios ambientales” –esto es, por ONG del estilo de la CI–, mediante concesiones de conservación. En América, esos lugares son el corredor de las Rocallosas/Sierra Nevada (Canadá-Estados Unidos), el corredor biológico mesoamericano (sudeste de México-Centroamérica) y el corredor biológico sudamericano.

El corredor biológico mesoamericano fue considerado, hacia fines de la década de 1990, modelo de corredor y ejemplo mundial de conservación –a pesar de las numerosas denuncias sobre el saqueo biótico y del conocimiento indígena que el programa estaba llevando a cabo–. Ese saqueo fue, por lo menos, facilitado por las normativas del corredor biológico, al homogeneizar las pautas legales sobre el acceso, la gestión y el usufructo de la biodiversidad y de su conocimiento asociado. Esto indica a las claras que los corredores son altamente estratégicos, dado que contienen la biodiversidad y los recursos naturales en su estado nativo, lo que permite obtener información adicional sobre su ciclo vital y su entorno, pero sobre todo porque contienen, a su vez, los saberes propios de las culturas indígenas. No por casualidad, sino por causalidad, las zonas megadiversas y las poblaciones nativas se yuxtaponen. En el caso de América Latina y el Caribe, primera reserva de biodiversidad terrestre y segunda de biodiversidad marina en el mundo, se estima que al menos el 80% de las áreas naturales protegidas están habitadas por indígenas.

A esto se debe el enorme interés de los Estados Unidos en mapear esta yuxtaposición mediante la conformación de equipos de investigación terrestre, a lo que se debe sumar el arsenal de satélites con el que ese país cuenta, bajo la tutela de la Comisión Centroamericana de Ambiente y Desarrollo y la National Aeronautics Space Administration –NASA–.

En este escenario, el sistema de biopiratería mundial se torna cada vez más complejo e involucra a un número mayor de actores, por lo cual forma una trama tan intrincada que no es fácil de identificar a primera vista. En términos generales, en un primer plano se encuentran los biopiratas independientes o proyectos de conservación. Luego, las universidades, institutos de investigación y ONG, tanto de los estados capitalistas centrales como de los periféricos, que pueden trabajar separadamente, en coordinación con otros actores, o en conjunto y con un mismo objetivo. En esta maraña también se pueden advertir, en algunos casos, otros intermediarios, como laboratorios privados y pequeñas empresas biotecnológicas, que obtienen las sustancias activas o las estructuras moleculares de las muestras biológicas entregadas por alguno de los agentes antes mencionados.

En ocasiones algunas multinacionales biotecnológicas se involucran directamente, por propia iniciativa o a través de los proyectos de conservación ya mencionados, impulsadas por algún organismo internacional como el Banco Mundial o el BID. Al final de esta cadena, los biocapitalistas recuperan por otra vía lo que invirtieron inicialmente –financiamientos, subvenciones y otras formas de circulación de fondos–, para “conservar” el medio ambiente. Pero debido a que este mecanismo difícilmente podía pasar desapercibido, su formalización se justificó, desde la Convención de Diversidad Biológica, en forma de modelos “ganador-ganador”, mediante los que, se dice, gana la biodiversidad porque paga su propia conservación, gana el país anfitrión y su población indígena al recibir alguna recompensa, y ganan las multinacionales al comercializar la biodiversidad y su conocimiento asociado. Según los biocapitalistas, todos ganan.

Negociaciones en torno a las biopatentes

Considerando que en general se establece entre el 1% y el 3% el pago de regalías sobre las ganancias (no sobre las ventas) generadas por la comercialización de algún producto, resulta evidente que la lógica del modelo es aquella en la que saqueador y saqueado supuestamente se benefician por igual. Merece atención el hecho de que los laboratorios farmacéuticos ganan anualmente US$ 40.000 millones por las ventas de productos basados en la medicina tradicional, mecanismo por el que, según el etnobiólogo norteamericano Darrel Posey (1996), los costos de investigación y desarrollo quedan disminuidos hasta en un 40%. No obstante, por lo general las multinacionales no comparten ni mínimamente las ganancias. Entre los casos que Posey menciona se encuentra el del anticoagulante Tiki Uba, tomado del pueblo amazónico urueu-wau-wau y comercializado por la Merck Pharmaceuticals para su uso en cirugía cardíaca. La biopiratería corona sus procedimientos con un sistema de propiedad intelectual que garantiza la propiedad privada de lo robado. En este sentido, los Estados Unidos y otros países industrializados en la línea de vanguardia de los avances biotecnológicos vienen presionando agresivamente, desde la década de 1990, para que se instaure una “armonización” internacional de las leyes de propiedad intelectual. Así, pretenden homogeneizar las diversas normas, regulaciones y procedimientos y, principalmente, validar las patentes a nivel mundial, de modo que ya no sea necesario presentar las solicitudes de registro en los organismos respectivos de cada uno de los países, pues históricamente las leyes de propiedad intelectual se basaron en el principio de soberanía nacional, por lo cual cada país determina libremente sus propios métodos para reconocer o proteger la propiedad intelectual.

De esta manera, durante la Ronda de Uruguay (1986-1994) del Acuerdo General sobre Tarifas y Comercio (GATT), actualmente Organización Mundial de Comercio (OMC), los derechos de propiedad intelectual (TRIP) se convirtieron en objeto de negociación en el marco del comercio internacional. Entonces fueron los Estados Unidos los que se empeñaron en incluirlos en la agenda, bajo una fuerte presión de la industria farmacéutica, cuyos representantes redactaron el texto que sirvió de base para las discusiones y la negociación. Los Estados Unidos finalmente ganaron la pulseada y el acuerdo sobre los TRIP se convirtió en la tercera pata del régimen mundial de comercio, junto a bienes y servicios.

Para los saqueadores, el motivo que justifica patentar el conocimiento indígena, como señaló el presidente del Sistema de Integración Centroamericano (SICA), es que “sólo se puede mantener en secreto aquello que no es público”. Por ende, puesto que el conocimiento indígena tiene un carácter colectivo y público, su patentamiento es factible, aunque “si las comunidades indígenas demostraran que se les ha robado un secreto pueden reclamar”.

No obstante los numerosos casos de este tipo, desde finales del siglo XX se comenzó a descalificar las denuncias y críticas aludiendo que gran parte de los acuerdos de bioinvestigación son de exclusivo carácter científico y, que en caso de tener carácter comercial, supuestamente comenzaban a pagar por la extracción y el uso de la biodiversidad. Sin embargo, jamás se dijo que bajo el manto del cientificismo se amparan no solamente institutos de investigación, sino también empresas dedicadas a la comercialización de la biodiversidad. Esto significa que el uso puramente científico de la biodiversidad por parte de las empresas depende de sus buenas intenciones. En cuanto al aspecto comercial de este asunto, hacia principios del siglo XXI se habían registrado contados y magros pagos de regalías, aunque sí se había invertido en el soporte técnico y el equipamiento necesario para la extracción de la riqueza biológica del planeta.

Esto respondía a un proceso complejo. Por un lado, era indispensable otorgar los medios técnicos para extraer la riqueza biológica del planeta, poniendo a los países del Sur y a sus poblaciones indígenas, precisamente aquellos que resultan saqueados, al servicio de las multinacionales del Norte. Y por el otro, el intenso proceso de fusión entre las multinacionales y las empresas vinculadas al desarrollo biotecnológico volvía difícil seguir el derrotero de los recursos biológicos extraídos, ruta que se mostraba aún más difusa al querer determinar en qué productos se estaban utilizando, debido a un intrincado proceso bioindustrial.

Rastrear el rumbo de la transferencia de conocimientos es mucho más complejo que el de la muestra biológica correspondiente. Esto se debe a que sólo los experts conocen el lenguaje científico al que el conocimiento tradicional fue traducido.

Por otra parte, suponiendo que la patente hubiera quedado en manos de las comunidades indígenas para garantizar la protección de su conocimiento –una propuesta que erróneamente llegó a ser expresada–, es pertinente aclarar –como lo hicieron algunos especialistas– que los costos que ello implica son muy elevados, desde el pago de la patente hasta el permanente monitoreo para defenderla y verificar que no haya violaciones de sus derechos. Es evidente que no hay ninguna comunidad indígena del planeta que esté en condiciones de proteger su conocimiento bajo el régimen de propiedad intelectual capitalista.

Otros actores y biopiratería humana

En este sentido, cabe resaltar algunos casos de biopiratería del siglo XX en América Latina (véase mapa adjunto): las actividades del ICBG (National Science Foundation, USAID e Institutos de Salud de los Estados Unidos) en Panamá, en Perú (ICBG-Andino), en México (ICBG-Maya), en Chile y en la Argentina (estos últimos tres países bajo el programa ICBG-Zonas Áridas); las de CI y el Instituto Smithsoniano para facilitar, cuando menos, la biopiratería; las de la Red Iberoamericana de Productos Farmacéuticos en América Latina, particularmente en México; los intereses del Centre for Promotion of Imports from Developing Countries, de Holanda, para obtener extractos y compuestos naturales oriundos de América Latina; el saqueo de miles de muestras de hongos macro y microscópicos en la Sierra de Juárez, Oaxaca (México), por parte de la compañía Sandoz (Novartis); el contrato entre la UNAM, de México, y los laboratorios Diversa, de los Estados Unidos; los múltiples acuerdos comerciales de InBio, en Costa Rica, o los potenciales acuerdos empresariales del Instituto Costarricense de Investigaciones Clínicas con varias multinacionales; las actividades de Farmaya, en Guatemala; las patentes de PureWorld, Botanicals Inc. y Biotics Research sobre la maca peruana; el escandaloso robo del yacón y su posterior envío al Japón, que involucró como sospechoso al ex presidente peruano Alberto Fujimori; la patente de la ayahuasca otorgada a Loren Illar, en los Estados Unidos, suspendida provisoriamente a causa de la presión social internacional; y las actividades de la Universidad de Zurich, en Suiza, para acceder a los recursos genéticos del territorio yanomami en Venezuela, entre muchos otros.

A esto hay que agregar una dimensión de la biopiratería que aún no ha sido mencionada: la de las muestras humanas. En este caso se trata de la misma discusión, sólo que la esencia del robo es percibida de un modo más explícito y directo. Las poblaciones más buscadas fueron aquellas que han tenido un menor contacto con la sociedad moderna (industrializada), puesto que conservan cualidades genéticas únicas, que pueden ser útiles para el desarrollo de remedios o servicios médicos avanzados (farmacogenéticos).

Por ejemplo, el Proyecto de Diversidad del Genoma Humano de los Estados Unidos se propone, desde principios de la década de 1990, recolectar muestras de tejidos de más de setecientas poblaciones humanas para “inmortalizarlas”. Entre los recabados, se presentó la patente de un tejido de una indígena guaymí, de Panamá, pero el National Institute of Health (NIH, Estados Unidos) admitió poseer muestras de sangre de por lo menos 27 grupos de indios colombianos de buena salud y de tribus culturalmente distintas, distribuidas en doce departamentos. Hay que sumar las 703 muestras de la tribu kayapó en poder de la Universidad de Yale, las muestras de 13 tribus aisladas de América Central y América del Sur que se conservan en el Instituto Nacional del Cáncer (parte del NIH), y un inmenso archivo en posesión del NIH que incluye tejido humano proveniente de tribus latinoamericanas de la Guayana FrancesaHaití, Perú, Brasil, Jamaica, México y Panamá.

El resultado de estas actividades fue un dramático aumento de las biopatentes, cuyo número anual, según las estimaciones, pasó de cerca de 3.000 en 1970 a 176.000 en 1999. Datos recogidos por Pat Mooney –del Grupo ETC– confirman que el 90% de las patentes de tecnología de punta están en manos de las grandes multinacionales. En 1990 el total de las ganancias generadas por el cobro de licencias de patentes fue de US$ 15 millones, en 1998 se alcanzó la cifra de US$ 100 millones y se calcula que en 2005 habría aumentado a US$ 500 millones.

Medio ambiente: centro de la lucha social

La agudización de la segunda contradicción del capitalismo, que no es sino la autonegación del capital cuando mina o destruye el medio ambiente, lleva a pensar lo que la constante y exponencial transferencia de riqueza ocasionaría en los ya muy dañados ecosistemas de América Latina.

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Camión de Greenpeace en la ciudad de Natal, Brasil, promueve fuentes de energía renovables (Flávio Cannalonga/Difusión/Greenpeace)

El debate sobre esta cuestión, y todos los aspectos que conlleva, es vital y debe ocupar un lugar en la agenda latinoamericana, tanto en las elites del poder como entre los pueblos. Desde el punto de vista de los movimientos sociales, el debate podría quedar reducido a la cuestión del derecho universal a un medio ambiente saludable –que es esencial para la vida–. Pero, en realidad, lo que está en juego no es sólo eso, sino, principalmente, la definición acerca de cómo los pueblos latinoamericanos (y del mundo) se van a relacionar con la naturaleza y cómo van a administrar su autonomía. Y, dado que –parafraseando a O’Connor (2001, p. 362)– “la preservación es primordial”, los pueblos más agredidos optaron y optan por defender en el corto, mediano y largo plazos las condiciones propicias para la reproducción, cada vez más coartadas por el sistema capitalista de producción, que amenaza incluso el entorno natural.

Así pues, dadas las características socio­económicas de América Latina, los límites sociales de tolerancia a los esquemas de saqueo constante son cada vez menores, lo que ha transformado a la lucha ambiental en una lucha de clases que involucra a diversos actores, lenguajes y formas. Según Joan Martínez-Alier (2002), estamos ante un fenómeno que puede ser denominado “el ecologismo de los pobres”.

Por ejemplo, a partir de algunos conflictos se han construido redes y grupos de discusión, debate y acciones pacíficas a nivel local, nacional y regional, tales como la Red de Comunidades Afectadas por la Minería, en la Argentina; la Asociación de Comunidades Ecologistas Usuarias del Golfo de Nicoya y el Comité Canadiense para Combatir los Crímenes contra la Humanidad –que ha realizado una demanda legal a la multinacional canadiense Glencairn Gold por sus operaciones en Costa Rica–; también el Frente de Defensa de Tambogrande y las organizaciones en lucha de la comarca Andino-Patagónica, ambas contra la minería; la lucha de los habitantes de la Cordillera de los Andes Chubutenses contra la explotación minera a cielo abierto; el Movimiento de los Afectados por los Diques contra la construcción de grandes represas, en Brasil, y la Coordinadora de Defensa del Agua y la Vida contra la privatización del agua en Cochabamba (Bolivia); la Asociación Misión Tremembé, en Ceará, Nordeste de Brasil; el movimiento del pueblo chachi, en Ecuador, o el de las comunidades negras colombianas de la región de Chocó, todos en defensa de los manglares y de sus tierras; las luchas que diversas comunidades indígenas sostienen contra los procedimientos de la biopiratería en toda América Latina; las movilizaciones del Comité de Vigilancia de los Recursos Naturales en Costa Rica contra las prácticas depredadoras de la empresa PalmaTica; y las acciones del pueblo mapuche en defensa de sus bosques y contra las plantaciones forestales de monocultivos en Chile. Igualmente, hay que considerar las acciones de la comunidad mapuche Logko Puran contra la extracción de petróleo en Neuquén, Argentina; la lucha de las comunidades locales y del grupo Acción Ecológica contra las devastadoras extracciones de petróleo por parte de Texaco en las provincias de Orellana y Sucumbíos, en la selva amazónica de Ecuador; y la oposición presentada por la comunidad U’Wa, en Colombia, en el conflicto con la empresa Occidental Petroleum.

Algunos conflictos abrieron las puertas a la construcción de redes de alcance nacional, regional y hasta internacional (Red Latinoamericana Contra las Represas y por los Ríos, sus Comunidades y el Agua; Red Mundial de Afectados por las Represas; Red Latinoamericana en Defensa de los Manglares; Red por una América Latina Libre de Transgénicos, entre otras), mientras que otros fueron incluidos en las agendas de los movimientos sociales –pacíficos o armados– que tuvieron su origen en cuestiones económicas o de otra índole, como el caso del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), en Brasil, o el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en México. Finalmente, hay que incluir tam­bién asuntos que por sus características permiten, paralelamente, la acción de entidades globales de activistas, que se encuentran alejados de las luchas sociales, pero han hecho una contribución valiosa. Es el caso del Grupo Oilwatch, el Grupo ETC, la International Rivers Network y el Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales, entre otros. A estas entidades se suman las múltiples ONG ambientalistas con un real compromiso ecosocial, con excepción de aquellas que integran el negocio ambiental, como: Conservation International (Estados Unidos), The Nature Conservancy (Estados Unidos) o World Wildlife Fund for Nature (Estados Unidos/Europa).

Caminos pro-ambiente

Entre tanta diversidad en las formas de lucha social por el medio ambiente se destacan algunas figuras, como el brasileño Chico Mendes, quien encabezó uno de los movimientos más importantes de trabajadores caucheros en la selva tropical de la cuenca amazónica. Por medio de empates, una forma no violenta de protesta en la que los caucheros formaban barreras humanas para impedir el acceso a los bosques y así evitar que los leñadores derrumbaran los árboles, Chico Mendes consiguió salvar entre 1976 y 1988 más de un millón de hectáreas de bosque tropical. 

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Protesta de Greenpeace contra la extracción de madera en la región amazónica (Daniel Beltrá/Greenpeace/Difusión)

Son numerosos los activistas sociales y mediomabientalistas que han sido encarcelados o, todavía peor, asesinados o desaparecidos a lo largo de América Latina. Uno de los casos más violentos fue la masacre, en 1982, de 400 mayas achí (incluidos 107 niños y niñas) de la comunidad de Río Negro (Guatemala) que se opusieron a la construcción de la represa Chixoy, durante la dictadura militar. Todos ellos fueron asesinados por soldados del Ejército y del escuadrón paramilitar Patrulla de Defensa Civil de Xoxoc, utilizado por el Estado guatemalteco como escuadrón de la muerte. La responsabilidad de la tragedia recayó en todas aquellas instituciones y multinacionales que, conscientes de la brutalidad del régimen guatemalteco, colaboraron en la construcción de la represa. El BID y el Banco Mundial proveyeron al proyecto más de US$ 300 millones, en calidad de préstamos.

Ninguno de los involucrados reconoció responsabilidad alguna. El Banco Mundial, tras una investigación interna, admitió la matanza, pero sin embargo no se hizo responsable, y las multinacionales participantes adujeron no tener conocimiento de las masacres.

Vale señalar que, si bien no todas las manifestaciones de descontento y lucha social que se han citado son necesariamente antisistémicas, sí son una herramienta en la batalla contra la ideología y las prácticas capitalistas, porque cuestionan la manera y el ritmo con que se gestiona la naturaleza, así como el tipo de valores de uso que conforman las condiciones de producción y de vida.

Por esta razón, es esencial tener en cuenta que la transferencia de recursos estratégicos, con su correspondiente costo ambiental y social, se encontrará en lo inmediato con obstáculos, en la medida en que se continúen aunando y coordinando esfuerzos. Abrir la posibilidad de revertir los proyectos ecológica y socialmente negativos depende de cuán sólido se alce el muro social, de manera que esos proyectos encuentren una sólida resistencia. Hay que recordar que esos proyectos son posibles gracias al activo papel de una elite latinoamericana que los avala y, por si fuera poco, los promueve y ejecuta, siempre a favor de los intereses de la cúpula de poder de los ECC. La guerra de clases que la nueva oligarquía latinoamericana mantiene contra sus pueblos es el fundamento que sustenta la creciente transferencia de excedentes a esos Estados, pero a la vez fortalece la lucha por una conciencia social que sirva a la construcción de una alternativa económica, social y ecológicamente armónica.

No se trata, entonces, de rechazar todo plan de desarrollo, sino aquellos que atentan contra los pueblos y su entorno natural, es decir, aquellos que tanto en la esfera del medio ambiente como en otras, privatizan beneficios y socializan costos.

Mapas

 

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por admin publicado 31/08/2016 12:02, Conteúdo atualizado em 03/07/2017 18:03